Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—Ha costado un poco, pero se hizo —prosiguió el italiano—. Conocíamos que esta noche iba a estar aquí, solazándose con… Bueno. Ya sabéis… La gente adecuada arregló que lo acompañen hoy dos monteros de confianza. Quiero decir de
nuestra
confianza. Precisamente acaban de avisar, con ese toque de cuerno, de que todo va según lo previsto y la presa está cerca.
—Encaje de bolillos —observó el capitán.
Malatesta agradeció el cumplido tocándose el ala del chapeo por donde goteaba la lluvia.
—Espero que el ilustre personaje, con la escaramuza galante que tuvo anoche, se haya confesado antes de salir —el rostro picado de viruelas volvió a contraerse en otra mueca—. A mí me da lo mismo, pero dicen que es hombre piadoso… No creo que le agrade morir en pecado mortal.
La idea parecía divertirlo en extremo. Miró a lo lejos, cual si alcanzara a divisar su presa entre los árboles, y se echó a reír, apoyada una mano en la espada.
—Que me place —dijo, festivo y siniestro a la vez—. Hoy vamos a abastecer el infierno.
Mantuvo un poco la sonrisa, regocijándose con la idea. Luego miró al capitán.
—Y por cierto —añadió cortés—, creo que hicisteis bien en no allanaros anoche al sacramento de la penitencia… Si nosotros contáramos nuestra vida a un cura, éste ahorcaría los hábitos, escribiría una novela poco ejemplar y haría más fortuna que Lope de Vega con una comedia nueva.
Pese a la situación, Alatriste no pudo evitar mostrarse de acuerdo.
—Fray Emilio Bocanegra —concedió— no es ayuda para descargar la conciencia.
Sonó otra carcajada seca y chirriante del italiano.
—Estoy con vuestra merced en eso, voto a Dios. Yo también, diablo por diablo, prefiero rabo y cuernos en vez de tonsura y crucifijo.
—No habéis terminado de contarme lo mío.
—¿Lo vuestro? —Malatesta lo contempló, indeciso, h caer en la cuenta—… Ah, claro. El cazador y la presa… Seguro que imaginabais el resto: un conejo o un venado, el personaje que se adentra por la espesura en su busca, los monteros que se quedan atrás… Y de pronto, zas. Celos que del aire matan, etcétera. Un amante despechado, o sea, vos, que aparece y lo pasa lindamente por los filos de la espada.
—¿Lo haréis en persona?,
—Claro. Lo suyo y lo vuestro. Doble placer. Luego os desataremos antes de colocar cerca vuestra espada, la daga y, demás… Los fidelísimos monteros, llegados demasiado tarde al lugar de la tragedia, gozarán al menos la honra oficial de vengar al rey.
—Ya veo —Alatriste se miraba las manos y los pies a dos—… En boca cerrada no entran moscas.
—Vuestra merced, señor capitán, tiene fama de hombree de hígados. A nadie sorprenderá que os defendáis como un tigre hasta la muerte… Muchos quedarían desilusionados si creyeran que vuestra piel salió barata.
—¿Y vos?
—Yo sé que no fue así. Podéis quedaros tranquilo, por Baco. Ayer me matasteis a un hombre. Y en las Minillas, a otro.
—No pregunto eso, sino qué haréis vos después.
Malatesta se acarició el bigote, complacido.
—Ah. Ésa es la parte amable del negocio: desapareceré una temporada. Tengo ganas de volver a Italia con algo de lastre en la bolsa… Salí de allí demasiado ligero de ella.
—Lástima que no os lastren con una onza de plomo en los huevos.
—Paciencia, capitán —el italiano sonrió, alentador—. Todo se andará.
Apoyó Alatriste la cabeza en el tronco de la encina. El agua le corría por la espalda, empapándole la camisa bajo el coleto. Sentía el fondillo de los calzones húmedo de barro.
—Quiero pediros un favor —dijo.
—Pardiez —el italiano lo observaba con genuina sorpresa—. Vos pidiendo, capitán… Espero que la Cierta no os ablande el cuajo. Quisiera recordaros tal cual.
