—¿Qué sugieres? —preguntó Victor—. ¿Esperar hasta la próxima feria de trenes de vapor? Tengo entendido que el mes que viene el
Mallard
defiende su récord de velocidad por tierra.
—Demasiado tarde.
—Los Wombat
jamás
revelan su lista de miembros —comentó Bowden.
Victor asintió.
—Bien, entonces, eso es todo.
—No exactamente —dije lentamente.
—Adelante.
—Estaba pensando más bien en que alguien se infiltrase en el próximo encuentro de Pasatierras.
—¿Pasatierras? —dijo Victor con bastante incredulidad—. No hay ni una posibilidad, Thursday. ¿Lunáticos extraños ejecutando actos estrafalarios en colinas desiertas? ¿Sabes por lo que hay que pasar para ser admitido en su exclusivo club?
Sonreí.
—En general, hay que ser un profesional respetado con algunos años.
Victor miró a Bowden y luego a mí.
—No me gustan esas miradas.
Bowden se agenció con rapidez un ejemplar del número actual de
Almanaque del Astrónomo.
—Genial. Dice aquí que se reunirán pasado mañana en Liddington Hill a las dos de la tarde. Eso nos da cincuenta y cinco horas para prepararnos.
—En absoluto —dijo Victor indignado—. De ninguna forma, repito, de ninguna forma sobre esta tierra de Dios vais a conseguir que me haga pasar por Pasatierra.
Los Pasatierras
«Un asteroide puede tener cualquier tamaño, desde el del puño de un hombre hasta una montaña. Son los detritos del sistema solar, los escombros que quedan después de que hayan pasado los albañiles. La mayoría de los asteroides de hoy ocupan un espacio entre Marte y Júpiter. Son millones, pero su masa combinada es una fracción de la masa de la Tierra. De vez en cuando, la órbita de un asteroide coincide con la de la Tierra. Un Pasatierra. Para la Sociedad
Pasatierra
, la llegada de un asteroide a un planeta es el regreso de un huérfano perdido, un hijo pródigo. Es una cuestión de cierta importancia.»
Señor S. A. O
RBITER
Los Pasatierras
Liddington Hill miraba a un campo de aviación, primero de la RAF y posteriormente de la Luftwaffe, en Wroughton. La colina baja también acogía un fuerte de la Edad de Hierro, uno de los varios que circundan las colinas de Marlborough y Lambourn. Sin embargo, no era la antigüedad del lugar lo que atraía a los Pasatierras. Se habían reunido en casi todos los países del mundo, siguiendo las particulares predicciones de su vocación de forma aparentemente aleatoria. Siempre seguían la misma rutina: nombrar el lugar, llegar a un muy buen acuerdo con los propietarios para tener la exclusividad, luego trasladarse el mes antes empleando la seguridad local o a miembros jóvenes del grupo para garantizar que no se colase ningún infiltrado. Quizás era debido a ese secreto extremo que el grupo de astrónomos militantes lograse mantener un silencio absoluto sobre sus actividades. Parecía un refugio casi perfecto para el doctor Müller, quien había coinventado la sociedad a principios de los años cincuenta junto con Samuel Orbiter, un famoso astrónomo televisivo de la época.
Victor aparcó el coche y caminó sin inmutarse hasta los dos tipos con tamaño de gorila que estaban de pie junto a un Land Rover. Victor miró a derecha e izquierda. Cada trescientos metros había un grupo de guardias de seguridad con armas, walkie-talkies y perros, para impedir la entrada de intrusos. No había forma de que alguien pudiese pasar sin ser visto. La mejor forma de entrar en cualquier lugar donde se supone que no debes ir es atravesar la puerta principal como si todo fuese de tu propiedad.
—Buenas tardes —dijo Victor, intentando pasar. Uno de los gorilas se le puso delante y le colocó una mano enorme sobre el hombro.
—Buenas tardes, señor. Bonito día. ¿Puedo ver su pase?
—Claro —dijo Victor, buscando en el bolsillo. Mostró el pase encajado entre las gastadas ventanitas de plástico de su cartera. Si los gorilas lo sacaban y comprobaban que era una fotocopia, todo estaría perdido.
—No le he visto por aquí, señor —dijo con suspicacia uno de los hombres.
—No —respondió Victor con tranquilidad—, comprobarán por mi tarjeta que pertenezco al brazo espiral de Berwick-upon-Tweed.
El primer tipo le pasó la cartera a su colega.
—Hemos estado teniendo problemas con los infiltrados, ¿no es así, señor Europa?
El segundo hombre lanzó un gruñido y le devolvió la cartera a Victor.
—¿Nombre? —preguntó el primero, sosteniendo una lista.
—Probablemente no aparezca en la lista —dijo Victor lentamente—. Soy de última hora. Anoche llamé al doctor Müller.
—No conozco a ningún doctor Müller —dijo el primero, aspirando aire a través de los dientes mientras miraba a Victor con ojos entrecerrados—, pero si
es
usted un Pasatierra, no tendrá problemas en decirme qué planeta tiene la densidad más alta.
