El caballero del jubón amarillo (27 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—Para el señor conde, en cuanto se levante. Cosa de vida o muerte.

No parecían convencidos, pero retuvieron el mensaje. El que; me conocía prometió que se lo entregarían a los criados del conde si alguno pasaba por allí; lo más tarde, al salir de facción. Tuve que conformarme con eso.

La hostería de la Cañada Real era mi última y débil esperanza. Tal vez don Francisco había vuelto a por más vino y estaba allí, bebiendo, escribiendo, o tras honrar demasiado el barro se había quedado a dormir en un cuartucho para no regresar dando traspiés al palacio. De manera que anduve hasta una de las puertas de servicio y crucé la lonja bajo un cielo negro y sin estrellas que apenas empezaba a clarear hacia el este. Tiritaba a causa del viento frío que traía de las montañas rachas de gotitas de agua. Aquello ayudó a despejarme la cabeza, aunque no me diera nuevos filos al entendimiento. Caminé deprisa, lleno de inquietud. La imagen de Angélica me vino a la mente; olí la piel de mis manos, que conservaban el aroma de la suya. Luego me estremecí recordando el tacto de su carne deliciosa y maldije en voz alta mi suerte perra. La espalda me dolía lo que no está escrito.

La hostería estaba cerrada, con un farol de luz trémula colgado en el dintel. Golpeé varias veces la puerta y me quedé allí cavilando, indeciso. Tenía las veredas tomadas y el tiempo corría implacable.

—Es demasiado tarde para beber —dijo una voz, cerca— demasiado pronto.

Me volví con un sobresalto. En mi zozobra no había visto al hombre sentado en un banco de piedra, bajo las ramas de un castaño. Estaba envuelto en su capa, sin sombrero, y tenía al lado una espada y una damajuana de vino. Reconocí a Rafael de Cózar.

—Busco al señor de Quevedo.

Encogió los hombros y miró distraído en torno.

—Se fue contigo… No sé dónde está.

La lengua se le enredaba un poco al representante. Si había 1 escurrido el jarro toda la noche, calculé, debía de ir alumbrado hasta las tejas.

—¿Qué hace aquí vuestra merced? —pregunté.

—Bebo. Pienso.

Fui hasta él y me senté a su lado, apartando la espada. Yo era la viva estampa de la derrota.

—¿Con este frío?… No está la noche para andar al raso.

—El calor lo llevo dentro —soltó una risa extraña—. Está bien eso, ¿no?… El calor dentro, los cuernos fuera… ¿Cómo era aquello?

Y recitó, socarrón, entre dos nuevos tientos a la damajuana:

Muy bien los negocios van.

Di: ¿de dónde has aprendido

ser de tu amiga marido

y de tu mujer rufián?

Me removí en el banco, incómodo. No sólo por el frío.

—Creo que vuestra merced ha bebido más de la cuenta.

—¿Y cuál es la cuenta?

No supe qué responder, y nos quedamos un rato sin decir palabra. Cózar tenía el pelo y la cara salpicados de gotitas de agua que el farol de la hostería hacía brillar como escarcha. Me escudriñaba, atento.

—También tú pareces tener problemas —concluyó.

No dije nada. Al cabo me ofreció el vino.

—No es ésa —apunté, abatido— la clase de ayuda que necesito.

Asintió grave, casi filosófico, acariciándose las patillas tudescas. Después alzó la damajuana, y el líquido resonó al trasegarse a su gaznate.

—¿Hay noticias de vuestra mujer?

Me observó de reojo, hosco y turbio, la damajuana en alto. Después la dejó despacio sobre el banco.

—Mi mujer hace su vida— repuso, secándose el bigotazo con el dorso de una mano—. Eso tiene inconvenientes y ventajas.

Abrió la boca y levantó un dedo, dispuesto a recitar algo otra vez. Pero yo no tenía talante para más versos.

