El cantar de los Nibelungos (14 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
10.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al terminar la noche, cuando apuntaba el día, de los cofres de viaje sacaron las mujeres muchos vestidos, en los que estaban engarzadas piedras preciosas. Prepararon así muchos suntuosos trajes.

Antes de que fuera día claro aparecieron en el salón muchos caballeros y escuderos. Se escuchaban los toques de la misa que cantaban por el rey. Muchos jóvenes guerreros fueron a ella y el rey les dio las gracias.

De allí se dejaba oír el gran ruido de los sones de las trompas: el rumor de las flautas y de las trompetas era tan grande, que Worms, aun siendo tan extensa, retemblaba toda. Por todas partes se veían venir a caballo los fuertes héroes.

En el campo comenzó un animado torneo entre varios caballeros; eran muchos y los jóvenes corazones se sentían animados. Bajo los escudos se veían brillar muchos y muy buenos caballeros.

Sentadas en las ventanas estaban las distinguidas mujeres y las hermosas jóvenes presenciando las fiestas de aquellos fuertes hombres, ataviados con suntuosos trajes. El jefe con sus amigos comenzó también a cabalgar.

De este modo no se les hacía largo el tiempo. Se escucharon sonar todas las campanas de la catedral. Las mujeres montaron a caballo y partieron; acompañando a las nobles reinas iban muchos fuertes hombres.

Echaron pie a tierra ante la iglesia. Todavía Brunequilda no sentía odio ninguno. Llevando la corona entraron en la ancha nave; desde este punto el amor se trocó en un horroroso odio.

Después de oída la misa, volvieron con la misma pompa. Llenas de alegría se dirigieron a la mesa del rey: su alegría no se interrumpió en toda la fiesta, hasta el undécimo día.

«No puedo esperar más —pensaba la reina—. Aunque me cueste gran pena, Crimilda no nos hace saber por qué durante tanto tiempo, su marido, que es nuestro vasallo, nos ha tenido privado de sus servicios: no quiero dejarle de hacer esta pregunta.»

Esperó la ocasión que le aconsejaba el demonio: la fiesta y los placeres los transformó en dolores y lágrimas. Lo que tenía en su corazón debía llegar: por esto muchos países experimentaron grande aflicción.

CANTO XIV Cómo surgió la cuestión entre las dos reinas

Un día, antes de vísperas, los guerreros movían gran alboroto en el patio del palacio. Para pasar el tiempo, se entretenían en juegos caballerescos y la multitud se había agolpado para verlos.

Sentadas la una junta a la otra estaban las dos poderosas reinas y pensaban en los dos héroes tan dignos de admiración. La hermosa Crimilda dijo:

—Tengo un esposo a cuyo poder deberían estar sometidas todas las tierras de este país.

La señora Brunequilda le respondió:

—Eso podría suceder únicamente cuando tú y él vivierais solos, pero en tanto que Gunter viva, cosa semejante no puede suceder.

—Mira hacia allá abajo —le replicó Crimilda—, como él se adelanta majestuosamente delante de los demás guerreros a semejanza de la luna brillante entre las estrellas. Con razón yo me siento orgullosa.

—Por arrogante, leal
y
hermoso que sea tu marido —le dijo Brunequilda—, debes anteponer a Gunter, tu noble hermano. Sin réplica ninguna, debe preceder a todos los reyes.

Crimilda dijo a su vez:

—Es tan digno de afecto mi esposo, que no lo he alabado sin motivo. Grande es su gloria en muchas cosas, ¿no lo crees tú así Brunequilda? Por lo menos es igual a Gunter.

—Menester es Crimilda que no comprendas mal lo que te digo, pues nada ha sido con mala intención. Lo oí decir a ambos el día en que vi al rey por primera vez en el día en que se cumplió su deseo de tomarme por mujer, en el que conquistó mi amor de una manera tan caballeresca, que Sigfrido no era más que un vasallo del rey: por esto lo he considerado también como mío.

