El cantar de los Nibelungos (18 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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»Tu no tienes necesidad de los servicios de aquéllos que han destrozado tu corazón; vivirás de mis bienes.

Ella respondió al guerrero:

—¿Cómo puede ser eso* El dolor me mataría si volviera a ver a Hagen.

—Yo evitaré eso, querida hermana mía; tú estarás siempre al lado de tu hermano Geiselhcr. Yo te consolaré, si puede ser, de la muerte de tu esposo.

—Crimilda tiene necesidad de ello —respondió la infortunada mujer.

Al afectuoso ofrecimiento del joven, unieron sus súplicas Uta, Gernot y muchos de sus fieles amigos, rogándole que se quedara allí. Pocos eran los conocidos de ella entre la gente de Sigfrido.

—Todos os son desconocidos —dijo Gernot—. Nadie por fuerte que sea, puede librarse de la muerte. Piensa en esto, mi querida hermana, y que tu espíritu se serene: permanece con tus amigos y en verdad que lo pasarás bien.

Ella creyó a su hermano y permaneció en el país. Se prepararon los caballos para la gente de Sigemundo que quisiera volver al país de los Nibelungos. Todo el equipo de los guerreros estaba preparado. El rey Sigemundo fue a donde estaba Crimilda y dijo a la reina:

—La gente de Sigfrido permanece junto a los caballos: vamos a partir de aquí. No quiero permanecer más tiempo en Borgoña.

—Me han aconsejado mis parientes —respondió Crimilda—, al, menos los que me son fieles, que permanezcan aquí con ellos dado que no los tengo en el país de los Nibelungos.

Grande fue el pesar de Sigemundo al oír esto a Crimilda. Le contestó:

—No digáis eso nunca: ante todos mis parientes llevaréis la corona con el mando, como antes lo habéis tenido. Vos no padeceréis por haber perdido con tanto dolor a vuestro esposo.

»Ven con nosotros por amor a tu hijo, no es cosa de que lo dejéis huérfano. Cuando vuestro hijo crezca consolará vuestro pesar, y en tanto tendréis a vuestro servicio muchos guerreros fuertes y buenos.

—Mi señor Sigemundo —dijo ella—, no puedo marcharme con vos. Sea lo que sea lo que pueda sucederme, tengo que quedarme aquí con mis amigos, que me ayudarán a llorar.

Esta noticia no agradó a los buenos guerreros. Así dijeron reunidos:

—Podremos decir que nos ha ocurrido la mayor desgracia, por cuanto queréis permanecer en este país al lado de nuestros enemigos. Nunca fueron a una corte caballeros tan desdichados.

—Partid sin cuidado, confiados en el favor de Dios: se os dará una numerosa escolta hasta que lleguéis a vuestro país: a mi querido hijo lo recomiendo al cuidado de vosotros, buenos guerreros.

Cuando vieron que estaba decidida a no marchar, lloraron todos los hombre de Sigfrido. Con grandísima pena se separó Sigemundo de Crimilda; experimentaba una fuerte aflicción.

—¡Maldita sea esta fiesta! —exclamó el respetable rey—. A ningún rey ni a los suyos se les ofrecerán más tales diversiones: nunca jamás volveremos a Borgoña.

Así dijeron claramente los guerreros de Sigfrido:

—Tal vez nosotros volvamos nuevamente aquí, si podemos saber quién asesinó a nuestro señor. Tendrá entre sus parientes muchos enemigos mortales.

El rey Sigemundo abrazó a Crimilda, diciéndole entre lágrimas, que por cuanto quería quedarse que bien estaba: ellos volverán a su país sin alegría ninguna, comprendiendo todo su dolor.

Abandonaron sin acompañamientos a Worms sobre el Rhin: iban con el ánimo tranquilo, pues si por enemistad los atacaban, los brazos de los Nibelungos sabrían defenderse bien.

