El beso del exilio (7 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El beso del exilio
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Estoy seguro de que Papa le habría pagado cien mil, pero el policía no tenía suficiente imaginación corno para pedírselos.

Papa esperó un momento, luego asintió.

—Sí, diez mil.

Volvió a hablar por el teléfono, luego se lo ofreció al sargento.

—¿Qué? —preguntó al—Bishah.

—Di al ordenador el número de tu cuenta —dijo Papa.

—Ah, muy bien.

Cuando la transacción finalizó, el gordo cabeza de chorlito hizo otra llamada. No pude oír de qué se trataba, pero cuando colgó dijo.

—Estoy pidiendo algún medio de transporte para vosotros. No os quiero aquí, no os quiero en Najran. Tampoco puedo devolveros a vuestro destino, no desde esta pista de lanzaderas.

—Está bien —dije—. ¿Entonces, adonde vamos?

Al—Bishah me ofreció una clara panorámica de sus dientes cariados y putrefactos.

—Será una sorpresa.

No teníamos otra elección. Esperamos en su apestosa oficina hasta que una llamada anunció que nuestro vehículo había llegado. El sargento se levantó de su despacho, cogió el rifle, se lo colocó bajo el brazo y nos indicó que debíamos volver a la pista de aterrizaje. Me alegraba de salir de esa exigua habitación.

Fuera, bajo el cielo despejado de la noche sin luna, vi que la lanzadera suborbital de Hajjar había despegado. En su lugar se encontraba un pequeño helicóptero supersónico con emblemas militares. En el aire resonaban los chirridos de sus motores y una fuerte brisa me traía las corrosivas emanaciones del combustible derramado sobre la pista de cemento. Miré a Papa, que se limitó a encogerse ligeramente de hombros. No podíamos hacer otra cosa más que ir adonde deseaba el hombre del rifle.

Debíamos recorrer los treinta kilómetros de pista de aterrizaje vacía hasta llegar al helicóptero, y no íbamos a ofrecer resistencia. Sin embargo, al—Bishah salió tras de mí y me golpeó en la nuca con la culata de su rifle. Caí de rodillas y ante mis ojos desfilaron puntos de vivos colores. Me dolió terriblemente la cabeza. Por un momento me sentí a punto de vomitar.

Oí proferir un quejido cerca y cuando volví la cabeza vi a Friedlander Bey tendido, indefenso, en el suelo a mi lado. Que el policía gordo golpease a Papa me enfureció más que me sacudiera a mí. Me puse en pie, tambaleándome y ayude a levantarse a Papa. Se había puesto pálido y tenía los ojos desencajados. Deseé que no hubiera sufrido una conmoción. Conduje lentamente al anciano hacia la compuerta del helicóptero.

Al—Bishah nos observó subir al vehículo. No me volví para mirarlo, pero, a través del rugido de los motores del aparato oí que nos decía:

—Si volvéis a Najran, sois hombres muertos.

Le señalé con el dedo.

—Disfruta mientras puedas, cabrón —grité—, porque no durará mucho.

Él no hizo más que sonreírme. Luego el copiloto del helicóptero cerró la compuerta e intenté acomodarme junto a Friedlander Bey sobre el duro banco de plástico.

Me puse la mano bajo la keffiya y me toqué la nuca con cuidado. Mis dedos volvieron ensangrentados. Miré a Papa y me alegré de que hubiera recuperado el color.

—¿Estás bien, oh caíd? —le pregunté.

—Doy gracias a Alá —dijo, haciendo una pequeña mueca de dolor.

No pudimos decir nada más porque el helicóptero, que se preparaba para despegar, ahogaba nuestras palabras. Me senté a esperar los próximos acontecimientos. Me entretuve incorporando al sargento al—Bishah en mi lista, justo después del teniente Hajjar.

