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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (32 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Mientras descendíamos hacia la falda de las colinas, cada vez hacía más calor. De un frío que entumecía los huesos, la temperatura había aumentado hasta el grado que comúnmente denominaríamos «fresco». Al final nos hallamos en un punto en el que tuvimos la sensación de estar a principios de otoño. Las ramas heladas se iban transformando en objetos vivientes. A medida que el camino se retorcía en medio de castaños, perales y arces, las hojas iban mostrando colores encarnados, amarillos y anaranjados en contraste con el azul brillante del cielo solámnico.

Nos hallábamos exactamente en Solamnia, lugar de leyendas. Casi todas las historias que le oí contar a mi padre cuando me sentaba en sus rodillas, tenían su principio y casi siempre su final en este histórico país.

Pero, a este lado de las montañas, el estado de ánimo de Bayard parecía estar cada vez más agitado. Notábamos que ese Castillo di Caela no se hallaba situado tan cerca como a él le hubiera gustado. Empezó a acelerar el paso y por primera vez tomó las riendas de
Valorous;
el enorme caballo pataleó, luego relinchó y finalmente hizo todo cuanto el jineta deseaba.

El paso que llevábamos se me hacía incómodo, pero tras unas dos horas los caballos empezaban a acusarlo, pues, no hay que olvidarlo, eran ellos los que llevaban la peor parte. Una hora o dos más tarde la yegua empezó a fatigarse, a sudar, a resoplar y a oler mal, y en el momento en que llegamos a la llanura, empecé a tener visiones de cómo la yegua caía patas arriba, con el corazón agotado, y Bayard, solo, siguiendo adelante sin detenerse.

Bayard no mostró señal alguna de compasión ni de cansancio. En realidad, ya no se veía afectado por la dureza del viaje. Durante aquella mañana y aquella tarde galopaba veloz sobre
Valorous,
atravesando el paisaje recortado como si fuéramos la caballería; o peor, exploradores de un grupo de invasores nómadas. El labrador o viajero que nos viera en la lejanía sin duda pensaría: «Aunque sólo vayan dos, a juzgar por su apariencia, se diría que se trata de una pareja perteneciente a una banda de bandoleros que se haya adelantado».

Continuamos así hasta que llegó la noche y la travesía despiadada llegó a su fin. Bayard se apeó de
Valorous
y, decidido a descansar, simplemente dijo: «Aquí».

Ató luego las riendas a una rama bajo un manzano y, reclinándose sobre el tronco, cayó al instante en un sueño profundo.

* * *

Permanecí sentado sobre la manta. Por unos momentos pensé que me hallaba de nuevo en la casa del foso, sometido a algún castigo, pero pronto recuperé los sentidos y aquel lugar volvió a tomar nitidez. El ondulado paisaje solámnico, las estrellas del Libro de Gilean que brillaban exactamente frente a mí, y un enorme caballero con armadura, de pie junto a la manta, mencionando algo que al principio no resultaba muy claro, pero más tarde...

—... hasta que lleguemos al Castillo di Caela. Desde allí podrás encontrar una docena de caminos que te conduzcan a casa, Galen. Y si no ves Caballeros de regreso del torneo, podrás ver comerciantes, o poetas o peregrinos que van en dirección al oeste: hacia Coastlund o a Ergoth, y no les importará una ayuda de más con los caballos hasta que estés de nuevo en casa de tu padre.

»
Por lo que respecta a mí, le debo a tu padre la cortesía de cuidar de que no te pierdas o seas atacado en Solamnia. Pero vuelve a montar o partiré sin ti.

Bayard siempre me trataba con amenazas; pero, después de los acontecimientos ocurridos en las montañas, no creí que volviera a fanfarronear más. Envuelto por el frío terrible de la noche —el aire que se siente todavía más frío en el momento de despertar— me cubrí con la manta, me agarré desesperadamente y con todas mis fuerzas a la crin de la yegua, y galopé tras de Sir Bayard, que había salido como un rayo penetrando en la oscuridad.

Nos quedaban tres días para llegar al Castillo di Caela.

A primeras horas de la mañana, aparecimos galopando a través del pueblecillo que habíamos divisado desde las Montañas Vingaard, lugar en que Sir Bayard había prometido que descansaríamos. Uno junto al otro, pasamos en medio de los tejados de paja, con la simple orientación de una o dos lucecillas tenues que se vislumbraban a través de las ventanas de las calles dormidas: luces que a esa hora eran el único indicio de que el pueblo no estaba totalmente abandonado.

Aparte de los despertares bruscos y las dos o tres órdenes gritadas, Bayard evitaba hablarme, ni siquiera respondía a mis preguntas y miraba a través de mí como si fuera un ser invisible. Me sentía como uno de los titiriteros de Goodlund, esos creadores de marionetas infantiles que están detrás del escenario con los muñecos de madera, moviéndolos y representando las voces. El público nunca ha dado importancia a esos artistas, siempre se ha centrado toda la atención en los muñecos, y me pregunto si los niños se han dado cuenta alguna vez de su existencia.

