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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (38 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Podrían haberse turnado, pero las costumbres alezi no eran así. Para ellos la competición era una doctrina. El vorinismo enseñaba que los mejores guerreros tendrían el sagrado privilegio de unirse a los Heraldos después de la muerte, donde lucharían por recuperar los Salones Tranquilos de manos de los Vaciadores. Los altos príncipes eran aliados, pero también rivales. Renunciar a una gema corazón ante otro…, bueno, les parecía mal. Era mejor competir. Y por eso lo que antes fue una guerra se había convertido en un deporte. Un deporte letal, pero esos deportes eran los mejores.

Dalinar dejó atrás al abismoide caído. Comprendía cada paso en el proceso de lo que había sucedido durante estos seis años. Incluso había provocado algunos de ellos. Pero ahora se preocupaba. Hacían avances y reducían el número de parshendi, pero el objetivo original de vengar el asesinato de Gavilar casi se había olvidado. Los alezi retozaban, jugaban, perdían el tiempo.

Aunque habían matado a muchísimos parshendi (casi una cuarta parte de las fuerzas estimadas originalmente habían muerto), este asunto estaba requiriendo demasiado tiempo. El asedio duraba ya seis años, y fácilmente podría durar otros seis. Eso le preocupaba. Obviamente, los parshendi esperaban ser asediados allí. Habían preparado suministros y estaban listos para trasladar a toda su población a las Llanuras Quebradas, donde podían emplear aquellos abismos y mesetas olvidados de los Heraldos como si fueran cientos de fosos y fortificaciones.

Elhokar había enviado mensajeros, exigiendo saber por qué los parshendi habían matado a su padre. Nunca respondieron. Se habían atribuido el asesinato, pero no habían ofrecido ninguna explicación. Últimamente parecía que Dalinar era el único que todavía se preguntaba el motivo.

Dalinar se volvió hacia un lado: los ayudantes de Elhokar se habían retirado al pabellón para disfrutar del vino y las viandas. La gran tienda, abierta por un lado, estaba teñida de violeta y amarillo, y una suave brisa agitaba la lona. Existía una leve posibilidad de que otra alta tormenta llegara esta noche, decían los guardianes. Que el Todopoderoso enviara al ejército de vuelta al campamento si se producía una.

Altas tormentas. Visiones.

Únelos…

¿De verdad creía en lo que había visto? ¿De verdad pensaba que el mismísimo Todopoderoso le había hablado? ¿A Dalinar Kholin, el Aguijón Negro, un temible guerrero?

Únelos.

Sadeas salió del pabellón. Se había quitado el yelmo, revelando una cabeza de denso cabello negro que caía en cascada hasta sus hombros. Con su armadura, era una figura imponente: tenía mucho mejor aspecto con la armadura que con uno de aquellos ridículos trajes de seda y encajes que eran tan populares hoy día.

Sadeas miró a Dalinar a los ojos y lo saludó con un leve movimiento con la cabeza. «Mi parte está hecha», decía aquel gesto. Sadeas caminó unos momentos, luego volvió a entrar en el pabellón.

Bien. Sadeas había recordado el motivo para invitar a Vamah a la cacería. Ahora Dalinar tendría que buscarlo. Se dirigió al pabellón. Adolin y Renarin se encontraban cerca del rey. ¿Habría dado ya su informe el muchacho? Parecía probable que Adolin estuviera intentando, una vez más, escuchar las conversaciones de Sadeas con el rey. Dalinar tendría que hacer algo al respecto: la rivalidad personal del muchacho con Sadeas era quizá comprensible, pero contraproducente.

Sadeas charlaba con el rey. Dalinar hizo amago de ir a buscar a Vamah (el otro alto príncipe estaba casi al fondo del pabellón), pero el rey lo interrumpió.

—Dalinar, ven aquí. ¡Sadeas me dice que ha ganado tres gemas corazón solamente en las tres últimas semanas!

—Así es —contestó Dalinar, acercándose.

—¿Cuántas has ganado tú?