El helicóptero describió un círculo en torno al campo de aterrizaje y luego partió hacia su misterioso destino. Volamos mucho rato sin alterar el rumbo en lo más mínimo. Me senté sujetando la cabeza entre las manos, al compás de unos agudos y rítmicos pinchazos en la base de mi cráneo. Entonces recordé que tenía la ristra de software neurológico. Lo saqué alegremente, me quité la keffiya y me conecté el daddy que bloqueaba el dolor. Al instante, me sentí un ciento por ciento mejor, y sin los efectos adversos de los analgésicos químicos. Aunque no me lo podía dejar conectado mucho tiempo. Si lo hacía, tarde o temprano tendría una onerosa deuda con mi sistema nervioso central.

No podía hacer nada para que Papa se sintiera mejor. Sólo podía dejar que sufriera en silencio, mientras apretaba la cara contra la tronera de plástico de la portezuela. Hacía mucho rato que no veía ninguna luz allí abajo, ni una ciudad, ni un pueblo, ni siquiera una casa solitaria apartada de la civilización. Supuse que volábamos sobre agua.

Descubrí lo equivocado que estaba cuando el sol empezó a salir, por encima de nosotros, un poco a estribor. Todo el tiempo habíamos estado volando hacia el noreste. Según mi impreciso mapa mental, eso significaba que nos habíamos dirigido hacia el corazón de Arabia. No me había percatado de lo despoblada que estaba esa parte del mundo.

Decidí quitarme el daddy antidolor y conectármelo una media hora más tarde. Me lo desenchufé, esperando sentir una oleada de nuevo suplicio, pero me vi sorprendido agradablemente. El dolor punzante se había estabilizado en un normal y manejable dolor de cabeza. Volví a colocarme la keffiya. Luego me levanté del banco de plástico y me dirigí hacia la cabina.

—Buenas —dije al piloto y al copiloto.

El copiloto se volvió para mirarme. Echó un largo vistazo a mi principesco atuendo, pero se contuvo la curiosidad.

—Vuelve a sentarte. No podemos preocuparnos por vosotros mientras intentamos hacer volar esta cosa.

Me encogí de hombros.

—Parece como si hubiéramos volado con el piloto automático todo el trayecto. ¿Cuánto rato habéis pilotado realmente vosotros, tíos?

Eso no le gustó nada al copiloto.

—Vuelve a sentarte —dijo— o te llevaré yo y te esposaré al banco.

—No deseo causar ningún problema. Nadie nos dice nada. ¿No tenemos derecho a saber adónde vamos?

El copiloto me dio la espalda.

—Mira, tú y el viejo asesinasteis a algún pobre hijo de puta. Ya no tenéis derechos.

—Fantástico —murmuré.

Volví al banco. Papa me miró y yo sacudí la cabeza. Papa estaba despeinado, cubierto de tizne y había perdido el tarboosh cuando al—Bishah le golpeó en la nuca. No obstante, recuperó buena parte de su prestancia durante el vuelo y ya volvía a ser él. Tenía la sensación de que pronto necesitaríamos de todo nuestro ingenio.

Quince minutos más tarde, noté que el helicóptero frenaba. Miré por la tronera y vi que ya no avanzábamos, sino que oscilábamos sobre las dunas de arena rojiza que se extendían en el horizonte hacia todas direcciones. Hubo un zumbido y sobre la compuerta se encendió una luz verde. Papa me tocó el brazo y me volví hacia él, pero no podía decirle qué estaba sucediendo.

El copiloto se quitó el cinturón de seguridad y se levantó de su asiento de la cabina. Se dirigió con precaución a través de la zona de carga hasta nuestro banco.

—Ya hemos llegado —dijo.

—¿Qué quieres decir con ya hemos llegado? Aquí no hay más que arena. Ni siquiera un árbol ni un matorral.

Al copiloto no le importó.

—Mira, todo lo que sé es que debemos entregaros a los Bayt Tabiti aquí.

—¿Qué son los Bayt Tabiti?

El copiloto me ofreció una sonrisa socarrona.

