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Authors: Anónimo
Tan grande era la opresión de su corazón, que la sangre le salía por la boca.
—No, ese es Sigfrido mi amado esposo. Brunequilda lo ha mandado y Hagen lo ha hecho.
Ella se hizo llevar a donde estaba el héroe: levantó su hermosa cabeza con sus blancas manos. Aunque enrojecida por la sangre, lo reconoció al momento: por desgracia, aquel era el héroe del país de los Nibelungos. Así exclamó la dulce reina desesperadamente:
—¡Oh! ¡desgracia para mí! ¡No, tu escudo no está agujereado por las espadas! tú has sido asesinado. Si sé quién lo ha hecho, lo perseguiré hasta que muera.
Todos los del acompañamiento lloraban y gemían con su amada señora; el pesar de ellos era grande por haber perdido a su noble rey. Hagen había vengado cruelmente la ofensa de Brunequilda.
—Que vaya corriendo uno —dijo la desgraciada— a despertar a toda la gente de Sigfrido, y haced saber a Sigemundo mi dolor, rogadle que venga a llorar conmigo, a llorar al valiente Sigfrido.
Un mensajero fue corriendo a donde estaban los héroes de Sigfrido, el del país de los Nibelungos. Con la triste noticia la alegría huyó de ellos, pero no creyeron nada hasta escuchar los gemidos.
El mensajero se apresuró a llegar a donde estaba el rey. Sigemundo el señor no dormía, me parece que el corazón le decía lo sucedido y que ya nunca volvería a ver a su hijo.
—Despertad, rey Sigemundo. Crimilda, mi señora, me ordena que venga, porque ha sucedido una desgracia; desgracia que como ninguna le hiere el corazón: tendréis que llorar mucho con ella, pues os afecta también.
Se levantó Sigemundo y dijo:
—¿De qué desgracia de la hermosa Crimilda me hablas?
El mensajero le respondió llorando:
—No puedo callarla más, Sigfrido el fuerte, el del Niderland, ha sido asesinado.
—Déjate de bromas —contestó el rey Sigemundo—, te lo mando y no repitas más tan horrible noticia de que ha sido muerto, porque nunca en la vida me podría consolar.
—Si no queréis creer lo que habéis oído decir, venid a escuchar los lamentos que lanzan Crimilda y los de su acompañamiento, por la muerte de Sigfrido.
¡Grande fue la conmoción de Sigemundo! Experimentó una cruel angustia.
Con cientos de sus hombres saltó del lecho. Armaron sus manos con espadas fuertes y aceradas y se dirigieron a donde se oían los tristes lamentos. Mil fieles guerreros del fuerte Sigfrido llegaron en seguida, donde se oía a las mujeres quejarse tristemente, que repararon entonces que estaban medio desnudas. El dolor les había hecho perder el sentido. Sentían gran opresión de corazón. El rey Sigemundo fue adonde estaba Crimilda y dijo:
—¡Oh! ¡maldecido tal viaje a este país! ¿Quién con tan cruel saña ha podido asesinar a tu esposo, mi hijo, cerca de amigos tan fieles?
—Si llego a conocerlo —dijo la noble reina—, nunca lo perdonará ni mi corazón, ni mi alma. Tan grandes penas le reservo, que por él tendrán que gemir todos sus amigos.
Sigemundo estrechó a la princesa entre sus brazos; los gemidos de sus amigos eran tan grandes, que sus gritos de desolación hacían temblar el palacio, las salas y la ciudad de Worms cuán grande era.
Nadie podía consolar a la esposa de Sigfrido. Quitaron los vestidos del hermoso cuerpo, lavaron sus heridas y lo pusieron en un ataúd. Grandemente sufrían todos sus compañeros.
Los guerreros del país de los Nibelungos se decían:
—Es menester que le consagremos nuestros brazos con firme voluntad. En esta casa está el que ha cometido el crimen.
