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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (17 page)

BOOK: El beso del exilio
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Tuve sueños extraños toda la noche. Aún recuerdo uno, tenía que ver con la figura de un padre fuerte que me daba estrictos sermones sobre ir a la mezquita el viernes. De hecho, la figura del padre no me permitía escoger ninguna vieja mezquita; tenía que ser aquella a la que él asistía, pero no me decía cuál. Hasta que no me desperté no me di cuenta de que no era mi padre, sino Jirji Shaknahyi, que había sido mi compañero durante el breve tiempo que trabajé para el departamento de policía de la ciudad.

Ese sueño me preocupaba enormemente por dos razones: de vez en cuando aún me culpaba por la muerte de Shaknahyi y me preguntaba cómo en mi sueño había llegado a representar el comportamiento estricto y severo. No era así en absoluto. ¿Por qué turbaba ahora mi descanso, en lugar de soñar con Friedlander Bey?

Comimos más carne de cabra seca y tomamos té antes de cargar los camellos y proseguir la persecución de Nasheeb. Normalmente el desayuno sólo consistía en gachas de arroz y dátiles.

—Come lo que desees —me dijo Hassanein—. Será un día lleno de acontecimientos desagradables. Come y bebe hasta saciarte, porque no volveremos a detenernos hasta que mi hermano haya muerto.

«Yepa», pensé. ¿Cómo se puede hablar de eso con tanta serenidad? Me tenía por duro, pero ese jefe del desierto me estaba demostrando en qué consistía la verdadera fortaleza.

Puse la complicada silla sobre la espalda de Fatma y ella profirió las indiferentes objeciones de rigor. Colgué la mitad de las provisiones de la silla y luego puse en pie al camello. No era una tarea fácil, creedme. En más de una ocasión deseé que los Bani Salim hubieran resultado ser uno de esos clanes del desierto que cabalgaban sobre hermosos corceles. En su lugar, tenía a esa obstinada y apestosa bestia. Oh, todo era voluntad e Alá.

Dirigimos los camellos hacia el este, hacia el Umm as—Samim. Hassanein estaba en lo cierto: sería un día desagradable. No obstante, cuando concluyera, su resolución sería catártica para el caíd, inshallah.

Ninguno de los dos hablábamos. Nos envolvían tenebrosos pensamientos mientras, sentados en los camellos, nos balanceábamos despacio hacia nuestra cita con Nasheeb. Transcurrieron pocas horas hasta que oí al caíd exclamar:

—¡Allah Akbar! —dijo con fervor—. ¡Ahí está!

Miré una vez. Supongo que estaba dormitando porque no había visto la amplia y brillante llanura que se desplegaba ante nosotros. En el extremo occidental había un hombre, descargando su camello como si planeara acampar allí.

—Bien —dije—, como mínimo no va a llevarse al pobre animal con él.

Hassanein se volvió para mirarme. Su natural buen humor había desaparecido por completo. Tenía una expresión severa y tal vez algo vengativa.

Azuzamos a nuestros camellos para que fueran más aprisa y bajamos las altas dunas como si se tratara de una correría beduina. Cuando estábamos a unos trece metros de Nasheeb, él se dio la vuelta para mirarnos. En su rostro no había temor ni rabia, sólo una especie de tristeza inmensa. Levantó un brazo haciéndonos un gesto. No sabía lo que quería decir. Luego corrió hacia la pulida capa de Umm as—Samim.

—¡Nasheeb! —gritó Hassanein desesperado—. ¡Espera! Regresa con los Bani Salim, donde al menos puedes ser perdonado antes de la ejecución. ¿No es mejor morir en el seno de tu tribu, que aquí solo en este lugar desolado?

Nasheeb no entendió las palabras de su hermano. Casi lo atrapamos antes de que diera su primer paso titubeante en la capa cubierta de arena.

—¡Nasheeb! —gritó Hassanein.

Esta vez el asesino se dio media vuelta. Se tocó el pecho por encima del corazón, se llevó los dedos a los labios y los besó, luego se tocó la frente.

Por fin, después de los que me parecieron los momentos más largos de la historia del mundo, se dio la vuelta y avanzó más sobre la superficie de costra alcalina.

—Quizás él...

Mis palabras fueron silenciadas por un grito de extrema desesperanza, mientras su siguiente paso rompió la capa y se hundió inevitablemente en el lago pantanoso. Su cabeza reapareció brevemente, pero todo fue en vano. Los Bani Salim no consideran que saber nadar sea una de las habilidades necesarias para la supervivencia.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —gimió Hassanein—. Que las bendiciones de Alá y la paz sean con él.

—Afirmo que no hay más Dios que Alá —dije, casi tan conmovido como mi compañero.

Cerré los ojos, aunque ya no había nada que ver, excepto el pequeño agujero que Nasheeb había roto en la corteza de sal. No quedó ni rastro de él. Murió muy rápido.

Ya no había nada que hacer allí y la severidad del entorno nos invitaba a reunimos con el resto de la tribu en Mughshin lo antes posible. Hassanein lo comprendió antes que yo y sin pronunciar palabra desmontó y cogió la rienda del camello de Nasheeb, guiándolo por la sibilante arena hasta su propia montura. Si había que lamentarse, el caíd lo haría en silencio, mientras emprendíamos camino hacia el suroeste.

