—Sí —dijo Dalinar, la mirada distante—. Tu sobrino es mejor hombre de lo que muchos piensan, y un rey más fuerte. Al menos podría serlo. Yo solo tengo que averiguar cómo persuadirlo para que abandone las Llanuras Quebradas.
Adolin se sobresaltó.
—¿Qué?
—No lo entendí al principio —continuó Dalinar—. Únelos. Se supone que he de unirlos. ¿Pero no están unidos ya? Luchamos juntos aquí, en las Llanuras Quebradas. Tenemos un enemigo común en los parshendi. Empiezo a ver que solo estamos unidos de nombre. Los altos príncipes sirven de boquilla a Elhokar, pero esta guerra, este asedio, es para ellos un juego. Una competición de unos contra otros.
»No podemos unirlos aquí. Tenemos que regresar a Alezkar y estabilizar nuestra patria, aprender a trabajar juntos como una sola nación. Las Llanuras Quebradas nos dividen. Los demás se preocupan demasiado por obtener riquezas y privilegios.
—¡Las riquezas y los privilegios son la esencia de los alezi, padre! —dijo Adolin. ¿De verdad estaba oyendo esto?—. ¿Qué hay del Pacto de la Venganza? ¡Los altos príncipes juraron desquitarse de los parshendi!
—Y lo hemos hecho —Dalinar miró a Adolin—. Me doy cuenta de que parece terrible, hijo, pero algunas cosas son más importantes que la venganza. Yo amaba a Gavilar. Lo echo muchísimo de menos, y odio a los parshendi por lo que hicieron. Pero la obra de la vida de Gavilar era unir Alezkar, e iré a Condenación antes de dejar que eso se pierda.
—Padre —dijo Adolin, dolorido—, si algo va mal aquí, es porque no nos esforzamos lo suficiente. ¿Crees que los altos príncipes están jugando? ¡Bien, demuéstrales cómo hay que hacerlo! En vez de hablar de retirada, deberíamos estar hablando de avanzar, de golpear a los parshendi en vez de asediarlos.
—Tal vez.
—Sea como sea, no podemos hablar de retirada —dijo Adolin. Los hombres comentaban ya que Dalinar había perdido el valor. ¿Qué dirían si se enteraran de esto?—. No has hablado de esto con el rey ¿no?
—Todavía no. No he encontrado el modo adecuado.
—Por favor. No lo hables con él.
—Ya veremos.
Dalinar se volvió hacia las Llanuras Quebradas, la mirada distante de nuevo.
—Padre…
—Has expresado tu argumento, hijo, y yo lo he respondido. No insistas. ¿Tienes el informe de la retaguardia?
—Sí.
—¿Y el de la vanguardia?
—Acabo de comprobar con ellos y…
Se calló. Maldición. Había pasado tanto rato que probablemente ya era hora de que la partida del rey avanzara. Los últimos soldados no podían dejar esta meseta hasta que el rey estuviera a salvo al otro lado.
Adolin suspiró y se dirigió a recoger el informe. Poco después, todos habían cruzado el abismo y cabalgaban por la siguiente meseta. Renarin se le acercó y trató de entretenerlo conversando, pero Adolin solo respondió de mala gana.
Estaba empezando a sentir una extraña ansiedad. La mayoría de los hombres veteranos del ejército, incluso aquellos que solo eran unos pocos años más viejos que él, habían luchado junto a su padre en los días gloriosos. Adolin sentía celos de todos aquellos hombres que habían conocido a su padre y lo habían visto luchar cuando no estaba tan constreñido por los Códigos.
Los cambios en Dalinar habían comenzado con la muerte de su hermano. Fue aquel día terrible cuando todo empezó a salir mal. La pérdida de Gavilar casi lo había destrozado, y Adolin nunca perdonaría a los parshendi por haber causado tanto dolor a su padre. Nunca. Los hombres luchaban en las Llanuras por muchos motivos, pero Adolin había venido por esto. Tal vez si derrotaran a los parshendi su padre volvería a ser el hombre que fue. Tal vez aquellos fantasmales delirios que lo acosaban desaparecerían.