—Iñigo… ¿Hay forma de dejarlo fuera?
El otro seguía mirándolo, impasible. Al cabo, un destello de comprensión pareció cruzar su cara.
—No está dentro, que yo sepa —repuso—. Pero eso no depende de mí, ni puedo prometeros nada.
El hombre que se había internado entre los arbustos estaba de regreso, e hizo un gesto a Malatesta señalando una dirección. El italiano dio órdenes en voz baja a los otros dos. Uno se situó junto al capitán, espada y pistola al cinto, una mano apoyada en el mango del cuchillo. El segundo fue a reunirse con el que aguardaba más lejos.
—Ese rapaz tiene casta, señor capitán. Podéis estar orgulloso. Os doy mi palabra de que me holgaré si escapa bien de ésta.
—Eso espero. Así, puede que un día os mate él.
Malatesta iba en pos de sus hombres, dejando al otro como custodia del prisionero.
—Quizás —dijo.
De pronto se volvió despacio, y sus ojos sombríos se clavaron en los de Alatriste.
—Al cabo —añadió—, como a vos, alguien tendrá que matarme alguna vez.
La llovizna arreciaba, mojándonos la cara. Con las dos mulas casi al galope, el coche traqueteaba hacia La Fresneda bajo el cielo gris y los álamos negros que se prolongaban a ambos lados del camino. Era Rafael de Cózar quien, esta da al cinto, manejaba las riendas y azuzaba el tiro, pues á cochero lo habíamos encontrado completamente ebrio y desollaba la zorra dormido sobre un asiento. A Cózar no se le había ido la suya; pero la acción el agua que nos refresca y una especie de oscura determinación que parecía haberse adueñado de él a última hora, le disipaban un poco los vapores del vino. Conducía el coche como un rayo, animando las mulas con voces y golpes de látigo, hasta el punto de que llegué a preguntarme, inquieto, si era aquello habilidad auriga o inconsciencia de borracho. De cualquier modo, el coche parecía volar. Yo iba en el pescante junto a Cózar, arrebujado en el gabán del cochero, bien agarrado donde podé y dispuesto a tirarme desde lo alto si volcábamos, cerrando los ojos cada vez que el representante acometía una curva del camino, o los cascos de las bestias y los saltos del carruaje arrojaban salpicaduras de barro.
Reflexionaba sobre lo que iba a decir, o hacer, en La Fresneda, cuando dejamos atrás el estanque —una mancha plomiza entrevista tras las ramas de los árboles— y distinguí, todavía lejos, el tejado flamenco en forma de escalones del pabellón real. En ese lugar el camino se bifurcaba a la izquierda, internándose en un frondoso encinar; y al mirar en esa dirección vi una mula y cuatro caballos medio ocultos por una revuelta del sendero. Se los señalé a Cózar, que tiró de las riendas con tanta violencia que una mula se desbocó y a punto estuvo de dar con nosotros en tierra. Salté del pescante el primero, vigilando alrededor con suspicacia. El amanecer estaba avanzado, pese a que el cielo lluvioso seguía enturbiando el paisaje. Quizá todo era inevitable, temí, y llegar hasta el pabellón iba a ser una pérdida de tiempo. Aún dudaba cuando Cózar tomó la decisión por los dos: saltó del pescante, cayendo cuan largo era sobre un charco enorme, y se levantó sacudiéndose la ropa antes decaer otra vez al tropezar con su propia espada. Se incorporó, maldiciendo truculento. Los ojos le relucían en la cara embarrada, con el agua sucia chorreándole por las patillas y el bigote. Por alguna extraña razón, pese a las maldiciones, parecía divertirse horrores.
—Sus y a ellos —dijo—, quienquiera que sean.
Me quité el gabán y cogí la espada del cochero, que se había caído al piso del carruaje con los vaivenes del camino y roncaba allí como un bendito. La espada era en realidad una mala herreruza; pero eso y mi daga eran mejor que nada, y no quedaba tiempo para vacilaciones. La firme confianza, solía decir en Flandes el capitán Bragado, era dañosa en los consejos y dudas previas, pero utilísima en la ejecución. Y en ésas estaba yo: ejecutando. Así que señalé hacia las caballerías atadas a los árboles.