—Van a utilizarla contra el rey —dije.

Me miraba de hito en hito, la boca abierta y el dedo en alto.

—No comprendo.

Sonaba casi a ruego para seguir sin comprender. Pero yo estaba harto. De él, de su garrafa de vino, del frío que hacía y del dolor de mi espalda.

—Hay una conspiración —dije exasperado—. Por eso busco a don Francisco.

Parpadeó. Sus ojos ya no eran turbios: estaban asustados.

—¿Y qué tiene que ver María con eso? No pude evitar una mueca de desprecio.

—Es el cebo. La trampa la han dispuesto para cuando amanezca. El rey va de caza con poca escolta… Quieren matarlo.

Sonó el cristal roto a nuestros pies. La damajuana acababa de caer, cascándose en su armazón de mimbres.

—Recristo —murmuró—. Creía que quien estaba borracho era yo.

—Digo la verdad.

Cózar miraba el estropicio del suelo, pensativo.

—Y aunque así fuera —arguyó—, ¿qué se me dan a mí rey o sota?

—He dicho que pretenden implicar a vuestra mujer. Y capitán Alatriste.

Al oír el nombre de mi amo se rió bajito. Incrédulo. Le así una mano, obligándolo a acercármela a la espalda.

—Toque vuestra merced.

Noté sus dedos palpar el vendaje y vi que le cambiaba la cara.

—¡Estás sangrando!

—Claro que estoy sangrando. Me clavaron una daga hace menos de tres horas.

Se levantó del banco cual si lo hubiera rozado una serpiente. Permanecí inmóvil, viéndolo ir de un lado a otro en cortas zancadas.

—Día del juicio vendrá —dijo como para sí— en que todo saldrá en la colada.

Al fin se detuvo. Cada vez más fuertes, las rachas de viento lluvioso le agitaban la capa.

—¿A Felipillo, dices?

Asentí.

—Matar al rey —prosiguió, haciéndose a la idea—… ¡A fe de quien soy que tiene gracia!… Se diría un lance de comedia.

—De comedia trágica —maticé.

—Eso, chico, es cuestión de puntos de vista.

De pronto se despabiló mi ingenio.

—¿Todavía tiene vuestra merced el coche?

Pareció desconcertado. Se balanceaba sobre los pies, mirándome.

—Claro que lo tengo —asintió al fin—. En la plaza. Con el cochero durmiendo dentro, que para eso cobra. Y también ha soplado lo suyo… Hice que le llevaran unas botellas.

—Vuestra mujer se fue a La Fresneda.

El desconcierto se le trocó en desconfianza.

—¿Y qué? —inquirió, receloso.

—Hay casi una legua, y no puedo ir a pie. Con el coche estaría en un momento.

—¿Para?

—Salvar la vida del rey. Y quizá la de ella.

Empezó a reír, sin ganas; pero no llegó lejos. Luego observé que negaba, reflexivo. Al fin se envolvió en la capa, el aire teatral, y recitó:

Bien, no intervengo, y he sido

dichoso, aunque desdichado,

pues podré quedar vengado

antes de verme ofendido.

—Mi mujer se cuida sola —concluyó, muy serio—. Deberías saberlo.

Y con la misma gravedad hizo una postura de esgrima, sin espada, que seguía apoyada en el banco, a mi lado. En guardia, ataque y parada. Era Cózar un hombre extraño, resolví. Mucho. De pronto sonrió, mirándome. Aquella sonrisa y aquellos ojos no parecían los del manso que andaba en boca de la gente. Pero tampoco era momento para meditar sobre eso.

—Pensad entonces en el rey —insistí.

—¿En Felipillo? —hizo ademán de envainar con elegancia el acero imaginario—… Por las barbas de mi abuelo, no me disgustaría que alguien le demostrara que la sangre sólo es azul en el teatro.

—Es el rey de España. El nuestro.

