—Al mando de una nave de bandera extranjera, propiedad de Dios sabe quién —replicó el funcionario—. Lo siento, señor. Comprendo lo que debe sentir.
Esquivó la mirada vacía de Hardin.
Hardin salió del Almirantazgo y echó a andar por los muelles del Támesis bajo la lluvia, sudoroso por la fiebre, a pesar del frío húmedo. Le dolía la rodilla y temía sufrir un calambre de un momento a otro. Tomó un atajo a través de Temple Gardens. Una vez frente a la puerta de su abogado, decidió no entrar en el despacho de Norton y siguió caminando, sintiendo crecer su desesperación, ya sin saber qué paso dar.
Se sentía solo y desplazado en medio de la muchedumbre que llenaba Fleet Street a la hora del almuerzo. Las estrechas aceras estaban llenas de gente y en los pubs y tabernas no quedaba ni un hueco libre Se zambulló en un pub y pidió un pastel de carne caliente, porque tenía hambre; pero salió huyendo del animado ambiente antes de que la camarera pudiera servírselo, incapaz de soportar el recuerdo de Carolyn y de los viajes que habían hecho juntos a Londres.
Se adentró en la parte antigua de la City, recorrió un laberinto de estrechas callejuelas y altos edificios grises, localizó las oficinas de Lloyd's en Londres e interrogó a un portero uniformado con levita roja, quien le mandó al otro lado de Lime Street, a las secciones de Navíos y Carga de la compañía. En el segundo piso, Hardin localizó un despacho alfombrado de azul con grandes ventanales y varias hileras de modernos escritorios de madera cubiertos de papeles, carpetas, abultados sobres y teléfonos, y ocupados por hombres de aspecto juvenil que lucían camisas de alegres colores, corbatas con el nudo flojo y puños arremangados.
Se detuvo indeciso, con el abrigo chorreante y el pelo empapado y pegado a la cabeza, junto a una mesa con varias cafeteras automáticas situadas bajo la foto en color de una modelo. Al cabo de un rato, alguien advirtió su presencia y le preguntó qué deseaba.
Hardin procuró ordenar el torbellino de sus pensamientos. No estaba demasiado seguro de lo que había ido a hacer allí, pero no sabía a qué otro lugar hubiera podido acudir. Se apartó el mechón de los ojos y dijo:
—Desearía hablar con alguien con respecto a un accidente ocurrido en el mar.
—¿Es una cuestión de carga o de navío?
—De navío, supongo.
—Esto es la sección de carga. Le acompañaré hasta allí, es por aquí, al otro lado.
Le condujeron a una zona separada por una pared de cristal, en el fondo de la oficina de Navíos.
—Me llamo Hardin. Mi velero fue arrollado por el
Leviathan
.
Dos hombres ocupaban el despacho, los dos vestidos con camisas blancas. Habían colgado las americanas sobre el respaldo de sus sillas. Uno se le quedó mirando fijamente, mientras el otro se levantó, con una sonrisa.
—Conozco su historia, doctor Hardin, pero no acabo de comprender qué hace usted aquí.
—Lloyd's tiene asegurado al
Leviathan
—explicó Hardin—. Si presento una demanda, ustedes se verán implicados.
—No de una manera directa, siento decírselo. Esto no es como un seguro de automóviles. El naviero debe sufragar su propia defensa, en caso de que ésta sea necesaria. Nosotros nos limitamos a asesorarle.
—Oiga —dijo Hardin—, yo no quiero demandar a la compañía. Lo único que me interesa es presentar una acusación contra el capitán.
—Eso cae fuera de nuestra competencia.
El hombre fijó la mirada en Hardin y volvió a sonreír.
—¿Permite que le dé un consejo, doctor?
Hardin se pasó la mano por el pelo.
—Diga.
—Su situación no tiene salida. No puede demostrar que el
Leviathan
abordó su velero. Así de sencillo.
Hardin reconoció una expresión que le era familiar en la cara de ese hombre. ¿Cuántas veces había dispuesto él mismo sus facciones para ofrecer esa máscara de cansada simpatía a un paciente que se quejaba de una enfermedad para la cual no existía explicación?
Regresó al Almirantazgo sin ningún plan premeditado. Cuando llegó, comenzaban a cerrar las oficinas. Estaba de pie con la cabeza descubierta bajo la lluvia cuando un viejo Rolls Royce negro se acercó a la acera y una voz sonora le llamó desde la ventana trasera bajada.
—¡Doctor Hardin!
La puerta del coche se abrió y una mano arrugada le invitó a subir. Hardin reconoció a un anciano que había entrevisto a lo lejos en una de las oficinas del Almirantazgo. Subió en el coche y cerró la puerta. El vehículo, conducido por un chófer de pelo blanco, se adentró silenciosamente en el tráfico y enfiló hacia Trafalgar Square.
La mano arrugada pulsó un botón e hizo subir un cristal divisorio.
—Soy el capitán Desmond —dijo el hombre que ocupaba el asiento trasero—. De la Armada Real, retirado.