No se despidieron de nadie. Vieron a Geiselher y a Gernot que se acercaban afectuosamente al rey: se sentían afligidos por su dolor y así se lo hicieron saber a los fuertes héroes. Así dijo cortésmente el fuerte Gernot:

—El Dios del cielo sabe que en la muerte de Sigfrido no tengo parte ninguna; yo no supe nunca que tuviera aquí un enemigo: tengo motivos para llorarlo.

El joven Geiselher los acompañó amistosamente. Acompañó sin cuidado ninguno hasta el Niderland al rey y a sus guerreros, poseídos aún de honda pena. ¡Entre sus parientes encontraron alegres a muy pocos!

Lo que después sucedió, no os lo puedo decir. Los gemidos de Crimilda se oían continuamente, sin que nadie pudiera consolarla sino Geiselher; éste era bueno y fiel.

Brunequilda la hermosa permanecía con impertinencia. ¡Por muchas que fueran las penas de Crimilda, nada le importaba! Nunca más en su vida le volvió a tener confianza. Pero después Crimilda le causó amarguísimos pesares.

CANTO XIX Cómo el tesoro de los Nibelungos fue llevado hasta Worms

Habiendo quedado viuda la noble Crimilda, el margrave Eckewart permaneció en el país con sus hombres. Él servía a su señora y juntos lloraban al muerto.

En Worms, cerca de la catedral, le construyeron una vivienda ancha y alta, grande y rica, donde permaneció con su acompañamiento sin alegría ninguna. Iba con devoción a la iglesia y hallaba algún consuelo.

Con el alma triste y con pena iba todos los días a la tumba de su esposo, y rogaba al Señor Dios que acogiera su alma; muchas veces se lo pidió con corazón contrito.

Uta y las de su acompañamiento siempre la consolaban, pero tenía en su corazón herido, un vacío tan grande, que no podía llenarse con ningún consuelo. El deseo de ver a su amigo le causaba mayor pesar.

Nunca fue otro el deseo de una mujer con respecto a su amado esposo: su gran virtud podía reconocerse en esto. Ella lloró hasta el fin, en tanto que vivió. Pero bien pronto consiguió una horrible venganza.

Permaneció en el dolor, es cierto, por la muerte de su esposo tres años y medio, sin decir una palabra a Gunter, y sin ver jamás en ese tiempo a Hagen. Así dijo al rey Hagen de Troneja:

—Procura conquistar de nuevo la voluntad de tu hermana, y de este modo podremos traer al país el tesoro de los Nibelungos: mucho podría hacerse si tuvieras la confianza de la reina.

—Vamos a intentarlo —le respondió el rey—. Cerca de ella están Gernot y Geiselher; les rogaremos que intercedan ellos, para que nos vuelva su confianza y nos la dé gustosa.

—No lo creo —respondió Hagen—, eso no sucederá jamás.

Hizo venir a la corte a Ortewein y al margrave Gere: y luego cuando estuvieron allí, a Gernot y al joven Geiselher; ellos intercedieron amistosamente cerca de Crimilda. Así dijo Gernot el fuerte de Borgoña:

—Señora, tiempo hace que lloráis la muerte de Sigfrido. El rey quiere probaros que él no lo ha matado. Siempre se os oye llorar dolorosamente.

—Nadie ha dicho que él sea —contestó ella—, es la mano de Hagen. Cuando supo de mí donde podía ser herido, ¿cómo había yo de saber el odio que le tenía en su alma? ¡Por qué no impedí —añadió la noble reina— que conociera el secreto de su hermoso cuerpo! ¡no sería ahora, desgraciada de mí, una viuda infortunada! ¡Nunca perdonaré a los que han cometido el crimen!

Geiselher, el agraciado joven, le comenzó a suplicar.

—Por cuanto lo exigís de mí —contestó ella—, lo saludaré. Pero el delito es grande, es vuestro. ¡Me ha causado el rey tantos males sin que yo los merezca! Mis labios le otorgaron el perdón, pero mi corazón le está cerrado para siempre.

