Sánchez y Ros hacían una buena pareja, tan campechano e integrado el cordobés y tan estirado y ajeno a aquel mundo el segundo. Era evidente que el inspector madrileño pisaba terreno desconocido, y eso se notaba.
—Me ha sorprendido Córdoba —comentó Ros.
—¿Positivamente?
—Sí, en efecto.
—Pues prepárate, que aún no has visto nada. Mañana visitaremos la mezquita y ya me dirás.
Víctor sonrió.
—Quiero decir que es una ciudad más moderna de lo que pensaba.
Sánchez estalló en una ácida carcajada.
—¡Acabáramos! Todos los madrileños sois iguales. Pensáis que todo en provincias es atraso y, aunque no os falta razón en parte, no siempre es así. Aunque, claro, no puede compararse con Madrid o Barcelona, tenemos casi cincuenta mil habitantes, la iluminación de gas ha llegado ya a casi toda la ciudad y hay prohombres cordobeses que tienen gran influencia en los asuntos de Madrid: Tomás Conde y Luque, Torres Gómez, al que acabas de conocer, Antonio Barroso y Castillo, José Sánchez Guerra y otros más. En los últimos años se han hecho cosas: el murallón del Guadalquivir, se están demoliendo puertas de la antigua muralla para que la ciudad crezca, el alumbrado, se ha creado el Monte Piedad y ahora, la Caja de Ahorros, hay empresarios que han abierto fábricas en Las Margaritas..., pero, no creas, es difícil modernizar una ciudad. Al menos en este país.
—No pienses que en Madrid las cosas son muy diferentes.
—¿Eres liberal?
—Puede decirse que sí —asintió Víctor—. ¿Y tú?
—Me mantengo al margen de políticas, aunque soy miembro del Círculo de la Amistad.
—¿Masones?
Sánchez sonrió.
—Unos sí y otros no —aclaró—. Pero, si eres liberal, el asunto de Oviedo debió de resultarte difícil.
—Sí, en cierta medida, aunque no dudé demasiado. Los radicales perjudican más a la modernización que los propios conservadores.
—Sí, en el fondo les hacen el juego.
Una gitana entrada en años interrumpió a los dos detectives y se empeñó en leerles la mano.
—Juana, déjanos ahora —rechazó Sánchez, que conocía a todo el mundo en aquella pequeña y bella ciudad—. Otro día.
La vieja, vestida con traje de lunares y una enorme toquilla negra, se alejó echando maldiciones mientras Sánchez se reía. Entonces la adivina se volvió y dijo a Víctor:
—No vaya usted nunca a Murcia.
—¿Ves? —añadió Sánchez—. A veces tengo la sensación de que este país no va a cambiar nunca.
—¿Qué tienes preparado para esta noche?
—Vamos a ir al tablao donde actúa La Flaca, quizá pueda decirnos algo sobre dónde se esconde De la Rubia.
Tras la cena, los dos detectives se encaminaron hacia el barrio de San Lorenzo. Caminaban a paso vivo, pues había refrescado. Víctor reparó en que no había pensado en Clara en todo el día, y el recuerdo de la discusión le produjo como una punzada de dolor, un pequeño peso en el pecho que intentó olvidar, pues se sentía vulnerable e impotente ante la incomprensión de su mujer.
—Es un barrio de gente sencilla, muchos se dedican a faenas agrícolas, aunque también hay gente de mala vida, pues queda un poco apartado de lo que es el centro —explicó Sánchez rompiendo el silencio de la noche cordobesa. Se cruzaron con algunos viandantes que iban embozados para protegerse del frío. Víctor reparó en que, pese a lo avanzado de la estación invernal, allí olía a flores.
Llegaron a la calle Frailes y entraron por una pequeña puerta que se abría en una pared encalada que les dio acceso a un local abarrotado de público. Había de todo: caballeros peripuestos, algún inglés despistado que otro, mucha gente llana y tipos con faja al estilo de los bandoleros. También se veía gente bien, señoritos con sombrero de ala ancha y típica capa cordobesa. Las damas vestían elegantemente y se movían en aquel rústico entorno con mucha naturalidad. Los barriles de vino impregnaban el aire del aroma de Montilla Moriles; al fondo, unos gitanos cantaban flamenco con guitarras y palmas subidos a una pequeña tarima de madera.
Sánchez hizo valer su condición de policía para conseguir una mesa y tomaron asiento con una jarra de vino. A Víctor no le agradaba aquello, pensaba que esa forma de expresión artística reflejaba una España atávica.
—Los pocos extranjeros que he conocido piensan que todos los españoles somos toreros y nuestras mujeres, bailaoras —comentó Ros.
—Eres un gran detective, Víctor, y un tipo leído, pero en esto estás pez. No tienes ni idea. Este es un arte milenario, está en nuestra sangre y corre por nuestras venas. Sólo hay que saber apreciarlo.
Entre vino y vino, Sánchez hizo un poco de maestro e intentó explicar al madrileño qué palos del flamenco iban escuchando, algunos de ellos típicamente cordobeses y otros variaciones locales de estilos más ortodoxos.
