El puerto era una fuente de movimiento, un nudo de comunicaciones donde se descargaban, apilaban, almacenaban y clasificaban mercancías. Gigantescas grúas sobre railes izaban los
containers
llegados en grandes cargueros grises, verdes y negros, procedente de Europa, Asia y las Américas. Flotantes tolvas neumáticas para cereales rodeaban a los buques depósito y succionaban su seco cargamento. Grúas montadas sobre pontones trasladaban fardos y plataformas de carga desde los transatlánticos fondeados, y los vapores de cabotaje y las gabarras fluviales de proa achatada descargaban sacos y cajas procedentes del interior del continente.
El velero de Hardin, una airosa astilla blanca espolvoreada con una mortecina capa de sal que habían ido depositando las salpicaduras de las olas del Mar del Norte, se fue abriendo paso entre las motonaves y los barcos polícromos, como un tiburón que desdeñara las bellezas de un arrecife de coral para seguir rastreando el olor de una presa distante. Hardin, sentado en el asiento de popa, con la carta del puerto sobre las rodillas, permaneció indiferente al colorido de la escena, sin prestar atención a otra cosa que no fueran los obstáculos.
Un remolcador se cruzó en su camino y fue a detenerse con la proa pegada a un buque de carga. Hardin dio marcha atrás y esperó que el práctico del puerto, con su inmaculado uniforme blanco, subiera al barco por la escala. Antes de que el remolcador se apartara de su camino dejando atrás una estela de aguas agitadas, descubrió un trozo de red de carga y descarga flotando junto a su barco. Pensó que podría serle útil. La haló a bordo con ayuda de un garfio y extendió la malla de algodón anudada sobre el techo de la cabina para dejar que se secara.
Siempre navegando a motor, dejó atrás Rotterdam, adentrándose en el canal de Noord y luego en el de Merwede, para seguir más tarde por el Waal. Los anchos canales, flanqueados por diques, ofrecían una extensa y despejada panorámica sobre una ordenada campiña verde más baja, tan llana como el mar. Cuando el sol se ocultaba tras una distante hilera simple de árboles plumosos plantados a intervalos equidistantes, Hardin abandonó el Waal, metiéndose en un pequeño canal. Echó el ancla junto al margen de tierra, comió un poco de queso y fruta, y se durmió, mecido por los sonidos terrestres de los coches y camiones que circulaban por una carretera próxima.
Le despertó la incongruente combinación del balanceo del barco unido a los terrestres olores de una campesina mañana de junio. Asomó la cabeza por la escotilla de proa y en seguida descubrió la causa del balanceo. Acababa de pasar una barcaza, cuya proa achatada había levantado un pequeño aguaje. Se lavó, tomó un café, se preparó unos huevos y consultó sus mapas.
El motor diesel se despertó con un quejido y alejó suavemente al velero de la ribera, para volver a remontar el Waal, en dirección al río Rin y la frontera alemana. Hardin estaba cómodamente sentado junto al timón, manteniendo sin mayor problema el sencillo curso recto, mientras disfrutaba de la belleza de las tierras llanas y el calor del sol.
A ella le hubiera encantado aquel lugar. Varios años atrás habían hecho una escala en Ámsterdam, durante un rápido viaje; pero no tuvieron tiempo de admirar el campo holandés. Hardin pensó que ahora podría haber estado sentada a su lado. Una horrible sensación le hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo era?
¿Cómo eran su cara y su figura, en nombre de Dios? Se metió corriendo en el camarote, en busca de su cartera, para ver la fotografía de Carolyn y sólo entonces recordó que todo lo que tenía era nuevo, adquirido después de que el
Leviathan
la matara.
Al anochecer, echó la amarra en las afueras de Wesel y al día siguiente se dirigió a Frankfurt en un BMW de alquiler. Se compró una guerrera de maniobras del Ejército usada, cogió un habitación en el Schlósshotel Kronberg —un apartado hotel castillo situado en uno de los barrios del noroeste de la ciudad y se durmió.
Se despertó al atardecer, recorrió treinta kilómetros en coche en dirección al sudeste, hasta Aschaffenburg, aparcó el automóvil en las afueras de la ciudad cuartel y continuó a pie hasta la ajetreada zona de bares y
nightclubs
frecuentada por los hombres del cercano campamento del Segundo Regimiento del Séptimo Ejército de los Estados Unidos.
Las prostitutas alemanas le examinaron especulativamente desde el fondo de oscuras y estrechas callejuelas iluminadas por los parpadeos del neón. Pagó copas a varias personas en bares frecuentados por soldados solitarios, que bebían lentamente su cerveza a tres dólares la botella, mientras esperaban que algo viniera a cambiar la situación. Le explicaron que en el Segundo Regimiento pasaban tres semanas dentro y una fuera. Cada mes, los soldados de infantería acudían a pasar una semana en Aschaffenburg, con la paga de tres semanas en el bolsillo y tres semanas de maniobras que olvidar. Eso explicaba la gran abundancia de patrullas militares, dijo un cabo con gafas. El cabo le preguntó a Hardin si quería comprar un poco de hachís.