—¿Incluyendo la de hoy?

—No —dijo el rey—. Antes de esta.

—Ninguna, majestad —admitió Dalinar.

—Son los puentes de Sadeas. Son más eficaces que los tuyos.

—Puede que no haya ganado nada en las últimas semanas —dijo Dalinar, envarado—, pero mi ejército ha ganado su parte de escaramuzas en el pasado.

«Y las gemas corazón, por lo que me importa, pueden irse todas a Condenación.»

—Tal vez —dijo Elhokar—, ¿pero qué has hecho últimamente?

—He estado ocupado con otros asuntos importantes.

Sadeas alzó una ceja.

—¿Más importantes que la guerra? ¿Más importantes que la venganza? ¿Es eso posible? ¿O tan solo estás poniendo excusas?

Dalinar le dirigió al otro alto príncipe una mirada significativa. Sadeas tan solo se encogió de hombros. Eran aliados, no amigos. Ya no.

—Deberías usar puentes como los suyos —dijo Elhokar.

—Majestad, los puentes de Sadeas pierden muchas vidas.

—Pero también son rápidos —dijo Sadeas tranquilamente—. Confiar en puentes con ruedas es una locura, Dalinar. Moverlos por estas mesetas es lento y dificultoso.

—Los Códigos exigen que un general no pida a ningún hombre nada que no pueda hacer él mismo. Dime, Sadeas: ¿Correrías delante de esos puentes que usas?

—Tampoco comería bazofia —repuso Sadeas secamente—, ni cavaría letrinas.

—Pero podrías hacerlo si fuera necesario —dijo Dalinar—. Los puentes son distintos. ¡Padre Tormenta, ni siquiera les dejas usar armaduras ni escudos! ¿Entrarías en combate sin tu armadura?

—Los hombres de los puentes cumplen una función muy importante —replicó Sadeas—. Distraen a los parshendi para que no disparen a mis soldados. Al principio intenté darles escudos. ¿Y sabes qué? Los parshendi ignoraron a los hombres de los puentes y dispararon contra mis soldados y caballos. Descubrí que duplicando el número de puentes a la carga, y luego haciéndolos extremadamente ligeros (nada de armaduras ni escudos que los retrasaran), los hombres de los puentes trabajan mucho mejor.

»¿Ves, Dalinar? ¡Los parshendi son tentados por los hombres de los puentes y no le disparan a nada más! Sí, perdemos unas cuantas cuadrillas en cada asalto, pero rara vez tantos que puedan retrasarnos. Los parshendi siguen disparándoles. Supongo que, por algún motivo, piensan que matar a los hombres de los puentes nos hace daño. Como si un hombre desarmado que carga con un puente valiera lo mismo para el ejército que un jinete en su caballo con armadura. —Sadeas sacudió divertido la cabeza ante la idea.

Dalinar frunció el ceño. «Hermano, había escrito Gavilar. Debes encontrar las palabras más importantes que pueda decir un hombre…» Una cita del antiguo texto
El camino de los reyes
. Estaba completamente en desacuerdo con las cosas que daba a entender Sadeas.

—De todas formas —continuó Sadeas—, sin duda no puedes rebatir lo efectivo que ha sido mi método.

—A veces el premio no merece la pena el coste. Los medios por los que conseguimos la victoria son tan importantes como la victoria misma.

Sadeas miró a Dalinar con incredulidad. Incluso Adolin y Renarin, que se habían acercado, parecían asombrados ante sus palabras. Era una forma de pensar muy poco alezi.

Con las visiones y las palabras de aquel libro dándole vueltas en la cabeza últimamente, Dalinar no se sentía particularmente alezi.

—El premio vale cualquier precio, brillante señor Dalinar —dijo Sadeas—. Ganar la competición vale cualquier esfuerzo, cualquier gasto.

—Es una guerra, no una competición.

—Todo es una competición —dijo Sadeas con un gesto de indiferencia—. Todos los tratos entre los hombres son competiciones en las que algunos tienen éxito y otros fracasan. Y algunos fracasan de manera espectacular.