La hermosa Crimilda le dijo:

—En tal caso hubiera yo sufrido grave daño. De qué modo mis nobles hermanos hubieran consentido en verme de este modo mujer de un vasallo. Yo te pido, Brunequilda, amistosamente, que dejes de hablar así, por la buena y en gracia a mi cariño.

—De ninguna manera lo haré —dijo la reina—, ¿cómo he de prescindir del servicio personal de tantos caballeros como nos están sometidos, con el héroe, por derecho de vasallaje?

Crimilda la hermosa comenzó a sentirse fuertemente irritada.

—Puedes desde luego renunciar a ello, pues jamás lo verás a tu servicio. Él está mucho más alto que mi hermano Gunter, el noble héroe. Dejarás pues de decir lo que de tu boca he oído.

«Extraño por demás me parece, que si es tu vasallo, que si sobre los dos tienes tan alto poderío, te hayas privado durante tanto tiempo del tributo de nuestros servicios. Mucho me hace sufrir tu impertinencia, no sin motivo.

—Muy altiva te pones —le replicó la reina—. Ahora quiero ver si rendirá tantos honores a tu persona como a la mía.

Las mujeres se sentían ambas poseídas de la mayor cólera.

Crimilda a su vez dijo:

—Pues bien, lo veremos: ya que te has atrevido a sostener que mi Sigfrido es un vasallo, los guerreros de ambos reyes decidirán hoy si yo debo entrar en la iglesia antes que la reina.

«Menester es que hoy mismo veas que soy noble y libre y que mi marido goza de mayor consideración que el tuyo. En este asunto no quiero sufrir ultraje. Hoy mismo verás que la esposa de tu vasallo marcha en la corte ante todos los héroes del país de Borgoña. Quiero probar que mi dignidad es más elevada que la de ninguna esposa del rey que ha llevado corona.

Entre las dos mujeres se había levantado un odio furioso.

Brunequilda le respondió en seguida:

—Si no quieres aparecer como vasalla mía, debes separarte con tus mujeres de mi acompañamiento cuando vayamos a la catedral.

—Por mi fe —contestó Crimilda—, así se hará.

—Al vestirse mis damas —ordenó luego Crimilda—, es menester que mi dignidad aparezca hoy sin deshonor; menester es que mostréis tener buenos vestidos. Así se verá obligada a desmentir lo que me ha dicho.

Fácil era obedecer semejante mandato: ellas buscaron sus más ricos vestidos. Magníficamente ataviadas aparecieron mujeres y doncellas. Avanzó con su acompañamiento la noble esposa del príncipe; también estaba suntuosamente adornado el hermoso cuerpo de Crimilda.

Cuarenta y tres vírgenes que había llevado a las orillas del Rhin la acompañaban: llevaban ricas telas tejidas en la Arabia. De tal manera, las jóvenes se dirigieron a la catedral. Los guerreros de Sigfrido las aguardaban delante del palacio.

Las gentes manifestaban extrañeza por lo que ocurría. Veían a las dos reinas separadas caminando la una distante de la otra y no juntas como era costumbre. Después de aquello más de un guerrero experimentó inquietud y sufrió desgracia.

Delante de la catedral estaba parada la esposa del rey Gunter. Muchos caballeros experimentaban gran placer contemplando a las hermosas mujeres. Pero mirad como se acerca la noble Crimilda con muy notable séquito.

Cuanto en traje pudo llevar la hija de un noble caballero, era un soplo si se compara con los que llevaban las de su acompañamiento. Ella también llevaba sobre sí tantas riquezas que treinta esposas de reyes no hubieran podido ostentarlas.

Aunque de intento se hubiera querido, no se habría podido decir que se habían llevado trajes tan ricos como aquéllos que llevaban. Sin el deseo de mortificar a Brunequilda, no le habría dado tanta importancia Crimilda.

Llegaron juntas ante la catedral: la señora de la casa del rey, movida por furiosa cólera, mandó a Crimilda que se detuviera.

—Ante la esposa de un vasallo no se debe poner la mujer de un vasallo.

