El cazador de barcos (16 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—¿Cuándo te marchas? —preguntó Ajaratu.

—En cuanto pueda. No quiero que me coja la estación de los huracanes.

—¿Cuándo tardarás en llegar a Monrovia?

—Unas tres semanas. Es un barco muy veloz.

—Solo…

—Estoy solo.

El dolor continuaba acechándole. Advirtió cómo se interfería en el placer que le había proporcionado el brandy, como esas pequeñas olas que rizan la superficie del agua cuando se levanta el viento. ¿Qué podría haber hecho mejor?, volvió a preguntarse.

—¿No te aburrirás?

—No.

—¿Y qué sucederá cuando duermas?

—El barco seguirá navegando. Un piloto automático controlará el timón. Mantiene el barco en un rumbo aproximado.

—¿Y si estás cerca de tierra o en una vía de tráfico marítimo?

La mirada de Hardin se endureció imperceptiblemente.

—Entonces uno no duerme —dijo—. A propósito, ahora que hablamos de dormir… podrías hacerme un favor. Necesito algunas pastillas para mantenerme despierto y algunos antibióticos. No puedo extenderme una receta aquí, en Inglaterra. ¿Crees que podrías…?

—Naturalmente. Aunque todavía tendrías que ir con cuidado con los fármacos hasta que te hayas recuperado completamente de la contusión.

—Estoy perfectamente.

Bebió un sorbo de brandy.

—Fíjate, incluso soy capaz de beber otra vez.

—Nunca he navegado en un yate —dijo Ajaratu.

—Pasado mañana saldré a probar la antena del radar —dijo Hardin—. Vente conmigo.

—¿No te estorbaré?

—Podrás ayudarme, si quieres que te dé trabajo. —Hardin sonrió—. Puedes venir.

Donner descubrió la noticia casi por casualidad en el
Times
de Londres. Comprobó las fechas en otros periódicos. El
Mirror
había hinchado una breve entrevista hasta ocupar una llamativa media página. Donner telefoneó a Grandig en Alemania desde una cabina pública. Grandig le devolvió la llamada quince minutos más tarde desde otra cabina.

—He estado pensando en el asunto del Dragón —dijo Donner.

—No ha sucedido nada nuevo —respondió Grandig; su inglés no tenía ninguno de los atractivos de su hebreo.

—Se me ha ocurrido una sugerencia —dijo Donner—. Investigad todos los hoteles y restaurantes del lugar y todas las agencias de alquiler de coches. Preguntad por un hombre con mucho dinero.

—Gracias —dijo Grandig— pero ya lo estamos haciendo.

—Tengo un nombre.

—¿Cómo?

—No se lo digas a tus amigos.

—¿Por qué no?

—Podríamos utilizarlo nosotros.

Donner se fue a su casa y mecanografió a triple espacio un informe dirigido a un hombre llamado Zwi Weintraub, que empezaba a estar bastante viejo y tenía dificultades para leer.

Cuando daba clases de Historia en Cambridge, Donner había quedado fascinado con el general George Washington, que había sabido captar perfectamente la relación existente entre poder e información.

El joven Washington, que era un espléndido jinete, se había valido de esta habilidad y de su extraordinaria energía para cabalgar regularmente desde la frontera hasta Williamsburg, donde mantenía informados a unos cuantos hombres poderosos de la situación de la guerra contra los franceses. La información fresca les permitía mejorar su posición dentro de la Casa de Representantes de Virginia y les ponía en deuda con Washington. Así, éste pudo contar años más tarde con su apoyo para promover sus propias ambiciones.

La costumbre de Washington le había sido muy útil a Donner a lo largo de su propia carrera. Desde la Partición, siempre había dado parte de sus planes a Weintraub, consultándole muchas veces antes de hablar con sus superiores directos. Weintraub había ido ascendiendo dentro del gobierno y le concedía a Donner mayores posibilidades de acceso al poder y a la información de las que estaban normalmente al alcance de un agente de la Mossad.

Se dirigió al aeropuerto de Heathrow, donde dio el informe sellado a un copiloto de El Al que lo entregaría personalmente.

El sol se había puesto detrás de las colinas cuando el
Swan
se acercó a su baliza frente al varadero de Culling, en el puerto de Fowey. Ajaratu cogió el bichero y cobró hasta cubierta el chorreante cabo de la baliza. Pasó luego la maroma por el escoben que Hardin le indicó y forzó la gaza en torno a la cornamusa. Después se volvió hacia Hardin para recibir su aprobación, pero éste ya estaba arriando el foque, de modo que le ayudó a meter la vela en su correspondiente bolsa.

Tenía la cara encendida por el sol. Sus cabellos estaban cubiertos de sal. Tenía las manos desolladas y le dolían todos los músculos del cuerpo de tanto manipular los cabos y hacer girar las manivelas. Reacia a dar por terminado el día, dijo:

—Lo he pasado estupendamente. ¿Puedo invitarte a cenar para agradecértelo?

