—Es usted de OpEspec. Detectives literarios. Victor Analogy, ¿no?
—No, mi nombre es doctor Augustus Ceres, Berwick-upon-Tweed. —Victor rió nervioso y añadió—: ¿Qué clase de nombre es Victor Analogy?
Müller hizo un gesto al secuaz, quien avanzó hacia Victor sacando la automática. Parecía el tipo de persona deseosa de usarla.
—Lo lamento, amigo mío —dijo Müller con amabilidad—, pero, con eso no basta. Si usted
es
Analogy, está claramente entrometiéndose. Si, sin embargo, resulta ser el doctor Ceres de Berwick-upon-Tweed, entonces le ofrezco mis más sinceras disculpas.
—Espere un momento… —empezó a decir Victor, pero Müller le interrumpió.
—Haré que su familia sepa dónde encontrar el cuerpo —dijo magnánimo.
Victor miró a su alrededor buscando alguna posible ayuda, pero los otros Pasatierras miraban al cielo.
—Dispárale.
El secuaz sonrió, apretando el dedo sobre el gatillo. Victor hizo una mueca cuando un grito agudo llenó el aire y un meteorito fortuito destrozó el casco del secuaz. Se desmoronó como un saco de patatas. La pistola se disparó, dejando un agujero perfecto en el guante de béisbol de Victor. De pronto, el aire estaba lleno de meteoritos al rojo que caían aullando sobre la Tierra en una lluvia localizada. Los Pasatierras reunidos se entregaron al caos por efecto de la violencia súbita y no acababan de decidirse entre evitar los meteoritos o intentar atraparlos. Müller buscó su propia pistola en el bolsillo de la chaqueta mientras alguien gritaba a su lado:
—¡Suyo!
Los dos se giraron, pero fue Victor el que atrapó el pequeño meteorito. Tenía más o menos el tamaño de una pelota de criquet y todavía estaba al rojo vivo; se lo lanzó a Müller, quien instintivamente lo atrapó. Por desgracia, no llevaba el guante. Se oyó un silbido y un grito cuando lo dejó caer, luego un grito de dolor cuando Victor aprovechó la oportunidad para darle un golpe en la mandíbula con una velocidad que contradecía sus setenta y cinco años. Müller cayó como un bolo y Victor agarró la pistola caída. Se la puso al cuello a Müller, le obligó a ponerse en pie y empezó la marcha fuera a fuerte. La lluvia de meteoritos se iba calmando a medida que Victor retrocedía, con mi voz en el auricular diciéndole que se tranquilizase.
—Es Analogy, ¿no? —dijo Müller.
—Lo soy. OpEspec 27 y está usted arrestado.
Victor, Bowden y yo apenas habíamos metido a Müller en la sala de interrogatorio 3 cuando Braxton y Schitt comprendieron a quién habíamos capturado. Victor tan sólo le había pedido a Müller que confirmase su nombre cuando la puerta de la sala se abrió de golpe. Era Schitt, flanqueado por dos operativos de OE-9. Los tres parecían andar escasos de sentido del humor.
—Mi prisionero, Analogy.
—Mi
prisionero, señor Schitt, creo —respondió Victor con firmeza—.
Mi
apresamiento,
mi
jurisdicción; interrogo al doctor Müller en relación al robo
Chuzzlewit.
Jack Schitt miró al comandante Hicks, que se encontraba a su lado. El comandante suspiró y se aclaró la garganta.
—Lamento decirlo, Victor, pero a la Corporación Goliath y a sus representantes se les ha concedido jurisdicción sobre OE-27 y OE-9 en Swindon. Ocultar material al comandante en funciones de OpEspec Schitt podría dar lugar a un procesamiento criminal por ocultación de información importante relativa a una investigación en curso. ¿Entiendes lo que significa?
—Significa que Schitt hace lo que le da la gana —respondió Victor.
