Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—Hay algo en todo esto que me desaira un poco, señor capitán… Si no me habéis despachado por la posta apenas crucé la puerta, es que confiáis en que suelte la lengua.
—Alatriste no respondió. Ciertas cosas iban de oficio.
—Comprendo que tengáis curiosidad —añadió el italiano, tras pensarlo—. Pero tal vez pueda contaros algo, sin menoscabo mío.
—¿Por qué yo? —quiso saber Alatriste.
Alzó un poco las manos Malatesta, como diciendo por qué no, y luego hizo un gesto hacia la jarra de agua que estaba sobre la mesa, pidiendo licencia para aclararse la garganta; pero el capitán negó con la cabeza.
—Por varias razones —prosiguió el otro, resignado a pasar sed—. Tenéis cuentas pendientes con mucha gente, aparte de mí… Además, lo vuestro con la Castro era una ciruelita genovesa —aquí se alargó la sonrisa maligna—. Imposible desaprovechar la ocasión de atribuirlo todo a achaques de celos, y más en sujeto de acero fácil como vos. Lástima que nos dieran el cambiazo.
—¿Sabíais quién era el hombre?
Malatesta chasqueó la lengua, desalentado. Un profesional molesto con su propia torpeza.
—Creía saberlo —se lamentó—. Aunque luego resultó que no lo sabía.
—Puestos a acuchillar, es acuchillar muy alto.
El italiano miró a Alatriste casi con sorpresa. Irónico.
—Alto o bajo, corona o alfil, se me dan una higa —dijo—. No aprecio más rey que el de la baraja, ni conozco a otro Dios fuera del que uso para blasfemar. Alivia mucho que la vida y los años te despojen de ciertas cosas… Todo es más simple. Más práctico. ¿No opináis lo mismo?… Ah, claro. Olvidaba que sois soldado. Al menos de boquilla, para ir tirando y creerse digna, la gente como vos necesita palabras como rey, verdadera religión, patria y todo eso. Parece mentira, ¿no?… Con vuestro historial, y a estas alturas.
Dicho aquello se quedó mirando al capitán, cual si aguardase de él una respuesta.
—De cualquier modo —añadió al poco—, vuestra lealtad de súbdito ejemplar no os impidió disputarle hembras a Su Católica Majestad. Y al cabo, más ahorca pelo de alcatara que soga de esparto…
¡Puttana Eva!
Se calló, zumbón, y luego deslizó entre dientes su vieja musiquilla. Haciendo caso omiso de la pistola que seguía apuntándole, paseó la vista por la habitación, el aire distraído. Falsamente distraído, por supuesto; Alatriste comprobó que los ojos avisados del italiano no perdían detalle. Si descuido la guardia un instante, concluyó, el bellaco me salta encima.
—¿Quién os paga?
La risa chirriante, ronca, llenó la habitación.
—No me toquéis los aparejos, capitán. Esa pregunta es impropia de gente como nosotros.
—¿Está Luis de Alquézar metido en esto?
Guardó silencio el otro, impasible. Miraba los libros que había estado hojeando Alatriste.
—Veo que os interesan mis lecturas —dijo al fin.
—Me sorprenden —concedió el capitán—. No os sabía hideputa ilustrado.
—Es compatible.
Malatesta observó a la mujer, que seguía inmóvil en la silla. Luego se tocó distraídamente la cicatriz del ojo derecho.
—Los libros ayudan a comprender, ¿verdad?… Hasta puede encontrarse en ellos una justificación cuando mientes, cuando traicionas… Cuando matas.
Había apoyado una mano en la mesa mientras hablaba. Alatriste se apartó, precavido, y con un movimiento de la pistola indicó al italiano que hiciera lo mismo.
—Habláis demasiado. Pero nada de lo que me interesa.
—Qué queréis. Los de Palermo tenemos nuestras reglas.