—Lo siento —dijo Hardin—, pero estoy demasiado cansado y tengo que levantarme temprano.

—La próxima vez…

Se le quebró la voz. El radar de Hardin había funcionado a la perfección. Ya estaba listo para zarpar. Ajaratu tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír.

—Supongo que no habrá una próxima vez.

Él dejó caer el foque por la escotilla de proa. Después se incorporó y la miró a los ojos. El corazón de la muchacha dio un brinco. El rostro de Peter, aunque lleno de dolor, todavía conservaba el rastro de una sonrisa. Pero aunque nunca reía y sonreía muy raras veces, Ajaratu sabía que había disfrutado con su compañía.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él.

Ella inspiró profundamente. Había pensado pedírselo durante la cena o al día siguiente por la mañana, pero comprendió que había llegado el momento de hacerlo, allí, en el barco, con la brisa vespertina refrescándole la cara y las primeras estrellas encendiéndose por el este en el negro horizonte.

—¿Puedo acompañarte?

No había sido una pregunta acertada. En cuanto la hubo pronunciado comprendió que no era acertada. Él no la entendió.

—¿Adónde? —le preguntó.

—A Monrovia. Puedo coger un avión hasta casa desde allí. Podría ayudarte. Pagaré mi comida y haré las guardias y te ayudaré a preparar el barco para zarpar y no te estorbaré y sólo te hablaré cuando tú también tengas ganas de hablar. Puedo dormir en el camarote de popa. Y te haré la comida.

Su voz se perdió en un murmullo. ¿Cómo había podido cometer la locura de enamorarse de un norteamericano blanco de Nueva York justo cuando estaba a punto de regresar a Nigeria? Pero ¿se estaba enamorando de él? Ésa era la pregunta más desconcertante.

Él la examinó con ojos calculadores.

La muchacha era fuerte y atlética y había captado el funcionamiento del barco más rápidamente que la mayoría. Si se la llevaba consigo tendría oportunidad de llegar a su destino en mejor forma que si navegaba solo hasta allí. El trayecto hasta Rotterdam sin ayuda había resultado agotador. Compartir las guardias representaba dormir mejor, navegar de manera más eficiente y, por tanto, a mayor velocidad, así como una travesía más segura al cruzar las vías de tráfico marítimo.

Por otra parte, perdería varios días para dejarla en Monrovia. Aunque si tenía problemas con el tiempo, siempre podía llevaría a Dakar, ahorrándose mil kilómetros de recorrido, y en cualquiera de los dos puertos podría reabastecerse de alimentos y de agua… y de combustible, si había tenido necesidad de usarlo, cosa que no podría hacer más adelante.

¿Y si ella descubría sus planes?

Pero no los descubriría. Porque la próxima etapa de su plan consistía simplemente en un crucero hasta el África occidental, exactamente lo que les decía a todas las personas que le preguntaban. ¿Conseguiría enseñarle lo suficiente para poder dormir tranquilo mientras ella cuidaba del timón? Ése era el quid de la cuestión. Se la llevaría si podía serle útil. Y no le costaría demasiado averiguarlo.

—Tu coche tiene mil piezas móviles y en este velero hay menos de cincuenta —dijo—. La diferencia está en que no necesitas conocer íntimamente cada una de las piezas de tu coche para poder conducirlo.

Donner cogió un avión hasta Ámsterdam. Grandig llegó en tren. Se reunieron en el Pechcadpu, un tranquilo restaurante junto al Brouwers Kanaal. El menú estaba escrito en francés. La decoración era estilo Art Déco de los años treinta y a través de las altas ventanas del comedor se divisaba una alargada perspectiva aguas arriba del canal del siglo XVIII, inundado de luz.

Entre el bar negro y lleno de espejos y el comedor había unos estanques de cristal donde los clientes podían seleccionar el pescado que comerían luego. Donner y Grandig se sentaron primero en el pequeño bar privado. Cuando se saludaron, parecían un par de mercaderes de diamantes o de marchantes de arte europeos que hubieran acudido a celebrar un trato lucrativo con una costosa velada en una ciudad desconocida.

—¿Por qué Ámsterdam? —preguntó Grandig.

—Aquí estamos a salvo de indiscreciones.

—¿De quién?

—De cualquier persona, aparte de ti y de mí —dijo Donner—. ¿Has guardado el secreto?

Después de Weintraub, en nadie confiaba tanto como en Grandig.

—Hasta el momento sí —respondió Grandi—. Hardin pasó dos noches en el Schlosshotel de Kronberg. Está lo suficientemente cerca de Aschaffenburg, donde fue robada el arma. Viajaba en un coche que había alquilado en Wesel. Cómo llegó a Wesel es un misterio de su entrada en el país, a menos que hubiese llegado hacía mucho tiempo.

—Un barco —dijo Donner—. Probablemente subió por el Rin.

—Claro. Sería fácil… ¿Quién es el hombre?

—No puedo decírtelo. Es un secreto entre Weintraub y yo.