Por delante, Dalinar hablaba con Sadeas. Ambos tenían el ceño fruncido. Apenas se toleraban el uno al otro, aunque una vez fueron amigos. Eso también había cambiado la noche del asesinato de Gavilar. ¿Qué había sucedido entre ellos?
El día continuó arrastrándose, y por fin llegaron al sitio de la caza: un par de mesetas, una donde atraerían a la criatura para que atacara, y otra a distancia segura para los que mirarían. Como la mayoría de las demás mesetas, estas tenían una superficie irregular habitada por plantas resistentes adaptadas a la exposición continua a las tormentas. Recodos rocosos, depresiones y suelo irregular hacían que luchar en ellas fuera peligroso.
Adolin se unió a su padre, que esperaba junto al último puente mientras el rey se dirigía a la meseta de observación seguido de una compañía de soldados. Los ayudantes serían los siguientes.
—Lo estás haciendo muy bien al mando, hijo —dijo Dalinar, asintiendo a un grupo de soldados que pasaban y saludaban.
—Son buenos hombres, padre. Apenas necesitan a nadie que les dé órdenes durante una marcha de meseta en meseta.
—Sí, pero necesitas experiencia de liderazgo, y ellos necesitan verte como comandante.
Renarin se acercó a caballo; probablemente era hora de cruzar a la meseta de observación. Dalinar le indicó a sus hijos que fueran primero.
Adolin se volvió para irse, pero titubeó cuando advirtió algo en la meseta tras ellos. Un jinete que se movía rápidamente para alcanzar a la partida de caza y venía de la dirección de los campamentos de guerra.
—Padre —señaló Adolin.
Dalinar se volvió inmediatamente, siguiendo el gesto. Sin embargo, Adolin reconoció pronto al recién llegado. No era un mensajero, como esperaba.
—¡Sagaz! —llamó, saludando.
El recién llegado se acercó al trote. Alto y delgado, el sagaz del rey cabalgaba con facilidad una jaca negra. Llevaba un chaleco negro y pantalones del mismo color, todo a juego con su cabello de ónice. Aunque tenía una larga y fina espada a la cintura, Adolin sabía que nunca la había desenvainado. Un ama de duelo y no una hoja militar, su cometido era principalmente simbólico.
Sagaz los saludó al acercarse, mostrando una de aquella sonrisas salaces suya. Tenía los ojos azules, pero en realidad no era un ojos claros. Tampoco era un ojos oscuros. Era…, bueno, era el sagaz del rey, una categoría propia.
—¡Ah, joven príncipe Adolin! —exclamó Sagaz—. ¿Has conseguido apartarte lo suficiente del campamento de las mujeres jóvenes para unirte a esta cacería? Estoy impresionado.
Adolin se rio incómodo.
—Bueno, eso ha sido tema de conversación últimamente…
Sagaz alzó una ceja.
Adolin suspiró. Sagaz acabaría por descubrirlo tarde o temprano: era imposible ocultarle nada.
—Me cité para almorzar con una mujer ayer, pero fui…, bueno, estaba cortejando a otra. Y es de las celosas. Ahora ninguna de las dos quiere hablar conmigo.
—Que te metas en semejantes líos es una fuente constante de diversión, Adolin. ¡Cada uno es más emocionante que el anterior!
—Bueno, sí. Emocionante. Así es exactamente como se siente uno.
Sagaz se echó a reír de nuevo, aunque mantuvo una sensación de dignidad en su postura. El sagaz del rey no era un tonto bufón de la corte como uno podía encontrarse en otros reinos. Era una espada, una herramienta mantenida por el rey. Insultar a los demás estaba por debajo de la dignidad del rey, así que igual que uno usa guantes cuando se ve obligado a manejar algo sucio, el rey tenía un sagaz para no tener que rebajarse al nivel de la grosería o la ofensa.