—Todo se arreglará dentro de poco —le dijeron sus parientes—. Tal vez procure él que más adelante seáis dichosa.

—Él os consolará —le dijo el héroe Gernot. La desconsolada mujer le respondió:

—Bien veis que hago lo que queréis. Quiero saludar al rey.

Habiendo dado ella su consentimiento, el rey fue a su presencia, rodeado de sus mejores amigos, pero Hagen no se atrevió a presentarse: tenía remordimiento por su crimen y hubiera hecho muy mal.

Como quería dar al olvido el rencor que tenía en contra Gunter, dejó que la abrazara. Si su falta no hubiera sido causa de su desgracia, hubiera podido visitarla con mayor tranquilidad.

Nunca se llevó a cabo una reconciliación entre amigos con tantas lágrimas como aquélla. La pérdida experimentada le hacía sufrir mucho: perdonó a todos menos a un hombre; nadie lo hubiera matado si Hagen no se empeñara en ello.

Poco tiempo después hicieron de modo que la joven reina mandara llevar a las orillas del Rhin el gran tesoro del país de los Nibelungos: era lo que constituían sus arras y tenía derecho a hacerlo.

Con objeto de traerlo, partieron Geiselher y también Gernot. La señora Crimilda mandó que fueran ocho mil hombres para sacarlo de donde estaba guardado bajo la custodia de Alberico y de sus amigos más valientes.

Cuando éstos vieron llegar a los que venían del Rhin, para llevarse el tesoro, el fuerte Alberico dijo a sus amigos:

—Si la noble reina lo reclama, no podemos conservar por más tiempo el tesoro, porque son sus arras.

»Yo nunca lo hubiera abandonado —añadió Alberico, con la desgracia de haber perdido a Sigfrido y la Tarnkappa, pues siempre la llevaba el esposo de Crimilda la hermosa—. Pero ahora sí, por que Sigfrido ha experimentado desgracia y perdido la Tarnkappa, con que le héroe conquistó todo el país.

El camarero se apresuró a ir en busca de las llaves. Delante de la montaña permanecían los enviados de Crimilda y muchos de sus amigos: recogieron el tesoro y lo llevaron hacia el mar, colocándolo en fuertes barcas, y lo condujeron por las ondas desde la montaña hacia el Rhin.

Podríais oír contar maravillas de aquel tesoro: doce carromatos grandes y fuertes casi no podían transportarlo en cuatro días y cuatro noches desde la montaña a las barcas, y cada carromato hacía tres viajes diarios.

Sólo consistía en piedras preciosas y oro. Aun cuando se hubiera comprado el mundo, pagándolo con oro no hubiera disminuido un marco. Con razón Hagen deseaba poseerlo.

En el tesoro se encontraba una varilla de oro; la de los deseos: el que la tuviera, podía ser dueño de todos los hombres de la tierra. Muchos de los amigos de Alberico partieron con Gernot.

Cuando el héroe Gernot y el joven Geiselher se hubieron apoderado del tesoro, fueron señores también de los campos, de las ciudades y de muchos guerreros. Todo les quedó sometido de grado o por fuerza.

Cuando llevaron el tesoro al país del rey Gunter y la reina quedó en posesión de él, sus cámaras y las torres se llenaron. Hasta entonces nunca se había oído hablar de tan gran cantidad de riquezas.

Pero aun cuando el tesoro hubiera sido mil veces más grande, si Sigfrido hubiera podido resucitar sano y salvo.

Crimilda hubiera permanecido gustosa a su lado con las manos vacías. Nunca un héroe tendrá una esposa tan fiel.

Cuando tuvo el tesoro, llamó al país a muchos guerreros extranjeros. Tanto daba la mano de aquella mujer, que nunca se vio bondad tan grande. Era muy virtuosa, debemos confesarlo.

Dio tanto a los pobres y a los ricos, que Hagen dijo al rey:

—Si vive sólo algún tiempo, conseguirá tener tantos hombres a su servicio que no quedará sino muy poco.