—¿Hablé con usted ayer? —inquirió Hardin, preguntándose qué secretos podría querer ocultarle a su viejo chófer el anciano capitán.
—Estábamos en la misma sala. Pude oír lo que usted decía. Ha pasado usted por una experiencia increíble, señor, y se lo dice un hombre que ha naufragado cuatro veces: la primera en un buque de vela dedicado al transporte de nitrato de Chile y otras tres veces por obra de los torpedos alemanes.
El coche siguió avanzando hábilmente entre el tráfico londinense, dejando atrás las aceras atestadas de funcionarios públicos que regresaban a sus casas bajo un ondulante dosel de negros paraguas.
La indignación de Hardin, próxima a estallar, emergió a la superficie. Empezaba a cansarle el truculento interés que atraía su experiencia.
—El milagro de mi supervivencia me parecería bastante más interesante si mi mujer también lo hubiera compartido —dijo—. Puede dejarme en el próximo semáforo, gracias.
—Mi esposa murió ahogada en la colisión de un transbordador alemán con el barco que yo mandaba —dijo Desmond—. Ocurrió un año después de terminar la guerra. Usted me ha hecho recordar la ira que sentí ante lo absurdo de aquel hecho.
—El avance de un petrolero de un millón de toneladas a plena velocidad con un campo de visibilidad inferior al espacio que necesita para parar la máquina es más que un absurdo. Es un hecho criminal.
—Yo no tuve la suerte de poder culpar a nadie —replicó Desmond—. Mi indignación desapareció mucho antes que mi dolor.
Volvió la mirada hacia la ciudad, mientras movía silenciosamente los labios.
—Esa velocidad es habitual. Confían en el radar. ¿Llevaba usted reflector?
—Evidentemente —respondió tajante Hardin.
—Algunos navegantes no lo llevan —explicó Desmond sin alterarse—. Aumenta demasiado la superficie expuesta al viento.
—Yo no intentaba batir ningún récord de velocidad. Llevaba un reflector grande en el palo de mesana. No comprendo cómo pudo pasárseles por alto.
—¿No lo perdió tal vez al atravesar la última borrasca, antes de la colisión?
—No. Conozco mi barco.
—Yo propondría la hipótesis de que, bajo las condiciones que usted me ha descrito, los del buque habían sintonizado su radar para abarcar el radio máximo, lo cual reduce la fiabilidad a corta distancia —sugirió Desmond—. O tal vez el radar había dejado de funcionar por completo, aunque un hecho así constaría en el cuaderno de bitácora.
—Cuaderno que no puedo examinar si no se abre una investigación.
—No creo que un naviero respetable ocultara esa información.
Hardin bufó en señal de incómodo desacuerdo.
—No —prosiguió Desmon—. Los petroleros no destacan por su buen funcionamiento mecánico. Las averías son tan frecuentes que se inscriben de manera rutinaria. Sería difícil ocultar la intervención de un equipo de reparaciones.
—Ningún instrumento electrónico es infalible —dijo Hardin—. Por alguna razón, ya sea por una avería, por la excesiva amplitud de su campo, por negligencia o por alguna causa inexplicable, el caso es que no me vieron. ¡Y, maldita sea, deberían tener vigías!
Después Hardin guardó silencio y se puso a mirar por la ventanilla, mientras el coche bajaba por The Mall y pasaba frente al Palacio de Buckingham, en dirección a los caballos salvajes del Arco de Wellington. El Rolls cruzó entre unas columnas con rótulos de «Entrada» y «Salida» que se alzaban frente a un edificio de piedra contiguo al Hyde Park.
—¿Tiene tiempo de entrar a tomar una copa conmigo? —le invitó Desmond cuando el coche frenó suavemente.
Hardin se estremeció. Tenía la ropa empapada de sudor por dentro y de lluvia por fuera. Un portero se acercaba al coche con un gran paraguas abierto y, aunque Peter se sentía terriblemente desaliñado, el resplandor ambarino de las ventanas del edificio era cálido e invitador.
Aceptó y siguió a Desmond a través de amplios y oscuros pasillos hasta una pequeña habitación, donde se instalaron en sendos sillones junto a un fuego de carbón.
—Whisky con soda —pidió Desmond dirigiéndose a un joven camarero italiano.
—Para mi, solo —dijo Hardin.
—Parece cansado —comentó Desmond.
—Sí.
Hardin empezó a frotarse la rodilla bajo el calor del fuego.
Desmond era muy bajito. Su delgado cuerpo no podía pesar más de cuarenta y cinco kilos. Su cráneo, rodeado de una banda de níveos cabellos, parecía estar casi separado de la parte inferior de la cabeza por efecto de las profundas arrugas que irradiaban de sus ojos.
—¿Puede ayudarme? —preguntó Hardin.