Victor miró a uno y al otro y rió. Ellos se rieron con él.
—Claro que no.
Dio un paso al frente, pero las sonrisas desaparecieron de las caras de los tipos. Uno de ellos alargó una mano pesada para detenerlo.
—¿Bien?
—Esto es ridículo —dijo Victor indignado—. Soy Pasatierra desde hace treinta años y nunca antes he sufrido semejante trato.
—No nos gustan los infiltrados —volvió a decir el primer hombre—. Intentan hacernos quedar mal. ¿Quiere saber lo que le hacemos a los miembros falsos? Bien. Otra vez. ¿Cuál es el planeta con mayor densidad?
Victor miró a los dos hombres, que le miraron amenazadoramente.
—Es la Tierra. La más baja es la de Plutón, ¿vale?
Los dos guardias de seguridad no quedaron convencidos.
—Conocimientos de guardería, señor. ¿Cuánto dura un fin de semana en Saturno?
A tres kilómetros de distancia, en el coche de Bowden, éste y yo calculábamos frenéticamente la respuesta y la transmitíamos hasta el auricular que Victor llevaba en la oreja. El coche estaba repleto de todo tipo de libros de referencia sobre astronomía; sólo podíamos esperar que ninguna de las preguntas fuese excesivamente esotérica.
—Veinte horas —le dijo Bowden a Victor.
—Unas veinte horas —le dijo Victor a los dos hombres.
—¿Velocidad orbital de Mercurio?
—¿En el afelio o el perihelio?
—No seas listillo, amigo. La media vale.
—Veamos. Sumamos las dos y… Ah, Dios santo, ¿eso es un pinzón collarizo?
Los dos hombres no se volvieron para mirar.
—¿Bien?
—Es, eh, 170.000 kilómetros por hora.
—¿Las lunas de Urano?
—¿Urano? —respondió Victor, ganando tiempo—. ¿No les parece divertido que cambiasen la pronunciación?
—Las lunas, señor.
—Claro. Oberón, Titania, Umb…
—¡Alto! ¡Un
verdadero
Pasatierra hubiese indicado primero las más cercanas!
Victor suspiró mientras Bowden invertía el orden a través del éter.
—Cordelia, Ofelia, Bianca, Crésida, Desdémona, Julieta, Porcia, Rosalinda, Belinda, Puck, Miranda, Ariel, Umbriel, Titania y Oberón.
Los dos hombres miraron a Victor, asintieron y se retiraron para dejarle pasar, cambiando bruscamente de modales para mostrar una amabilidad total.
—Gracias, señor. Lamentamos todo esto pero, como estoy seguro de que comprende, hay mucha gente a la que le gustaría detener nuestras actividades. Estoy seguro de que lo entiende.
—Claro que sí, y debo felicitarles por su seriedad, caballeros. Buenos días.
Mientras Victor caminaba, volvieron a detenerle.
—¿No se olvida de algo, señor?
Victor se giró. Yo me había preguntado si no habría algún tipo de palabra clave, y si ahora se la pedían, estábamos listos. Victor decidió dejar que ellos hablasen.
—¿Se lo ha dejado en el coche, señor? —preguntó el primer hombre tras una pausa—. Aquí tiene, coja el mío.
El guardia de seguridad metió la mano en la chaqueta y sacó, no una pistola como había esperado Victor, sino un guante de béisbol. Le sonrió y se lo entregó.
—Yo no creo que esta noche pueda participar.
Victor se dio un golpe en la frente con la mano.
—Tengo la cabeza como un queso. ¡Debí dejármelo en casa! Imaginen, ¡venir a un encuentro de Pasatierras y olvidarse él guante de receptor!
Ellos se rieron con él; el primer guardia dijo:
—Páselo bien, señor. El impacto es a las 14:32.
Les dio las gracias a los dos y saltó al interior del Land Rover que esperaba antes de que cambiasen de parecer. Miró intranquilo el guante de receptor. ¿Qué demonios estaba pasando?
El Land Rover le dejó en la entrada este del fuerte. Podía ver unas cincuenta personas dando vueltas por allí, todas con cascos de acero. En el centro del fuerte habían levantado una enorme tienda y estaba erizada de antenas y grandes receptores de satélite. Colina arriba había un radar que giraba lentamente. Había esperado ver un gran telescopio o similar, pero no parecía haber ningún aparato así.
—¿Nombre?
Victor se volvió para ver a un hombre pequeño mirándole. Cargaba con una lista, llevaba un casco de acero y parecía estar aprovechándose al completo de su autoridad limitada.
Victor intentó un farol.
—Ése soy yo —dijo, señalando un nombre al fondo de la lista.
—Señor Sigue al Dorso, ¿es usted?
—El de arriba —respondió Victor a toda prisa.
—Señora Trotswell.
—Oh, eh, no. Ceres. Augustus Ceres.
El hombre pequeño repasó la lista con cuidado, pasando un bolígrafo metálico por la fila de nombres.
—Aquí no tengo a nadie con ese nombre —dijo lentamente, mirando a Victor con suspicacia.
