El caballero del jubón amarillo (22 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—Cabrón —remató Alatriste con calma, y esperó.

Ahora sí. Lo sintió venir en la oscuridad, o más bien lo adivinó por el reflejo de la espada y el ruido de pasos, perdido todo compás de destreza, y por el rugido de rencor al acometer, ciego. Entonces paró firme, dejó al otro intentó: un furioso revés, y a mitad del movimiento, cuando calculó; que el teniente de alguaciles aún tendría adelantado el pié contrario, giró medio círculo la muñeca, se tiró a fondo puño arriba y le pasó el pecho de una estocada.

Retiró la espada, y mientras la limpiaba en el ruedo de la capa se quedó mirando el bulto de Saldaña tirado en el suelo. Luego la envainó y fue a arrodillarse junto al que había sido su amigo. Por alguna extraña razón no sentía remordimiento, ni dolor. Sólo una honda fatiga y un deseo de blasfemar a gritos. Mierda de Dios. Acercó la oreja. Oía la respiración irregular y débil del otro, y un ruido que no le gustaba, el burbujeo de la sangre y el silbido del aire al entrar y sal de los pulmones por la herida. Estaba grave, aquel estólido, cabezota.

—Maldito seas —dijo.

Sacó un lienzo limpio de la manga del jubón y buscó a tientas la brecha. Le cabían dos dedos en ella, comprobó. Introdujo allí lo que pudo del pañuelo, para frenar la hemorragia. Después empujó a Saldaña, volviéndolo a medias en el suelo, y sin hacer caso de sus gemidos estuvo palpándole la espalda. No encontró agujero de salida, ni otra sangre que la que manaba del pecho.

—¿Puedes oírme, Martín?

Con un hilo de voz el otro respondió que sí. Que lo oía.

—Procura no toser, ni moverte.

Sostuvo en alto la cabeza del herido y le puso debajo la capa, doblada a manera de almohada par evitar que la sangre subiera de los pulmones a la garganta lo asfixiara.

—Cómo estoy, le oyó preguntar. La última palabra se ahogó en una tos sucia. Líquida.

—Estás aviado. Si toses, te desangras.

Asintió el otro débilmente con la cabeza, y se quedó quieto; el rostro en sombra, haciendo ruido con el pulmón atravesado. Volvió a asentir un momento después, cuando Alatriste escudriñó a un lado y a otro, impaciente, y dijo que tenía que irse.

—Veré de buscarte ayuda —dijo—. ¿Quieres también un cura?

—No digas… sandeces.

Alatriste se puso en pie.

—Igual sales de ésta.

—Igual.

Dio unos pasos el capitán, alejándose; pero lo alcanzó la voz del herido, que lo llamaba. Volvió atrás, arrodillándose de nuevo.

—Dime, Martín.

—No lo pensabas… ¿verdad?… Lo que dijiste.

A Alatriste le costó abrir los labios. Los sentía secos, pegados. Cuando habló, le dolieron como desgarrándose.

—Claro que no lo pensaba.

—Hijo… de puta.

—Ya me conoces. Fui a lo fácil.

Una mano de Saldaña se había aferrado a su brazo. Parecía que todo el vigor de su cuerpo maltrecho se concentraba allí.

—Querías enfurecerme… ¿No es cierto?

—Sí.

—Sólo fue… una treta.

—Por supuesto. Una treta.

—Júralo.

—Voto a Dios.

El pecho traspasado del teniente de alguaciles se agitó dolorosamente en una tos. O en una risa.

—Lo sabía… Hijo de puta… Lo sabía…

Alatriste se incorporó arrebozándose en su capa. Después de la acción, al calmársele la sangre sentía el frío de la noche. O tal vez no fuera la noche.

—Buena suerte, Martín.

—Lo mismo digo… capitán… Alatriste.

Aullaban perros a lo lejos, por el camino de San Isidro. El resto del paisaje nocturno estaba en silencio, y ni siquiera había un soplo de brisa que moviera las hojas de los árboles. Diego Alatriste cruzó el último tramo de la puente segoviana y se detuvo un momento junto a los cobertizos de los lavaderos. El Manzanares resonaba en la orilla, henchido por el agua de las últimas lluvias. Madrid era una mole oscura, atrás, encaramada en las alturas sobre el río, con las sombras aguzadas de los campanarios de sus iglesias y la torre del Alcázar Real perfilándose entre cielo y tierra: negra a tachonada de estrellas arriba y algunas luces mortecinas abajo, tras los muros de la ciudad.