—Voy a echar un vistazo. Vuestra merced podría llegarse a la casa y pedir ayuda.
—Ni lo pienses, chico. Esto no me lo pierdo por nada del mundo. Los dos, a lo que saliere.
Parecía Cózar otro hombre, y sin duda lo era. Hasta tono resultaba distinto. Me pregunté qué papel interpretó en ese momento. De pronto se acercó al cochero y empezó darle unas bofetadas que sobresaltaron a las mulas.
—Despierta, imbécil —lo increpó con la autoridad de un duque—. España te necesita.
Un momento después, el cochero, aún aturdido y sospechando, supongo, que su amo estaba mal de la cabeza, restallaba el látigo y seguía adelante con el carruaje para alertar, La Fresneda. No parecía hombre de muchas luces; de manera que Cózar, para no enredar más las cosas, le había dado instrucciones elementales: llegar al pabellón, gritar mucho y traer a cuanta gente pudiera. Las explicaciones vendrían luego.
—Si vivimos para darlas —apostilló en mi honor, dramático.
Luego se dobló atrás la capa con ademán solemne, acomodó la espada y echó a andar, menudo y decidido, internándose en el bosque. A los cuatro pasos tropezó otra vez con la espada y cayó de bruces al barro.
—Vive Dios —dijo en el suelo— que al próximo que me empuje, lo escabecho.
Lo ayudé a levantarse mientras se sacudía otra vez la ropa. Espero que el cochero sea capaz de convencer a la gente del pabellón, pensé desesperado. O que el capitán, esté donde esté, pueda arreglárselas solo. Porque si todo depende de Cózar, y de mí, España se queda sin rey como yo me quedé sin padre:
Se oyó de nuevo el cuerno de caza. Sentado contra el tronco de la encina, Diego Alatriste observó que su guardián se volvía a mirar en la dirección del sonido. Era el mismo sujeto barbudo, bajo y ancho de espaldas, que se había topado en la posta de Galapagar antes de la emboscada. Y no parecía hombre locuaz. Seguía en el mismo sitio que ocupaba al irse Malatesta, de pie bajo la lluvia que ahora caía más fuerte. Mojándose sin otro resguardo que un capotillo encerado. Se le veía hecho a esa vida, notó Alatriste; él mismo podía apreciarlo mejor que nadie. Gente a la que se decía: aquí te quedas, aquí matas, aquí mueres, y acataba las órdenes sin rechistar. Los mismos hombres podían ser héroes asaltando un baluarte flamenco o una galera turca, o asesinos si se trataba de negocios privados. No era fácil trazar la divisoria. Todo era cosa de cómo rodaran las brechas: los dados de la vida. Que en la tabla salieran, como naipes, el siete de espadas o la puta de oros.
Al cesar el sonido del cuerno, el bravo se frotó el cogote y miró al prisionero. Después vino hasta él, lo contempló un instante con ojos inexpresivos y extrajo el cuchillo de la funda. Con las manos atadas en el regazo, Alatriste apoyó la la cabeza en el tronco del árbol sin apartar la vista de la afilada hoja. Sentía un incómodo cosquilleo en las ingles esa vez, se dijo, Malatesta lo había pensado mejor, delegando, la tarea en el subalterno. Una sucia forma de acabar: sentado, en el barro, manos y pies atados, degollado como un cerdo y con un largo futuro en los libros de historia como regicida, ejemplar. Mierda de Cristo.
—Si intentáis escapar —advirtió el bravo, desapasionadamente— os clavo al árbol.
Alatriste parpadeó a causa de la lluvia que le caía en cara. Por lo visto los planes eran otros. En vez de aplicarle el cuchillo a la garganta, el bravo cortaba las ligaduras de sus pies.
—Arriba —dijo animándolo con un empujón.
Se incorporó el capitán sin que el otro lo perdiera de vista un momento, con la hoja de acero a una pulgada de su garganta. El sicario lo empujó de nuevo.
—Vámonos.