—¿Extraoficial?

—Sí.

Grandig agitó el resto de su bebida en el fondo del vaso.

—No nos conviene tener demasiadas ruedas girando dentro de otras ruedas.

Donner sonrió.

—Tómalo como una iniciativa.

—¿Sabes que han abierto una investigación sobre ti?

Donner ocultó la sorpresa que esto le causó con una sonrisa. El sobresalto le hizo palpitar el corazón.

—Gracias por decírmelo.

—Confío en ti —dijo Grandig.

—¿Por qué están investigando mi conducta?

—Te acusan de no respetar la disciplina y de un exceso de independencia. No sé de qué se trata, pero seguro que tú podrás recordar algo.

Donner asintió.

—Probablemente fue algo similar a este asunto de Hardin —comentó Grandig.

—Llevo treinta años jugando a este juego, Grandig. Soy mucho más ducho en él que la mayoría de los nuevos.

—Eso no significa que te tengan más simpatía por ello.

Grandig cogió un menú y lo estuvo leyendo durante varios minutos. Después preguntó:

—¿Qué debo hacer con respecto a la investigación del Dragón?

—Preferiría que no hicieras nada, si es que esto te es posible sin poner en peligro tu situación. Sabemos que Hardin no representa una amenaza para nuestros intereses. Deja que los alemanes sigan dando vueltas en círculos sin llegar a ninguna parte. Pronto se aburrirán.

—Puede que no.

—¿Por qué?

—El policía militar norteamericano empieza a recuperarse.

—¿Recuerda el nombre?

—De momento no recuerda ni el suyo propio.

—¿Puedes hacer algo para que se mantenga este estado de cosas?

—Es un poco demasiado tarde ya —dijo Grandig—. No resultaría natural ahora que ha recuperado el conocimiento.

Pidieron la cena en el bar. Después el camarero les hizo pasar al comedor, con un alto junto al vivero para que Donner escogiera su trucha. Donner inspeccionó la docena de peces que nadaban en el agua transparente.

—Esa.

El camarero introdujo su salabre. Los peces se dispersaron, huyendo hacia los extremos del tanque; pero él ya había atrapado la gorda trucha seleccionada por Donner.

—Buen trabajo.

El joven sacó el salabre del agua. La trucha se debatía frenéticamente, azotando el agua con la cola, en posición casi vertical dentro de la malla que se ceñía a su cuerpo.

—Atención —exclamó Grandig con una risita.

Agitando poderosamente su cuerpo reluciente, el pez logró deshacerse de la red y saltó otra vez al agua. El camarero empezó a remover las aguas al instante para recuperarlo.

—No —dijo Grandi—. Déjela vivir. Coja otra. Ésta merece vivir un poco más.

—¿Cuál, señor? —preguntó el joven, retirando el salabre.

—Es mía —declaró Donner con una suave sonrisa.

—¿La misma, señor?

Donner contempló un momento la trucha que daba vueltas alrededor del vivero agitando velozmente la cola.

—La misma —respondió—. Cójala.

El alivio que sintió Culling al saber que Hardin se llevaría a la doctora africana en el barco, no duró demasiado. Había preparado muchos yates para zarpar y, cuando cargaron el
Swan
, advirtió que Hardin se había aprovisionado, a pesar de todo, para un largo viaje, no para un simple crucero a lo largo de la costa noroccidental de África. Los tres camarotes estaban abarrotados.

En el camarote de proa se guardaban las velas, quinientos metros de cabo de nailon y de dacron de distintos grosores comprendidos entre media y una pulgada, y dos anclas de reserva, sumamente dúctiles y de veinte kilos de peso cada una. Las anclas ocupaban el extremo posterior de los depósitos de las velas, una a cada lado del barco para que el peso quedara distribuido de manera uniforme. Una tercera ancla, una Danforth 22 S, ocupaba el pañol situado debajo de los asientos de popa, en unión del tormentín y las escotas.

La proa, y las taquillas que separaban el camarote principal del de proa, estaban llenos a rebosar de ropa: prendas impermeables, sábanas, mantas, toallas, jabón soluble en agua salada y material médico. Saltaba a la vista que Hardin era un hombre que se preocupaba de estar cómodo a bordo, a lo cual Culling no tenia nada que objetar. Había observado que las personas despreocupadas muchas veces sufrían accidentes o simplemente se agotaban hasta no poder continuar.

En el camarote principal había una mesa abatible y cuatro literas, encima y a continuación de los sofás que ocupaban ambos lados. El saco de dormir de Hardin ocupaba una de esas literas, pulcramente enrollado, a punto de ser utilizado en el lado que quedara situado a sotavento. Los espacios de la alacena estaban llenos de latas, botellas y vasos, pero el espacio central del camarote aparecía despejado, otro aspecto que Culling admiró. Era necesario estar cómodo en un espacio tan reducido y cerrado. Se preguntó dónde habría escondido Hardin el contenido de la cápsula de fibra de vidrio que había retirado del casco.

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