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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (17 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Los otros hombres tenían almohadillas en las hombreras para amortiguar el peso y ajustar su altura para sostener el peso. A Kaladin no le habían dado ningún chaleco, así que los soportes de madera se clavaron directamente en su piel. No podía ver nada. Había un hueco para la cabeza, pero la madera impedía su visión por todas partes. Los hombres de los lados veían mejor: sospechaba que esos lugares eran más ansiados.

La madera olía a aceite y a sudor.

—¡Vamos! —dijo Gaz desde fuera, con la voz apagada.

Kaladin gruñó cuando la cuadrilla empezó a trotar. No podía ver adónde iba, y se esforzó por no tropezar mientras bajaban por la pendiente hacia las Llanuras Quebradas. Pronto estuvo sudando y maldiciendo entre dientes, la madera rozándole y clavándose en la piel de sus hombros. Ya estaba empezando a sangrar.

—Pobre idiota —dijo una voz a su lado.

Kaladin miró hacia la derecha, pero los asideros de madera obstruían su visión.

—¿Estás…? —jadeó—. ¿Estás hablando conmigo?

—No deberías de haber contrariado a Gaz —dijo el hombre. Su voz sonaba hueca—. A veces deja que los nuevos corran en la fila exterior. A veces.

Kaladin trató de responder, pero ya jadeaba en busca de aliento. Creía que estaba en mejor forma que esto, pero se había pasado ocho meses alimentándose de bazofia y soportando altas tormentas en celdas con goteras, graneros fangosos o jaulas. Ya no era el mismo de antes.

—Inspira y espira profundamente —dijo la voz apagada—. Concéntrate en los pasos. Cuéntalos. Eso ayuda.

Kaladin siguió el consejo. Podía oír a las otras cuadrillas corriendo cerca. Tras ellos venían los sonidos familiares de los hombres marchando y los cascos sobre la piedra. Un ejército los seguía.

Debajo, rocapullos y pequeños amasijos de cortezapizarra crecían de la piedra, haciéndolo tropezar. El paisaje de las Llanuras Quebradas parecía roto, irregular y gastado, cubierto de macizos y salientes de roca. Eso explicaba por qué no usaban ruedas en los puentes: probablemente los porteadores eran mucho más rápidos en ese terreno abrupto.

Pronto tuvo los pies heridos y magullados. ¿No podían haberle dado unos zapatos? Apretó los dientes contra la agonía y siguió adelante. Era solo otro trabajo. Continuaría, y sobreviviría.

Un sonido resonante. Sus pies pisaron madera. Un puente, uno permanente, que cruzaba un abismo entre mesetas en las Llanuras Quebradas. Lo cruzaron en unos segundos, y sus pies volvieron a pisar piedra.

—¡Moveos, moveos! —gritó Gaz—. ¡Tormentas, continuad!

Continuaron trotando mientras el ejército cruzaba el puente tras ellos, cientos de botas resonando sobre la madera. Antes de que pasara mucho rato, la sangre manaba por el hombro de Kaladin. Su respiración era tortuosa, el costado le dolía enormemente. Podía oír jadear a los demás, los sonidos transmitidos por el espacio confinado bajo el puente. Así que no era el único. Con suerte, pronto llegarían a su destino.

Esperó en vano.

La siguiente hora fue una tortura. Fue peor que ninguna paliza que hubiera sufrido como esclavo, peor que ninguna herida en el campo de batalla. Parecía que la marcha no tenía fin. Kaladin recordó vagamente haber visto los puentes permanentes cuando divisó las llanuras desde el carruaje de esclavos. Conectaban los llanos donde los abismos eran más fáciles de cruzar, no donde serían más eficaces para los que viajaban. Eso significaba a menudo desvíos al norte o al sur antes de poder continuar hacia el este.

Los hombres del puente gruñían, maldecían, gemían, y luego guardaban silencio. Cruzaron un puente tras otro, una llanura tras otra. Kaladin nunca llegó a echar un buen vistazo a uno de los abismos. Tan solo siguió corriendo. Y corriendo. No podía sentir ya los pies. Siguió corriendo. Sabía, de algún modo, que si paraba le darían una paliza. Sentía como si sus hombros hubieran sigo raspados hasta el hueso. Trató de contar los pasos, pero estaba demasiado agotado incluso para eso.

Pero no dejó de correr.

Finalmente, por fortuna, Gaz los mandó parar. Kaladin parpadeó, tropezó hasta detenerse y casi se desplomó.

—¡Levantad! —gritó Gaz.

Los hombres levantaron, los brazos de Kaladin sintieron la tensión del movimiento después de sostener tanto tiempo el puente.

—¡Soltad!

Se hicieron a un lado, los hombres del puente de debajo se agarraron a los asideros. Fue torpe y difícil, pero al parecer los hombres tenían práctica. Impidieron que el puente se desplomara cuando lo depositaron en el suelo.

—¡Empujad!

Kaladin retrocedió confundido mientras los hombres empujaban sus asideros en la parte trasera o el lateral del puente. Estaban en el borde de un abismo donde no había puente permanente. A los lados, las otras cuadrillas de puentes empujaban sus propios puentes.