Así le contestó la hermosa Crimilda, animada por el furor.

—Mejor fuera para ti haberte callado. Tú has deshonrado tu hermoso cuerpo: ¿cómo la concubina de un hombre puede llegar a ser la esposa de un rey?

—¿A quién has llamado concubina? —preguntó la esposa del rey.

—A ti —respondió Crimilda—. Tu hermoso cuerpo lo ha poseído primero mi Sigfrido, mi amado esposo: no es mi hermano quien te ha hallado virgen.

»¿Dónde estaba tu espíritu? ¿Es por criminal capricho por lo que te dejabas poseer del que era tu vasallo? Con razón —siguió Crimilda— te quieres quejar de lo que digo.

—Por mi honor —replicó Brunequilda— que todo esto lo diré a Gunter.

—¿Qué me importa a mí? Tu orgullo te ha engañado: en tu discurso me has puesto como vasalla tuya. Con ello me has inferido una herida que me durará toda la vida; jamás te otorgaré ni mi afecto, ni mi confianza.

Brunequilda rompió a llorar. Crimilda pasó delante y entró en la catedral con su acompañamiento antes que la esposa del rey. El odio se hizo mayor. Más de unos ojos alegres vertieron lágrimas por aquella cuestión.

Por más que se servía a Dios y se cantaba en honor suyo, a Brunequilda le pareció el tiempo muy largo. Sentía abatido el cuerpo y el espíritu: por esto tenían que ser víctimas muchos guerreros fuertes y buenos.

Brunequilda, con las de su acompañamiento, se colocaron delante de la catedral. Ella pensaba: «Crimilda tiene que decirme por que me ha ultrajado: si se ha alabado en verdad, le costará vida y cuerpo.»

Se acerca la noble Crimilda con muchos fuertes guerreros. Así le dijo la señora Brunequilda.

—Detente aquí. Tú me has llamado concubina; demuéstramelo; tus palabras me han herido, no debes ignorarlo.

La hermosa Crimilda le respondió:

—¿Por qué no me dejas pasar? Yo lo pruebo con este anillo de oro que llevo en la mano. Sigfrido me lo trajo después de la noche que pasó contigo.

Nunca hubo para Brunequilda un día más funesto. Ella le dijo:

—Ese noble anillo de oro me ha sido robado; hace mucho tiempo me lo ocultan malvadamente.

Aquellas mujeres se sentían ambas arrastradas por una cókra muy grande.

—Yo no quiero pasar por una ladrona —le dijo a su vez Crimilda—. Mejor hubieras hecho en callarte, si tanto estimas tu honor: pruebo con este cinturón que ajusta mi talle que no miento. Sigfrido ha sido tu amante.

Llevaba un cordón de seda de Nínive con muchas piedras preciosas, que era muy hermoso. Cuando Brunequilda lo vio comenzó a llorar. Fue menester que Gunter lo supiera y todos lo que con él estaban.

—Haced que venga el rey del Rhin —dijo la reina del país—, quiero decirle de qué manera me ha ultrajado su hermana. Ella ha dicho ante toda la gente que he sido la amante de Sigfrido.

Llegó el rey con sus guerreros, vio llorando a Brunequilda y le dijo con dulzura:

—Dime esposa querida quién te ha inferido ofensa.

—Con razón estoy afligida —le contestó al rey—. Tu hermana quiere deshonrarme sin piedad y ante ti me quejo de ello. Dice que su esposo Sigfrido ha sido mi amante.

—Ha hecho muy mal —contestó el rey Gunter.

—Ella trae aquí mi cinturón, que yo había perdido y mi anillo de oro rojo. Si no procuras que yo quede libre de esta afrenta, señor, no te podré amar nunca más.

—Que lo llamen inmediatamente —dijo el rey Gunter—, es menester saber si en realidad se ha alabado de ello o que el héroe del Niderland desmienta el hecho.

El fuerte Sigfrido fue llamado en el acto. Cuando el héroe los vio tan descompuestos, porque de aquello no sabía nada, dijo con vehemencia:

—¿Por qué lloran estas mujeres? Quiero saberlo, y también ¿por qué causa me han llamado a mí?