No recuerdo haber cruzado palabra con Hassanein durante el resto del día. Guió nuestra pequeña expedición hasta el agotamiento; cabalgamos durante una hora o dos después de que cayera la noche, deteniéndonos sólo para la oración del ocaso. El caíd explicó la situación concisamente.

—La parte sur de las Arenas está ahora devastada. Hay poca agua y poco pasto para los camellos. Esta parte del desierto está atravesando una sequía.

Qué demonios, estaba a punto de preguntarle cómo un lugar tan árido como la Región Desolada podía sufrir una sequía. Quiero decir, ¿cómo lo sabía? Probablemente puedes guardar la pluviosidad anual de la región en una pequeña lata. Pero sabía que Hassanein no estaba de humor para hablar, así que permanecí en silencio.

Al cabo de unas dos horas acampamos, comimos nuestra escasa cena y extendimos las mantas cerca del fuego, donde nos unimos a Hilal y a bin Sharif. Me alegraba de verlos, aunque los recientes acontecimientos pesaban sobre esa pequeña reunión como el temor de Dios.

Los recién llegados se hicieron un hueco junto al fuego.

—Os vimos a vosotros y a Nasheeb desde lejos —dijo Hilal—. En cuanto os vimos abandonar el límite de Umm as—Samim, nos dimos cuenta de que Nasheeb se debía haber suicidado. Entonces acortamos por las Arenas para interceptaros. Nos habríamos reunido con vosotros enseguida, pero debéis haber llevado un ritmo agotador.

—No quiero perder más tiempo que el necesario —dijo Hassanein con voz sombría—. Nuestra comida y nuestra agua...

—Creo que es suficiente —dijo bin Sharif—. Simplemente queríais dejar atrás lo sucedido.

El caíd le miró durante un largo rato.

—¿Me estás juzgando, Suleiman bin Sharif? —preguntó en la más brusca de las voces.

—Yeta salaam, no me atrevería —dijo el joven.

—Entonces extiende tu manta y duerme un poco. Por la mañana nos espera un largo camino.

—Como tú digas, oh caíd —dijo Hilal.

En pocos minutos estábamos todos soñando bajo el cielo frío y negro del Rub al—Khali.

A la mañana siguiente, deshicimos el campamento y empezamos la travesía del desierto, sin que nos guiara más rastro que la memoria de Hassanein. Viajamos así unos días, sólo hablaba Hassanein y éste no pronunciaba una palabra más de lo necesario: «¡La hora de rezar!» o «¡Detengámonos aquí!» o «¡Ya es bastante por hoy!». Así que tenía mucho tiempo para la introspección y, creedme, lo empleé todo. Había llegado a la conclusión de que el tiempo que había pasado con los Bani Salim no sólo me había cambiado, sino que cuando regresara —si es que regresaba— a la ciudad, se producirían ciertos cambios drásticos en mi comportamiento. Siempre había sido muy independiente, sin embargo, de algún modo ahora deseaba la aprobación de ese tosco clan y de su taciturno líder.

Por fin, viajamos tan lejos y tantos días, que los pensamientos de la ciudad se desvanecieron de mi mente. Sólo pensaba en llegar a salvo a otro pueblo, a otro poblado beduino del extremo sur de las Arenas. Y por tanto sentí una alegría inmensa cuando Hassanein se detuvo y señaló el horizonte, ligeramente al sur suroeste.

—Las montañas —anunció.

Yo miré, pero no vi ningunas montañas.

—Éstos son los últimos kilómetros de las Arenas. Ahora estamos en Ghanim.

Claro, oh caíd, si tú lo crees. A mí nada me parecía diferente. Pero nos desviamos un poco hacia el sur y pronto encontramos el camino centenario que lleva del pozo de Khaba a Mughshin, en el lugar más lejano de las montañas de Qarra. Mughshin era nuestra meta, donde debíamos reunimos con el resto de la tribu. Los Bani Salim hablaban de Mughshin como si fuera el lugar de las mil maravillas, como si fuera Singapur o Edo o Nueva York. Ya me había hecho a la idea de abstenerme de juzgarla hasta que tuviera la oportunidad de vagar por sus callejas.

En dos o tres día de viaje el terreno empezó a empinarse y ya no me cupo duda de que el caíd sabía adónde nos dirigíamos. Al pie de las montañas que nos separaban de la orilla del mar estaba Mughshin. Me imaginaba perfectamente el lugar, por las historias de mis compañeros, así que no estaba preparado para la dura confrontación con la realidad. Mughshin consistía en unas cincuenta o sesenta tiendas —tiendas comerciales, hechas en Europa— esparcidas en una amplia llanura de modo que cada ocupante dispusiera de la suficiente intimidad. Un fuerte viento arenoso soplaba en todo el pueblo y no se veía a un alma.

Bin Sharif e Hilal se alegraron muchísimo al ver el pueblo y se levantaron en la grupa de sus camellos, hicieron ondear sus rifles y gritaron las frases religiosas convencionales.