Se había alejado unas pulgadas de la mesa, obediente, y observaba el cañón del arma, que relucía a la luz de la vela.
—¿Qué tal el rapaz?
—Bien. Por ahí anda.
La sonrisa del sicario se ensanchó en una mueca cómplice.
—Veo que lograsteis dejarlo fuera… Os felicito. Tiene agallas, ese mozo. Y destreza. Pero temo que lo lleváis por mal camino. Acabará como nosotros dos… Aunque supongo que lo mío se acaba aquí, ahora.
No era un lamento, ni una protesta. Sólo una conclusión lógica. Malatesta le dirigió otro vistazo a la mujer, esta vez más prolongado, antes de volverse de nuevo hacia Alatriste.
—Lástima —dijo, sereno—. Habría preferido tener esta conversación en otro sitio, espada en mano, sin prisas. Pero no creo que me deis esa oportunidad.
Le sostenía la mirada, entre inquisitivo y sarcástico.
—Porque no me la vais a dar… ¿Verdad?
Seguía sonriendo con mucha sangre fría, clavados sus ojos en los del capitán.
—¿Alguna vez habéis pensado —dijo de pronto— en lo mucho que nos parecemos vos y yo?
A ese supuesto parecido, se dijo Alatriste, le quedan unos instantes. Y al hilo del pensamiento afirmó la mano, orientó bien el cañón de la pistola y se dispuso a apretar el gatillo. Malatesta leyó la sentencia como si le hubieran puesto delante un cartel: su rostro se puso tenso y la sonrisa se heló en su boca.
—Os veré en el infierno —dijo.
En ese momento, la mujer, amarradas las manos a la espalda y los ojos desorbitados, la mordaza ahogándole un grito de feroz desesperación, se incorporó de la silla y se arrojó de cabeza contra Alatriste. Echóse éste a un lado, lo justo para esquivarla, y por un instante dejó de apuntar a su enemigo. Pero con Gualterio Malatesta cada instante equivalía a la delgadísima diferencia entre la vida y la muerte. Mientras Alatriste evitaba la acometida de la mujer, que cayó a sus pies, y procuraba encañonar de nuevo al italiano, éste dio un manotazo a la vela que ardía sobre la mesa, dejando la habitación a oscuras, y se arrojó al suelo en busca de sus armas. El disparo rompió los vidrios de la ventana, sobre su cabeza, y el fogonazo iluminó el reflejo de acero que ya empuñaba. Sangre de Dios, maldijo Alatriste. Se va. O todavía me mata él a mí.
La mujer gruñía en el suelo, revolviéndose como una fiera. Alatriste saltó por encima de ella y dejó caer la pistola descargada, mientras sacaba la espada. Estaba a tiempo de acuchillar a Malatesta antes de que se levantara, si lograba adivinarlo en la oscuridad. Tiró varios golpes de punta, pero dieron todos en vacío. Se reparaba el capitán en semicírculo, cuando una estocada que le vino de atrás, bien firme y recia, le pasó el coleto y casi le alcanza la carne de no hallarse a medio giro. El ruido de una silla al moverse lo orientó mejor; de modo que fue allá con el acero por delante, y su espada chocó al fin con la enemiga. Ahí estás, pensó mientras arrimaba la mano zurda a una de las pistolas. Pero Malatesta había tenido tiempo de fijarse en las pistolas, y no estaba dispuesto a dejarle amartillarla. Le vino encima a bulto, con extrema violencia, dando tajos y golpes con la guarnición, abrazándosele. No hubo palabras, insultos ni bravatas: los dos hombres ahorraban aliento para el forcejeo, y sólo se oían gruñidos y resuellos. Como haya tenido tiempo de coger su daga, se dijo de pronto el capitán, estoy listo. Así que se olvidó de la pistola y tanteó atrás en demanda de su vizcaína. El otro le adivinó el gesto, pues estrechó el abrazo procurando estorbárselo, y rodaron por el suelo con gran estrépito de muebles y loza rota. A esa distancia las espadas no tenían nada que hacer. Al fin Alatriste logró liberar la mano izquierda y empuñó la daga, tomó impulso y arrojó dos cuchilladas salvajes. La primera desgarro la ropa de su adversario y la segunda dio en el aire. No hubo lugar para una tercera. Sonó la puerta al abrirse con violencia, y un rectángulo de claridad enmarcó la silueta del italiano huyendo de la casa.