Kaladin miró por encima del hombro. El ejército constaba de unos dos mil hombres uniformados de verde bosque y blanco puro. Mil doscientos lanceros ojos oscuros, varios cientos de jinetes con raros y preciosos caballos. Tras ellos, un gran grupo de infantería pesada, hombres ojos claros con gruesas armaduras y con grandes mazas y escudos ce acero cuadrados.

Parecía que habían elegido intencionadamente un punto donde el abismo era estrecho y la primera meseta era un poco más alta que la segunda. El puente era el doble de largo que la anchura del abismo en este lugar. Gaz lo maldijo, así que Kaladin se unió a los demás para empujar si puente a través del irregular terreno. Cuando el puente encajó en su sitio al otro lado del abismo, la cuadrilla se retiró para dejar paso a la caballería.

Kaladin estaba demasiado agotado para mirar. Se dejó caer en las piedras y se tumbó, escuchando los sonidos de los infantes al cruzar el puente. Giró la cabeza hacia un lado. Los otros hombres del puente se habían tendido también. Gaz caminaba entre las diversas cuadrillas, sacudiendo la cabeza, con el escudo en la espalda, mientras murmuraba sobre su escaso valor.

Kaladin ansió quedarse allí tendido, mirando al cielo, ajeno al mundo. 5u entrenamiento, sin embargo, le advirtió que eso podía causarle calambres. Y que entonces el camino de regreso sería aún peor. Ese entrenamiento…, pertenecía a otro hombre, a otra época. Casi a los días de las sombras. Pero aunque Kaladin ya no podía ser él, todavía podía oírlo.

Y por eso, con un gemido, se obligó a sentarse y empezó a frotarse los músculos. Los soldados cruzaban el puente en hileras de cuatro, las lanzas en alto, los escudos al frente. Gaz los contemplaba con evidente envidia, y la vientospren de Kaladin danzaba alrededor de la cabeza del hombre. A pesar de la fatiga, Kaladin sintió un momento de celos. ¿Por qué molestaba a ese cretino en vez de a él?

Unos minutos después, Gaz reparó en Kaladin y lo miró con el ceño fruncido.

—Se pregunta por qué no estás tendido —dijo una voz familiar. El hombre que había estado corriendo junto a Kaladin yacía a poca distancia, contemplando el cielo. Era mayor, con pelo gris, y tenía un rostro largo y correoso que acompañaba su voz amable. Parecía tan agotado como el propio Kaladin.

Kaladin siguió frotándose las piernas, ignorando decididamente a Gaz. Entonces rasgó parte del saco con el que se vestía, y se vendó los pies y los hombros. Por suerte, estaba acostumbrado a caminar descalzo como los esclavos, así que el daño no era demasiado malo.

Cuando terminó, el último de los soldados de infantería cruzó el puente. Los siguieron varios jinetes ojos claros de resplandecientes armaduras. En el centro cabalgaba un hombre con una majestuosa armadura esquirlada de color rojo bruñido. Era distinta de la otra que Kaladin había visto: se decía que cada una de ellas era una obra de arte única, pero tenía el mismo aspecto. Ornamentada, entrelazada, rematada por un hermoso yelmo con la visera abierta.

La armadura parecía extraña, de algún modo. Había sido forjada en otra época, en un tiempo en que los dioses caminaban por Roshar.

—¿Ese es el rey? —preguntó Kaladin.

El viejo correoso se echó a reír, cansado.

—Ojalá.

Kaladin se volvió hacia él, frunciendo el ceño. —Si fuera el rey, entonces significaría que estamos en el ejército del brillante señor Dalinar.

El nombre le resultó a Kaladin vagamente familiar.

—Es un alto príncipe, ¿no? ¿El tío del rey?

—Así es. El mejor de los hombres, el más honorable portador de esquirlada del ejército del rey. Dicen que nunca ha roto su palabra.

Kaladin hizo una mueca de desdén. Lo mismo se decía de Amaram.

—Deberías desear estar en el ejército del alto príncipe Dalinar, muchacho —dijo el otro hombre—. No usa cuadrillas de puentes. No como estas al menos.

—¡Muy bien, patanes! —gritó Gaz—. ¡En pie!

Los hombres gimieron y se incorporaron tambaleándose. Kaladin suspiró. El breve descanso había sido suficiente para comprobar lo agotado que estaba.

—Me alegro de regresar —murmuró.

—¿Regresar? —dijo el viejo.

—¿No nos damos la vuelta?

Su amigo se rio secamente.

—Muchacho, no hemos llegado todavía. Y alégrate. Llegar es lo peor.

Y así comenzó la segunda parte de la pesadilla. Cruzaron el puente, tiraron de él, y luego lo alzaron una vez más sobre sus magullados hombros. Cruzaron corriendo la meseta. Al otro lado, bajaron de nuevo el puente para cruzar otro abismo. El ejército cruzó, y luego les tocó cargarlo de nuevo.

Lo repitieron una docena de veces. Descansaban entre trayectos, pero Kaladin estaba tan magullado y agotado que los breves descansos no eran suficiente. Apenas recuperaba el aliento cada vez, antes de verse obligado a levantar de nuevo el puente.