—Entrega al prisionero, Victor. La Corporación Goliath tiene precedencia.
Victor le miró con furia contenida, para luego salir de la sala de interrogatorio.
—Me gustaría quedarme —pedí.
—Ni lo sueñe —dijo Schitt—. Un nivel de seguridad de OE-27 no es suficiente.
—Entonces está bien —respondí— que todavía tenga una placa de OE-5.
Jack Schitt lanzó una maldición, pero no dijo nada más. A Bowden se le ordenó salir y los dos operativos de OE-9 se situaron a ambos lados de la puerta; Schitt y Hicks se sentaron en la mesa tras la que Müller fumaba un cigarrillo con toda tranquilidad. Yo me apoyé en la pared y observé impasible la representación.
—Él me sacará de aquí, lo saben bien —dijo Müller lentamente mientras mostraba una extraña sonrisa.
—No lo creo —comentó Schitt—. El edificio de OpEspec de Swindon está rodeado ahora mismo de más operativos de OE-9 y equipos de operaciones especiales de los que podría contar en un mes. Ni siquiera un demente como Hades intentaría entrar aquí.
La sonrisa desapareció de los labios de Müller.
—OE-9 es la mejor unidad antiterrorista del planeta —siguió diciendo Schitt—. Le cazaremos, ya lo sabe. Sólo nos falta saber el cuándo. Y si nos ayuda, puede que para usted la situación ante el tribunal no tenga tan mala pinta.
Müller no se impresionó.
—Si sus operativos de OE-9 son los mejores del planeta, ¿cómo es que hace falta un detective literario de setenta y cinco años para detenerme?
A Jack Schitt no se le ocurrió ninguna respuesta. Müller se dirigió a mí.
—Y si OE-9 es tan cojonuda, ¿por qué esta joven es la que tiene más suerte arrinconando a Hades?
—Tuve suerte —respondí, añadiendo—: ¿por qué no ha muerto Martin Chuzzlewit? No es propio de Acheron hacer amenazas que no va cumplir.
—No, efectivamente —respondió Müller—. No, efectivamente.
—Responda a la pregunta, Müller —dijo Schitt enfáticamente—. Puedo ponerle a usted las cosas
muy
difíciles.
Müller le sonrió.
—Ni la mitad de lo difíciles que me las podría poner Acheron. En su perfil de
Vaya criminal
puso como aficiones la muerte lenta, la tortura y los arreglos florales.
—¿Así que quiere pasar mucho tiempo en la cárcel? —Preguntó Hicks, que no pensaba quedarse fuera del interrogatorio—. Tal y como yo lo veo, se enfrenta a cinco cadenas perpetuas. O dentro de un par de minutos podría salir de aquí convertido en un hombre libre. ¿Qué va a ser?
—Hagan lo que tengan que hacer, agentes. No me sacarán nada. No importa, Hades me
sacará
de aquí.
Müller se cruzó de brazos y se recostó en la silla. Hubo una pausa. Schitt se inclinó hacia delante y apagó la grabadora. Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo colocó sobre la cámara de vídeo que había en la esquina de la sala de interrogatorio. Hicks y yo nos miramos nerviosos. Müller observó la operación, pero no parecía especialmente alarmado.
—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo Schitt, sacando la automática y apuntándola al hombro de Müller—. ¿Dónde está Hades?
Müller le miró.
—Puede usted matarme ahora o Hades me matará más tarde cuando descubra que he hablado. En cualquier caso estoy muerto y la muerte que usted me aplique probablemente sea mucho menos dolorosa que la de Acheron. Le he visto trabajar. No podría creer de lo que es capaz.
—Yo sí —dije lentamente.
Schitt soltó el seguro de la automática.
—Contaré hasta tres.
—¡No puedo decirle…!
—Uno.
—Él me mataría.
—Dos.
Me pareció que ésa era mi entrada.
—Podemos ofrecerle custodia protectora.
