Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—Chitón, lenguaraz. Cada cosa tiene su momento. Y no hagas verdad ese magnífico verso, mío por cierto, que dice:
raer tiernas orejas con verdades no es seguro
.
Y en el mismo tono quedo, recitó:
Por esto a la maldad y al malo dejo.
Vivamos, sin ser cómplices, testigos.
Advierta al mundo nuevo el mundo viejo.
Pero el mundo nuevo, o sea, yo, había dejado de prestarle atención al mundo viejo. El bufón Gastoncillo acababa de asomar la cabeza entre la gente, y por señas me indicaba la escalera de atrás, utilizada por la servidumbre de palacio. Y al levantar la vista hacia la galería superior vi, tras la balaustrada de granito labrado, los tirabuzones rubios de Angélica de Alquézar. Una carta escrita por mi la tarde anterior había llegado a su destino.
—Tendréis algo que decirme —apunté—. Supongo.
—En absoluto. Y no dispongo de mucho tiempo, pues la reina mi señora está a punto de bajar.
Estaba de manos en la balaustrada, mirando el trajín del patio. Sus ojos eran esa mañana tan fríos como sus palabras. Nada que ver con la jovencita cálida, vestida de hombre, a la que yo había estrechado en mis brazos.
—Esta vez habéis ido demasiado lejos —dije—. Vos, vuestro tío y quien ande complicado en esto.
Enlazó los dedos, el aire distraído, en las cintas que adornaban el corpiño de su vestido de raso con flores y guardapiés de ormesí.
—No sé de qué me habláis, caballero. Ni qué tiene que ver mi tío con vuestras locuras.
—Hablo de la emboscada en las Minillas —repuse, irritado—. Del hombre del jubón amarillo. Del intento de matar al…
Me puso una mano sobre los labios, exactamente igual que unas noches antes me había puesto un beso. Me estremecí, y se dio cuenta. Sonrió.
—No digáis sandeces.
—Si todo se descubre —dije— corréis peligro.
Me observó, interesada. Casi curiosa por mi inquietud.
—No os imagino pronunciando el nombre de una dama en lugares inconvenientes.
Había intención en sus palabras. Como si adivinara lo que pasaba por mi cabeza. Me erguí, incómodo.
—Yo, tal vez no —dije—. Pero hay más gente implicada.
Parecía no dar crédito a lo que insinuaban mis palabras.
—¿Le habéis hablado de mí a vuestro amigo Batatriste?
Callé, desviando la vista. Ella leyó la respuesta en mi cara.
—Os creía un hidalgo —dijo con desdén.
—Lo soy —protesté.
—También creía que me amabais.
Me puso una mano sobre los labios…
—Y os amo.
Se mordió el labio inferior, pensativa. Sus ojos eran círculos de piedra azul muy dura y pulida.
—¿Me habéis delatado ante alguien más? —inquirió al fin, con rudeza.
Había tal desprecio en la palabra
delatado
que enmudecí de vergüenza. Al cabo pude rehacerme y abrí la boca para protestar de nuevo. No pretenderéis, quise decir, que le oculte todo esto al capitán. Pero unos trompetazos que resonaban en el patio ahogaron mis palabras: sus majestades los reyes habían aparecido al otro lado de la balaustrada, en lo alto de la escalera principal. Angélica miró en torno y se recogió el ruedo del vestido.
—Tengo que irme —parecía reflexionar a toda prisa—. Os veré de nuevo, tal vez.
—¿Dónde?
Dudó, dirigiéndome una extraña ojeada; tan penetrante que me sentí desnudo ante ella.
—¿Vais a El Escorial con don Francisco de Quevedo?
—Sí.
—Entonces, allí.
—¿Cómo os encontraré?
—Sois bobo. Seré yo quien os encuentre.