La humedad calaba su capa cuando, tras comprobar que todo estaba en orden, caminó hacia la ermita del Ángel. Había llegado sin más tropiezos después de llamar, embozado el rostro, a la puerta de una casa vecina al Rastro, sacar un doblón de a cuatro y decir que buscaran a un cirujano y se ocuparan de un herido que había junto al matadero. Ahora, ya muy cerca de la ermita y resuelto a no correr más riesgos, el capitán sacó de la pretina una de las pistolas, echó atrás el perrillo y apuntó a la sombra del hombre que aguardaba allí. Al sonar el chasquido del arma, relinchó inquieto un caballo y la voz de Bartolo Cagafuego le preguntó a Alatriste si era él.

—Soy —dijo.

Cagafuego envainó su herreruza con un suspiro de alivio. Estaba contento, dijo, de que todo hubiera salido bien y el señor capitán llegara sano y salvo. Le pasó las riendas del caballo: un morcillo, añadió, dócil y de buena boca, aunque cargaba algo a la derecha. Con todo y con eso, propio de un marqués, o de un emperador de la China, o de cualquier personaje de mucho toldo.

—Es andariego, pues no tiene costras en las ijadas ni llagas de espuela. Le he avispado las herraduras, y a fe que no manca un clavo. También caté la silla y la cincha… Vuacé lo encontrará a su gusto.

Alatriste palmeaba el cuello del caballo: cálido, tenso y fuerte. Lo sintió cabecear al contacto de su mano, complacido. El vaho cálido de los ollares le humedeció la palma.

—El animal —proseguía Cagafuego— puede calcorrear ocho o diez leguas muy gentil, si no se le acogota. Estuve un tiempo con gitanos por Andalucía, y de cuatropeos y almifores entiendo algo. Por los hombres suceden las desgracias, no por las pobres bestias… Pero si al final le entran agonías a vuacé, puede cambiar de montura en la posta de Galapagar y subir fresco la cuesta.

—¿Habéis puesto alforjas?

—Me he tomado esa libertad: una giba con un chusco de artife, formage, cecina y un pellejo con medio azumbre d alboroque.

—El vino será bueno, supongo —bromeó Alatriste.

—De la taberna de Lepre, y no digo más. Turco como Solimán.

Alatriste comprobó a tientas cabezada, brida, silla, cincha y estribos. La alforja con la comida y el vino colgaba del arzón. Echó mano a la faltriquera y le alargó al otro dos monedas de oro.

—Os habéis portado como quien sois, amigo: la nata de la chanfaina.

Sonó en la oscuridad la risa halagada y feroz del jaque.

—Voto al siglo de mi agüelo que no hice nada, señor capitán. Fue agua y lana. Ni siquiera hubo que meter mano a la fisberta ni desabrigar almas, como en Sanlúcar… Y por vida del rey de matantes que lo siento; a un tigre de mis hígados lo afrenta que se le oxide la gubia. Que no todo va a ser vivir del caire que uno engiba de su marca.

—Saludadla de mi parte. Y que no os pille el mal francés como la otra: aquella pobre Blasa Pizorra, que en paz descanse.

Alatriste entrevió que el rufo se santiguaba en la oscuridad.

—No lo permita el Coime de las Clareas.

—En cuanto a la valerosa gubia de vuestra merced —añadió Alatriste—, ya habrá ocasión. La vida es corta y el arte larga.

—De arte no entiende mucho este bravo, señor capitán; pero de lo otro, vive Roque. Los deudos estamos para las ocasiones, y ahí me tendrá vuacé: cumplidor como un godo y más puntual que cuartana. Y no digo más.

Alatriste se había arrodillado para calzarse las espuelas.

—Huelga decir que ni nos hemos visto, ni nos conocemos —dijo mientras abrochaba las hebillas—… Me pase lo que me pase, podéis estar tranquilo.