—¡Mi padre es uno de los guerreros más afamados de Alezkar! —replicó Adolin, avanzando hacia el grupo. El rey lo miró alzando una ceja, pero por lo demás permaneció al margen de la conversación—. Viste lo que hizo antes, Sadeas, mientras te ocultabas junto al pabellón con tu arco. Mi padre contuvo a la bestia. Eres un cobar…

—¡Adolin! —exclamó Dalinar. Esto estaba yendo demasiado lejos—. Modérate.

Adolin apretó los dientes, la mano en el costado, como ansioso por invocar su espada esquirlada. Renarin dio un paso adelante y colocó amablemente la mano en su hombro. Reacio, Adolin retrocedió.

Sadeas se volvió hacia Dalinar, sonriente.

—Un hijo apenas puede contenerse, y el otro es incompetente. ¿Ese es tu legado, viejo amigo?

—Estoy orgulloso de ambos, Sadeas, pienses lo que pienses.

—Puedo comprender al marcado a fuego —dijo Sadeas—. Una vez fuiste impetuoso como él. ¿Pero el otro? Viste cómo salió corriendo del campo hoy. ¡Incluso se olvidó de desenvainar su espada o traer su arco! ¡Es un inútil!

Renarin se ruborizó y agachó la cabeza. Adolin alzó la suya. Se llevó de nuevo la mano al costado y avanzó hacia Sadeas.

—¡Adolin! —dijo Dalinar—. ¡Yo me encargaré de esto!

Adolin lo miró, los ojos azules encendidos de ira, pero no invocó su espada.

Dalinar dirigió su atención hacia Sadeas y habló en voz muy clara, muy deliberada.

—Sadeas. Sin duda que no acabo de oírte llamar abiertamente inútil a mi hijo delante del rey. Sin duda que no has dicho eso, pues un insulto semejante exigiría que invocara mi espada y reclamara tu sangre, rompiendo el Pacto de la Venganza y haciendo que los dos mayores aliados del rey se dieran muerte mutuamente. Sin duda que no has sido tan necio. Sin duda me he enterado mal.

Todo quedó en silencio. Sadeas vaciló. No se retractó. Aguantó la mirada de Dalinar. Pero vaciló.

—Tal vez —dijo lentamente— has oído mal. Yo no insultaría a tu hijo. Eso no habría sido… sabio por mi parte.

Se miraron fijamente el uno al otro, se produjo un acto de comprensión, y Dalinar asintió. Sadeas lo hizo también: un breve gesto con la cabeza. No dejarían que su odio mutuo se convirtiera en un peligro para el rey. Las pullas eran una cosa, pero las ofensas capaces de provocar un duelo eran otras. No podían arriesgarse a eso.

—Bien —dijo Elhokar. Permitía que sus altos príncipes se enfrentaran y dieran codazos en busca de estatus e influencia. Creía que así eran más fuertes, y pocos lo defraudaban: era un método establecido de gobierno. Dalinar se encontraba cada vez más en desacuerdo.

Únelos…

—Supongo que podemos acabar con esto —dijo Elhokar.

Adolin parecía insatisfecho, como si de verdad hubiera esperado que Dalinar invocara su hoja para enfrentarse a Sadeas. Dalinar también se sentía acalorado, la Emoción lo tentaba, pero la resistió. No. Aquí no. Ahora no. No mientras Elhokar los necesitara.

—Tal vez podemos terminar, majestad —dijo Sadeas—. Aunque dudo que esta discusión concreta entre Dalinar y yo termine jamás. Al menos hasta que vuelva a aprender cómo debe comportarse un hombre.

—He dicho que ya es suficiente, Sadeas.

—¿Suficiente, dices? —añadió una nueva voz—. Creo que una sola palabra de Sadeas es «suficiente» para cualquiera.

Sagaz se abrió paso entre el grupo de asistentes, sosteniendo una copa de vino en una mano y la espada de plata al cinto.