Desmond hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Se da cuenta de que, sean cuales sean las intenciones de la sociedad propietaria del
Leviathan
y de la compañía petrolera que lo fletó, así como del capitán y la tripulación, el hecho es que ninguno de ellos cree que realmente abordaron su barco? —Levantó una mano para impedir que Hardin le interrumpiera—. Aguarde. El
Leviathan
es tan enorme que podría hundir un pesquero de cincuenta toneladas sin notar ni un leve estremecimiento. No me extrañaría que ya lo hubiera hecho. Se han venido produciendo continuas desapariciones frente a las costas de África desde que los superpetroleros empezaron a recorrer la ruta del Cabo.
—Pero yo no desaparecí —dijo Hardin—. Yo sé que el
Leviathan
me arrolló. Y sé que mató a mi esposa. Y que hundió mi barco. Y estoy decidido a hacer algo al respecto. Estoy harto de que me repitan que es demasiado grande para detenerse, y demasiado grande para avistar a las naves pequeñas, y demasiado grande para darse cuenta si las aborda.
Les sirvieron las bebidas. Desmond levantó su vaso con una triste sonrisa y empezó a beber a pequeños sorbos. Hardin apuró rápidamente el suyo.
—Todos somos responsables de nuestros actos —siguió diciendo—. Así son las cosas. Si son capaces de construir barcos tan grandes y de superar las dificultades tecnológicas que supone la construcción de una nave de esas dimensiones, también tendrían que poder superar las dificultades tecnológicas que implica el hacerlos navegar, incluida la necesidad de vigilar la presencia de barcos pequeños.
—Tómese otro —dijo Desmond e hizo una señal al camarero, que no tardó en volver con un segundo vaso de whisky—. Estoy de acuerdo con usted, doctor Hardin. Sin embargo, es discutible que realmente hayan superado todas esas dificultades. Lo cierto es que existen unas limitaciones. Unas limitaciones físicas. El
Leviathan
forma parte de la última hornada de superpetroleros. Lo construyeron en el Japón; lo dotaron de los motores adecuados, un par de hélices gemelas, un par de timones gemelos, para facilitar su manejo. Pero, aun así, es imposible detenerlo con un margen de menos de cuatro millas. Son un millón de toneladas, señor. ¿Se imagina usted la inercia?
—He tenido oportunidad de verlo en acción —replicó Hardin—. En resumen, el caso es que es demasiado condenadamente grande para surcar el océano.
—Un millón de toneladas de petróleo representan un arma económica impresionante —dijo Desmond—. El barco crea su propio mercado. No tiene más que decir en qué puerto quiere descargar.
El whisky había introducido una suave cuña que distanciaba a Hardin de su indignación. Ello le permitía aceptar la comodidad del mullido sillón y el calor del fuego. Se dedicó a asentir con la cabeza, mientras el viejo capitán se explayaba en detalles sobre su vida en el mar y sobre los cambios experimentados por la navegación mercante en los últimos tiempos.
—El paso del tiempo es el problema más grave que presentan los superpetroleros. Todos los barcos, igual que todos los hombres, están condenados a morir. La corrosión y las vibraciones acaban venciendo. Las planchas van desgastándose año tras año, corroídas por la acción exterior del mar y por la acción interior del petróleo. Las soldaduras se resquebrajan, los ensamblajes se separan, los motores pierden fuerza y el metal se fatiga.
—El
Leviathan
sólo empezó a navegar el verano pasado. En menos de diez años, ya habrá empezado a deteriorarse. A nadie le preocupa; entonces se proponen desguazarlo. Pero, hoy en día, casi todo lo que ocurre en el mar es inquietante y la prudencia suele quedar relegada a un triste segundo lugar ante el peso de los beneficios. ¿Qué ocurrirá si hay escasez de petróleo ese año o si el mercado de metal de desguace está en baja? ¿Qué ocurrirá si ese año el
Leviathan
vale más en el mar que como material de desguace? ¿Qué ocurrirá si sus propietarios se lo venden a un naviero dispuesto a correr el riesgo?
Desmond se quedó mirando el fuego.
—El barco tendrá una muerte horrible. Llegará un día en que no funcionará y quedará varado. O se partirá en dos. O se hundirá. Y ruego a Dios que cuando eso ocurra, esté vacío, porque si está cargado, desencadenará una destrucción incalculable en alguna costa de Europa o de África. El desastre causado por el
Amoco Cádiz
en Bretaña parecería sólo un pequeño derrame en comparación con aquello. Un millón de toneladas de petróleo… La costa que lo reciba permanecerá desierta mucho después de que se haya olvidado la causa de su destrucción.
—Si siguen haciéndolo navegar como hasta ahora —comentó Hardin—, se destruirá mucho antes de llegar a viejo.
—No es probable —replicó Desmon—. Desde luego, no mientras lo capitanee Ogilvy. Es un hombre que se toma muy en serio su responsabilidad. Y comprende…
—¿Usted lo conoce? —le interrumpió Hardin.
—¿A Cedric? Vagamente. Lo tuve como oficial de artillería durante un par de meses a bordo del viejo
Agincourt
, justo antes de la Segunda Guerra Mundial. Yo tenía un puesto de mando en el golfo Pérsico. Una cañonera de gran tamaño.