—Sus bienes le pertenecen —respondió el rey Gunter—, ¿cómo podré impedirle que haga lo que quiera? Con trabajo he conseguido que no me odie; nada me importan sus piedras preciosas, ni su oro rojo.

—Un hombre prevenido no dejaría ese tesoro en manos de una mujer —dijo Hagen—. Ella conseguirá tanto con sus regalos que llegará un día en que los fuertes Borgoñones tendrán que arrepentirse de habérselos dejado hacer.

—Yo he jurado —replicó Gunter— que jamás le causaré pena alguna y quiero cumplírselo; ella es mi hermana.

Hagen le respondió al momento:

—Déjame que sea yo el culpable.

Los juramentos que habían hecho no fueron respetados: quitaron a la viuda sus cuantiosas riquezas. Hagen se había apoderado de todas las llaves. Cuando su hermano Gernot supo esto, se enfureció. Así dijo el joven Geiselher:

—Muchas penas ha inferido Hagen a mi hermana; me opondré a que continúe: sino fuera mi pariente más cercano las pagaría con la vida.

De nuevo comenzó a llorar la viuda de Sigfrido.

—Más vale que en vez de atormentarnos por causa de ese oro —dijo el rey Gernot—, lo arrojemos al Rhin para que no sea de nadie.

Llorando ella se presentó a Geiselher y le dijo:

—Querido hermano, menester es que pienses en mí: sé el protector de mi vida y mis bienes.

Éste le contestó a su hermana:

—Así lo haré cuando volvamos: tenemos que hacer un viaje.

Gunter y sus parientes salieron del país, al menos los que eran más bravos. Sólo permaneció Hagen por el odio que profesaba a Crimilda; se quedó por hacerle daño.

Antes que el rico rey volviera, Hagen se había apoderado del tesoro: todo entero lo llevó al Rhin, cerca de Lorsche. Esperaba disfrutar de él, pero no fue así.

Después Hagen de Troneja no pudo sacar nada del tesoro, como sucede a los que faltan a sus juramentos. El tesoro quedó perdido para él, lo mismo que para los demás.

Los príncipes volvieron acompañados de muchos hombres. Crimilda, con sus doncellas y mujeres, comenzó a lamentarse de la ofensa que había recibido: sombríos eran sus sentimientos. Allí estaba el héroe para servirla hasta la muerte.

Dijeron entre sí: «No ha obrado bien». Hagen huyó de la presencia de los príncipes, hasta que nuevamente volvió a su favor; pero el odio de Crimilda no podía ser ya más grande.

Con nueva pena se vio afligido su ánimo. Después de muerto su esposo, le arrebataban sus riquezas: toda su vida duró su queja sin acabar hasta el último día.

Después de la muerte de Sigfrido —esta es la verdad— permaneció en el dolor trece años. La muerte del guerrero permanecía siempre fija en su ánimo. Ella le fue fiel, así lo afirman todos.

La señora Uta creó después de la muerte de Dankwart una rica abadía, dándole muchas fértiles tierras de labor, que eran suyas. El monasterio de Lorsche las poseía aún y fue muy honrado.

Crimilda dio también por el reposo del alma de Sigfrido y por el de todas las almas, una gran cantidad de oro y piedras preciosas.

Después que la señora Crimilda había concedido su perdón al rey Gunter, y después de haber perdido el tesoro por gran traición, sus dolores fueron más crueles: la noble y altiva mujer quería partir de allí.

La señora Uta se hizo preparar una suntuosa y amplia vivienda en el monasterio de Lorsche, a donde se retiró separándose de sus hijos. Allí reposaba la elevada reina en una tumba. Así dijo la reina viuda:

—Querida hija mía, por cuanto no quieres permanecer aquí, vente conmigo a mi casa de Lorsche, donde te dejaré llorar.

—¿Voy a dejar aquí a mi esposo? —le replicó Crimilda.

—Déjalo reposar aquí —le contestó la señora Uta.

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