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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (18 page)

BOOK: El beso del exilio
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—Salaam —dijo.

—Alaykum as—salaam —respondí.

—¿Te interesaría, oh excelente, probar unos módulos de personalidad particularmente interesantes y raros?

—Bueno —dije con curiosidad—, tal vez.

—Tenemos unos tan... peculiares que no encontrarás nada parecido, ni en Najran ni al otro lado de las montañas en Sálala.

Le dirigí una sonrisa paciente. Yo no procedía de ningún villorrio primitivo como Najran ni Sálala. Creía haber probado algunos de los moddies más extraños y pervertidos del mundo. Sin embargo, me interesaba ver qué mercancías me ofrecía ese alto y delgado jockey de camellos.

—Sí —dije—, enséñamelos.

El hombre estaba muy nervioso, como si temiera que alguien pudiera oímos.

—Podían cortarme una mano por mostrarte los moddies que vendemos. No obstante, si entras sin dinero, eso nos protegerá a los dos.

No acababa de comprender.

—¿Qué debo hacer con mi dinero?

—El mercader que te vendió el daddy tiene algunas cajas fuertes de metal, oh caíd. Dale tu dinero y él lo pondrá a buen recaudo, te dará un recibo y la llave de la caja. Luego entras en mi tienda y pruebas nuestros moddies todo el tiempo que quieras. Cuando decidas comprar o no comprar, regresaremos y te devolveremos tu dinero. De este modo, si alguna autoridad interrumpe la exhibición, podemos demostrar que tú no tenías intención de comprar, ni yo de vender, porque no llevabas dinero encima de tu noble persona.

—¿Con qué frecuencia suelen ser interrumpidas tus «demostraciones»? —le pregunté.

El buscavidas beduino me miró y parpadeó un par de veces.

—Cada poco —dijo—, cada poco, oh caíd. Es un inconveniente de esta industria.

—Sí. Lo sé. Lo sé muy bien.

—Entonces, oh excelente, ven conmigo y dale tu dinero a Ali Muhammad, el viejo mercader.

Tenía mis sospechas sobre el joven, pero el viejo mercader me parecía honesto a la vieja usanza.

Fuimos hasta su manía. El joven dijo:

—Ali Muhammad, ese señor desea inspeccionar nuestro surtido de moddies número uno. Está dispuesto a dejar su dinero contigo.

Ali Muhammad me miró de soslayo.

—¿No será de la policía ni de una ralea parecida?

—Sólo me ha bastado hablar con este noble caíd —dijo el hombre nervioso—, para inspirarme plena confianza. Te prometo sobre los altares de todos los imanes que no nos creará problemas.

—Eh, bueno, ya veremos —dijo Ali Muhammad rezongón—. ¿Cuánto dinero tiene?

—No lo sé, oh sapientísimo —dijo mi nuevo amigo.

Dudé un momento, luego le entregué casi todo mi dinero. No se lo quería dar todo, pero ambos hombres se percataron de lo que hacía.

—No debes quedarte nada en el bolsillo —dijo Ali Muhammad—. Diez riyals bastarían para que los tres nos ganáramos un severo castigo.

Yo asentí.

—Tomad, pues —dije dándole el resto del dinero.

Bastaba un penique, bastaba una libra, me dije a mí mismo. Sólo que estaba expuesto por unos cuantos cientos de kiams.

El viejo mercader desapareció dentro de una tienda vecina. Sólo estuvo dos o tres minutos. Cuando regresó me entregó una llave y un recibo escrito. Nos dimos las gracias mutuamente, como es costumbre, y luego mi impaciente guía me condujo hacia otra tienda.

Antes de que recorriéramos la mitad de la distancia, dijo:

—¿Has pagado los cinco kiams de depósito por la llave, oh caíd?

—No lo sé —dije—. ¿Qué depósito? No me habías hablado de ningún depósito.

—Lo siento de veras, señor, pero no podemos permitirte ver los moddies hasta que pagues el depósito. Sólo cinco kiams.

Sentí un escalofrío en el estómago, de advertencia. Dejé que el tipejo flacucho leyera mi recibo.