Cagafuego soltó otra risotada.

—Eso va de oficio… Es universal que, aunque lo acerre la Durandaina, al hijo del padre de vuacé no le suelta la sin hueso ni el potro que no es de Córdoba.

—Nunca se sabe.

—No se disminuya, señor capitán. Que ya tuviera yo el socorro de mi coima tan seguro como vuestra mojarra… Todo Madrid lo conoce como hidalgo de los que se dejan bochar mudos en el cabo de Palos.

—Permitidme un ay, por lo menos.

—Pase adelante esa dobladilla por tratarse de vuacé. Pera como mucho, ay, nones, y a iglesia me llamo.

Se despidieron dándose la mano. Luego Alatriste se puso los guantes, montó y condujo al caballo río arriba, por el sendero que discurría junto a la tapia de la Casa de Campo, la rienda floja para que el animal se guiara en la oscuridad. Pasado el puentecito del arroyo Meaque, donde los cascos del caballo resonaron demasiado para su gusto, se metió entre la arboleda de la orilla para evitar a los guardias de la puerta real; y tras seguir un rato así, agachándose con una mano en el ala del chapeo mientras esquivaba las ramas bajas de los árboles, salió a la cuesta de Aravaca, bajo las estrellas, dejando el rumor del río a la espalda, tras los bosquecillos sombríos que se espesaban en la ribera. Allí la tierra clara del suelo permitía distinguir mejor el camino; de modo que puso una de las pistolas que llevaba al cinto en la funda del arzón delantero, se abrigó más con la capa, arrimó espuelas y puso el caballo a un trotecillo suelto, para verse lo antes posible lejos de aquellos parajes.

Bartolo Cagafuego tenía razón: el morcillo tiraba un poco más de la brida derecha que de la izquierda y convenía barajarlo un poco, pero era noble y de razonable buena boca. Por fortuna; pues Alatriste no era gallardo jinete. Sabía de animales como todo el mundo, montaba mesurado y derecho sin descomponerse en el galope, se manejaba a lomos de un caballo o una mula, e incluso conocía algunas evoluciones propias del combate y de la guerra. Pero de ahí a la destreza ecuestre mediaba un trecho. Toda su vida había pateado Europa con los tercios de la infantería española y navegado el Mediterráneo en las galeras del rey; y a los caballos los recordaba menos bajo la propia silla que viniéndole encima a la carga entre clarines enemigos, redoble de tambores y picas ensangrentadas, en llanuras flamencas o en playas de Berbería. En realidad sabía más de destapar caballos que de montarlos.

Pasada la venta vieja del Cerero, que estaba cerrada y sin luz, trotó cuesta de Aravaca arriba y luego aflojó talones dejando que el animal anduviera al paso por el camino, llano y con pocos árboles, que discurría entre las manchas oscuras, semejantes a grandes extensiones de agua, de los sembrados de trigo y cebada. El frío arreció antes de que clarease el cielo, como era de esperar, y el capitán agradeció llevar puesto el coleto de piel de búfalo bajo la capa. Las primeras luces empezaban a perfilar el horizonte, agrisando las sombras, cuando caballo y jinete pasaron cerca de Las Rozas, sin entrar. Alatriste había decidido no utilizar el camino de rueda de Ávila, más largo y frecuentado; así que al llegar al cruce tomó a la derecha por el sendero de herradura. A partir de allí había suaves subidas y bajadas, y los sembrados dieron, paso a pinares y matorrales entre los que se detuvo un rato desmontando para meter mano a la alforja de Cagafuego Vio amanecer sentado sobre la capa, abstraído en sus pensamientos, despachando un poco de queso con un trago de vi? no mientras el caballo descansaba. Luego puso el pie en el estribo, se acomodó otra vez en la silla y siguió en pos de su: sombra y la de su montura, que los primeros rayos de luz rojiza alargaban sobre el suelo. Más adelante, a unas tres leguas de Madrid y con el sol calentando la espalda de Alatriste, el camino se hizo más revuelto y cuesta arriba, y los bosquecillos de pinos cambiaron a frondosos encinares donde correteaban conejos y a veces se vislumbraban huidizas cornamentas de ciervos. Aquéllos eran cotos despoblados y sin cultivar, reservados al rey; la caza furtiva se pagaba con pena de azotes y galeras.