La policía militar lo detuvo en la acera llena de gente. Había estado intentando esquivar las patrullas, pero de pronto cayeron sobre él dos hombres una cabeza más altos que él, con las porras cortas amenazadoramente suspendidas de la muñeca por una correa. Un sargento le pidió los papeles arrastrando las palabras en un brusco tono militar.
Había cometido el error de escoger una guerrera que parecía hecha a medida para él. Tenía intención de confundirse con los soldados para inspirarles confianza. Pero su aspecto no era de soldado ni de turista, sino de alguna cosa intermedia que había llamado la atención de la policía militar.
Titubeó un momento y eso despertó su curiosidad. Dos PM que hasta ese momento estaban escudriñando la calle por encima de su cabeza, fijaron su mirada en él, con los ojos encendidos por destellos de excitación. ¿Qué habrían descubierto?
No tenía escapatoria. Rápidamente, les tendió la cartera con su pasaporte. El sargento anotó su nombre en su libreta; tenía que salir en seguida de Aschaffenburg. El sargento emitió un gruñido de sorpresa.
—¿Qué hace usted aquí, doctor? —le preguntó, adoptando la actitud automáticamente respetuosa que conceden los norteamericanos a los médicos.
—Estoy de viaje por Alemania.
—Esto no es Alemania. Es un antro de borrachos.
—Me sentía nostálgico —dijo Hardin con una sonrisa—. Deseaba escuchar el acento de los Estados Unidos.
El sargento hizo una mueca.
—Sí, comprendo a lo que se refiere…
Le devolvió la cartera.
—Tenga cuidado. Es una ciudad peligrosa.
—¿Algún lugar especialmente no recomendable?
El sargento soltó un bufido.
—Los locales situados fuera de la zona de permiso. Y algunos de los restantes. Los distinguirá enseguida por la apariencia. Y manténgase apartado del bar Florida si no quiere recibir algo muy sociable que escuece donde duele.
Se llevó la mano a la visera en un saludo y condujo otra vez a sus hombres hacia la calle.
Hardin siguió paseando, buscando, esquivando las patrullas. No observó nada sorprendente, nada que no hubiera visto años atrás durante los permisos en tierra en las Filipinas o en el Japón. En el caso presente, los adolescentes que vendían drogas y observaban las calles con amarga envidia eran rubios, de piel clara, igual que sus hermanas de los bares, pero con la excepción del color de los miembros del séquito del campamento, Aschaffenburg era igual a cualquier ciudad situada junto a cualquier base militar norteamericana de cualquier lugar del mundo. Y aunque las muchachas tenían los brazos más llenos que en Oriente, las señales de los pinchazos eran idénticas.
Alrededor de medianoche dio con el bar Florida —que un grupo de soldados que pasaban describieron muy adecuadamente como «una auténtica covacha»— en una calle escasamente iluminada, junto a las ruinas de un edificio incendiado con las ventanas claveteadas y antiguas señales indicando que se trataba de un lugar prohibido para los soldados. Apestaba a cerveza derramada, a hamburguesas grasientas y a cigarrillos. Los precios de las bebidas aparecían inscritos sobre los inmundos espejos formando una orla. Además de una larga barra, en el local había pequeñas mesitas, circulares y una puerta oscilante en el fondo, con una abertura en forma de rombo a través de la cual se divisaba una mortecina luz roja encendida en la habitación contigua.
La mayor parte de los clientes del Florida bebían cerveza y whisky solo. Tenían aspecto de soldados profesionales; hombres de unos veinte años, con las caras hundidas, marcadas por la sombras vacías de los malos ratos pasados y por la ignorancia, los ojos apagados por el alcohol y la estupidez, los cerebros enturbiados por oscuros temores ante lo que tendría que ocurrir cuando se les acabaran los períodos de reenganche.
Hardin les conocía perfectamente. Había vendado sus contusiones, cosido sus heridas punzantes y extraído fragmentos de cristal roto de sus cuerpos cada noche que los tripulantes del barco donde prestaba sus servicios como médico militar bajaban a tierra de permiso. Y ya antes los había visto en las salas de urgencia de los hospitales de Nueva York, durante sus noches de guardia como médico interno.
Ocupó un lugar en la barra, cerca de la puerta, y pidió una cerveza. El enorme camarero depositó una botella sobre la sucia fórmica y le cobró nueve marcos. Hardin pagó con un billete de cien. Al ver que no le ofrecía ningún vaso, bebió de la botella, dejando el cambio visiblemente apilado a su lado sobre la barra.