Me sentía feliz. Había dejado de llover, el día despuntaba radiante, con mucho sol y un cielo purísimo sobre los tejados de la ciudad, y yo franqueaba la puerta de palacio juntó a don Francisco de Quevedo. Habíamos cruzado la plaza abriéndonos camino entre los ociosos congregados desde antes de que rompiera el alba, contenidos por los uniformes y lanzas de la guardia. Curioso, parlanchín, ingenuamente leal a sus monarcas, dispuesto siempre a olvidar sus penurias con el inexplicable deleite de aplaudir el lujo de sus gobernantes, el pueblo de Madrid se daba alegre cita en la explanada para ver salir a los reyes, cuyos coches aguardaban ante la fachada sur del alcázar. Además de la expectación popular, el regio viaje movilizaba a una legión de cortesanos, gentil, hombres de casa y boca, azafatas, servidores y carruajes. Para El Escorial iba a salir también, si no lo había hecho ya, la compañía teatral de Rafael de Cózar, María de Castro incluida; pues
La espada y la daga
se representaba en los jardines del palacio-monasterio a principios de la siguiente semana. En cuanto a la comitiva real, y como de costumbre, todos rivalizaban en ostentación y lujo, pese a las premáticas vigentes. Las losas del palacio eran un espectáculo abigarrado de coches con escudos en las portezuelas, buenas mulas, mejores caballos, libreas, alcatifes, brocados y adornos; pues tanto quien podía como quien no, gastaban su último maravedí con tal de hacer buena estampa. Que siempre, en este escenario decorado con fingimiento y apariencias, nobles y plebeyos empeñaron hasta el ataúd con tal de hacerse de la sangre de los godos, pareciendo más que su vecino. Pues, como dijo Lope, en España:
Mándame quemar por puto
si no valiese un millón
imponiendo en cada don
una blanca de tributo.
—Todavía me maravilla —dijo don Francisco— que convencieras a Guadalmedina.
—No lo convencí —repuse con sencillez—. Lo hizo él solo. Yo me limité a contarle cómo ocurrieron las cosas. Y me creyó.
—Quizás deseaba creerte. Conoce a Alatriste, y sabe de lo que es capaz y de lo que no. La idea de una conspiración ajena le da más consistencia a todo… Una cosa es una cabezonería por una mujer y otra acuchillar a un rey.
Caminábamos entre las columnas de piedra berroqueña hacia la escalera principal. Sobre nuestras cabezas, el sol levante empezaba a iluminar los capiteles a la antigua y las águilas bicéfalas labradas en las e bocaduras de los arcos, mientras la luz dorada se derramaba por el patio de la Reina, donde un numeroso grupo de cortesanos aguardaba la bajada de los monarcas. Don Francisco saludó a unos conocidos, descubriéndose con mucha política. El poeta vestía de gorguerán negro con toquilla de cintas en el sombrero, cruz al pecho y espada de corte con empuñadura dorada; y tampoco yo le iba a la zaga con mi traje de paño y mi gorra, la daga cruzada atrás, al cinto. Un criado había metido mi bolsón de viaje, con ropa de diario y un par de mudas bancas dobladas por la Lebrijana, en el carruaje de los sirvientes del marqués de Liche, con quienes don Francisco me había acomodado transporte. Él tenía asiento en el coche del marqués; privilegio que justificaba, como siempre, a su manera:
Entre nobles no me encojo;
que, según dice la ley,
si es de buena sangre el rey,
es de tan buena su piojo.