—Soy de Berwick-upon-Tweed —explicó Victor—. Una entrad de última hora. Supongo que la noticia no se filtró. El doctor Müller me dijo que podía venir en cualquier momento.
El hombre dio un salto.
—¿Müller? Aquí no hay nadie con ese nombre. Debe de referirse al doctor Cassiopeia. —Guiñó un ojo y sonrió ampliamente—. Vale. Bien —añadió, consultando la lista y mirando alrededor del fuerte— andamos un poco escasos en el perímetro exterior. Puede situarse en B3. ¿Tiene guante? Bien. ¿Y un casco? No importa. Aquí tiene, use el mío; yo cogeré otro del almacén. El impacto es a las 14:32. Bueno días.
Victor cogió el casco y fue en la dirección indicada por el hombre.
—¿Lo has oído, Thursday? —susurró—. Doctor Cassiopeia.
—Lo oí —respondí—. Estamos buscando lo que tenemos sobre él.
Bowden ya estaba en contacto con Finisterre, quien esperaba en la oficina de detectives literarios precisamente para atender una llamada así.
Victor llenó su pipa de brezo, y caminaba hacia la estación B3 cuando un hombre con una chaqueta Barbour casi choca con él. Reconoció de inmediato la cara del doctor Müller por las fotos de su detención. Victor levantó el sombrero, se disculpó y siguió andando.
—¡Espere! —gritó Müller. Victor se volvió. Müller alzó una ceja le miró—. ¿No he visto su cara en alguna otra parte?
—No, siempre la he tenido aquí, delante de la cabeza —respondí Victor, intentando hacer una chanza.
Müller se limitó a mirarle con expresión neutra mientras Victor seguía llenando la pipa.
—Le he visto antes en algún sitio —siguió diciendo Müller, pero Victor no se inmutó.
—No lo creo —anunció, ofreciendo la mano—. Ceres —añadió—. Brazo espiral de Berwick-upon-Tweed.
—Berwick-upon-Tweed, ¿eh? —dijo Müller—. Entonces conoce a mi buen amigo y colega el profesor Barnes.
—Jamás he oído ese nombre —anunció Victor, suponiendo que Müller sospechaba. Müller sonrió y miró la hora.
—El impacto es en siete minutos, señor Ceres. Quizá sea mejor que vaya a su puesto.
Victor encendió la pipa, sonrió y fue en la dirección que le habían asignado. Había una estaca clavada en el suelo que decía B3, y se quedó allí sintiéndose algo estúpido. Todos los otros Pasatierras se habían puesto los cascos y examinaban el cielo en dirección oeste. Victor miró a su alrededor y vio a una mujer atractiva como de su edad a media docena de pasos de distancia en B2.
—¡Hola! —dijo alegre, tocándose el casco.
La mujer agitó las pestañas recatadamente.
—¿Todo bien? —preguntó.
—¡De primera! —respondió Victor elegantemente. Luego añadió rápidamente—: En realidad, no. Esta es mi primera vez.
La dama le sonrió y agitó su guante.
—No es difícil. Atrape lejos del cuerpo y preste mucha atención. Puede que tengamos muchos o ninguno, y si
atrapa
uno, asegúrese de dejarlo inmediatamente sobre la hierba. Después de desacelerar a través de la atmósfera terrestre, tienden a estar un pelín calientes.
Victor la miró fijamente.
—¿Quiere decir que pretendemos
atrapar
meteoros?
La mujer rió deliciosamente.
—¡No, no, tonto…! Se llaman
meteoritos
. Los meteoros son los que arden en la atmósfera terrestre. He asistido a diecisiete de estos supuestos choques desde el 64. Una vez casi atrapo uno en Tierra del Fuego, en el 71. Por supuesto —añadió más lentamente—, eso fue cuando el pobre George seguía con vida…
Le miró a los ojos y sonrió. Victor le devolvió la sonrisa. Ella siguió hablando:
—Si hoy presenciamos un impacto, será el primero predicho en Europa con éxito. ¡Imagine atrapar un meteorito! ¡Los escombros producidos durante la creación del universo hace cuatro mil quinientos millones de años! ¡Es como un huérfano que al fin regresa a casa!
—Muy… poético —respondió Victor lentamente mientras yo le hablaba al oído por medio del auricular.
—No hay nadie con el nombre de doctor Cassiopeia —le dije—. ¡Por amor de Dios, no le pierdas de vista!
—No lo haré —respondió Victor, buscando a Müller con la vista.
—¿Disculpe? —preguntó la dama en B2, quien le había estado mirando a él y no al cielo.
—No lo dejaré caer, eh, si lo atrapo —respondió a toda prisa.
Megafonía anunció el impacto en dos minutos. La multitud expectante emitió un murmullo.
—¡Buena suerte! —dijo la dama, ofreciéndole un guiño y mirando al cielo despejado.
Una voz habló detrás de Victor.
—Ya le
recuerdo.
Se giró para ver la inoportuna cara del doctor Müller mirándole. Un poco más lejos se encontraba un grueso guardia de seguridad con la mano metida en el bolsillo del pecho.