—Mira —dije.

—Aquí no dice nada del depósito, oh caíd —dijo—. Pero sólo son cinco kiams más y luego podrás jugar todo el día con los moddies que desees.

Me había seducido demasiado fácilmente la idea de los moddies clasificados X.

—Muy bien —dije enfadado—, has visto como le daba hasta el último kiam a ese viejo. No tengo otros cinco kiams.

—Bueno, eso me preocupa, oh sapientísimo. No puedo enseñarte los moddies sin el depósito.

En ese momento supe que me habían engañado, que seguramente no había moddies.

—Muy bien —dije bruscamente—. Volvamos a buscar mi dinero.

—Sí, oh caíd, si eso es lo que deseas.

Di media vuelta y me dirigí hacia la manta de Ali Muhammad. Se había ido. No había ni rastro de él. Guardando la entrada de la tienda que albergaba las cajas fuertes había un hombre gigantesco con una expresión turbia y sombría. Me acerqué a él, le enseñé el recibo y le pedí que me permitiera recuperar mi dinero.

—No puedo, a no ser que pagues el depósito de cinco kiams —dijo.

Gruñía más de lo que haría un ser humano, pensé.

Intenté amenazarle, suplicarle y le prometí una considerable recompensa cuando llegara Friedlander Bey con el resto de los Bani Salim. No dio resultado. Por fin, sabiendo que me habían timado, me dirigí a mi nervioso guía. También se había ido.

De modo que sólo tenía un recibo sin valor, una llave —que seguramente tenía el récord de la llave más cara e inútil del mundo—y la certeza de que me habían dado una lección de orgullo. Una lección muy cara, pero lección al fin y al cabo. Sabía que Ali Muhammad y su joven aliado ya estaban a medio camino de las montañas Qarra y en cuanto me diera media vuelta Mister Músculos Beduino se desvanecería también. Empecé a reír. Era una anécdota que jamás contaría a Friedlander Bey. Diría que alguien me había robado una noche mientras dormía. Lo cual era casi cierto.

Me largué, riéndome de mí mismo y de mi perdida superioridad. En realidad el doctor Sadiq Abd ar—Razzaq, que me había condenado a este horrible lugar, me había hecho un favor. Más que eso, pues había hecho trizas muchas de las falacias sobre mí mismo. Cuando saliera del desierto sería un hombre totalmente distinto del que había entrado.

En cuatro o cinco días llegaron los Bani Salim y se hicieron muchas celebraciones y reuniones ruidosas. Confirmé que Friedlander Bey no había empeorado con el viaje y parecía más feliz y saludable que nunca. En una de las celebraciones el caíd Hassanein me abrazó como si fuera un miembro de la familia y nos aceptó a Friedlander Bey y a mí en su clan. Ahora éramos auténticos Bani Salim. Me preguntaba si alguna vez nos resultaría útil. Le di a Hassanein el daddy de la sharia, que le gustó mucho.

Al día siguiente nos preparamos para partir. Bin Turki vendría con nosotros y nos guiaría a través de las montañas hasta la ciudad costera de Sálala. Desde ahí embarcaríamos en la primera nave que partiera para Qishn, a más de trescientos kilómetros hacia el oeste, la ciudad más próxima que tenía aeropuerto de clase suborbital.

Nos íbamos a casa.

9

A bordo de la nave suborbital Imán Muhammad al—Baqir las amenidades apenas eran superiores a las de la lanzadera que nos llevó a Najran, al exilio. Ahora no éramos prisioneros, pero nuestro billete no incluía la comida, ni siquiera bebidas gratis.

—Eso nos pasa por haber sido abandonados en un confín de la tierra —dije—. La próxima vez, haremos que nos deporten a un sitio más cómodo.

Friedlander Bey asintió, no lo consideró ningún chiste, como si previera muchos secuestros y deportaciones en el futuro. Su carencia de sentido del humor era inherente a él. Le había transformado de un pobre emigrante sin dinero a uno de los dos hombres más influyentes de la ciudad. También le había creado un exagerado sentido de la precaución. No confiaba en nadie, ni siquiera después de probar a la gente una y otra vez en el curso de los años. Aún no estaba completamente seguro de que confiara en mí.