—El conde sabe que el capitán es inocente —dije cuando estuvimos aparte de nuevo.
—Claro que lo sabe —respondió el poeta—. Pero la insolencia del capitán y aquel piquete en el brazo son difíciles de perdonar, y más con el rey de por medio… Ahora tiene ocasión de resolverlo honorablemente.
—Tampoco se compromete demasiado —objeté—. Sólo a arreglar una cita del capitán con el conde-duque.
Don Francisco miró en torno y bajó la voz.
—Pues no es poco —opinó—. Aunque, cortesano a fin de cuentas, pretenderá beneficiarse… El negocio va más allá de un simple asunto de faldas; así que obra con mucho seso al ponerlo en manos del valido. Alatriste es un testigo utilísimo para desvelar la conspiración. Saben que nunca hablaría bajo tortura; o al menos tienen dudas razonables… Por las buenas es distinto.
Sentí volver las punzadas de remordimiento. Yo no les había hablado de Angélica de Alquézar a Guadalmedina ni a don Francisco; sólo al capitán. En cuanto a mi amo, delatar o no a Angélica era cosa suya. Pero no iba a ser yo quien pronunciara ante otros el nombre de la jovencita a la que, pese a todo y para condenación de mi alma, seguía amando hasta las asaduras.
—El problema —prosiguió el poeta— es que después del ruido que ha hecho con su fuga, Alatriste no puede ir por ahí como si tal cosa… Al menos hasta que se entreviste con Olivares y Guadalmedina en El Escorial. Pero son siete leguas.
Asentí inquieto. Yo mismo había alquilado por cuenta de don Francisco un buen caballo para que el capitán saliera a la madrugada siguiente para el real sitio, donde debía presentarse por la noche. El animal, puesto al cuidado de Bartolo Cagafuego, estaría ensillado antes de, romper el alba junto a la ermita del Ángel, al otro lado del puente de la segoviana.
—Tal vez vuestra merced debería hablar con el conde, por si hubiera algún imprevisto.
Don Francisco se puso una mano sobre el lagarto de Santiago que llevaba al pecho.
—¿Yo?… Ni lo pienses, jovenzuelo. He conseguido mantenerme fuera sin faltar a la amistad con el capitán. ¿Para qué estropearlo a última hora?… Tú lo estás haciendo muy bien.
Saludó con una inclinación de cabeza a más conocidos, se retorció el mostacho y apoyó la palma de la zurda en el pomo de su espada.
—Debo decir que te has portado como un hombre —concluyó con afecto—. Implicarte con Guadalmedina era poner la cabeza en el finibusterre… Le echaste mucho cuajo.
No respondí. Miraba alrededor, pues tenía mi propia cita antes de viajar a El Escorial. Habíamos llegado cerca de la escalera de anchos peldaños que se alzaba entre el patio de la Reina y el del Rey, bajo el gran tapiz alegórico que presidía el rellano principal donde estaban inmóviles, con sus alabardas, cuatro guardias tudescos. Lo más granado de la Corte; con el conde-duque y su esposa a la cabeza, aguardaba allí la bajada de los reyes para cumplimentarlos: un espectáculo de telas finas, joyas, damas perfumadas y caballeros de engomados bigotes y rizadas guedejas. Observándolos, oí murmurar a don Francisco:
Veslos arder en púrpura, y sus manos
en diamantes y piedras diferentes?
Pues asco dentro son, tierra y gusanos.
Me volví hacia él. Yo sabía algo del mundo y de la Corte. También recordaba lo del rey y su piojo.
—Pues bien que viaja vuestra merced, señor poeta —dije sonriendo—, en el coche del marqués de Liche.
Don Francisco me devolvió imperturbable la mirada, ojeó a un lado y a otro, y al fin me dio un pescozón disimulado.