—Es para mí muy doloroso —dijo el rey Gunter—. Mi esposa, la señora Brunequilda, me da la noticia de que te has alabado de ser su primer amante. Así lo sostiene tu esposa la señora Crimilda: ¿guerrero, has hecho tú eso?

—Nunca lo he hecho —respondió Sigfrido—, y si ella lo ha dicho, yo le haré comprender que nunca lo debió decir y quiero probarte, señor, con mi más sagrado juramento, ante todos estos guerreros, que jamás dije semejante cosa.

—Házmelo saber de ese modo —dijo el príncipe del Rhin—. El juramento que tú me ofreces prestar será causa de que aleje de mí toda sospecha de que mientes.

Los Borgoñones se agruparon todos formando un círculo. El fuerte Sigfrido levantó la mano en señal de juramento El rico rey dijo:

—Tu completa inocencia me ha sido perfectamente demostrada. Quedo convencido de que tú no has dicho lo que Crimilda afirma.

El atrevido Sigfrido respondió:

—Caro pagará el haber afligido a tu hermosa esposa, esto me causa el más grande de los pesares.

Los dos nobles y fuertes guerreros se miraron frente a frente.

—Debía enseñárseles a las mujeres —añadió Sigfrido el héroe— a prescindir de todas esas palabras insolentes. Prohíbeselo a tu esposa, yo haré lo mismo con la mía. Tal inconveniencia me causa honda pena.

Muchas hermosas mujeres quedaron separadas, no sin razón. Tal era la aflicción de Brunequilda, que muchos de la gente de Gunter sintieron piedad. Hagen de Troneja se acercó a su reina.

Le preguntó qué tenía, por qué la hallaba llorando. Ella le dio la noticia. Él le prometió, levantando la mano, que el esposo de Crimilda sufriría la pena, o nunca él se había de entregar a la alegría.

En tanto pronunciaba estas palabras llegaron Ortewein y Gernot. Estos héroes acordaron la muerte de Sigfrido.

También llegó Geiselher, el arrogante hijo de Uta; al escuchar estas razones les dijo con lealtad:

—¡Oh! buenos guerreros, ¿por qué vais a hacer eso? Sigfrido no merece un odio tal que sea necesario quitarle vida y cuerpo. La menor ofensa excita el odio de las esposas.

—¿Acataremos a bastardos? —preguntó Hagen—: de esto no resultará honor ninguno para muchos guerreros. Por cuanto él se ha alabado de mi amada reina, menester es darle muerte o que yo perezca.

—Nada nos ha hecho él —dijo el mismo rey—, que no sea por nuestro bien y nuestra gloria: dejémosle la vida. ¿Qué os parecería si yo odiase a ese guerrero? Siempre nos ha sido fiel.

Así habló el héroe de Metz, el señor Ortewein:

—De nada le podrá servir su gran fuerza. Si me lo permitís yo le causaré todo el mal posible.

Desde entonces los guerreros fueron enemigos suyos, sin razón ninguna.

Nadie volvió a pensar en ello sino Hagen, que con frecuencia decía a Gunter que si Sigfrido dejara de vivir, él tendría bajo su poder muchos reales dominios. El héroe se tornó sombrío.

Quedó así y de nuevo comenzaron los torneos. ¡Oh! cuantas fuertes lanzas se rompieron desde la catedral al palacio delante de la esposa de Sigfrido. Con gran descontento se veía a muchos de los hombres de Gunter.

Other books

Overtime Play by Moone, Kasey
Angels in the Architecture by Sue Fitzmaurice
Small Island by Andrea Levy
Red Silk Scarf by Lowe, Elizabeth
Surviving the Pack by Shannon Duane
Home with My Sisters by Mary Carter
Poirot investiga by Agatha Christie
Mad About You by Sinead Moriarty
The Ruby Kiss by Helen Scott Taylor
Roughneck by Jim Thompson