Toda la gente de Sigfrido se fue a armar. Allí estaban sus hombres escogidos en número de mil doscientos guerreros: a la cabeza de ellos estaba su señor, el rey Sigemundo. Quería vengar la muerte de su hijo, según el honor se lo mandaba.
No sabían a quiénes atacar, sino a Gunter y a sus gentes que habían ido con Sigfrido a la caza. Al verlos armados, Crimilda experimentó una nueva amargura.
Por fuerte que fuera su pena, por grande que fuera su desgracia, temía tanto ver morir a los Nibelungos a manos de los hombres de su hermano, que los detuvo. Les habló con dulzura como lo hubiera hecho un fiel amigo.
—Señor rey Sigemundo, ¿qué vais a intentar? —les dijo la infortunada—. Vos no sabéis cuántos fuertes hombres tiene el rey Gunter. Todos os perderéis, si queréis atacar a esos guerreros.
Tenían las espadas desnudas con afán por combatir. La noble reina les rogó que permanecieran quietos. Los guerreros no querían ceder por que aquello les causaba un furioso pesar.
—Señor rey Sigemundo —dijo ella—, dejad vuestro intento para ocasión más oportuna. Siempre seré de los vuestros para vengar a mi esposo: caro lo ha de pagar el que me lo ha quitado.
»Ellos tienen aquí en el Rhin gran poderío, por esto os aconsejo que no intentéis la lucha; serían treinta hombres para uno. Dios les recompense bastante todo lo que nos han hecho.
«Permaneced en el palacio y sufrid la pena conmigo. Cuando sea de día, vosotros nobles guerreros me ayudaréis a dar sepultura a mi esposo querido.
Los héroes respondieron:
—Amada señora, así se hará.
Nadie podrá decir hasta qué punto se lamentaron los caballeros y las mujeres, pues toda la ciudad estaba de duelo. Los nobles ciudadanos acudieron precipitadamente.
Ellos lloraron con los extranjeros; pues también para ellos era gran pena. No sabían por qué causa el noble guerrero había perdido vida y cuerpo. Con las mujeres de la reina, lloraron muchas esposas de los de la ciudad.
Se mandó a los artífices que con toda prisa construyeran un ataúd de plata y oro, grande y fuerte unido por planchas de acero bien templado. Toda la gente tenía el corazón oprimido por el pesar.
Pasó la noche y comenzó a despuntar el día. La noble reina hizo llevar a la catedral a su nobilísimo muerto, a su querido esposo. Todos los amigos que habían ido allí con él lo seguían llorando.
¡Cuántas campanas sonaron al llevarlo a la catedral! Por todas partes se escuchaba el canto de los sacerdotes.
También fueron el rey Gunter con sus hombres y el feroz Hagen: mejor hubieran hecho con no ir.
—¡Querida hermana! —dijo el rey— ¡cuál es tu pena, que no hayamos podido escapar de un dolor tan grande! Siempre lamentaremos la muerte de Sigfrido.
—Sin motivo lo hacéis —contestó la desconsolada mujer.
»Si hubierais de haber sentido pena, no hubiera ocurrido esto. No habéis pensado en mí, puedo decirlo con verdad, pues heme aquí separada para siempre de mi querido esposo. Hubiera querido el Dios del cielo que esto me sucediera a mí.
Ellos mantuvieron su mentira; Crimilda exclamó:
—Que el que sea inocente lo manifieste con claridad; que se acerque al ataúd y de este modo se conocerá bien pronto la verdad.
Fue un gran milagro el que ocurrió entonces, por que cuando el asesino se acercó al muerto, la sangre brotó de las heridas. Así sucedió y quedó reconocido que Hagen lo había hecho.
Las heridas manaron como cuando fueron hechas. Los lamentos habían sido grandes: pero entonces lo fueron mayores. El rey Gunter dijo:
—Quiero que sepáis que los bandidos lo asesinaron; Gunter no ha hecho eso.