A poco empezó a cruzarse con gente: unos arrieros con sus mulas camino de Madrid y otra reata con pellejos de vino que adelantó cerca del río Guadarrama. A mediodía pasó el puente del Retamar, donde el aburrido guarda de la casilla se embolsó el peaje de caballerías sin hacer preguntas ni apenas mirarle la cara. A partir de allí el paisaje se hacía, más quebrado y fragoso, serpenteando el camino entre retamas de flores blancas, barrancos y peñas que multiplicaban el eco de los cascos del caballo, con muchas vueltas y revueltas por un terreno que habría sido, pensó Alatriste mirando en torno con ojo profesional, perfecto para ermitaños de camino, o sea, bandoleros, de no mediar pena de vida para quien salteara en tierras del rey. Éstos preferían hacer de las suyas a pocas leguas de allí, desvalijando en el camino real que por la torre Lodones y el Guadarrama llevaba a Castilla la Vieja. Aun así, habida cuenta de que no eran los bandoleros quienes más lo preocupaban en aquel trance, comprobó que seguía seco el cebo de la pistola que llevaba lista en el arzón, junto a la mano que empuñaba las riendas.

IX. LA ESPADA Y LA DAGA

—He de confesar que yo estaba aterrado. Y no era para menos. El conde de Guadalmedina en persona había ido a buscarme, y ahora caminábamos a buen paso bajo los arcos del patio principal de El Escorial. Don Francisco de Quevedo, a quien estaba ayudando a poner en limpio unos versos de su comedia cuando Guadalmedina apareció en la puerta del gabinete, apenas había tenido tiempo de dirigirme una grave ojeada aconsejando prudencia antes de que el otro me ordenara seguirlo. Ahora me precedía muy añusgado, oscilándole el elegante herreruelo sobre el hombro izquierdo, la mano zurda en el pomo de la espada y los pasos impacientes resonando en la galería oriental del patio. Pasamos así por delante del cuerpo de guardia, tomamos la escalera pequeña junto al juego de pelota y salimos al piso superior.

—Espera aquí —dijo.

Obedecí, mientras Álvaro de la Marca desaparecía por una puerta. Estaba en un sombrío vestíbulo de granito gris, sin tapices, cuadros ni adornos, y toda aquella piedra fría alrededor me hizo estremecer. Pero aún me estremecí más cuando el de la Marca asomó de nuevo, dijo secamente que, entrase, y al dar cuatro pasos me vi en una galería larga, el techo pintado y las paredes ornadas con frescos que representaban escenas militares, sin otros muebles que un bufete con aderezo de escribir y una silla. La estancia tenía nueve ventanas a un lado, abiertas a un patio interior cuya luz iluminaba la prolongada pintura principal que decoraba la pop red opuesta, donde antiguos caballeros cristianos reñían con moros, mostrándose hasta en el menor detalle los pormenores del ejército y del combate. Era la primera vez que entraba en la galería de las Batallas, y estaba lejos de suponer hasta qué punto, con el tiempo, aquellas pinturas conmemorando la victoria de la Higueruela, la gesta de San Quintín y la jornada de las Terceras iban a serme tan familiares como el resto del edificio real, cuando años después llegué a ser teniente, y luego capitán, de la guardia vieja de nuestra señor Felipe IV De cualquier modo, en aquel momento, el Iñigo Balboa que caminaba junto al conde de Guadalmedina era sólo un joven asustado, incapaz de apreciar la majestuosidad de las pinturas que decoraban la galería. Mis cinco sentidos estaban puestos en la figura imponente que aguardaba al extremo, junto a la última de las ventanas: un hombre corpulento, de barba espesa recortada en el mentón y terrible mostacho que se espesaba en las guías. Vestía de lama noguerada, con la cruz verde de Alcántara; y su cabeza, grande, poderosa, se asentaba sobre un cuello que a duras penas se veía contenido por la golilla almidonada. Al acercarme clavó en mí unos ojos inteligentes y amenazadores como arcabuces negros. En los días que narro, aquellos ojos daban pavor a toda Europa.

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