Alatriste comprendió. No iban a matarlo allí para luego verse obligados a arrastrar su cuerpo hasta donde estaba el rey, dejando rastros en el barro y la maleza. Acudiría lindamente, por su pie, al lugar de la doble ejecución. Paso a paso se agotaban el tiempo y la vida. Aunque eso, pensó de pronto, ofrecía una oportunidad. La última de todas. A fin de cuentas, morir por morir, podía considerarse muerto y enterrado. Lo demás era ganancia.
—¡Compasión! —gritó, dejándose caer. Una rodilla en tierra, la otra a medias.
El bravo, que iba detrás, se detuvo cogido de improviso.
—¡Compasión!
Volviéndose, el capitán tuvo tiempo, fugacísimo, de leer el desprecio en los ojos del otro. Te creía de más cuajo, proclamaba esa mirada.
—Mierda… —empezó a decir el bravo.
En ese instante entendió la treta. Pero el cuchillo se había apartado una cuarta, y ya Alatriste, ballesteando sobre la pierna que tenía flexionada, se arrojaba contra su barriga con el hombro por delante. El golpe casi le dislocó el brazo, pero logró levantar al otro sobre los pies, haciéndole perder el equilibrio. La palabra inacabada se trocó en rugido, y hubo un chapoteo en el barro cuando el capitán, cerrando en un puño doble las manos atadas, reunió toda su fuerza para asestarle al caído un golpe demoledor en la cara, mientras aquél intentaba acuchillarlo. Por suerte para Alatriste, el machete era grande; de haber sido puñal o daga corta, allí mismo se habría visto con las costillas atravesadas. Pero de cerca, cuerpo a cuerpo, el golpe no tenía fuerza para traspasar el coleto mojado, y resbaló de filos. El capitán aprisionó con una rodilla el brazo armado. Pese a la atadura, sus manos tenían holgura suficiente para aferrar las quijadas del enemigo, clavándole un pulgar en cada ojo. La cosa no estaba para compases circunflejos, ángulos obtusos ni protocolos de esgrima, así que apretó con todas sus fuerzas, contando mentalmente cinco, diez, quince; hasta que, llegando a dieciocho, el otra soltó un alarido y aflojó. La lluvia diluía la sangre en la cara del caído y en las manos de Alatriste cuando, ya sin oposición, arrebató el cuchillo de monte, lo apuntó bajo la barba del bravo y empujó de golpe, clavándole el cuello al barro. Lo mantuvo así, firme, apretando con todo el peso del cuerpo y conteniendo el pataleo del otro, hasta que éste, con un suspiro de fatiga que no salió de su boca sino de la hoja de acero clavada en su garganta, dejó de moverse. Entonces Alatriste giró sobre sí mismo, espalda en el barro y cara a la lluvia, y recobró el aliento. Después le arrancó al otro el cuchillo del gaznate, y sosteniendo el mango entre las rodillas y un árbol liberó sus manos procurando no cortarse una vena. Mientras lo hacía observó que un pie del bravo empezaba a temblar. Era curioso, pensó, aunque conocía el efecto. A veces, aunque un hombre estuviera muerto, sus tuétanos se negaban a morir.
Despojó el cadáver de lo necesario. Espada, cuchillo, pistola. La espada era buena, de Sahagún, algo más corta que las que él usaba. Se ciñó el arnés sin perder tiempo. El cuchillo de montero tenía el mango de asta de ciervo y dos cuartas de largo; habría preferido una daga, pero tampoco estaba mal. La pistola no debía de valer gran cosa después de la pelea en el barro, pero se la metió en el cinto, las manos tiritándole a medida que se enfriaba tras la acción. Le dio un último vistazo al cadáver: el pie había dejado de moverse y la sangre se extendía como vino aguado entre el repiqueteo de la lluvia. Las ropas del muerto estaban empapadas y sucias; poco iban a protegerlo del frío, así que cogió sólo el capotillo encerado y se lo puso. Oyó un ruido a un lado, entre los arbustos, y sacó la espada. Su peso en la mano era familiar, tranquilizador. Ahora, dijo en sus adentros, os va a costar haceros con mi pellejo.