El cazador de barcos (44 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—¿Y usted qué hizo?

—Me ofrecí a comunicarle por radio la posición del buque. Él aceptó mi ofrecimiento sobre todo para deshacerse de mí.

—¿Sabe quién es usted?

—Lo adivinó, pero no tiene importancia. Está obsesionado con la idea de hundir ese buque. Es lo único que le importa. No considera que esté realizando un trabajo al servicio de Israel.

—¿Y su única intervención en el asunto ha sido radiarle mensajes con la posición del buque?

—Así fue hasta lo de Ciudad del Cabo.

El primer ministro paseó la mirada de las caras preocupadas de sus asesores a la cabeza cadavérica del jefe de la Mossad, para fijarla después en Weintraub y volver a contemplar finalmente a Donner.

—¿Qué sucedió en Ciudad del Cabo?

—Milagrosamente, Hardin logró escapar con vida de la misma tormenta que estuvo a punto de hundir el buque. Yo imaginé que tal vez sería así.

—¿Por qué?

—Es un hombre de una gran tenacidad. Yo tuve…

—¿Una intuición? —preguntó mordazmente el primer ministro.

—Sí, señor. Busqué la manera de arrancar a su compañera de las tiernas manos de la policía sudafricana y…

—¿Qué compañera?

—Una joven nigeriana llamada Ajaratu Akanke —dijo Donner y miró al ministro de Asuntos Africanos.

El hombre arqueó las cejas.

—¿La hija del general Akanke?

—Sí.

—Tenía entendido que estaba en Inglaterra.

—Se marchó de allí para acompañar a Hardin.

El ministro de Asuntos Africanos esbozó una amplia sonrisa.

—Espléndido. Akanke puede ser una buena amistad.

Después su sonrisa se desvaneció.

—¿Por qué no me informó del asunto?

—Por razones de seguridad —respondió Donner—. Quería esperar a tener finalizado el plan. El general Akanke accedió a posponer sus expresiones de agradecimiento.

—¿Razones de seguridad? —le interrumpió el primer ministro—. ¿Quién más está enterado de lo que ha hecho?

—Nadie, ni siquiera Akanke. No le hablé para nada de mi relación con Hardin. Después ayudé a Hardin a reparar su barco en Ciudad del Cabo y conseguí, discretamente, un pasaje hasta Durban para él y su barco, permitiéndole evitar así las tormentas de la travesía del Cabo. Estaba bastante debilitado.

—¿Y qué hace en Durban?

—Zarpó de Durban el mismo día de su llegada.

—¿Hacia dónde?

—No lo sé.

—Bien, ¿y qué planes tiene?

—Hundir el
Leviathan
.

—¿Dónde?

—En algún punto entre Durban y Arabia.

El primer ministro examinó brevemente los mapas que colgaban de la pared. Tras una larga pausa, dijo:

—Una distancia de cuatro mil millas. ¿Dónde se encuentra ahora?

—No lo sé. Le transmití un mensaje radiado con la fecha prevista para la salida del
Leviathan
. No ha respondido a mis llamadas. Yo imagino que debe estar en el canal de Mozambique o bien en el Ra's al Hadd. Más probablemente en el canal. Tiene que atacar en una zona restringida.

Los ojos del primer ministro se tornaron opacos.

—¿Puede salir un momento, por favor? Ya le llamaremos.

Weintraub le saludó con una preocupada inclinación de cabeza cuando se levantó y abandonó la habitación. Una atractiva soldado le sirvió una taza de té mientras esperaba. Finalmente, volvieron a llamarle.

Sólo Weintraub, el jefe de la Mossad y el primer ministro le devolvieron la mirada. Los ojos fijaron la vista en la mesa. Después Weintraub se encogió ligeramente de hombros y abrió las manos como diciéndole que lo sentía. El primer ministro tomó la palabra.

—Su amigo Zwi Weintraub nos ha convencido de que ha actuado usted dentro de una osada tradición. Sin embargo, la comisión teme que los riesgos que encierra su acción sean mayores que las posibles ventajas. Hemos decidido vetar su plan.

Donner agitó indignado la cabeza y se lanzó a hablar, ya sin nada que perder.

—Llegará un momento en que desearán poder contar con el arma que he intentado ofrecerles. Cualquier momento en que necesiten esgrimir una amenaza.

—Gracias por su visita —dijo secamente el primer ministro.

—¿Y qué será de Hardin?

—Lo detendremos —declaró el jefe de la Mossad.

—¡No! —exclamó enfáticamente Donner.

Los otros se lo quedaron mirando.

—Zwi —dijo Donne—. Por favor.

Weintraub se levantó.

—Miles puede cubrir sus propias huellas. Está en su perfecto derecho.

—Ya es un poco tarde para hablar de derechos —replicó el jefe—. No podemos permitir nuevos errores.

Weintraub golpeó con un puño sobre la mesa.

—Está en su derecho, señor primer ministro. Y no comete errores. Es el mejor hombre que poseemos.