En efecto, las cosas habían ido cambiando entre los dos. Empezó de nuevo a cubrirse el cielo de nubes y a llover. Bayard iba salpicándose de barro en silencio. Su único interés era el camino que tenía delante y, sin duda, iría dándole vueltas a los comentarios del ogro.

La monotonía del camino durante aquellos días —las colinas onduladas, el silencio, la tenebrosidad del tiempo y de los espíritus— era tan enloquecedora que me sentí aliviado y agradecido al llegar a una zona más elevada. Al mirar hacia el valle que se extendía más abajo hacia el este, divisamos el Castillo di Caela, con las tiendas de campaña y los cobertizos de dos docenas de Caballeros instalados alrededor.

—El Castillo di Caela —dijo Bayard de repente, señalando la fortaleza que se extendía debajo—. Llegamos tarde, sin duda.

No estaba tan impresionado como se hubiera esperado. El Castillo di Caela no era enorme, tenía una estructura imponente como, digamos, la Torre del Sumo Sacerdote, que habíamos encontrado en el norte apenas hacía una semana; aun así, hacía que la casa del foso de mi niñez quedara reducida a una casa de campo.

Tiré de las riendas de la yegua para que se detuviera, a pesar de que Bayard seguía el camino de descenso hacia el valle.

El Castillo di Caela estaba orientado al este. Se podía ver la entrada principal y el puente levadizo desde el lugar donde nos hallábamos. Había cuatro torrecillas delicadamente edificadas, una en cada esquina de la muralla exterior, que era cuadrada; no había ninguna que tuviese la misma altura. La más lejana era la más alta, una estructura cuadrangular que se elevaba amenazadora por encima de las dos torres cónicas de enfrente.

La torre superior se hallaba intacta. Los merlones y las almenas se alternaban en los paneles formando una dentadura perfecta. Las fachadas orientales de las torres, encendidas por el sol que se ponía detrás de nosotros, brillaban con una luz rojiza que daba al castillo un tono marrón o plomizo, aunque sin llamas.

No había visto nunca algo similar. Sé que era un pobre muchacho de provincias, poco acostumbrado a la solidez de la arquitectura maciza, pero, a pesar de que este lugar tuviera un millar de años, mantenía un brillo de nuevo, como el pantano que habíamos dejado atrás crecía continuamente para no verse nunca afectado por los desperfectos causados por el paso del tiempo y el clima.

«Algo grande», murmuré en el vacío. La yegua se movía ansiosa, haciéndome saltar en la silla.

Me acordé de Agion y de cómo habría retrocedido de un brinco ante el capricho arquitectónico del castillo que había abajo; luego recordé las cabañas y las casas labriegas que habíamos hallado en el camino desde el pantano a las colinas del oeste. Y de cómo nuestro amigo el centauro se habría horrorizado ante edificios tan insignificantes, como si se tratase de un error cometido por la naturaleza.

El castillo parecía empañarse ante mí. No disponía de tiempo para pensar en Agion pues Sir Bayard se había alejado mucho. Puse a la yegua en movimiento tras un azote y un agudo chasquido de lengua. Descendió galopando por la ladera mientras yo me tambaleaba convulsivamente y, mucho antes de lo que hubiera imaginado, alcanzamos la llanura que había frente al Castillo di Caela, empezando a pasar entre algunos de los cobertizos.

Allí se hallaban los Caballeros, recogiendo el campamento.

Ya no había duda alguna: el torneo había finalizado.

Bayard estaba más allá de las tiendas y de las ruidosas tareas, casi había llegado frente a las puertas del castillo y yo todavía no lo había alcanzado. Se había detenido al borde del foso y se había presentado al centinela de las almenas esperando el permiso para entrar en la torre —para ver a Sir Robert di Caela, claro está— y a que se abriera la enorme puerta y el puente descendiera. Rígido en la silla, con la mirada fija en la entrada del castillo, Bayard no me prestó atención, ni cuando le dije:

—¿Creéis que podemos tener alguna esperanza de que nos ofrezcan un baño caliente y un colchón de plumas para pasar la noche, Sir Bayard?

Desde el borde del foso, el castillo aún parecía más imponente, los muros medirían unos nueve metros hasta los merlones que había sobre la puerta. En las almenas habría alrededor de media docena de arqueros, o quizá más, que nos miraban ociosamente. No mostraban ningún tipo de curiosidad.
Otro Caballero extranjero,
probablemente pensaban.

Pero éste llega con retraso.

Si uno se echaba hacia atrás y estiraba el cuello hasta el punto de hacerlo crujir, podía ver, detrás de los arqueros y del muro de entrada, la parte superior de la torre más alta de la esquina sudoriental del castillo. Sobre esa torre ondulaba un estandarte, claramente visible ya que lo sostenía el viento del norte; era la bandera de la Casa di Caela: la flor de la luz encarnada dentro de una nube blanca sobre un campo azul. Todo era excesivo; un azul muy sangriento y poderoso.