—Mira, ése es Guerrita y borda la seguiriya.
A Víctor todo le sonaba igual, aunque tuvo el privilegio de escuchar al celebrado Alcarreño Chico y al Menor de los Califas, que deleitaron a un extasiado Sánchez con tonás, tangos y soleás.
Entonces salió un tipo menudo, con el pelo largo y anchas patillas.
—Ése es el Cebolla —informó entusiasmado el policía cordobés, que disfrutaba como un niño.
Aquel pequeño cantaor, que era zapatero en la vida cotidiana, comenzó a cantar con sentimiento para alegría del respetable.
—Pues no se entiende la letra —adujo Víctor, a quien hicieron callar de inmediato.
—Eso es una bulería, Víctor. ¡Una bulería! —repitió el inspector cordobés emocionado—. Y la letra, la letra pa'quien le importe.
Ros pensó que Vicente, hablando de flamenco, era similar a don Alfredo Blázquez opinando sobre toros. Nunca los entendería. Un gran aplauso indicó que el Cebolla había terminado, pero salió otro gitano que se empeñó en seguir cantando. La noche se le hacía interminable al inspector madrileño.
—No me hagas caso, soy un chinche —dijo Sánchez.
—¿Chinche?
—Sí, así se dice en Córdoba, es característico de nuestra manera de ser, no somos tan alegres como los demás andaluces. Quizá sea una reminiscencia de nuestro esplendoroso pasado perdido.
El carácter del cordobés es más callado, típico del buen observador, algo sensual y melancólico, o eso dicen. Un cordobés está en silencio, degustando un fino o un Montilla-Moriles y de pronto te larga una sentencia de las que hacen historia, ya sabes.
—Sí, chinche —repuso Víctor riendo.
—Eso es, lo has entendido.
De pronto, el cuadro flamenco quedó en silencio y todo el mundo miró al pequeño escenario.
Ella salió de una puertecilla que había al fondo. Era una mujer bella, morena, alta y de formas muy generosas. Vestía un traje blanco con lunares de color verde que sabía mover como una reina.
Enseguida sonó la guitarra y las palmas y comenzó a bailar, hipnotizando al respetable.
—Es ella —dijo Sánchez.
A Víctor no le llamaba la atención aquel tipo de música, pero debía admitir que La Flaca bailaba bien, había algo hipnótico y atrayente en su forma de moverse que hacía que fuera imposible dejar de mirarla. Quizá era por su belleza racial, su pelo azabache y enmarañado, negro, como el de una mora de Medina Azahara. Sus senos se agitaban al ritmo de su acelerada respiración y no había hombre en el local que no la mirase con deseo. Víctor pensó en la habilidad del pelirrojo para conquistar a mujeres bellas. Pensó en lo distinta que era aquella gitana de Lucía Alonso. Pensó en lo poco que se parecía a Clara. Durante el cuarto de hora que duró el frenético baile de la joven, Víctor no intercambió palabra con Sánchez. Sólo cuando tres ingleses totalmente borrachos se sumaron a la juerga haciendo el ridículo sobre el escenario, el policía cordobés aclaró:
—Son ingenieros de una empresa minera.
Después de su actuación, la bailaora desapareció por donde había venido y el cuadro siguió cantando. Más tarde subió al tablao un cantaor y luego bailaron más mujeres acompañadas por dos gitanos que por sus maneras recordaron a Víctor a los chulos de Chamberí. Luego hubo soleás, tarantos, alegrías y malagueñas para desesperación de Víctor. Debían de ser las tres de la madrugada cuando La Flaca salió, mientras un tal Faustito entonaba un fandango de Huelva; ella vestía un traje negro, entallado y algo más discreto que el de su actuación. Se acercó a la barra asediada por multitud de pretendientes.
Los dos policías estaban expectantes. Ella se dejó invitar por los aduladores, se bebió tres aguardientes seguidos y dijo algo al camarero que servía en la barra.
El hombre se acercó donde los detectives y se dirigió a Víctor:
—Ella le ha elegido. Ahora bien, yo le aviso: prepare la bolsa porque es cara.
Víctor y Sánchez se miraron.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Vicente.
—Estamos aquí para obtener información, ¿no?
—Te seguiré. Ten cuidado.
—Si te ve detrás de nosotros no habrá engaño y no podré sonsacarle nada.
—De sobra sabe que soy policía y a estas alturas toda Córdoba se ha enterado de que ha venido un detective de Madrid. Hace tiempo que perdimos el factor sorpresa...
—Ya —reconoció Víctor—, pero merece la pena intentarlo. Vete a casa y no te preocupes por mí. En peores plazas hemos lidiado.
Vicente puso unas monedas sobre la mesa y, tras despedirse de Víctor, salió del local. Ros se dirigió hacia La Flaca y le tendió el brazo. La bella gitana se zafó del corro de admiradores que la rodeaba y tomando el apoyo del policía salió a la calle con el estirado caballero al que todos maldijeron.
Ella le tomó por la cintura y él hizo otro tanto.
—¿Cómo te llamas, ojazos?
—Víctor.
—Yo te llamaré ojazos, guapo.