CAPÍTULO XXI

El monzón embistió furioso contra las altas montañas costeras del sudeste de Arabia y rebotó a través del mar de Arabia rumbo a la costa de Makran, en el subcontinente indio. Hardin lo dejó a sus espaldas después de circundar el alto faro y torre de radar que se levantaba en el arenoso cabo de Ra's el Hadd para adentrarse en el golfo de Omán.

El cambio fue tan brusco como si acabara de cerrar violentamente una puerta. Hacia un calor intenso, el mar estaba plano. En el espacio de unas cuantas millas había pasado de un oleaje tumultuoso a las aguas estancadas de una piscina. Guardó los gruesos foques que le habían transportado a lo largo de las últimas mil seiscientas millas y extendió un ligero
spinnaker
sobre el botalón. El velero continuó su sigilosa travesía hacia el noroeste, avanzando a dos millas de los acantilados rocosos cada vez más altos y escarpados de la costa oriental de Arabia.

Una costra de sal recubría el velero. El rocío de las olas ya no salpicaba las cubiertas, pero el aire seguía siendo húmedo; y a pesar del calor, que hacía transpirar a chorros el cuerpo de Hardin, tendrían que pasar varios días antes de que el pálido sol consiguiera eliminar la omnipresente capa de moho que la constante humedad había formado sobre sus ropas de cama, sus prendas de vestir y la comida.

La sensación de estar siempre mojado y las pequeñas molestias propias de una travesía de varias semanas a solas en el mar habían ido socavando insidiosamente su ánimo, distrayéndole, erizando su temperamento, de tal forma que pequeños problemas —como la necesidad de ajustar continuamente el piloto automático, que empezaba a estar muy desgastado y resbalaba, adquirían proporciones desmesuradas y los problemas más grandes —como el agua que entraba en el casco— le parecían espantosos. El zarandeo de las olas monzónicas había agravado el estado del velero y la imaginación de Hardin, acicateada por la soledad, conjuraba vividas imágenes de los camarotes llenándose de agua y el velero hundiéndose en picado y arrastrándole a él, atrapado en su interior.

Irónicamente, la visión de la tierra firme también le enervaba. Se había pasado los últimos tres meses, a excepción de una semana, navegando el alta mar, sobre aguas profundas y despejadas, y la proximidad de la costa le resultaba irritante, en ella veía un obstáculo y un peligro.

Por la tarde cesó el viento y las velas quedaron colgando fláccidas. Apenas alcanzaba a vislumbrar la costa rocosa entre la calina hacia el lado de babor. Hacia estribor, a varias millas de distancia, pasó la fantasmagórica silueta negro grisácea de un petrolero que se encaminaba hacia el estrecho de Ormuz, la entrada del golfo Pérsico. De vez en cuando, a medida que la tarde iba haciéndose más y más calurosa, alcanzaba a divisar varios a la vez, un amenazador desfile tenuemente vislumbrado a través del velo de humedad ambiente.

Escuchó un insistente gemido y cuando escudriñó la costa con sus prismáticos descubrió un minarete de ladrillo rojo en un minúsculo pueblecito. La llamada a la oración resonaba fuertemente sobre las aguas calmadas. Había divisado varios poblados a lo largo de la costa en los puntos donde algún río o una ensenada desaguaban lentamente en el golfo. La mayoría parecían demasiado pequeños y primitivos para vender gasoil y tampoco llevaba dinero del sultanato de Omán, a cuyas costas pertenecían esos pueblos. Las
Instrucciones de navegación
indicaban que el rial Saudita era la moneda del reino y señalaban que el sultanato mantenía relaciones con Gran Bretaña. Hardin deseaba comprar combustible, pero no se atrevía.

Más arriba de la costa estaba Sur, un pequeño puerto, pero allí corría el riesgo de ser descubierto. Dudaba que hubiera muchos yates privados que se dedicaran a navegar esas aguas y el velero llamaría la atención y quedaría fijado en su memoria. Las autoridades portuarias le pedirían visados y sobornos y probablemente transmitirían el número de su pasaporte al consulado norteamericano más próximo. Preocupado y desgarrado por su indecisión, aguardó que se levantara el viento.

Las velas empezaron a flamear. Pero la brisa soplaba del noroeste, directamente contra él. Izó el génova y puso rumbo al norte, muy ceñido al viento. Cuando llegó al borde de la vía de navegación, viró de bordo y volvió a acercarse a tierra, consultando las
Instrucciones de navegación
para averiguar la profundidad de las aguas en las proximidades de la costa. El viento, el
chamal
del noroeste, empezó a arreciar.

Avanzó dando bordos, con el viento siempre de cara, durante toda la tarde, zigzagueando entre la costa y el canal. Estaba realizando una bordada hacia babor, muy ceñido al viento, cuando el casco rojo de un gran laúd apareció en el horizonte frente a él y cruzó por delante de su proa. El velero árabe avanzaba veloz con el viento, que soplaba con fuerza del noroeste, con su alta vela latina muy hinchada como si fuera una nube en forma de cimitarra. Los marineros, una docena de hombres morenos de nariz ganchuda, se quedaron mirando con ojos muy abiertos la blanca y esbelta silueta del velero cuando su pesada embarcación adelantó lentamente al velero.