Aquello sonó menos a promesa que a amenaza. O las dos cosas a un tiempo. Me quedé viéndola irse, y se volvió para dedicarme una sonrisa. Por Dios, pensé una vez más, que era hermosa. Y temible. Luego dobló tras las columnas Y fui abajo en pos de los reyes, que ya estaban al pie de la escalera cumplimentados por el conde-duque de Olivares y los cortesanos. Al fin se pusieron todos en marcha hacia la calle. Anduve detrás, ocupado en negros pensamientos. Recordaba, con desasosiego, otros versos que me había hecho copiar en cierta ocasión el dómine Pérez:
Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Afuera brillaba el sol, y por Dios que el espectáculo era espléndido. El rey galanteaba a su esposa, dándole el brazo, y ambos usaban ricas prendas de viaje, vestido nuestro cuarto Felipe con ropa de montar pasada de hilo de plata, faja de tafetán carmesí, espada y espuelas; señal de que, joven y de gallardo jinete como era, haría parte del trayecto a caballo escoltando el carruaje de la reina, que iba tirado por seis magníficos caballos blancos y seguido por otros cuatro coches donde viajaban sus veinticuatro azafatas y meninas. En la plaza, entre los cortesanos y la gente que atestaba el lugar, los monarcas fueron cumplimentados por el cardenal Barberini, legado papal, que viajaría en compañía de los duques de Sessa y de Maqueda; y las salutaciones y parabienes se sucedieron. Con las personas reales estaban la infantita María Eugenia —de pocos meses de edad y en brazos de su aya—, los hermanos del rey, infantes don Carlos y doña María —el amor imposible del príncipe de Gales—, y también el infante cardenal don Fernando, arzobispo de Toledo desde niño, futuro general y gobernador de Flandes, bajo cuyo mando, pocos años más tarde, el capitán Alatriste y yo acuchillaríamos a mansalva suecos y protestantes en Nordlingen. Entre los cortesanos próximos al rey distinguí al conde de Guadalmedina con capote galán, botas y calzón franceses; y algo más lejos a don Francisco de Quevedo junto al yerno del conde-duque, marqués de Liche, que tenía fama de ser el hombre más feo de España y estaba casado con una de las mujeres más hermosas de la Corte. Y así, a medida que los monarcas, el cardenal y los nobles iban ocupando sus respectivos coches, los aurigas hacían chasquear los látigos y la comitiva arrancaba hacia Santa María la Mayor y la puerta de la Vega, el pueblo aplaudía sin cesar, encantado con el espectáculo. Hasta vitorearon el carruaje donde yo me había acomodado con los criados del marqués de Liche. Y es que, en nuestra infeliz España, el pueblo siempre estuvo dispuesto a vitorear cualquier cosa.
La campana del hospital viejo de los Aragoneses tocó a maitines. Diego Alatriste, que estaba despierto y tumbado en su jergón de la osada del Aguilucho, se incorporó, prendió luz a una vela y empezó a ponerse las botas. Tenía tiempo de sobra para estar en la ermita del Ángel antes de que rayara el alba; pero cruzar Madrid y pasar el Manzanares, en su situación, era aventura complicada. Más vale una hora antes, se dijo, que un minuto después. Así que una vez calzado echó agua en una jofaina, se lavó la cara, mordió un mendrugo de pan para asentarse el estómago y acabó de vestirse: coleto de piel de búfalo, la daga de ganchos y la toledana al cinto, envuelta la daga en un lienzo para que no hiciera ruido contra la cazoleta de la espada; y por lo mismo, en vez de ponérselas, guardó en la faltriquera las espuelas de hierro que estaban sobre la mesa. Atrás, ocultas por la capa que se puso, sobre los hombros, se colocó las dos pistolas de Gualterio Malatesta —botín de la accidentada visita a la calle de la Primavera—, que había cargado y cebado la tarde anterior. Luego se caló el sombrero, miró alrededor por si olvidaba algo, mató la luz y salió a la calle.
Hacía frío y se embozó bien en la capa. Orientándose en la oscuridad dejó atrás la calle de la Comadre y llegó a la esquina de la del Mesón de Paredes con la fuente de Cabestreros. Estuvo allí inmóvil un momento, pus había creído oír algo entre las sombras, y luego siguió adelante acortando por Embajadores a San Pedro. Al cabo, entre las curtidurías cerradas a esas horas, salió al cerrillo del Rastro, donde al otro lado de la cruz y la fuente, definida en la claridad de un farol encendido por la parte de la plaza de la Cebada, se alzaba la mole sombría del matadero nuevo: incluso en la más completa tiniebla habría sido fácil reconocerlo por el olor a despojos podridos. Rodeaba el matadero cuando oyó, esta vez sin duda alguna, pasos a su espalda. O alguien coincidía con él en el paraje, decidió, o ese alguien le iba detrás. En previsión de esto último buscó reparo en un recodo de la tapia, echó atrás la capa, se pasó una pistola a la parte anterior del cinto y sacó la espada. Estuvo así un momento, quieto, contenido el aliento para escuchar, hasta confirmar que los pasos venían en su dirección. Se quitó el sombrero para no hacer bulto, asomó con prudencia la cabeza y alcanzó a ver una silueta que se aproximaba despacio. Aún podía tratarse de casualidad, reflexionó; pero no era momento de darle filos al azar Así que volvió a ponerse el chapeo, afirmó la espada en la diestra, y cuando los pasos estuvieron a su altura salió al des; cubierto, centella por delante.
—¡Maldita sea tu sangre, Diego!
Si a alguien no esperaba Alatriste era a Martín Saldaña, en ese lugar y a tales horas. El teniente de alguaciles —o más bien la recia sombra a la que pertenecía aquella voz— había dado un salto atrás, asustado, metiendo mano a su espada en menos de lo que se tarda en contarlo: siseo metálico y leve destello de acero oscilando a uno y otro lado, cubriéndose con prudencia de veterano. Alatriste comprobó el estado del suelo bajo sus pies, que era llano y sin piedras sueltas que estorbasen. Luego arrimó el hombro izquierdo a la tapia, protegiendo aquel lado del cuerpo. Eso le dejaba libre la diestra para manejar la espada y embarazaba a Saldaña, cuya derecha se vería estorbada por la tapia, si acometía.
—Dime qué cojones —preguntó Alatriste— estás buscando aquí.