—¡Sagaz! —exclamó Elhokar—. ¿Cuándo has llegado?

—Alcancé la partida justo antes de la batalla, majestad —dijo Sagaz, con una reverencia—. Iba a hablar contigo, pero el abismoide fue más rápido. He oído decir que tu conversación con él fue bastante reconfortante.

—¡Pero entonces llegaste hace horas! ¿Qué has estado haciendo? ¿Cómo es que no te he visto?

—Tenía…, cosas que hacer —respondió Sagaz—. Pero no podía perderme la cacería. No querría que me echaras de menos.

—Hasta ahora me ha ido bien.

—Y sin embargo, te faltaba una pizca de Sagaz.

Dalinar estudió al hombre vestido de negro. ¿Cómo interpretarlo? Era listo, en efecto. Y sin embargo era libre para expresar sus pensamientos, como había demostrado con Renarin antes. Este Sagaz tenía un aire a su alrededor que Dalinar no podía situar del todo.

—Brillante señor Sadeas —dijo Sagaz, tomando un sorbo de vino—. Lamento muchísimo verte aquí.

—Yo pensaba que te alegrarías de verme. Siempre te proporciono diversión.

—Desgraciadamente, así es.

—¿Desgraciadamente?

—Sí. Verás, Sadeas, lo pones demasiado fácil. Un sirviente sin educación y medio lelo y con resaca podría burlarse de ti. Yo me quedo sin la necesidad de esforzarme, y tu misma naturaleza se burla de mis burlas. Y por eso, por pura estupidez, me haces parecer incompetente.

—De verdad, Elhokar —dijo Sadeas—. ¿Tenemos que soportar a esta…, criatura?

—Me cae bien —sonrió Elhokar—. Me hace reír.

—A expensas de aquellos que te somos leales.

—¿A expensas? —intervino Sagaz—. No creo que me hayas pagado nunca una sola esfera. Aunque no, por favor, no te ofrezcas. No puedo aceptar tu dinero, ya que sé bien a cuántas otras personas debes pagar para conseguir lo que deseas.

Sadeas se ruborizó, pero mantuvo la calma.

—¿Un chiste de putas, Sagaz? ¿Es lo mejor que puedes conseguir?

Sagaz se encogió de hombros.

—Señalo las verdades cuando las veo, brillante señor Sadeas. Cada hombre tiene su sitio. El mío es hacer insultos. El tuyo hacer ingresos.

Sadeas se ruborizó, la cara roja.

—Eres un idiota.

—Si el sagaz es un idiota, entonces es una lástima para los hombres. Te diré una cosa, Sadeas. Si puedes hablar sin decir algo ridículo, te dejaré en paz durante el resto de la semana.

—Bueno, pienso que eso no debe ser demasiado difícil.

—Y sin embargo has fracasado —dijo Sagaz, suspirando—. Has dicho «pienso», y no puedo imaginarme nada más ridículo que la idea de verte pensando. ¿Y tú, joven príncipe Renarin? Tu padre desea que te deje en paz. ¿Puedes hablar y decir algo que no sea ridículo?

Todos se volvieron hacia Renarin, que estaba de pie detrás de su hermano. Renarin vaciló, los ojos muy abiertos. Dalinar se puso tenso.

—Algo que no sea ridículo… —dijo Renarin lentamente.

Sagaz se echó a reír.

—Sí, supongo que eso será suficiente. Muy listo. Si el brillante señor Sadeas pierde el control de sí mismo y acaba por matarme, quizá puedas ser el sagaz del rey después de mí. Pareces tener la mente adecuada para ello.

Renarin se animó, lo que pareció molestar aún más a Sadeas. Dalinar miró al alto príncipe: Sadeas había dirigido la mano a la espada. No era una hoja esquirlada, pues no tenía. Pero sí llevaba una espada de ojos claros. Bastante letal: Dalinar había luchado junto a Sadeas en muchas ocasiones, y el hombre era un experto espadachín.

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