Bin Turki apenas pronunciaba palabra. Se sentó con el rostro pegado a la ventanilla y de vez en cuando hacía comentarios de entusiasmo o reprimía una exclamación. Era bueno tenerlo con nosotros, porque me recordaba cómo yo era antes de hastiarme de la vida moderna. Todo eso era nuevo para bin Turki, que se estiraba como una ruda semilla de heno en la pobre encrucijada de la ciudad de Sálala. Temblaba sólo de pensar en lo que le ocurriría cuando llegáramos a casa. No sabía si corromperlo lo más rápido posible —para que tuviera defensas contra los lobos del Budayén— o proteger su adorable inocencia.

—El tiempo de vuelo de Qishn a Damasco será de cuarenta minutos —anunció el capitán de la nave suborbital—. Todo el mundo a bordo dispondrá del tiempo suficiente para tomar sus enlaces.

Eran buenas noticias. Aunque no tendríamos tiempo libre para explorar ni un poco de Damasco —la ciudad, continuamente habitada, más antigua del mundo—, me alegraba de que el viaje de regreso a nuestra ciudad se hiciera en el mínimo tiempo. Haríamos una escala en Damasco de unos treinta y cinco minutos. Luego cogeríamos otra lanzadera suborbital directa a la ciudad. Estaríamos en casa. No podríamos movernos con entera libertad, pero como mínimo estaríamos en casa.

Friedlander Bey miró un buen rato por la ventanilla después de despegar, pensando en asuntos que sólo yo podía adivinar. Por fin dijo:

—Debemos decidir adonde ir cuando aterrice la nave que nos conducirá de Damasco a la ciudad.

—¿Por qué no vamos a casa? —pregunté.

Me miró con una expresión ausente durante unos segundos.

—Porque aún somos criminales a los ojos de la ley. Somos fugitivos de lo que allí se considera «justicia».

Lo había olvidado.

—No conocen el significado de esa palabra.

Papa hizo un gesto impaciente.

—En cuanto asomemos la cabeza por la ciudad tu teniente Hajjar nos arrestará y nos juzgará por un asesinato no resuelto.

—¿Todo el mundo en la ciudad habla ese galimatías de árabe mutilado? —preguntó bin Turki—. ¡No puedo entender lo que decís!

—Eso me temo —le dije—. Pero pronto te harás con el dialecto local —añadí, dirigiéndome a Papa, cuya expresión grave me hizo caer en la cuenta de que nuestros problemas estaban lejos de haber concluido—. ¿Qué sugieres? —le pregunté.

—Debemos pensar en alguien digno de confianza, que pueda alojarnos durante una semana o así.

No podía adivinar sus intenciones.

—¿Una semana? ¿Qué sucederá en una semana?

Friedlander Bey me dirigió todo el poder de su aterradora y gélida sonrisa.

—Entonces —dijo— habremos concertado una entrevista con el caíd Mahali. Le convenceremos de que nos han escatimado la posibilidad de recurrir legalmente, que tenemos derecho a una apelación y que necesitamos poderosamente que el emir proteja nuestros derechos, porque al hacerlo descubrirá la corrupción oficial que tiene lugar ante sus mismísimas narices.

Me estremecí y di gracias a Alá de no ser el blanco de la investigación, al menos no lo bastante como para ponerme nervioso por ello. Me preguntaba si el teniente Hajjar y el doctor Abd ar—Razzaq dormirían bien. Me preguntaba si se olían los acontecimientos que se les avecinaban. Me producía un delicioso escalofrío imaginar su inminente destrucción.

Debí dejarme llevar por el sueño porque un poco más tarde me despertó uno de los ayudantes de vuelo de la nave, que deseaba que bin Turki y yo nos asegurásemos de que llevábamos los cinturones bien abrochados antes de aterrizar. Bin Turki estudió el suyo y se imaginó cómo funcionaba. Yo cooperé porque eso pareció agradar al asistente de vuelo. Ahora no debía preocuparse por que mis miembros mutilados volasen hacia la cabina, en caso de que el piloto plantara el aparato de cabeza en las dunas de arena más allá de las puertas de la ciudad.