Este nuevo sagaz llevaba varios meses con él, y había algo…, diferente en él. Parecía conocer cosas que no debería conocer, cosas importantes. Cosas útiles.
Sagaz saludó a Dalinar.
—Alteza.
—Sagaz —respondió Dalinar, envarado.
—¡Y el joven príncipe Renarin!
Renarin bajó la mirada.
—¿No hay saludos para mí, Renarin? —dijo Sagaz, divertido.
Renarin no respondió.
—Cree que te burlarás de él si te habla, Sagaz —dijo Adolin—. Esta mañana me dijo que no está dispuesto a decir nada contigo cerca.
—¡Maravilloso! —exclamó Sagaz—. ¿Entonces puedo decir lo que desee y él no pondrá pegas?
Renarin dudó.
Sagaz se inclinó hacia Adolin.
—¿Te he contado la noche que pasamos el príncipe Renarin y yo hace dos días, caminando por las calles del campamento? Nos encontramos con esas dos hermanas, ya sabes, de ojos azules y…
—¡Eso es mentira! —dijo Renarin, ruborizándose.
—Muy bien —dijo Sagaz, sin inmutarse—. Confieso que en realidad eran tres hermanas, pero el príncipe Renarin terminó injustamente con dos de ellas, y mi reputación no menguó al…
—Sagaz —cortó con severidad Dalinar.
El hombre vestido de negro lo miró.
—Tal vez deberías restringir tus burlas para quienes las merecen.
—Brillante señor Dalinar. Creo que eso es lo que estaba haciendo.
Dalinar frunció aún más el ceño. Nunca le había gustado Sagaz, y meterse con Renarin era un modo seguro de despertar su ira. Adolin podía comprenderlo, pero Sagaz casi siempre era amable con Renarin.
Sagaz se dispuso a marcharse, pasando ante Dalinar al hacerlo. Adolin apenas pudo oírlo que dijo cuando se inclinó para susurrar algo.
—Los que «merecen» mis burlas son aquellos que pueden beneficiarse de ellas, brillante señor Dalinar. El muchacho es menos frágil de lo que crees.
Hizo un guiño y luego volvió su caballo para cruzar el puente.
—Vientos de tormenta, me cae bien ese tipo —dijo Adolin—. ¡Es el mejor sagaz que hemos tenido en años!
—A mí me pone nervioso —dijo Renarin en voz baja.
—¡Ahí está la mitad de la gracia!
Dalinar no dijo nada. Los tres cruzaron el puente y adelantaron a Sagaz, que se había detenido para atormentar a un grupo de oficiales, ojos claros de rango tan bajo que tenían que servir en el ejército y ganarse un salario. Varios de ellos se rieron cuando Sagaz se burló de otro.
Los tres se reunieron con el rey, y de inmediato los abordó el jefe de la cacería. Bashin era un hombre bajo de panza notable: llevaba ropas ajadas con un chaquetón de cuero y sombrero de ala ancha. Era un ojos oscuros del primer
nahn
, el rango más alto y prestigioso que podía tener un ojos oscuros, digno incluso para casarse con una familia ojos claros.
Bashin le hizo una reverencia al rey.
—¡Majestad! ¡Magnífico momento! Ya hemos lanzado el cebo.
—Excelente —dijo Elhokar, desmontando. Adolin y Dalinar hicieron lo mismo, las armaduras tintineando suavemente. Dalinar desató su yelmo de la silla.
—¿Cuánto tardará?
—Dos o tres horas, probablemente —dijo Bashin, cogiendo las riendas del caballo del rey. Los mozos se encargaron de los dos ryshadios—. Lo hemos emplazado aquí.
Bashin señaló la meseta donde tendría lugar la caza, la más pequeña donde tendría lugar la lucha, lejos de los ayudantes y la masa de soldados. Un grupo de cazadores guiaba a un lento chull en torno a su perímetro, tirando de una cuerda que colgaba por el lado del acantilado. Esa cuerda arrastraría el cebo.
—Usamos carne de cerdo —explicó Bashin—. Y hemos rociado de sangre de cerdo los lados. El abismoide ha sido visto una docena de veces. Tiene su nido cerca, eso es seguro, no está aquí para desovar. Es demasiado grande para eso, y lleva demasiado tiempo en la zona. ¡Va a ser una buena caza! Cuando llegue, soltaremos un grupo de cerdos salvajes como distracción y podréis empezar a debilitarlo con flechas.
Habían traído arcos largos, grandes arcos de acero con gruesas cuerdas y un poder tan grande de tensión que solo un portador de esquirlada podía usarlos para disparar dardos gruesos como tres dedos. Su creación era reciente, trabajo de los ingenieros alezi a través del uso de la ciencia fabrial, y cada uno requería una gema infusa para mantener la fuerza de su tiro sin combar el metal. Navani, la tía de Adolin, viuda del rey Gavilar, madre de Elhokar y su hermana Jasnah, había dirigido la investigación que desarrolló los arcos.
«Habría sido agradable que no se hubiera marchado», pensó Adolin. Navani era una mujer interesante. Las cosas nunca eran aburridas a su alrededor.
Algunos habían empezado a llamar a los arcos «arcos esquirlados», pero a Adolin no le gustaba el término. Las hojas y las armaduras esquirladas eran algo especial. Reliquias de otra época, un tiempo en que los Radiantes recorrían Roshar. Ninguna ciencia fabrial había sido capaz de recrearlas.
Bashin condujo al rey y sus altos príncipes hacia un pabellón emplazado en el centro de la meseta de observación. Adolin se unió a su padre, con intención de darle un informe del cruce. Aproximadamente la mitad de los soldados estaban ya en su sitio, pero muchos de los ayudantes cruzaban todavía el gran puente permanente que daba a la meseta. El estandarte del rey ondeaba sobre el pabellón y habían levantado un pequeño puesto de descanso. Un soldado al fondo preparaba la panoplia donde había cuatro arcos grandes. Eran estilizados y de aspecto peligroso, con gruesas flechas negras con cuatro plumas en la cola.
—Creo que disfrutaréis de un buen día de caza —le dijo Bashin a Dalinar—. A juzgar por los informes, la bestia es grande. Más grande de las que has matado antes, brillante señor.
—Gavilar siempre quiso matar a una de esas —dijo Dalinar, tristemente—. Le encantaban las cacerías de conchasgrandes, aunque nunca abatió a un abismoide. Es extraño que yo haya matado a tantos.
El chull que tiraba del cebo bramó en la distancia.
—Habrá que apuntarle a las patas, brillantes señores —dijo Bashin. Los consejos previos a la caza eran una de las responsabilidades de Bashin, y se las tomaba muy en serio—. Los abismoides, bueno, estáis acostumbrado a atacarlos en sus crisálidas. No olvidéis lo terribles que son cuando no están incubando. Con uno tan grande como este, usad una distracción y atacad desde…
Se interrumpió, y luego maldijo en voz baja.
—Las tormentas se lleven a ese animal. El hombre que lo entrenó debe de haber sido diestro.
Contemplaba la siguiente meseta. Adolin siguió su mirada. El chull de aspecto de cangrejo que había estado tirando del cebo se alejaba del abismo con paso lento y decidido. Sus encargados gritaban y corrían tras él.
—Lo siento, brillante señor —dijo Bashin—. Lleva haciendo eso todo el día.
El chull baló con voz grave. Algo le pareció extraño a Adolin.
—Podemos traer a otro —dijo Elhokar—. No debería tardar mucho tiempo en…
—¿Bashin? —la voz de Dalinar sonó súbitamente alarmada—. ¿No debería haber un cebo al final de la cuerda de la bestia?