La atmósfera se despejó un poco al atardecer. De vez en cuando divisaba alguna extensión de tierra llana entre la costa y las montañas. Las distintas tonalidades de verde de las granjas y los huertos de frutales coloreaban estos llanos, que pronto cesaban, bruscamente interrumpidos por los acantilados y promontorios que volvían a alzarse escarpados y la tierra aparecía desértica otra vez. Justo antes de anochecer, otro laúd pasó a su lado, como él muy pegado a la costa a fin de evitar a los petroleros gigantes.

Estuvo navegando toda la noche, dormitando durante las bordadas, despertando para virar, confiando en que su finamente ajustado reloj interno le avisaría cuando empezara a aproximarse demasiado a la costa o a las transitadas vías de tráfico marítimo. Tres meses atrás lo habría considerado un loco alarde de destreza, pero durante todo ese tiempo prácticamente no había hecho más que timonear el velero y había aprendido cosas acerca de él por completo insospechadas.

Por la mañana cesó el viento y una densa bruma cayó sobre las aguas. Se encontraba en un punto seguro a medio camino entre la costa y las vías de tráfico marítimo y no había corriente, con que se envolvió con un tormentín para protegerse de la fría humedad de la niebla y se durmió en la bañera, con la seguridad de que las velas le despertarían si volvía a levantarse el viento.

Se despertó con los pelos de la nuca erizados indicándole la presencia de algún peligro e intentó penetrar con la mirada la densa niebla. Escuchó el ahogado ronroneo de un motor marino. No logró distinguir de qué dirección venía, pero era evidente que cada vez sonaba más fuerte. Al fin lo escuchó hacia popa.

La alta proa inclinada de un laúd árabe cortó la bruma.

Hardin se levantó de un salto y empezó a gritarle al vigía apostado en el extremo del tajamar. El árabe emitió un chillido de sorpresa con aguda voz sobresaltada y se puso a gesticular frenéticamente hacia la popa de la embarcación a la cual se acercaba velozmente.

Hardin se preparó para recibir el impacto. El laúd estaba tan próximo que alcanzaba a divisar un pequeño aeroplano en miniatura montado sobre la proa a modo de mascarón. El traqueteo de un motor diesel cambiando a marcha atrás fue intensificándose hasta convertirse en un agudo silbido A seis metros de distancia, cuando sus ojos y los del vigía ya estaban clavados unos en la cara del otro, la alta proa se desvió esquivándolo y la embarcación de carga se deslizó por su lado, viró lentamente en redondo y se detuvo junto al velero, que se balanceaba sobre su estela.

Llevaba la vela acumulada en torno a una enorme verga que yacía sobre la cubierta como una larga serpiente enroscada. Los costados eran altos e iba cargado hasta los topes: con lavadoras y refrigeradores en cajas de madera, balas de higos, algodón y dátiles, algunas motocicletas y un viejo Mercedes Benz negro. Lo que parecían montículos de lona empezaron a agitarse y la tripulación —un harapiento grupo de hombres y muchachos ennegrecidos por el sol, vestidos con turbantes, alfaremes y túnicas— emergió de sus improvisados lechos y se reunió para observarle.

Un hombre grueso, el capitán a juzgar por la calidad de sus ropas y el sonido de su voz, salió precipitadamente de la cuadrada caseta de popa, se abrió paso entre dos marineros y empezó a verter un torrente de indignadas palabras árabes sobre Hardin. Tenia la cara broncínea. Una negra pelusa cubría su barbilla, y sus ojos, negros y relucientes y separados por una enorme nariz ganchuda, chispeaban airados.

Hardin aguardó que hiciera una pausa para tomar aliento. Entonces le señaló sus velas colgantes. El rostro del árabe se ensombreció. Hardin intentó esbozar una sonrisa amistosa; los humos del motor diesel impregnaban el húmedo ambiente.

—Hola —graznó Hardin.

Hacía cinco semanas que no pronunciaba ni una palabra. Carraspeó y volvió a gritar:

—¡Hola!

El capitán árabe frunció el entrecejo y se volvió hacia su tripulación. Siguieron varios minutos de animada discusión interrumpida por movimientos de brazos señalando las velas del velero. Finalmente, un viejo de pelo blanco indicó la verga del laúd tendida sobre la cubierta y el capitán se volvió a mirar otra vez a Hardin.

El capitán extendió los brazos indicándole el tamaño de su embarcación. Medía bastante más de veinte metros y debía desplazar unas cien toneladas. Después sonrió y extendió dos dedos para señalar el velero y el resultado que habría tenido una colisión.

Hardin le devolvió la sonrisa. Consciente de que tanto él como el capitán agotarían rápidamente sus reservas de gestos universales, señaló la chimenea tubular que despedía una columna de humo negro azulado del motor por encima de la timonera de la embarcación árabe.

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