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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (13 page)

BOOK: El beso del exilio
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—No tienes por qué dormir aquí sobre la arena esta noche —dijo—. Serás bien recibido en mi tienda.

Tras la generosidad de su oferta se escondía una expresión amarga. Me pregunté por qué me hacía esa invitación. Quizás Hassanein había tenido una charla con él.

—Qué Alá te lo pague, bin Musaid —dije—, pero esta noche deseo dormir bajo las estrellas.

—Bueno —dijo.

No intentó convencerme. Uno de los otros le pasó un pellejo de leche de camella y él se agachó para beber. Los beduinos consideran vergonzoso beber de pie. No me preguntéis por qué.

Noora se unió a nosotros, pero ni siquiera miró a bin Musaid.

—Mi tío quiere saber si necesitas algo —dijo.

Hace algún tiempo, no mucho, me habría hecho el débil y habría pedido al jefe alguna medicación.

—Dile a Hassanein que me encuentro muy bien.

—Noora —dijo Hilal—, cuéntanos de cuando Abu Zayd fue rescatado de los Bayt Tabiti.

—No existe ninguna historia sobre Abu Zayd y los Bayt Tabiti —dijo otro de los hombres.

—Dale a Noora un minuto y la habrá —dijo bin Turki.

Bin Musaid gruñó ofendido, se levantó y se internó en la noche cerrada.

—Sería mejor que lo colgaran como un camello —dijo Hilal—, porque su esposa no será feliz con él.

Hubo un silencio incómodo, mientras intentábamos por todos los medios no mirar a Noora.

—Bien, ¿alguien quiere oír la historia de Abu Zayd? —dijo ella por fin.

—¡Sí! —dijeron varias voces.

Abu Zayd es un héroe popular del folclore árabe. Su tribu mítica es la responsable de todo, desde las ruinas romanas del norte de África hasta los misteriosos petroglifos del Rub al—Khali.

—Todos los que amáis al profeta —empezó Noora— decid: «Que Alá se apiade de él y le conceda la salvación». Un día Abu Zayd se perdió en una parte de las Arenas por las que nunca antes había viajado. No encontró huellas familiares y no sabía que estaba al borde del terrible llano de yeso llamado Abu Khawf, o Padre del Miedo. Condujo a su fiel camello, Wafaa, hacia el llano, que duraba ocho días de viaje. Al cabo de tres días, Abu Zayd se había bebido toda el agua. Al final del día siguiente, cuando se encontraba en el mismo centro del Abu Khawf, estaba sediento, e incluso Wafaa, su camello, empezaba a trastabillar.

»Pasó otro día y Abu Zayd temió por su vida. Oró a Dios, diciendo que, si era la voluntad de Alá, prefería salir de Abu Khawf vivo. Justo entonces oyó una fuerte voz. Sobre dos camellos cargados con pellejos de cabra llenos, se acercaba un hombre de los Bayt Tabiti.

»" ¡Salaam alaykum, hermano!", gritó el extraño. Soy Abduh bin Abduh y te daré agua.

»"Alaykum as—salaam", dijo Abu Zayd, aliviado. Observó al Bayt Tabiti coger varias bolsas de agua y colgárselas a Wafaa. Luego Abduh bin Abduh le ofreció una bolsa de leche de camella, que Abu Zayd bebió con avidez. "Me has hecho un gran favor —dijo—. Has evitado que muriera en este miserable llano de yeso. Ningún hombre me ha demostrado más hospitalidad y generosidad. Insisto en que des la vuelta a tus camellos y vuelvas conmigo hasta el oasis más próximo. Allí te daré una recompensa apropiada.”

»"No pensaba en ninguna recompensa —dijo Abduh bin Abduh—. Pero si insistes..." Dio media vuelta a sus camellos y los dos hombres recorrieron juntos lo que restaba de Abu Khawf, el Padre del Miedo. Dos días más tarde llegaron a Bir Shaghir, un campamento alrededor de un pozo con las aguas más dulces de las Arenas. Abu Zayd cumplió su promesa, comprando una gran carga de harina, mantequilla, dátiles, café, arroz y carne seca, y ofreciéndosela a Abduh bin Abduh. Poco después los hombres se expresaron su gratitud y buenos deseos hacia el otro y partieron, tomando caminos distintos.