—Esos bandidos me son muy conocidos —contestó ella—. ¡Qué la mano de Dios los castigue! Gunter y Hagen, vosotros sois los que lo habéis matado. —De nuevo pensaron en el combate, los que habían acompañado a Sigfrido. Crimilda les dijo aún—: Sufrid la pena conmigo.
Su pesar se hizo más grande cuando sus dos hermanos, Gernot y Geiselher el joven, se pusieron al lado del muerto. Ellos lo sintieron verdaderamente; sus ojos se cegaron con las lágrimas.
Lloraron de lo íntimo del corazón al esposo de Crimilda. Iban a cantar la misa; de todas partes se dirigieron hacia la catedral hombres y mujeres. Pocos fueron los que no lamentaron su muerte. Geiselher y Gernot dijeron:
—Hermana nuestra, consuélate de su muerte, por cuanto no puede ser de otro modo. Nosotros queremos ayudarte en tanto vivamos.
Pero nadie en el mundo podía darle consuelo. El ataúd estuvo dispuesto para el medio día. Levantaron a Sigfrido de la angarilla en que estaba colocado. La reina no quería dejarlo enterrar todavía y esto dio mucho que hacer a toda la gente.
Envolvieron al muerto con una tela muy rica: ninguno de los que estaban allí dejaron de verter lágrimas. Con todo el corazón lloraban sobre el arrogante cuerpo de Sigfrido, Uta la noble reina y todo su acompañamiento.
Cuando escucharon que cantaban en la catedral y que le habían encerrado en el ataúd, se aglomeró gran multitud. ¡Muchas ofrendas se hicieron por la salvación de su alma! Fue llorado hasta por muchos de sus enemigos. La desgraciada Crimilda dijo a sus camareras:
—En obsequio del amor que me tenéis, vais a tomaros un trabajo: a todos los que lo querían bien, les distribuiréis su oro, en nombre del alma de Sigfrido.
No hubo ningún niño, por pequeño que fuera, que llegado a la edad de la razón dejara de ir a los funerales. Antes de ser enterrado, cantaron más de cien misas por día. Los amigos de Sigfrido se aglomeraban allí.
Cuando acabaron de cantar, la multitud se dispersó. Después dijo Crimilda:
—Esta noche no me dejaréis sola para velar al héroe sin igual. Con su cuerpo han encerrado toda mi alegría.
»Tres días y tres noches deseo que permanezca así, por que quiero gozar de la vista de mi amado esposo. Tal vez ordene Dios que la muerte me lleve también. Así terminará el dolor de la pobre Crimilda.
Las gentes de la ciudad se fueron a sus casas. Ella mandó a los sacerdotes, a los monjes y a todo su acompañamiento que se quedaran allí. Tuvieron tristes noches y penosos días.
Permaneció más de un guerrero sin beber y sin comer; a los que querían alimento se lo ofrecían en abundancia; Sigemundo lo pagaba todo: aquello era una desgracia y un gran dolor para los Nibelungos.
En aquellos tres días, hemos oído decir, que los que sabían cantar tuvieron muy grande trabajo a causa del dolor de Crimilda. Rogaron por el alma del guerrero fuerte y magnánimo.
Los pobres que estaban allí y que no poseían nada, tuvieron parte de ofrenda con el oro de Sigfrido: como no había de vivir más, se dieron por su alma muchos miles de marcos.
Sus buenas tierra laborables fueron distribuidas entre los monasterios y sus gentes fieles. A los pobres les dieron plata
y
vestidos. Ella hizo comprender por sus buenas acciones, cuán grande amor le profesaba.
En la tercera mañana, al tiempo de la misa, el ancho cementerio cercano a la catedral estaba lleno de gentes que lloraban, rindiendo homenaje al muerto, como se hace con los amigos queridos.