—Una tribu de Badawi. Las demás tribus les llaman los leopardos del desierto.

«Sí, seguro que tienes razón», pensé.

—¿Y qué van a hacer esos Bayt Tabiti con nosotros?

—Bueno, no esperéis que os reciban como hijos pródigos. Mi consejo es que intentéis ganároslos deprisa.

No me gustaba nada, pero ¿qué podía hacer?

—¿Así que vais a hacer aterrizar el helicóptero y echarnos de un puntapié al desierto?

El copiloto sacudió la cabeza.

—No, no vamos a aterrizar. El helicóptero no tiene filtros de arena del desierto.

Levantó una palanca de seguridad y corrió la compuerta.

Miré hacia el suelo.

—¡Estamos a seis metros de altura! —grité.

—No por mucho tiempo —dijo el copiloto.

Levantó el pie y me empujó fuera. Sentí la arena tibia, intentando rodar mientras caía. Tuve suerte de no partirme las piernas. El helicóptero levantaba un fuerte viento, que me arrojaba la molesta arena a la cara. Apenas podía respirar. Pensé en utilizar la keffiya para lo que fue creada, para protegerme la nariz y la boca de la artificial tormenta de arena. Antes de que pudiera colocármela, vi que el copiloto empujaba a Friedlander Bey desde la compuerta abierta. Hice lo que pude para amortiguar la caída de Papa y él tampoco resultó malherido.

—¡Esto es un asesinato! —grité hacia el helicóptero—. ¡No podemos sobrevivir aquí!

El copiloto separó las manos.

—Los Bayt Tabiti están al llegar. Tomad, esto os durará hasta que lleguen.

Nos arrojó un par de grandes cantimploras. Luego, finalizado su deber hacia nosotros, cerró la compuerta. Al cabo de un momento, el helicóptero supersónico ascendió, giró en el aire y volvió por donde había venido.

Papa y yo estábamos solos en medio del desierto arábigo. Cogí ambas cantimploras y las sacudí. Hicieron un ruido afirmativo. Me pregunté cuántos días de vida contendrían. Luego fui hacia Friedlander Bey. Sentado bajo el caluroso sol de la mañana se frotaba el hombro.

—No puedo andar, hijo mío —dijo, anticipándose a mi interés.

—Supongo que deberemos hacerlo, oh caíd.

No tenía ni la menor idea de qué hacer. No sabía dónde estábamos ni qué dirección tomar.

—Primero pidamos a Alá que nos guíe —dijo.

No veía motivos para no hacerlo. Papa decidió que se trataba sin duda de una emergencia, por tanto no tuvimos que emplear nuestra preciosa agua para lavarnos antes de la oración. En una situación semejante está permitido usar arena limpia. De eso teníamos mucho. Se quitó los zapatos y yo las sandalias y nos preparamos para acercarnos a Dios tal y como prescribe el noble Corán.

Buscó la dirección del sol naciente y se volvió de cara a La Meca. Yo permanecí a su lado y ambos repetimos la poesía familiar de la oración. Cuando acabamos, Papa recitó una parte adicional del Corán, un verso de la segunda azora que dice: «Se os prescribe la ley del talión en el homicidio: el libre por el libre, el esclavo por el esclavo, la mujer por la mujer».

—Alabado sea Alá, señor de los mundos —murmuré.

—Dios es grande —dijo Papa.

Era el momento de comprobar si podíamos salvar nuestras vidas.

—Supongo que discurriremos cómo salir de ésta.

—Discurrir no sirve en el desierto —dijo Papa—. No podemos discurrir la comida, ni el agua, ni la protección.

—Tenemos agua —dije, ofreciéndole una de las cantimploras.

La abrió y echó un trago, luego la cerró y se la colgó del hombro.

—Tenemos un poco de agua. Está por ver si tenemos la suficiente.

—He oído que hay aguas subterráneas incluso en los desiertos más áridos.

Creo que hablaba para mantener su moral alta, o la mía. Papa se echó a reír.