El otro no respondió enseguida. Seguía moviendo la toledana. Sin duda prevenía que su antiguo camarada practicase con él un truco que ambos habían empleado a menudo: atacar al adversario cuando hablaba. Eso distraía; y entre hombres como ellos, un instante bastaba para encontrarse con un palmo de acero dentro del pecho.
—No querrás —dijo al fin Saldaña— irte de almíbares y rositas.
—¿Hace mucho que me vigilas?
—Desde ayer.
Reflexionó Alatriste. Si aquello era cierto, el teniente de alguaciles había tenido tiempo de sobra para rodear la posada y caerle con una docena de corchetes.
—¿Y cómo vienes solo?
El otro hizo una larga pausa. No era de muchos verbos. Parecía buscarlos.
—No es oficial —dijo al fin—. Lo nuestro es privado.
El capitán estudió con precaución a sólida sombra que tenía enfrente.
—¿Llevas pistolas?
—Da igual lo que lleve, o lo que lleves tú. Éste es asunto de espada.
Su voz sonaba nasal. Aún debía de tener estropeada la nariz por el cabezazo del coche. Era lógico, concluyó Alatriste, que Saldaña considerase algo personal el incidente de la fuga y los corchetes muertos. Muy propio del compañero de Flandes, zanjarlo de hombre a hombre.
—No es momento —dijo.
La voz del otro sonó pausada. Un tranquilo reproche:
—Me parece, Diego, que olvidas con quién estás hablando.
Seguía el reflejo del acero ante la sombra. El capitán alzó un poco su centella, indeciso, y volvió a bajarla.
—No pienso batirme contigo. Tu vara de alguacil no vale eso.
—Esta noche no la llevo.
Alatriste se mordió los labios, confirmadas sus aprensiones. Saldaña no estaba dispuesto a dejarlo pasar más que por los filos de la espada.
—Escucha —hizo un último esfuerzo—. Todo está a punto de arreglarse. Tengo una cita con alguien…
—Tus citas se me dan una higa. La última conmigo quedó a medias.
—Olvídame sólo por esta noche. Te prometo volver y explicártelo.
—¿Y quién quiere que expliques nada?
Suspiró Alatriste, pasándose dos dedos por el mostacho. Los dos se conocían demasiado bien. Aquello, concluyó, era cosa hecha. Se puso en guardia y el otro retrocedió un paso, afirmándose. Había muy poca luz, pero bastaba para adivinarse los aceros. Casi tan poca, recordó melancólico el capitán, como la de aquella madrugada, cuando Martín Saldaña, Sebastián Copons, Lope Balboa, él mismo y otros quinientos soldados españoles gritaron
España, cierra, cierra
, y luego de persignarse dejaron las trincheras para subir terraplén arriba, al asalto del reducto del Caballo, en Ostende, y sólo volvieron la mitad.
—Vamos —dijo.
Sonaron los aceros, tanteándose, y enseguida el teniente de alguaciles se apartó de la pared con un compás curvo para tener más libertad de movimiento. Alatriste sabía a quién tenía delante; habían guerreado juntos y jugado esgrima muchas veces con espadas negras: su adversario era tranquilo y diestro. El capitán le tiró una estocada recia, buscando herir de antuvión sin protocolos; pero el otro sacó pies para ganar espacio, paró y vino luego por la línea recta, simple y derecho. Ahora le tocó a Alatriste salir, aunque esta vez estorbado él por la tapia, y en el movimiento perdió de vista el reflejo de la espada enemiga. Se revolvió, cubriéndose como pudo con un violento latigazo de la hoja, buscando el otro acero para orientarse. De pronto lo vio venir alto, de tajo. Opuso un revés y se fue atrás, maldiciendo en sus adentros. Aunque la oscuridad igualaba destrezas, dejando mucho a la suerte, él era mejor espadachín que Saldaña y sólo tenía que cansarlo un poco. El problema radicaba en cuánto tiempo iba a pasar antes de que, pese ala intenciones solitarias del teniente de alguaciles, una ronda oyese el estrépito de la lucha y la corchetada acudiese en socorro de su mayoral.
—¿A quién le conseguirá ahora tu vida la vara de alguacil?
Lo preguntó mientras daba dos pasos atrás para recobrar la ventaja y el aliento. Sabía que Saldaña era impasible como un buey, excepto en lo tocante a su mujer. Ahí se ofuscaba. Bromear sobre que ésta podía haberle proporcionado el cargo a cambio de favores a terceros, como afirmaban los maledicentes, sí le alteraba el pulso y la vista. Y espero, pensó Alatriste, que se los altere tanto que yo pueda resolver esto pronto. Afirmó los dedos dentro de la cazoleta, paró una hurgonada, retrocedió un poco para confiar a su adversario, y en el siguiente choque de aceros lo notó mas descompuesto al tacto. Era cosa de insistir.
—La imagino inconsolable —añadió mientras sacaba pies muy atento—. Y de luto.
Saldaña no respondió; pero resollaba entrecortado, muy rápido, y juró entre dientes cuando la estocada furiosa que acababa de largar se perdió en el vacío, deslizándose por la hoja del capitán.