—¿Protegerme de él? —preguntó Müller—. ¿Se ha vuelto
completamente
loca?
—¡Tres!
Müller cerró los ojos y empezó a estremecerse. Era la señal que yo había estado esperando.
—Mycroft lo destruyó, ¿no? —seguí diciendo, razonando como hubiese razonando mi tío… y como razonó.
—¿Eso es lo que sucedió? —preguntó Jack Schitt.
Müller no dijo nada.
—Querrá encontrar una alternativa —comentó Hicks.
—Ahí fuera debe de haber miles de manuscritos originales —murmuró Schitt—. No podemos protegerlos todos. ¿Cuál busca?
—No puedo decírselo —tartamudeó Müller, comenzando a perder el valor—. Él me matará.
—Le matará igualmente cuando descubra que nos ha dicho que Mycroft destruyó el manuscrito de
Chuzzlewit
—respondí con calma.
—¡Pero yo no…!
—No lo sabrá. Podemos protegerle, Müller, pero tenemos que atrapar a Hades. ¿Dónde está?
Müller nos miró uno a uno.
—¿Custodia protectora? —tartamudeó—. Hará falta un pequeño ejército.
—Eso lo puedo conseguir —afirmó Schitt, empleando la verdad con una economía que le había hecho famoso—. La Corporación Goliath está dispuesta a ser generosa en esta cuestión.
—Vale… se lo diré.
Nos miró a todos y se secó la frente, que había empezado a relucir.
—¿No hace calor aquí? —preguntó.
—No —respondió Schitt—. ¿Dónde está Hades?
—Bien, está en… el…
De pronto dejó de hablar. Su rostro se retorció de miedo mientras un violento espasmo de dolor se desató en la base de la espalda y gritó por la agonía.
—¡Díganoslo rápido! —gritó Schitt, poniéndose de pie de un salto y agarrando las solapas del hombre acongojado.
—¡Pen-deryn…! —gritó—. ¡Está en el…!
—¡Díganos más! —rugió Schitt—. ¡Debe de haber mil Penderyn!
—¡Guess!
[7]
—gritó Müller—. ¡G-weuess…
ahhh
!
—¡No me gustan sus juegos! —aulló Schitt, agitando al hombre con fuerza—. ¡Dígalo o le mato ahora mismo con mis propias manos!
Pero Müller se encontraba ya más allá del pensamiento racional o las amenazas de Schitt. Se retorció y cayó al suelo, convulsionándose por la agonía.
—¡Médico! —grité, echándome al suelo junto a un Müller que sufría de convulsiones, cuya boca abierta lanzaba un grito silencioso mientras los ojos se perdían en la cabeza. Percibí el olor a la ropa quemada. Di un salto atrás mientras una brillante llama anaranjada saltaba de la espalda de Müller. Incendió el resto de su cuerpo y todos tuvimos que retroceder con rapidez mientras el calor intenso reducía el cuerpo de Müller a cenizas en menos de diez minutos.
—¡Maldición! —murmuró Schitt una vez que se hubo aclarado el humo acre.
Müller era un montón de ceniza sobre el suelo. Ni siquiera quedaba lo suficiente para identificarle.
—Hades —murmuré—. Alguna especie de dispositivo de seguridad implantado. Tan pronto como Müller empieza a hablar… se convierte en humo. Muy ingenioso.
—Suena como si casi le respetase, señorita Next —comentó Schitt.
—No puedo evitarlo. —Me encogí de hombros—. Como el tiburón, Acheron ha evolucionado para convertirse en un depredador casi perfecto. Nunca me he dedicado a la caza mayor, y nunca lo haré, pero comprendo el atractivo. Lo primero —seguí diciendo, pasando del montón humeante de cenizas que hasta hacía poco había sido Müller— es triplicar la protección en cualquier lugar donde se conserven manuscritos originales. Después de eso, debemos empezar a buscar
cualquier
lugar llamado Penderyn.