—Creo que es una excelente oportunidad, oh caíd —dije.

—¿De qué hablas? —dijo Papa.

—Se supone que ya estamos muertos —expliqué—. Tenemos cierta ventaja. Pasará algún tiempo antes de que Hajjar, el caíd Reda y el doctor Abd ar—Razzaq se percaten de que sus dos cadáveres abandonados están metiendo las narices en asuntos que no desean que salgan a la luz. Quizás debamos proceder despacio, para retrasar el fortuito descubrimiento lo más posible. Si entramos en la ciudad haciendo ostentaciones, todas nuestras posibilidades se desvanecerán de inmediato.

—Sí, muy bien, hijo mío —dijo Friedlander Bey—. Estás aprendiendo a razonar sabiamente. Rara vez se gana una batalla sin que la lógica dirija el ataque.

—Sin embargo, también he aprendido de los Bani Salim los peligros de la duda.

—Los Bani Salim no se sentarían en la oscuridad y maquinarían planes —dijo bin Turki—. Los Bani Salim se abalanzarían sobre sus enemigos y dejarían hablar a los rifles. Luego harían que sus camellos pisotearan los cadáveres en el polvo.

—Bueno —dije—, no tenemos camellos con los que pisotearlos. Pero me gusta el punto de vista de los Bani Salim.

—Tu experiencia en el desierto te ha cambiado —dijo Papa—. Sin embargo no debemos dudar. Actuaremos con precaución pero con firmeza y si es necesario liquidar a uno de los actores principales, lo haremos sin arrepentimiento.

—Siempre que el actor no sea el caíd Reda Abu Adil —dije.

—Sí, por supuesto.

—Me gustaría saber toda la historia. ¿Por qué se salva el caíd Reda cuando hombres mejores, como su imán favorito, deben ser sacrificados en nuestro honor?

Papa soltó un largo suspiro.

—Hubo una mujer —dijo volviendo la cabeza y mirando otra vez por la ventanilla.

—No digas más. No necesito escuchar los detalles. Una mujer, bueno, eso lo explica todo.

—Una mujer y una promesa. Parece que el caíd Reda ha olvidado la promesa que hicimos, pero yo no. Cuando yo muera estarás libre de la promesa, pero no antes.

Respiré pesadamente.

—Debió ser cierta mujer —dije.

Era más de lo que siempre había comentado sobre las misteriosas reglas del juego en el eterno conflicto con su rival Abu Adil.

Friedlander Bey no se dignó a contestar a eso. Se limitó a contemplar la negrura del cielo y la oscuridad del planeta con el que pronto nos toparíamos.

Sobre el sistema de altavoces un letrero nos decía que permaneciésemos sentados hasta que la lanzadera suborbital estuviera completamente parada y fuera sometida a un cuarto de hora de enfriamiento. En cierto modo era frustrante, porque siempre había deseado visitar Damasco y ahora que estaba allí sólo tendría la oportunidad de ver el edificio de la terminal.

El Imán Muhammad al—Baqir bajó su tren de aterrizaje y en pocos minutos tomábamos tierra. Sentí un ligero alivio. Siempre me ocurre. No es que tema ser lanzado al espacio en un cohete, es que cuando estoy a bordo, de repente pierdo toda mi fe en la física moderna y en el diseño de naves suborbitales. Siempre me viene a la mente el terrorífico pensamiento infantil de que no será capaz de arrastrar los montones de toneladas hasta el aire y, aunque lo haga, nunca será capaz de sostenerlas ahí. En realidad, el momento que más me preocupaba era el despegue. Si la nave no estallaba en millones de añicos brillantes, suponía que lo habíamos superado y me relajaba. Pero durante unos minutos, seguía oyendo al piloto decir algo así como «La torre de control ha decidido abortar este vuelo una vez estemos lo suficientemente lejos de la zona de despegue».

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