El representante no pareció afectado por aquel
nuestro
. Se arreglaba la capa sobre los hombros, sacudiéndola de salpicaduras de agua.

—Mira, chico… Yo trato reyes cada día, en los corrales de comedias: lo mismo emperadores que el gran Turco, o Tamorlán… Incluso me transformo en uno de ellos, de vez en cuando. Sobre los escenarios he hecho cosas que no están en el mapa.

A mí los reyes me impresionan lo justo, vivos o muertos.

—Pero vuestra mujer…

—Y dale. Olvídate de mi mujer de una vez.

Miró de nuevo la damajuana rota y se quedó un rato inmóvil, fruncido el ceño. Al cabo chasqueó la lengua y me estudió, curioso.

—¿Piensas ir a La Fresneda tú solo?… ¿Y qué pasa con la guardia real, y los tercios, y los galeones de Indias, y la puta que los parió y nos parió a todos?

—En La Fresneda debe de haber guardias y gente de la casa del rey. Si llego daré la alerta.

—¿Por qué ir tan lejos?… El palacio está aquí mismo. Avísalos.

—No es tan fácil. A estas horas nadie me hace caso.

—¿Y si en La Fresneda te reciben a cuchilladas?… Tus conspiradores pueden estar allí.

Reflexioné sobre eso. Cózar se rascaba, pensativo, una patilla tudesca.

—En
El tejedor de Segovia
hice de Beltrán Ramírez —dijo de pronto—. Salvaba la vida del rey:

Seguidlos; sepa quién son

los que al soberano pecho

atrevieron mano vil y

osaron traidor acero.

Se quedó mirándome, a la espera de mi opinión sobre su arte. Asentí breve con la cabeza. No era cosa de aplaudir.

—¿Es de Lope? —pregunté, por decir algo y seguirle la corriente.

—No. Del mejicano Alarcón. Comedia famosa, por cierto. Gran suceso. María hizo de doña Ana, y fue aplaudidísima. Yo, para qué contar.

Se quedó un instante callado, pensando en los aplausos, o en su mujer.

—Sí —prosiguió al cabo—. Allí el rey me debió la vida. Primer acto, escena primera. Le quité de encima a dos moros, a estocadas… No soy malo en eso, ¿sabes?… Al menos con espadas negras. De mentira. En la escena hay que saber de todo. Incluso esgrima.

Movió la cabeza, el aire divertido. Soñador. Al fin me guiñó un ojo.

—Tendría gracia, ¿verdad?… Que Felipillo le debiera la vida al primer actor de España. Y que María…

Calló, de pronto. Su mirada se tornó distante, fija en escenas que sólo él podía ver.

—El soberano pecho —murmuró, casi para su coleto.

Seguía moviendo la cabeza, y ahora musitaba palabras que no alcancé a oír. Tal vez eran más versos. De pronto se le ensanchó la cara en una sonrisa espléndida. Heroica. Luego me propinó un golpecito amistoso en el hombro.

—A fin de cuentas —dijo— siempre se trata de interpretar un papel.

XI. LA PARTIDA DE CAZA

Cuando le quitaron la venda mojada que lo cegaba, la luz gris macilenta y las nubes bajas, oscuras, entenebrecían el amanecer. Diego Alatriste alzó las manos atadas para frotarse los ojos; el izquierdo le molestaba, pero comprobó que podía abrir los párpados sin dificultad. Miró alrededor. Lo habían traído sobre una mula, entre el sonido de cascos de caballos; y luego, a pie, un trecho por terreno áspero. Gracias a eso había entrado un poco en calor aunque iba sin capa ni sombrero. Aun así apretó los dientes para que no castañetearan. Se hallaba en un bosque poblado de encinas, robles y olmos. A poniente, en el horizonte entrevisto detrás de la fronda, quedaban sombras de la noche; y la llovizna que mojaba al capitán y a sus acompañantes —un agua menuda de las que terminan perseverando— acentuaba la melancolía de paisaje.