En aquellos cuatro días, se dice, que más de treinta mil marcos se dieron a los pobres por la salvación de su alma. Allí estaba tendido y reducido a la nada su grande y hermoso cuerpo
Cuando se acabó el oficio a Dios y terminaron los cantos, muchos del pueblo se agitaban dolorosamente. Sacáronlo fuera de la catedral llevándolo hacia la fosa. Allí también se escuchaban llantos y gemidos.
El pueblo siguió al entierro lanzando gritos de dolor: nadie estaba alegre, ni hombre ni mujer. Antes de enterrarlo cantaron y rezaron. ¡Ah cuántos buenos sacerdotes se encontraron en el entierro!
Cuando la triste viuda se quiso aproximar a la fosa, fue tan dura la aflicción que sintió, que muchas veces tuvieron que rociarle el rostro con agua de la fuente: el dolor de su corazón era muy grande.
Es verdaderamente una maravilla que sus fuerzas pudieran resistir. A su lado muchas mujeres lloraban también.
—Vosotras, fieles a mi esposo Sigfrido —dijo la reina—, hacedme un favor, en gracia a vuestro afecto.
«Dejadme que experimente una satisfacción en medio de mi dolor. Haced que yo pueda contemplar una vez más su bello rostro.
Por tanto tiempo lo pidió llorando, que fue menester abrir de nuevo el magnífico ataúd.
Llevaron a la reina junto a la fosa. Con sus blancas manos levantó la hermosa cabeza y lo besó muerto, al noble y buen caballero: el dolor hizo que sus brillantes ojos lloraran sangre.
Fue aquella una dolorosísima separación. Quitáronla de allí y ella casi no podía andar. Viose caer a la noble dama perdidos los sentidos. Su hermoso cuerpo parecía que iba a sucumbir a la desesperación.
Cuando enterraron al noble señor, fue una pena inmensa para todos los guerreros que habían venido con él del país de los Nibelungos. Nunca más se vio contento a Sigemundo.
Muchos hombres hubo que, por la fuerza del dolor, no comieron ni bebieron en aquellos tres días: sin embargo por tanto tiempo no podían tener olvidadas las necesidades del cuerpo y más tarde se repusieron, como sucede muchas veces.
Crimilda permaneció desmayada y sin sentido el día, la noche y hasta la mañana siguiente. Nada de lo que decían podía comprenderlo. Poseído de la misma pena, yacía el rey Sigemundo.
Con gran trabajo le hicieron recobrar sus fuerzas agotadas por la grande aflicción, de lo que él no se extrañaba. Sus guerreros le dijeron: —Marchemos a nuestro país: no debemos permanecer aquí más tiempo.
El suegro de Crimilda fue a donde ella estaba y dijo a la reina:
—Vamos a volver a nuestro país. Nosotros somos huéspedes poco queridos en las orillas del Rhin. Crimilda, noble señora, vente conmigo a mi reino.
»Que si en esta tierra hemos perdido por traición a vuestro noble esposo, es menester que no sufráis ese dolor: yo siempre seré vuestro, por amor a mi hijo y a su noble niño.
»Allí, mujer, conservarás siempre el poderío que en otro tiempo te confiaba Sigfrido, el héroe sin igual. El país y la corona son tuyos; toda la gente de Sigfrido te servirá con gusto.
Se dijo a los escuderos: «Esta noche emprenderemos el camino» y se apresuraron a preparar los caballos: junto a sus poderosos enemigos, la vida era un pesar. A las mujeres y a las doncellas se les mandó que preparasen sus trajes de viaje.
Cuando el rey Sigemundo quiso marcharse, la madre de Crimilda rogó a ésta que se quedara entre sus parientes, en el país en que estaba. Así le contestó la desconsolada mujer:
—Eso es muy difícil que lo haga. ¿Cómo podrán mis ojos contemplar constantemente aquél por cuya causa, yo, pobre viuda, he experimentado dolor tan grande?
—Mi hermana querida —le contestó el joven Geiselher—, por evitarte pena, permanecerás al lado de tu madre.