—Me pondré a ello —dijo Hicks, que desde hacía un rato buscaba alguna excusa para irse.
Schitt y yo nos quedamos mirándonos.
—Parece que estamos del mismo bando, señorita Next.
—Por desgracia —respondí desdeñosa—. Usted quiere el Portal de Prosa. Yo quiero tener a mi tío de vuelta. Acheron debe ser destruido antes de que ninguno de los dos consiga lo que quiere. Hasta entonces, trabajaremos juntos.
—Una unión útil y feliz —respondió Schitt, aunque la felicidad era lo último que tenía en mente.
Apreté un dedo contra su corbata.
—Entienda una cosa, señor Schitt. Usted puede que tenga el poder en el bolsillo del pantalón, pero yo tengo la justicia. Créame cuando digo que haré
cualquier
cosa para proteger a mi familia. ¿Lo comprende?
Schitt me miró con frialdad.
—No intente amenazarme, señorita Next. Podría hacer que la enviasen a la oficina de detectives literarios de Lerwick más rápido de lo que usted podría decir «Swift». Recuérdelo. Está usted aquí porque es buena en lo que hace. La misma razón que yo. Nos parecemos más de lo que cree. Buenos días, señorita Next.
Una búsqueda rápida reveló ochenta y cuatro pueblos y villas en Gales con el nombre de Penderyn. Había el doble de calles y ese mismo número de pubs, clubes y asociaciones. No era sorprendente que hubiese tantos; Dic Penderyn había sido ejecutado en 1831 por herir a un soldado durante los disturbios de Merthyr —era inocente y por tanto se convirtió en el primer mártir del alzamiento gales y una especie de figura decorativa de la lucha republicana—. Incluso si Goliath
pudiese
infiltrarse en Gales, no sabría por cuál Penderyn empezar. Estaba claro que iba a llevar un tiempo.
Cansada, me fui a casa. Recogí el coche del garaje, donde se las habían arreglado para reemplazar el eje delantero, calzarle un nuevo motor y reparar los agujeros de bala, algunas de las cuales habían pasado peligrosamente cerca. Entré en el aparcamiento del hotel Finis mientras una nave aérea de clase clíper se movía lentamente por encima. Estaba anocheciendo y las luces de navegación a ambos lados de la enorme nave aérea parpadeaban lánguidamente en el cielo nocturno. Era una visión elegante, las diez hélices golpeando el aire con un zumbido rítmico; durante el día, una nave aérea podía eclipsar el sol. Entré en el hotel. La conferencia Milton había terminado y ahora Liz me dio la bienvenida más como amiga que como cliente.
—Buenas noches, señorita Next. ¿Todo bien?
—En realidad no —sonreí—. Pero gracias por preguntar.
—Su dodo llegó esta tarde —anunció Liz—. Está en la estancia cinco. Las noticias viajan rápido; la sociedad Aficionados a los Dodos de Swindon ya se ha presentado aquí. Dice que es un ejemplar muy raro de versión uno o algo… Quieren que les llame.
—Es 1.2 —murmuré ausente. Ahora mismo los dodos no ocupaban un puesto muy alto en mi lista de prioridades. Hice una pausa. Liz sintió mi indecisión.
—¿Le puedo traer algo?
—¿El señor… eh… Parke-Laine ha llamado?
—No. ¿Esperaba que lo hiciese?
—No… En realidad no. Si llama, estaré en el Gato de Cheshire si no estoy en mi habitación. Si no puedes localizarme, ¿puedes pedirle que me llame en media hora?
—¿Por qué no le envío un coche a recogerle?
—Oh, Dios, ¿tan evidente es?
Liz asintió.
—Va a casarse.
—¿Pero no con usted?
—No.
—Lamento oírlo.
—Yo también. ¿Alguien te ha pedido alguna vez que te casases con él?
—Claro.
—¿Qué dijiste?