Tirurí-ta-ta
. La musiquilla le hizo volver la cara. Gualterio Malatesta, arrebujado en su capa negra y con el chapeo hasta los ojos, dejó de silbar e hizo una mueca que lo mismo podía ser una burla que un saludo.

—¿Tenéis frío, señor Capitán?

—Algo.

—¿Y hambre?

—Más.

—Consolaos pensando que lo vuestro acaba cerca. Nosotros todavía tenemos que volver.

Al concluir hizo un gesto con la mano, indicando a los hombres que estaban a su alrededor: los mismos —tres de los cuatro, faltaba el muerto. Seguían vestidos con ropas de campo a modo de monteros; y su aspecto rudo, de gente cruda, bigotazos y barbas, se acentuaba con la abundante panoplia que cargaban encima: cuchillos de caza, dagas, espadas y pistolas:

—Lo mejor de cada casa —resumió el italiano, adivinando el pensamiento de Alatriste.

Sonó a lo lejos un cuerno de caza, y Malatesta y los tres matachines atisbaron en esa dirección, cambiando entre ellos miradas significativas.

—Vais a quedaros un rato aquí —dijo el italiano, vuelto al prisionero.

Uno de los bravos se alejaba entre los arbustos, en la dirección por donde había sonado el cuerno. Los otros se situaron a ambos lados de Alatriste, obligándolo a sentarse en el suelo mojado, y uno empezó a atarle los pies con un cordel.

—Precaución elemental —aclaró él italiano—. Un honor que hago a vuestros redaños.

El ojo de la cicatriz parecía lagrimear un poco cuando miraba fijamente, como en ese momento.

—Siempre creí —dijo el capitán— que lo nuestro sería cara a cara. A solas.

—Pues en mi casa no parecíais dispuesto a darme cuartel.

—Al menos os dejé las manos libres.

—Eso es cierto. Pero hoy no puedo haceros esa gracia. Va demasiado al naipe.

Asintió Alatriste, haciéndose cargo. El que le ataba los pies azocó un par de nudos muy bien hechos.

—¿Saben estos animales en lo que andan metidos?

Los animales ni parpadearon, estólidos. Uno, acabada la ligadura, se levantaba sacudiéndose el barro. El otro prevenía que la lluvia no le mojase la pólvora de la pistola que cargaba al cinto.

—Claro que lo saben. Son viejos conocidos vuestros: me acompañaban en las Minillas.

—Habrán cobrado lo suyo.

—Imaginaos.

Alatriste intentó mover pies y manos. Nada. Estaba trincado a conciencia; aunque esta vez, al menos, le habían atado las manos delante, para que se sostuviera en la mula.

—¿Cómo pensáis ejecutar el encargo?

—Malatesta había sacado de la pretina un par de guantes negros y se los calzaba con mucho esmero. Observó Ala, triste que, además de la espada, la daga y la pistola, llevaba un puñal en la caña de la bota derecha.

—Conocéis, supongo, la afición del personaje a cazar temprano, con dos monteros como escolta. Aquí hay venados y conejos, y él es plático en eso: gran tirador, cazador intrépido… Toda España sabe que le gusta internarse en la espesura cuando va caliente tras un rastro. Parece mentira, ¿verdad?… Alguien de humor tan flemático que ni parpadea en público, siempre mirando hacia lo alto, pero que se transforma tras una buena pieza.

Movió los dedos para comprobar el ajuste de los guantes, Después extrajo unas pulgadas la espada de la vaina, dejándola caer de nuevo.

—Caza y mujeres —añadió con un suspiro.

Estuvo así un instante, el aire absorto. Luego pareció volver en sí. Hizo un gesto a los dos bravos, que cogieron al capitán por las piernas y las axilas para arrimarlo a una encina, apoyada en el tronco la espalda. Allí quedaba disimulado entre los arbustos.

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