—Recuerdas los cuentos de hadas que te contaba tu madre sobre el valiente príncipe perdido en las dunas y el manantial de agua dulce que fluía desde la falda de la montaña de arena. En la vida real no es así, querido, y tu fe inocente no nos sacará de ésta.

Sabía que tenía razón. Me pregunté si, en su juventud, tenía alguna experiencia en sobrevivir en el desierto. Había décadas enteras de su vida anterior de las que nunca hablaba. Decidí que, en cualquier caso, sería mejor confiar en su sabiduría. Pensé que no me moriría por quedarme un rato callado. Tal vez aprendiese algo.

—¿Qué vamos a hacer, entonces, oh caíd? —pregunté.

Se enjuagó el sudor de su frente con la manga y miró a su alrededor.

—Estamos perdidos en la parte más suroriental del desierto arábigo. El Rub al—Khali.

La región desolada. No sonaba muy prometedor.

—¿Cuál es la ciudad más próxima?

Papa sonrió.

—No hay ciudades en el Rub al—Khali, no en más de seiscientos kilómetros cuadrados de arena y erial. Existen grupos verdaderamente pequeños de nómadas que atraviesan las dunas, pero sólo viajan de pozo en pozo, buscando pasto para sus camellos y cabras. Podemos esperar encontrar un pozo o que la suerte nos conduzca hasta uno de esos clanes beduinos.

—¿Y si no es así?

Papa agitó su cantimplora.

—Tenemos unos cinco litros de agua para cada uno. Si no caminamos durante el día, bebemos con moderación y recorremos la mayor distancia posible durante el frescor de la noche, podemos vivir cuatro días.

Eso era peor que mi previsión más pesimista. Me dejé caer pesadamente sobre la arena. Había leído sobre ese lugar hacía años, cuando era un muchacho en Argel. Pensé que la descripción era exagerada, pues pintaba el Rub al—Khali más severo que el Sahara, que era nuestro desierto local, y no creía que ningún lugar en la tierra pudiera ser más desolado que el Sahara. Era evidente que me equivocaba. También recordaba cómo llamó un viajero occidental al Rub al—Khali en sus memorias: «El gran lugar funesto».

4

Según ciertos geógrafos, el desierto arábigo es una extensión del Sahara. La mayoría de la Península Arábiga es un erial deshabitado y las zonas pobladas se agrupan en torno a las cercanías del mar Mediterráneo, el Mar Rojo y el Mar de Arabia, junto al Golfo Arábigo —que es el nombre que nosotros damos a lo que otros llaman Golfo Pérsico— y en el creciente fértil de la arcana Mesopotamia.

El Sahara es mayor en extensión, pero hay más arena en el desierto arábigo. Cuando era niño, pensaba en el Sahara como un ardiente, interminable y yermo paisaje de arena, pero eso no es muy preciso. La mayor parte del Sahara está formada por mesetas rocosas, áridos llanos de pedregal y cadenas de montañas barridas por el viento. Las extensiones de arena sólo ocupan un diez por ciento del área del desierto. La parte del desierto arábigo denominado Rub al—Khali lo supera en un treinta por ciento. Por lo que a mí respecta podía no haber más que arena de un extremo al otro.

¿Qué demonios importaba?

Entorné los ojos hasta casi cerrarlos bajo el sol dolorosamente brillante. Una de las ventajas de haber sido abandonado en tan letal sitio consistía en que era demasiado letal incluso para los buitres. Me ahorré la enervante visión de las aves carroñeras volando pacientemente en círculo, esperando a que tuviera la cortesía de morirme.

Estaba bastante resuelto a no morirme. No lo había hablado con Friedlander Bey, pero confiaba en que fuera de mi parecer. Estábamos sentados a sotavento de una alta duna modelada por el viento. Supuse que la temperatura debía ser ya de cuarenta grados centígrados o más. El sol había ascendido pero no era mediodía, aún haría más calor.

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