—Id —dijo Hassanein— y ved si nuestra tribu está allí. Nuestro terreno de acampada acostumbrado parece vacío.

—Quizás nos hayamos adelantado —dijo bin Sharif—. Podemos viajar más rápido que la lenta comitiva de los Bani Salim.

El caíd asintió.

—Tendremos que esperar aquí hasta que lleguen.

Hilal se arrodilló en su montura y gritó algo que no entendí. Entonces azuzó su camello con gran estrépito seguido de cerca por bin Sharif.

Hassanein señaló hacia el pueblo.

—¿Tu ciudad es más grande que ésta? —preguntó.

Eso me sorprendió. Miraba el puñado de tiendas verdes y grises.

—En muchos sentidos, sí —dije—. En otros, definitivamente no.

El caíd gruñó. El tiempo de charla había concluido. Espoleó su camello y yo le seguí a ritmo más lento. Empezaba a tener una gran sensación de victoria al haber sobrevivido en ese entorno de tan misérrima tecnología. La operación de mi cerebro me había sido de muy poco uso desde mi rescate a manos de los Bani Salim. Incluso había intentado dejar de usar los bloqueadores del dolor, el hambre y la sed, porque deseaba demostrarme a mí mismo que podía soportar todo lo que soportaban los beduinos sin modificar.

Claro que no estaba tan disciplinado como ellos. Cada vez que el dolor, el hambre o la sed eran demasiado grandes, me amparaba agradecido en el escudo anestesiante de mi software intracraneal. No tenía ningún sentido sobrepasarme, sobre todo si sólo era una cuestión de orgullo. El orgullo era demasiado caro en las Arenas.

Era cierto que los Bani Salim aún no habían llegado. El caíd Hassanein nos condujo al lugar donde la tribu solía acampar y establecimos un campamento temporal y descubierto. ¡Como anhelaba las tiendas permanentes! Hubiera dado un montón de dinero por alquilar una, porque el viento era helado y transportaba buenos puñados de arena en sus dientes. Una versión anterior de Marîd Audran habría dicho: «¡Al infierno con todo esto!» y se habría ido a descansar dentro de una de las tiendas. Ahora era mi orgullo, mi caro orgullo, el que me impedía abandonar a Hassanein y a los dos jóvenes. Me interesaba más lo que pensaran de mí que mi propia comodidad. Eso era algo nuevo.

Al día siguiente estaba muy aburrido. No teníamos nada que hacer hasta que los Bani Salim se encontraran con nosotros. Exploré el pueblo, tarea que me llevó poco tiempo. Descubrí un pequeño zoco donde los más ambiciosos mercaderes de Mughshin desplegaban mantas en el suelo y las cubrían de diversos objetos. Había carne fresca y en conserva, verduras, dátiles y otras frutas, y los productos básicos de la dieta beduina: arroz, café, carne seca y col, zanahorias y otras hortalizas.

Me sorprendió bastante ver a un viejo que no tenía más que siete cuadraditos de plástico sobre su manta: daddies traídos a través de las montañas, procedentes de Sálala, importados de Dios sabe dónde. Los examiné con gran curiosidad, preguntándome qué personajes pensaba ese ingenioso tipo que podía vender a los pocos cerebros llameantes que vagaban por el Rub al—Khali.

Se trataba de dos daddies de Imán Santo, probablemente el mismo que tenía Hassanein, dos daddies de médicos, un daddy programado con varios dialectos árabes que se hablan en la parte sur de Arabia, un manual de sexo ilegal, y un compendio de la sharia, o ley religiosa. Pensé que el último podía ser un buen regalo para el caíd. Pregunté al viejo cuánto costaba.

—Doscientos cincuenta riyals —dijo, con voz débil y temblorosa.

—No tengo riyals —admití—, sólo kiams.

Casi tenía cuatrocientos kiams que había ocultado al sargento al—Bishah en Najran.

El viejo me miró larga y astutamente.

—Kiams, ¿eh? Muy bien, cien kiams.

Ahora me tocaba regatear a mí.

—¡Eso es diez veces lo que vale!

Se limitó a encogerse de hombros.

—Algún día, alguien pensará que son cien kiams bien empleados y lo venderé por cien. No, no. Porque tú eres un huésped en nuestro pueblo te lo venderé por noventa.

—Te doy quince por él.

—Ve entonces, busca a tus compañeros. No necesito tu dinero. El Señor Todopoderoso velará por mis necesidades. Ochenta kiams.

Separé las manos.

—No puedo pagar un precio tan elevado. Te daré veinticinco, pero es todo lo que puedo pagar. Que sea extranjero no significa que sea rico, sabes.

—Setenta y cinco —dijo, sin pestañear.

El hábito del regateo era más una costumbre social que un serio intento de sacarme el dinero.

Así seguimos durante unos minutos más, hasta que acabé comprando el daddy legal por cuarenta kiams. El viejo se inclinó ante mí como si yo fuera un gran caíd. Claro que, desde su punto de vista lo era.

Cogí el daddy y me encaminé hacia nuestro campamento. Antes de que caminara veinte metros, me interceptó otro de los pueblerinos.

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