»Al cabo de un año exacto de esa fecha, Abu Zayd volvió a perderse en las Arenas; esta vez se había internado en Abu Khawf desde otra dirección. Pasaron tres días y se dio cuenta de que el destino lo había llevado a la misma situación que había sufrido el año anterior. Oró a Dios diciendo: "Yaa Allah, tu voluntad es como la tela que la araña teje. ¡Toda gloria a Dios!".

»Y en el quinto día, cuando Abu Zayd y su camello, Wafaa, se estaban debilitando sin agua, el que se acercaba por el llano de yeso no era otro que el mismo Bayt Tabiti. "¡Que Dios te bendiga! —gritó Abduh bin Abduh—. Todo el año he hablado a mis amigos de tu generosidad. Esperaba volver a encontrarte para que supieras que tu nombre es legendario entre mi pueblo por tu gratitud.”

»Abu Zayd estaba sorprendido, pero una vez más persuadió a Abduh bin Abduh de dar media vuelta a sus camellos y regresar con él a Bir Shaghir. Esta vez compró a los Bayt Tabiti tanta harina, mantequilla, dátiles, café, arroz y carne seca, que necesitaron un tercer hombre para ayudar a transportarlo todo. Luego se juraron amistad eterna y partieron en direcciones opuestas.

»Sin embargo, antes de que Abduh bin Abduh desapareciera de su vista, Abu Zayd se giró y le gritó: "Ve en paz, hermano y disfruta de mis regalos, porque es la segunda vez que me salvas la vida. Nunca olvidaré lo que has hecho y mientras mis hijos y los hijos de mis hijos tengan aliento, cantarán tus alabanzas. Pero escucha, oh afortunado: no soy un hombre rico. Si me encuentras el año que viene en Abu Khawf, pasa de largo y déjame morir de sed. No puedo permitirme el lujo de agradecértelo una vez más".

Los hombres del campamento se rieron en voz alta y Noora se levantó sonriendo; parecía complacida.

—Buenas noches, hermanos —dijo—. Que mañana os levantéis con buena salud.

—Tu eres la hija del bienestar —dijo bin Sharif.

Se trataba del idioma beduino, posiblemente de un idioma exclusivamente Bani Salim. Noora levantó una mano y luego cruzó una zona abierta del campamento hasta la tienda de su padre.

La mañana pronto llegaría y los hombres solteros no tardaron en acomodarse para pasar la noche. Me envolví en mi manto e intenté relajarme, sabiendo que mañana me esperaba otro largo día de viaje. Antes de caer rendido, me entretuve imaginando lo que sucedería cuando regresáramos a la ciudad. Imaginaba a Indihar, a Chiri y a Yasmin corriendo hacia mí con lágrimas de alegría en los ojos, alabando a Alá porque estaba sano y salvo. Imaginé que a Reda, sentado en su solitario palacio, le castañetearían los dientes de miedo ante el castigo que pronto recibiría. Imaginé que Friedlander Bey me recompensaría con toneladas de dinero y me diría que contrataría a otro para que se ocupara del doctor Sadiq Abd ar—Razzaq y que no tendría que molestarme.

El desayuno matinal consistía en unas gachas de arroz, dátiles y café. No era muy apetitoso y era bastante escaso. Teníamos mucha agua de Bir Balagh, pero empezaba a ponerse salobre y después de un día en los pellejos de cabra, empezaba a saber a..., bueno, a pellejo de cabra. Estaba deseando llegar al pozo de Khaba, del que los Bani Salim hablaban como el último pozo de agua dulce antes de la gran travesía hacia Mughshin.

El segundo día Friedlander Bey volvió a cabalgar a mi lado.

—He estado pensando sobre el futuro, hijo mío —dijo bostezando.

Estoy seguro de que hacía años que no dormía en el suelo ni compartía tan parcas raciones, sin embargo no le oí quejarse.

—El futuro —dije—. ¿Primero el imán ar—Razzaq y luego Abu Adil? ¿O al revés?

Papa permaneció en silencio un instante.

—¿No he dejado suficientemente claro que no haremos ningún daño al caíd Reda bajo ninguna circunstancia? —dijo—. Ni a sus hijos, si los tiene.

—Sí —asentí—, ya sé todo eso. ¿A qué te refieres con «hacer daño»? ¿Te refieres físicamente? Entonces no levantaremos la mano contra él. Seguro que no te importa que destruyamos su negocio y su influencia en la ciudad. Es lo mínimo que se merece.

—Se lo merece, Alá lo sabe. No podemos destruir su influencia. No tenemos medios.

Me reí sin ganas.

—¿Me das tu permiso para intentarlo?

Papa movió una mano, ignorando el tema.

—Cuando hablo del futuro, me refiero a nuestra peregrinación.

No era la primera vez que sacaba a colación el viaje a La Meca. Simulé no saber de qué me estaba hablando.

—¿Peregrinación, oh caíd?

—Eres un hombre joven y te quedan décadas para cumplir ese deber. Pero a mí no. El apóstol de Dios, que las bendiciones de Alá y la paz sean con él, nos impuso la obligación de viajar a La Meca al menos una vez en la vida. Yo he retrasado ese viaje santo año tras año hasta ahora, que temo que me quedan muy pocos. Planeaba ir este año, pero cuando llegó el mes de la peregrinación, estaba demasiado enfermo. Tengo grandes deseos de que concretemos los planes para ir el año que viene.

—Sí, oh caíd, por supuesto.

Mi interés primario era regresar a la ciudad y rehabilitarnos. Friedlander Bey olvidaba todo eso y ya hacía planes para cuando la vida retornara a la normalidad. Era una actitud que deseaba aprender de él.

El segundo día de marcha fue muy parecido al primero. Avanzamos por encima de las altas barreras de las dunas, deteniéndonos sólo para rezar las veces prescritas. Los Bani Salim no paraban para comer. La andadura bamboleante de Fatma, mi camello, tuvo un efecto apaciguador y a veces me sumía en un sueño inquieto. Cada poco, de repente, uno de los hombres gritaba: «¡No hay más Dios que Alá!». Los demás se unían a él y luego volvían a quedarse en silencio, absortos en sus propios pensamientos.

Cuando la tribu se detuvo la segunda noche, el valle entre las dunas parecía idéntico a nuestro campamento de la noche anterior. Me maravillé de como esa gente encontraba el camino de sitio en sitio, en ese inmenso desierto. Sentí un escalofrío de miedo: ¿y si en realidad no sabían el camino? ¿Y si sólo simulaban que sabían dónde estábamos? ¿Qué sucedería cuando el agua de los pellejos se acabara?

Olvidé mi estupidez mientras esperaba que Suleimán bin Sharif hiciera arrodillar a Fatma. Bajé por su prominente costado y estiré mis doloridos músculos. Había cabalgado todo el día sin la ayuda del daddy, me sentía orgulloso de mí mismo. Fui hacia Papa y le ayudé a descabalgar. Luego los dos ayudamos a los Bani Salim a montar el campamento.

Era otra serena y cautivadora noche del desierto. El primer altercado se produjo cuando Ibrahim bin Musaid se me acercó y puso su nariz a pocos milímetros de la mía.

—¡Te he visto, hombre de la ciudad! —gritó—. Te he visto mirando a Noora. La he visto a ella mirándote vergonzosamente. ¡Lo juro por mi honor y por Dios todopoderoso que la mataré, antes de permitir que te burles de los Bani Salim!