Tenían que ser rápidos. Los hombres de los puentes podían descansar mientras el ejército cruzaba, pero tenían que compensar el tiempo corriendo por las mesetas, y adelantando a los soldados, para poder llegar antes que ellos al siguiente abismo. En un momento determinado, su amigo de rostro correoso le advirtió que si no colocaban el puente lo bastante rápido, serían azotados con látigos cuando regresaran al campamento.

Gaz daba órdenes, maldiciendo a los hombres, dándoles patadas cuando se movían demasiado despacio, sin hacer nunca ningún trabajo real. Kaladin no tardó mucho en desarrollar un odio feroz por aquel tipo delgado con el rostro lleno de cicatrices. Eso era extraño: no había sentido odio por sus otros sargentos. Su trabajo era maldecir a los hombres y mantenerlos motivados.

No era eso lo que quemaba a Kaladin. Gaz lo había enviado sin sandalias ni chaleco a este viaje. A pesar de las vendas, Kaladin tendría cicatrices por su trabajo de hoy. Estaría tan dolorido y magullado que no podría ni andar.

Lo que Gaz había hecho tenía la marca del matón de poca monta. Había arriesgado la misión si perdía un porteador, todo por un resquemor apresurado.

«Hombre tormentoso», pensó Kaladin, usando su odio hacia Gaz para sostenerlo durante esta ordalía. Varias veces después de empujar el puente hasta su sitio, se desplomó, seguro de que nunca podría volver a levantarse. Pero cuando Gaz les ordenaba levantarse, lograba de algún modo ponerse en pie. Era eso o dejar que ganara.

¿Por qué hacían todo esto? ¿Qué sentido tenía? ¿Por qué corrían tanto? Tenían que proteger su puente, el precioso peso, la carga. Tenían que alzarlo al cielo y correr, tenían que…

Estaba empezando a delirar. Los pies, corriendo. Uno, dos, uno, dos, uno, dos.

—¡Alto!

Se detuvo.

—¡Levantad!

Alzó las manos.

—¡Soltad!

Dio un paso atrás y bajaron el puente.

—¡Empujad!

Empujó el puente.

«Morid.»

La última orden era suya propia, añadida cada vez. Cayó sobre la piedra, un rocapullo que retiró apresuradamente sus enredaderas cuando las tocó. Cerró los ojos, incapaz de preocuparse ya por los calambres. Entró en trance, una especie de semisueño, durante lo que pareció un solo segundo.

—¡En pie!

Se levantó tambaleándose, los pies ensangrentados.

—¡Cruzad!

Cruzó, sin molestarse en mirar la mortal sima a cada lado.

—¡Tirad!

Agarró un asidero y tiró del puente tras él.

—¡Cambiad!

Kaladin se detuvo, aturdido. No comprendía esa orden. Gaz nunca la había dado antes. Las tropas formaban filas, moviéndose con esa mezcla de nerviosismo y relajación forzada que experimentan en ocasiones los hombres antes de la batalla. Unos cuantos expectaspren, como gallardetes rojos que crecían del suelo y revoloteaban al viento, empezaron a brotar de las rocas y a serpentear entre los soldados.

¿Una batalla?

Gaz lo agarró por el hombro y lo empujó hacia la parte delantera del puente.

—Los recién llegados tienen que ir primero en esta parte, alteza.

El sargento sonrió malévolo.

Kaladin, aturdido, alzó el puente con los demás, levantándolo por encima de su cabeza. Los asideros eran aquí iguales, pero la primera fila tenía una abertura delante de su cara que le permitía ver. Todos los hombres del puente habían cambiado de posición: los que corrían delante se habían trasladado a la parte de atrás, y los de atrás, incluyendo a Kaladin y el viejo de rostro correoso, pasaron delante.

Kaladin no preguntó la utilidad de aquello. No le importaba. Pero le gustó ir delante: ahora que podía ver, correr era más fácil.

El paisaje de las mesetas era el de las ásperas tierras de tormentas: había parches dispersos de hierba, pero aquí la piedra era demasiado dura para que sus semillas arraigaran. Los rocapullos eran más comunes, y crecían como burbujas en toda la llanura, imitando rocas del tamaño de la cabeza de un hombre. Muchos estaban abiertos y extendían sus enredaderas como si fueran gruesas lenguas verdes. Unos cuantos incluso estaban en flor.

Después de tantas horas respirando en los asfixiantes confines bajo el puente, correr delante resultaba casi relajante. ¿Por qué le daban una posición tan maravillosa a un recién llegado?

—Talenelat'Elin, portador de todas las agonías —dijo el hombre a su derecha, con voz aterrorizada—. Va a ser malo. ¡Ya están alineados! ¡Va a ser malo!

Kaladin parpadeó, concentrándose en el abismo que se acercaba. Al otro lado de la grieta esperaba una hilera de hombres de piel escarlata y negra. Llevaban extrañas armaduras naranja oxidado que cubrían sus antebrazos, pechos, cabezas y piernas. La mente aturdida de Kaladin tardó un momento en comprender.

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