—¿Y tú?
—Dolores, pero todo el mundo me llama «La Flaca». ¿Sabes, ojazos? Yo no me voy nunca con policías, porque hueles a pestañí como no te imaginas. Pero tú, no sé, eres especial. ¿De qué color son tus ojos? Quitan el sentío.
—Según la luz, a veces marrones, a veces verdes. ¿Adónde vamos?
—A mi casa. Está aquí al lado.
—Dolores, yo no soy un cliente más.
Ella se detuvo en seco:
—¿Me estás llamando puta, malaje? Yo me voy con quien quiero.
—No, no, disculpa. Quería decir que yo no busco... estar contigo.
Ella rió como una niña.
—Vamos, que eres uno de esos tipos raros que sólo quieren hablar —resumió con su característico acento andaluz—. Bueno, no hay problema. Pero mira lo que te pierdes.
Se había situado frente a él. Muy cerca. Víctor notó sus generosos senos contra su pecho.
Respiraba agitada. Tomó sus manos y las colocó sobre su trasero. Era prieto y abundante. Los enormes ojos de gata de Dolores, negros y almendrados, brillaron bajo la tenue luz de las farolas de gas. Eran inmensos y del color del azabache. Sus largas y rizadas pestañas los enmarcaban como si pertenecieron a una hurí de las que esperaban en el paraíso a los antiguos moradores de aquella ciudad. Olía a perfume barato y a alcohol. Era muy distinta de Clara.
Víctor se separó y le dijo:
—No, Dolores, no. No entiendes. Te pagaré como los demás, pero quiero hacerte unas preguntas. ¿Tienes a alguien que cuide de ti? ¿Un novio?
—A Dolores «La Flaca» no la chulea nadie.
—No, por supuesto, me refiero a alguien especial. Alguien que vuelva a verte como el que vuelve a casa.
Ella se cerró en banda negando con la cabeza.
—Me refiero a Eduardo de la Rubia. ¿Lo has visto últimamente? Ella escupió al suelo con desprecio y contestó:
—¡No quiero ni oír hablar de ese desgraciado! Él me quitó la inocencia, me preñó cuando tenía quince años y luego me hizo abortar. ¿Sabe usted lo que vale una gitana que no puede sacarse el pañuelo? Mi familia, en Linares, no quiere saber nada de mí. Él me arrojó a este mundo.
—No lo has visto, entonces.
—No.
—Si se pone en contacto contigo —añadió él dándole su tarjeta—, házmelo saber. Paro en la Fonda Rizzi.
Ella le miró con cara de pocos amigos.
—Sí, claro —dijo él—. Aquí tienes, quince pesetas. No quiero que pierdas la noche por mí. Así podrás irte a casa y descansar.
—Gracias, ojazos —agradeció ella metiéndose el dinero en el escote—. Si vas por ese callejón de la derecha, llegarás antes a tu fonda.
Se despidió de la gitana, que desapareció calle abajo, y se encaminó hacia su alojamiento. En cuanto entró en el callejón percibió un movimiento tras él. Supo que era una trampa. De pronto, salieron dos tipos de detrás de unas cajas. Se situaron delante de él. Iban embozados y ocultos por capas negras. Un tercero se había colocado a su espalda. Miró de reojo y vio a un cuarto, en la entrada del callejón. Se mantenía a distancia y se cubría el rostro con la capa. Parecía el jefe de la banda.
Lamentó no llevar su revólver.
Antes de que pudiera reaccionar, el que estaba a su espalda le golpeó en la nuca con un tablón.
Intentó levantar el bastón para golpear a los que venían de frente, pero todo se volvió oscuro. Debió de desmayarse un instante, porque cuando recuperó la visión alguien lo sujetaba por la espalda mientras los otros dos se le acercaban portando sendas navajas.
—¡Dejadle! —gritó una voz desde el extremo contrario del callejón. Allí, con su elegante abrigo negro y luciendo una alargada chistera estaba el inglés, Lewis.
Dio un paso al frente y una lámpara de gas iluminó su poblado bigote rubio y sus llamativas patillas. Víctor escuchó cómo el cuarto de los asaltantes, el que permanecía lejos, sin intervenir, salía huyendo calle abajo.
El detective sintió que le caía sangre de la ceja derecha. Apenas veía y se sintió mareado. Los dos navajeros corrieron hacia Lewis, que, pese a su avanzada edad, dio un salto, apoyó el pie derecho en una inmensa caja y, ejercitando un giro inesperado, estrelló la suela de su bota contra la cara de uno de los forajidos. Mientras el chasquido de la nariz rota de aquel desalmado aún flotaba en el aire, el caballero inglés giró de nuevo sobre sí mismo y descargó el pomo de su bastón en la cabeza del segundo asaltante. El tercero soltó a Víctor e intentó saltar sobre Lewis, pero éste le golpeó en la nuez con la diestra semiabierta y los dedos encogidos a modo de garra. El enmascarado cayó agarrándose el cuello y luchando por no asfixiarse. Antes de perder el conocimiento, Víctor logró ver el rostro del inglés muy cerca y oyó que le decía: