Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—¿Cómo dice aquel bonísimo soneto vuestro, señor de Quevedo? —Cózar había puesto una mano sobre el brazo del poeta—. Ese del platero bermejazo y la ninfa Dafne… ¿Sabe vuesa merced cuál digo?
Don Francisco lo observó atento, muy fijo, como catándole detrás de los ojos. Sus lentes reflejaban la luz de las velas.
—No lo recuerdo —repuso al fin.
Se retorcía el bigote, molesto. No debía de gustarle, concluí, lo que había visto dentro de Cózar. Yo mismo apreciaba en el tono del comediante algo que nunca imaginé: rencor vago, contenido y oscuro. Algo por completo opuesto al personaje que era, o que aparentaba ser.
—¿No?… Pues yo sí.—Cózar levantaba un dedo—. Esperad.
Y recitó, la lengua un poco insegura pero con destreza oratoria, pues era magnífico actor y de voz excelente:
Volvióse en bolsa Júpiter severo,
levantóse las faldas la doncella
por recogerle en lluvia de dinero.
No era precisa aguja de navegar cultos para descifrar tal símbolos; así que el poeta y yo nos miramos de nuevo, incómodos. Pero a Cózar no parecía importarle. Se había llevado el vaso a los labios y parecía reír entre dientes.
—¿Y aquellos otros versos? —añadió, dos tragos más tarde—. ¿Tampoco se acuerda vuesa merced?… Sí, hombre. Los que empiezan:
Cornudo eres, Fulano, hasta los codos
.
Se agitaba don Francisco, mirando alrededor como quien busca camino para irse.
—No sé de qué estáis hablando, pardiez.
—¿No?… Pues son vuestros, y famosos. También se dice en los mentideros que algo tengo que ver en ellos.
—Sandeces. Habéis bebido más de la cuenta.
—Claro que he bebido. Pero tengo una memoria estupenda para el verso… Fíjese vuesa merced:
Reina, lo que ordeno es justo,
que de eso sirve ser rey;
para hacer del gusto ley
cuando lo pidiere el gusto.
—… No en vano soy el primer actor de España, pardiez. Y atienda, señor poeta, que ahora me viene a las mientes otro soneto oportunísimo… Me refiero al que empieza:
La voz del ojo que llamamos pedo
.
—Ese es anónimo, que yo sepa.
—Sí. Pero se atribuye a vuestro ilustre ingenio.
El poeta empezaba a irritarse de veras, sin dejar de dirigir ojeadas a diestro y siniestro. Por suerte, decía el alivio de su cara, estamos solos y el hostelero lejos. Pues ya, sin encomendarse a nadie, Cózar recitaba:
Cágome en el blasón de los monarcas
que se precian, cercados de tudescos,
de dar la vida y dispensar las Parcas.
Versos que, en efecto, eran de don Francisco, aunque éste lo negase como gato panza arriba; escritos en otro tiempo de menos martelo del poeta con la Corte, seguían corriendo en copias manuscritas por media España, aunque él habría dado una oreja por retirarlos, si pudiera. El caso fue que aquello, pues tanto vino había de por medio, colmó el vaso: don Francisco llamó al hostelero, pagó la cena y levantóse muy destemplado, dejando allí a Cózar. Yo fui detrás.
—Dentro de dos días va a representar ante el rey —dije en el zaguán, inquieto—. Y se trata de vuestra comedia.
Todavía añusgado el semblante, el poeta miró atrás. Luego chasqueó la lengua.
—No hay de qué preocuparse —dijo al fin, torcido y burlón—. Sólo es una alferecía pasajera… Mañana por la mañana, dormido el vino, todo será como suele.
Se ató los cordones del herreruelo negro, dejándolo caer sobre los hombros.
—Aunque, por vida de Roque —añadió tras pensarlo un poco—, nunca sospeché que semejante manso tuviera picores de honra.
Dirigí una última mirada de asombro a la menuda figuró` del representante, a quien, como don Francisco, siempre había tenido por hombre risueño, de mucho humor y pareja desvergüenza. Lo que demuestra —y todavía me iba a sorprender más en las próximas horas— que nunca terminas de sondar el corazón de los hombres.
—¿Habéis pensado que tal vez la ama? —pregunté.
Me ruboricé apenas esas palabras imprevistas escaparon de mi boca. El poeta, que acomodaba la espada en la pretina, detuvo un instante el movimiento para observarme con interés. Después sonrió, terminando de ceñirse despacio, cual si mi comentario lo hiciera meditar, y no dijo nada. Se puso el chapeo y salimos en silencio a la calle. Sólo al cabo de unos pasos lo vi mover la cabeza, asintiendo como al término de una larga reflexión.
—Nunca se sabe, chico —murmuró—… Lo cierto es que nunca se sabe.
Había refrescado un poco y no se veían las estrellas. Cuando cruzamos la lonja, rachas de viento arrastraban hojas arrancadas de las copas de los árboles. Llegados al palacio, donde tuvimos que dar el santo y seña pues eran pasadas las diez, nadie supo darnos cuenta del capitán. Al conde de Guadalmedina se lo llevaban los diablos, según me contó luego don Francisco tras cambiar con él unas palabras. Espero por el bien de Alatriste, había dicho, que no me deje mal con el privado. Como pueden suponer vuestras mercedes, aquello me atormentaba; y no quise dejar la puerta por si llegaba mi amo. Don Francisco procuró tranquilizarme con tiernas razones. Las siete leguas desde Madrid, dijo, eran camino largo. Tal vez al capitán lo retrasaba algún accidente menor, o prefería llegar de noche para más seguridad; en todo caso, sabía cuidarse. Al cabo asentí, más resignado que convencido, apreciando que tampoco mi interlocutor fiaba gran cosa en su propia elocuencia. La verdad es que sólo podíamos esperar, y nada más. Don Francisco se fue a sus asuntos y yo me encaminé otra vez al portal del palacio, donde pensaba quedarme toda la noche en espera de noticias. Pasaba entre las columnas del patio de las cocinas cuando, ante una escalera estrecha, poco alumbrada y medio oculta tras los gruesos muros, advertí el crujido de la seda de un vestido y mi corazón detuvo sus latidos como si hubiera recibido un escopetazo. Antes de oír susurrar mi nombre y volverme hacia la sombra agazapada en la oscuridad, supe que era Angélica de Alquézar, y que me esperaba. Así empezó la noche más dichosa y más terrible de mi vida.
Diego Alatriste, atadas las manos a la espalda, se incorporó con dificultad hasta quedar sentado contra la pared. Le dolía tanto la cabeza —recordó la caída del caballo, el puntapié en la cara— que al principio creyó que ésa era causa de la oscuridad que lo rodeaba. Lo mismo, se dijo con un escalofrío, me he quedado ciego. Después, volviéndose angustiado a un lado y a otro, descubrió la rendija rojiza que se veía bajo una puerta, y exhaló un suspiro de alivio. Sólo era de noche, tal vez. O lo tenían en un sótano. Movió los dedos entumecidos por la ligadura y tuvo que morderse los labios para no gruñir: dolían como miles de agujas recorriéndole las venas. Más tarde, cuando los pinchazos se calmaron un poco, intentó ordenar los hechos en la confusión de su cabeza. El viaje. La posta. La emboscada. En ésas recordó, desconcertado, el pistoletazo que en vez de matarlo a él había derribado al caballo. Nada de un tiro fallido o un error, concluyó. Aquellos hombres eran gente rigurosa, sin duda. Cumpliendo órdenes. Tan disciplinados que, aunque él les había abrasado bocajarro a un camarada, no se dejaban llevar por el natural impulso de ajustarle las cuentas. Eso podía entenderlo, pues él mismo pertenecía al oficio. La cuestión de peso era otra Quién aflojaba el cigarrón, pagando la fiesta. Quién lo quería vivo y para qué.
Como una respuesta, la puerta se abrió de pronto y u golpe de luz le hirió la vista. Había una figura negra en umbral, con un farol en la mano y un pellejo de vino en otra.
—Buenas noches, capitán —dijo Gualterio Malatesta.
En los últimos tiempos, pensó Alatriste, el italiano entraba y salía de su vida recortándose en las puertas. La diferencia era que esta vez él estaba atado como un morcón y otro parecía no tener prisa. Malatesta se había acercado, agachándose a su lado, y le alumbraba la cara, echándole un vistazo.
—Os he visto más guapo —dijo, objetivo.
Incómodo por la luz, parpadeando dolorido, Alatriste comprobó que tenía el ojo izquierdo inflamado y no lograba abrirlo del todo. Aun así pudo observar el rostro próximo de su enemigo, picado de viruelas, con aquella cicatriz sobre el párpado derecho, recuerdo del combate a bordo del
Niklaasbergen
.
—Y yo a vos.
El bigote del italiano se torció en una sonrisa casi cómplice.
—Siento la incomodidad —dijo, revisándolo por detrás—… ¿Os aprieta mucho?
—Bastante.
—Eso me pareció. Tenéis las manos como berenjenas.
Volvió la cara hacia la puerta, dio una voz y apareció un hombre: Alatriste reconoció al que había topado con él en la pasta de Galapagar. Malatesta le ordenó que aflojase un poco las ligaduras del preso. Mientras el otro obedecía, el italiano sacó la daga y se la puso a Alatriste en la garganta para asegurarse de que no aprovechaba la coyuntura. Luego el esbirro se fue y ambos quedaron solos.
—¿Tenéis sed?
—Pardiez.
Malatesta enfundó la daga y acercó el pellejo de vino a los labios del capitán, dejándolo beber cuanto quiso. Lo observaba con atención, muy de cerca. A la luz del farol Alatriste pudo estudiar, a su vez, los ojos negros y duros del italiano.
—Contádmelo de una vez —dijo.
Se acentuó la sonrisa del otro. Aquel gesto, decidió el capitán, invitaba a la, resignación cristiana. Lo que no era alentador, dadas las circunstancias. Malatesta se hurgó dentro de una oreja, pensativo, como si calculara la oportunidad de dos palabras de más o de menos.
—Estáis aviado —respondió al fin.
—¿Me mataréis vos?
El otro encogió los hombros. Qué más da, decía aquello. Quien os mate.
—Supongo —dijo.
—¿Por cuenta de quién?
Malatesta negó con la cabeza, despacio, sin quitar los ojos del capitán, y no dijo nada. Luego se puso de pie y cogió farol.
—Tenéis viejos enemigos —resumió, dirigiéndose a la puerta.
—¿Aparte de vos?
Sonó la risa chirriante del italiano.
—Yo no soy un enemigo, capitán Alatriste. Soy un adversario. ¿Podéis advertir la diferencia?… Un adversario os respeta, aunque os mate por la espalda. Los enemigos son otra cosa… Un enemigo os detesta, aunque os halague y abrace.
—Dejaos de bachillerías. Me vais a degollar como a un perro.
Malatesta, que estaba a punto de cerrar la puerta, se detuvo un instante, inclinada la cabeza. Parecía dudar sobre conveniencia de añadir algo.
—Lo del perro es una forma ruin de expresarlo —dijo fin—. Pero puede valer.
—Hideputa.
—No lo toméis tan a la tremenda. Acordaos del otro di en mi casa… Y añadiré algo a modo de consuelo: os vais en ilustre compañía.
—¿Cómo de ilustre?
—Adivinadlo.
Alatriste sumó dos y dos. El italiano aguardaba en la puerta, circunspecto y paciente.
—No puede ser —dijo de pronto el capitán.
—Ya lo escribió mi compatriota el Dante —repuso Malatesta:
Poca favilla gran fiamma seconda.
—¿Otra vez el rey?
Esta vez el italiano no respondió. Se limitó a ensanchar la sonrisa, ante la mirada de un Alatriste estupefacto.
—Pues no me consuela un carajo —concluyó éste al recobrarse.
—Podría ser peor. Quiero decir para vos. Estáis a punto de hacer historia.
Alatriste ignoró el comentario. Seguía dándole vueltas a lo principal.
—Decís que a alguien le sigue sobrando un rey en la baraja… Y que otra vez piensan en mí para el descarte.
Chirrió de nuevo la risa de Malatesta, mientras cerraba la puerta.
—Yo no he dicho nada, señor capitán… Pero si algo va a gustarme cuando os mate, es que nadie podrá decir que despacho a un inocente, o a un imbécil.
—Te amo —repitió Angélica.
No podía ver su rostro en la oscuridad. Volví en mí poco a poco, despertando de un sueño delicioso durante el que no había perdido la Timidez. Ella aún me rodeaba con sus brazos, y yo sentía latir mi corazón contra su piel medio desnuda, tersa como el raso. Abrí la boca para pronunciar idénticas palabras, pero sólo brotó un gemido asombrad exhausto. Feliz. Después de esto, pensé aturdido, nadie podrá separarnos nunca.
—Mi niño —dijo.
Hundí más el rostro en su cabello desordenado, y luego tras recorrerle con los dedos el contorno suave de las caras, besé el hueco de su hombro, donde se aflojaban las cintas de la camisa entreabierta. En los tejados y chimeneas del palacio silbaba el viento nocturno. El aposento y el lecho de sábanas arrugadas eran un remanso de calma. Todo quedaba afuera, suspendido, excepto nuestros cuerpos abrazados en la oscuridad y aquellos latidos, ahora por tranquilos, de mi corazón. Y comprendí de pronto, como en una revelación, que había hecho todo aquel largo camino, mi infancia en Oñate, Madrid, las mazmorras de la la inquisición, Flandes, Sevilla, Sanlúcar, con tantos azares y peligros, para hacerme hombre y estar allí esa noche, entre los brazos de Angélica de Alquézar. De aquella niña que apenas tenía mi edad y que me llamaba su niño. De aquella mujer que parecía poseer, en la misteriosa calidez de su carne tibia los resortes de mi destino.
—Ahora tendrás que casarte conmigo —murmuró—… algún día.
Lo dijo seria e irónica a la vez, con la voz temblándole un modo extraño que me hizo pensar en las hojas de árbol. Asentí, soñoliento, y ella besó mis labios. Eso mantuvo todavía lejos, en mi conciencia, un pensamiento que tentaba abrirse paso a la manera de un rumor distante, parecido al viento que soplaba en la noche. Quise concentrarme en él, pero la boca de Angélica, su abrazo, lo impedían. Me removí, inquieto. Había algo en alguna parte, decidí. Como cuando forrajeaba en territorio enemigo cerca de Breda, y el paisaje verde y apacible de los molinos, los canales, los bosques y las onduladas praderas podían arrojar sobre ti, de improviso, un destacamento de caballería holandesa. El pensamiento regresó de nuevo, más intenso esta vez. Un eco, una imagen. De pronto el viento aulló con más fuerza en el postigo, y recordé. Un relámpago, un estallido de pánico. El rostro del capitán. Aquello era, naturalmente. Por la sangre de Cristo.
Me incorporé de un brinco, desasiéndome del abrazo de Angélica. El capitán no había acudido a su cita, y yo estaba allí, en el lecho, ajeno a su suerte, inmerso en el más absoluto de los olvidos.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.