De inmediato consiguió atraer la atención. Los dientes más jóvenes empezaron a pasearse por su lado casi rozándole y murmurando ofertas para venderle drogas. Hardin los ignoró. Algunos de los más insistentes desplegaron sus mercancías sobre la barra. Hardin quedó sorprendido al ver la cantidad de heroína que le ofrecían. El camarero se acercó con los ojos amenazadores y los otros se apresuraron a marcharse. Hardin pidió otra cerveza.
Un cabo con aire de chivato, un soldado profesional de unos cuarenta años, con la tez grisácea y las manos temblorosas, vino a instalarse a su lado. Compuso una elaborada sonrisa con sus dientes rotos y cariados y farfulló:
—Hola, amigo.
Hardin le saludó con la cabeza.
El soldado se instaló cautelosamente en el taburete contigua Sobre su manga descolorida destacaban una señales más oscuras en el lugar donde los galones perdidos habían adornado antaño su uniforme.
—¿Cómo va la vida?
—Muy bien —respondió Hardin—. ¿Y a ti?
—Me llamo Ronnie.
Extrajo un par de billetes arrugados y algunas monedas sueltas de su bolsillo y empezó a contar el dinero sobre la barra.
—Te invito a una cerveza.
Hardin acercó su propio dinero al camarero.
—Pago yo, Ronnie.
El cabo se lanzó ávidamente sobre su cerveza y no paró hasta haberse bebido la mitad. Entonces pareció recordar lo que le había movido inicialmente a acercarse.
—¿Qué haces en Alemania? —preguntó.
—Negocios.
Ronnie asintió y bebió otro poco. Hardin le observaba atentamente, a la expectativa, fascinado por las pretensiones de indiferencia del hombre mientras su rostro se contraía como el de un animalillo asustado olfateando el viento. De pronto le espetó:
—Tengo un cuarenta y cinco automático.
—¿Lo tienes o puedes conseguirlo? —preguntó Hardin.
A Ronnie se le iluminaron los ojos.
—Lo tengo guardado ahí fuera. Cincuenta pavos.
—¿No tienes nada más grande?
—Claro. —Se humedeció los labios—. Puedo conseguir un Ml 6. Setenta y cinco pavos.
Hardin movió la cabeza. No era el hombre que necesitaba.
—Sesenta.
—No, gracias, Ronnie. No me interesa.
—Vamos. Cuarenta —suplicó el otro—. Te lo daré por la mañana.
—Largo de aquí.
El cabo se escurrió hacia su mesa. Hardin pidió otra cerveza, seguro de haber dado con el bar que le convenía.
Una mujer guapa y gruesa de unos treinta años le pasó revista y le preguntó en inglés, con un fuerte acento alemán, si deseaba divertirse un rato.
—Más tarde.
Acercó algunos billetes más al tabernero.
—Una copa para la señora.
Ella sonrió sorprendida y pidió un
schnapps
.
—¿Cómo te llamas?
—Katrin.
Hardin apuntó con la cabeza en dirección a la puerta con el rombo rojo.
—¿Tienes alguna amiguita ahí dentro, Katrin?
Ella no vaciló más de un segundo. Si el generoso civil norteamericano prefería
zwei
(dos), sería complicado.
—
Ja
.
—Pregúntale si le gustaría beber algo.
Katrin regresó con una tal Hilda de ojos muy abiertos, que también tomó un
schnapps
. Hardin, instalado entre las dos mujeres, movía de vez en cuando la cabeza en respuesta a sus tentativas de darle conversación, mientras seguía observando y aguardando.
Los hombres entraban y salían del cuarto reservado. En cierto momento, cuando tres ruidosos sargentos las saludaron por su nombre, las dos mujeres dejaron a Hardin excusándose y los condujeron al cuarto trasero. El grupo reapareció al cabo de diez minutos. Los sargentos desaparecieron por la puerta de entrada y las mujeres volvieron al lado de Hardin junto a la barra, donde aceptaron otro
schnapps
para cada una y se dedicaron despreocupadamente a la tarea de repintarse los labios.
Pasada una hora, en el curso de la cual recibió otra oferta de drogas y un archivero borracho intentó venderle una granada de mano, el local empezó a vaciarse y Hardin llegó a la conclusión de que había perdido la noche. Se disponía a guardarse el resto de su dinero cuando un especialista de tercera alto y delgado con una prominente nariz encorvada, adherida como un garfio de carnicero a su rostro abotagado, se acercó tambaleante a la barra y pidió una cerveza con un marcado acento sureño.
Rodeó la botella con una inmensa manaza y puso la otra sobre el trasero de la mujer que tenia mas próxima. Ella soltó un chillido. El soldado miró a Hardin con una burlona sonrisa desafiante y esperó su reacción vigilándolo con los ojos entrecerrados. Aunque todavía no debía haber cumplido los treinta, el alcohol ya había moldeado sus facciones convirtiéndolas en una hinchada bola y tenía una calva incipiente, como si su pelo hubiera querido escapar de la corrupción.