Miré nervioso a Bayard, que seguía sin prestarme atención. Lo vi desmontar y revolver entre las mantas colocadas sobre
Valorous.
Por fin extrajo un objeto envuelto en tela, cuyo tamaño me sorprendió pues no lo había notado con anterioridad.

Si al menos hubiera sido su escudero, no solamente lo hubiera notado sino que también lo hubiera guardado con el debido esmero.

Era un escudo, en efecto, lo que Bayard desenvolvió allí, a la entrada del Castillo di Caela. No era el mismo que había utilizado para defenderse de los sátiros y de los misteriosos ogros; éste era brillante, sin señales ni rayaduras, y llevaba como insignia una espada roja con un ardiente sol amarillo como fondo.

El Escudo de los Brightblade.

Así es como las sangres azules se reunieron con las sangres azules.

Las puertas nos fueron abiertas de par en par, apareciendo el mismísimo Robert di Caela, que había descendido de la torre para recibirnos; todo fueron sonrisas educadas y elegancia. Era uno de esos hombres a los que el cabello se le vuelve gris o blanco a los veinte años, conservando unas facciones jóvenes bajo la apariencia de un hombre que le podría doblar la edad, por lo que se le veía aun más joven de lo que era en realidad. El joven rostro estaba adornado con un bigote blanco delicadamente recortado y una nariz robusta, tan bella y bien curvada como el pico de un halcón.

Tenía los ojos verdes como el océano. Señor de su casa.

Buena sangre, gran linaje y una estructura ósea admirable. Empecé a alimentar esperanzas respecto a Enid. Y también respecto a Bayard; algo había ocurrido en la competición o en los pensamientos de este señor distinguido e importante que había convertido a Bayard en el galán del momento, en el candidato a pretendiente de Enid di Caela. Según las profecías, Bayard uniría el nombre de su familia a los di Caela.

Al menos, eso esperaba yo.

Por fin, Robert di Caela habló.

—¿Brightblade, decís? Ah, temí durante algún tiempo que este nombre hubiera desaparecido. Sería en vuestra juventud, cuando los campesinos tomaron el Alcázar de Vingaard. En efecto, el nombre posee gran poderío en nuestra historia. Es posible que hubiera sido relevante en nuestro presente... de haber llegado vos a tiempo.

—¿El torneo...? —empezaba a inquirir Bayard.

—Ha terminado —dijo Sir Robert llanamente—. Y mi hija está prometida. —El rostro de Bayard enrojeció y Sir Robert continuó hablando con la voz algo fría y turbada—: Prometida a Gabriel Androctus, el Caballero Solámnico de la Espada.

No podría decir si Sir Robert podía haber evitado esa frialdad y turbación, o si bien ahora ellas pertenecían exclusivamente a ese Androctus. Pero puedo decir que Sir Robert di Caela no mostraba ningún deleite en aquella elección de marido para su hija.

—No, Sir Bayard Brightblade de Vingaard —añadió Sir Robert, esta vez con más frialdad—. Se ha oído hablar de que vendríais por aquí, y también de que podríais ser el favorecido. Mi viejo compañero, Sir Ramiro de Maw, estaba decidido a apostar una sustanciosa cantidad de dinero por vuestra lanza.

—Conozco bien a Ramiro —dijo con modestia Bayard—. Tiene cierta inclinación por las mayores excentricidades.

—Aún mayores cuando las cosas no salen como él desea —añadió Sir Robert elevando la voz. A continuación se moderó, sonrió e indicó una de las puertas que conducían a la torre—. El joven elegido en el torneo, aunque sea algo tosco, parece proceder de un gran linaje y está muy bien dotado para la lanza.

Sir Robert miró fijamente a Bayard, que se iba sintiendo cada vez más inferior a medida que avanzaba por el patio. Al llegar a la puerta de la torre, Bayard decidió aprovechar aquella oportunidad para despedirse con cortesía de Sir Robert y del Castillo di Caela.

—No quisiera despreciar vuestra hospitalidad, aún más tratándose de una casa tan noble y elegante —fue ganando seguridad y equilibrio mientras hablaba—, pero los caballos están cansados. Y también lo debe de estar mi escudero —eso se trataba de un pensamiento tardío—. Por ello debo pediros que me perdonéis hasta mañana. Con vuestro permiso, saldré de las murallas y levantaré mi pabellón entre los demás caballeros.

Sí, una despedida muy cortés, pero no disponíamos de pabellón alguno que instalar, ni una tienda de campaña que montar. Pero Bayard no pensaba en el alojamiento; sólo pensaba, diría yo, en alejarse de aquellos muros para, en algún lugar, encender un fuego y permanecer allí hasta el alba, y luego partir tranquilamente en compañía de algún otro Caballero. En un instante de la conversación con Robert di Caela, a Bayard le invadió una gran duda: la profecía manuscrita en los márgenes del
Libro de Vinas Solamnus
no era más que un montón de garabatos incoherentes, o aún peor, un chiste cruel.

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