Era lo que podía esperarse de bin Musaid. Lo que de verdad me apetecía era golpear al hijo de puta, pero sabía que los beduinos se tomaban la violencia física muy en serio. Un miserable puñetazo en la nariz habría sido suficiente provocación para que bin Musaid me matara, con la aprobación de todos los Bani Salim. Me cogí la barba, que es como los beduinos hacen sus juramentos, y dije:

—No he deshonrado a Noora y no he deshonrado a los Bani Salim. Dudo que alguien pudiera deshonrarte, porque tú no tienes honor del que hablar.

Hubo un fuerte murmullo alrededor y me pregunté si había ido demasiado lejos. A veces tengo tendencia a hacerlo. De cualquier modo, el rostro de bin Musaid se oscureció, pero no dijo nada más.

Se marchó precipitadamente. Sabía que me había ganado un enemigo mortal. Se detuvo y volvió el rostro hacia mí, levantando su brazo delgado y señalándome con el dedo, temblando de ira:

—¡La mataré! —gritó.

Me volví hacia Hilal y bin Turki, pero se limitaron a encogerse de hombros. Bin Musaid era mi problema, no el suyo.

No tardó en producirse otro altercado. Miré hacia el fuego en la zona más distante del campamento. Cinco personas discutían a gritos, cada vez más fuertes y violentos. Miré a bin Musaid y a Noora gesticulando furiosos. Entonces, bin Sharif, el joven con quien Noora deseaba casarse, salió en su defensa y pensé que los dos jóvenes empezarían a estrangularse allí mismo. Una mujer mayor se unió a ellos, y empezó a lanzar acusaciones contra Noora.

—Es Umm Rashid —dijo Hilal—. Tiene el temperamento de un zorro del desierto.

—No oigo lo que dice —comenté.

Bin Turki se echó a reír.

—Está acusando a Noora de acostarse con su marido. Su marido es demasiado viejo para acostarse con ella, y todos los Bani Salim lo saben, pero Umm Rashid está acusando a Noora de que su marido no le haga caso.

—No lo comprendo, Noora es una chica buena y dulce. No ha hecho nada para merecer esto.

—Ser buena y dulce en esta vida es suficiente para atraer el mal —dijo Hilal frunciendo el ceño—. Busco refugio en el Señor de los Mundos.

Umm Rashid chillaba y agitaba las manos como una gallina enloquecida. Bin Musaid hizo lo mismo, prácticamente acusando a Noora de seducir al marido de la vieja. Bin Sharif intentó defenderla, pero apenas le dejaban meter baza.

Por fin entró en escena Nasheeb, el padre de Noora. Salió de su tienda, bostezando y rascándose la barriga.

—¿Qué es todo esto? —dijo.

Al instante, Umm Rashid le gritaba en una oreja y bin Musaid en la otra. El padre de Noora sonreía perezosamente y gesticulaba con las manos adelante y atrás.

—No, no —dijo—, eso no puede ser. Mi Noora es una buena chica.

—¡Tu Noora es una meretriz y una puta! —gritó Umm Rashid.

Ésa fue la gota que colmó el vaso de Noora. Se precipitó, no hacia la tienda de su padre, sino hacia la de su tío Hassanein.

—No te permito que la insultes —dijo bin Sharif enojado.

—¡Y éste es su chulo! —dijo la vieja con las manos en las caderas, ladeando la cabeza—. Te lo advierto, si no alejas a esa zorra de mi marido, te arrepentirás. El Corán me lo permite. El Recto Camino me permite matarla si amenaza con romper mi hogar.

—No es cierto —dijo bin Sharif—, eso no lo dice en ninguna parte.

Umm Rashid no le prestó atención.

—Si sabes lo que le conviene —dijo dirigiéndose a Nasheeb—, la mantendrás alejada de mi esposo.

El padre de Noora no hizo sino sonreír.

—Es una buena chica —dijo—. Es pura y virgen.

—Te hago responsable, tío —dijo bin Musaid—. Prefiero verla muerta que mancillada por las maneras de ese infiel de la ciudad.

—¿Qué infiel de la ciudad? —preguntó Nasheeb confuso.

—Ya sabes —dijo Hilal pensativo—, por una persona tan buena y amable como Noora, sin duda existe un montón de gente horrible dispuesta a herirla.

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