Read El beso del exilio Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (16 page)

BOOK: El beso del exilio
3.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿No es ya suficiente, oh caíd? —preguntó bin Turki mientras pasábamos junto a la tumba.

Ya se estaba empezando a llenar de la fina arena que se levantaba del suelo del desierto.

Hassanein sacudió la cabeza.

—Otra vuelta —dijo.

Se me cayó el alma a los pies.

—¿Nos explicarás lo que estás haciendo, oh caíd? —dije.

Hassanein me miró, pero su mirada se perdió en la distancia por encima de mi hombro.

—Existía un pueblo en un confín del mundo —dijo con voz cansada—. Un pueblo tan pobre como nosotros, que también llevaba una vida errante y dura. Cuando uno de su tribu era asesinado, los ancianos llevaban el cadáver alrededor del campamento cinco o seis veces. La primera vez, todos los de la tribu, dejaban lo que estuvieran haciendo para mirar y se unían al velatorio de la desafortunada víctima. La segunda vez, sólo observaba la mitad de la tribu. La tercera, despertaba el interés de poca gente. A la quinta o sexta vez, sólo una persona aún prestaba atención al paseo del cadáver y ése era el asesino.

Miré en torno al campamento y vi que casi todos habían regresado a sus quehaceres. Aunque esa mañana hubiera muerto una mujer joven, quedaba mucho trabajo por hacer, o no habría ni comida ni agua, ni para los Bani Salim ni para los animales.

Condujimos a Ata Alá despacio alrededor del círculo; sólo bin Musaid y unos pocos observaban nuestro paso. El padre de Noora buscó con la mirada a su mujer, pero se había ido a su tienda hacía mucho. Nasheeb se recostó contra una cuerda tiesa y nos contempló con ojos ausentes.

Cuando nos acercábamos a bin Musaid, éste nos bloqueó el paso.

—¡Que Alá arruine vuestras vidas por esto! —se lamentó, con la cara encendida de ira.

Luego se fue a su tienda.

Esta vez, cuando llegamos hasta los dos jóvenes, Hassanein les dio instrucciones.

—Debéis buscar el arma del asesino —les dijo—. Un cuchillo. Hilal, búscalo donde el caíd Marîd descubrió el cuerpo de Noora. Bin Turki, debes buscar en los aledaños de la tienda de sus padres.

Pasamos junto a la tumba e iniciamos la última vuelta. Tal como Hassanein había predicho, sólo una persona nos observaba: Nasheeb, su hermano, el padre de Noora.

Antes de que llegáramos hasta él, Hilal corrió hasta nosotros:

—¡Lo he encontrado! —gritó—. ¡He encontrado el cuchillo!

Hassanein lo cogió y lo examinó brevemente. Me lo enseñó.

—¿Ves? —dijo—. Es la marca de Nasheeb.

—¿Su propio padre? —estaba sorprendido—. Hubiera apostado a que el asesino era bin Musaid.

Hassanein asintió.

—Sospecho que empezó a temer que los comentarios y chismorrees tuvieran una base cierta. Si Noora había perdido el buen nombre, él nunca obtendría el precio de la novia. Probablemente la mató, pensando que culparían a algún otro, a mi sobrino Ibrahim o la vieja Umm Rashid, y al menos él cobraría la deuda de sangre.

Miré a Nasheeb, que aún estaba con la mirada perdida fuera de la tienda. Me horrorizaba que el hombre hubiera matado a su propia hija por una razón tan estúpida.

El sistema beduino de justicia es sencillo y directo. El caíd Hassanein tenía todo lo que necesitaba para convencerse de la identidad del asesino, sin embargo dio a Nasheeb una oportunidad para negar la evidencia. Cuando nos detuvimos junto a él, el resto de los Bani Salim se percataron de que habíamos encontrado al asesino, salieron de sus tiendas y se quedaron en los alrededores, para ser testigos de lo que iba a ocurrir.

—Nasheeb, hijo de mi padre —dijo Hassanein—, has asesinado a tu propia hija, carne de tu carne y espíritu de tu espíritu. «No matarás a tus. hijos temiendo caer en la pobreza», dice el noble Corán, «nosotros velaremos por ellos y por ti. ¡Pues he aquí que matarlos es un grave pecado!».

Nasheeb escuchó estas palabras y humilló la cabeza. Parecía ser sólo vagamente consciente de lo que estaba sucediendo. Su esposa se derrumbó en el suelo llorando y aclamando a Alá, y otras mujeres de la tribu la atendieron. Bin Musaid había regresado, le temblaban los hombros. Bin Sharif se limitaba a contemplar a Nasheeb atónito.

—¿Niegas esta acusación? —preguntó Hassanein—. Si lo deseas, puedes jurar tu inocencia en el gran altar del caíd Ismail bin Nasr. Recuerda que, hace sólo un año, Ali bin Sahib juraba en falso en ese altar sagrado y al cabo de una semana moría de una mordedura de serpiente.

Ése era el mismo caíd Hassanein que me acababa de asegurar que los Bani Salim no eran supersticiosos. Me preguntaba en qué medida creía en esas cosas de los juramentos en los altares y en que medida era en beneficio de Nasheeb.

El asesino, el propio padre de Noora, habló en una voz tan baja que sólo Hassanein y yo pudimos oírlo.

—No haré ningún juramento —dijo.

Eso era una admisión de su culpabilidad.

Hassanein asintió.

—Entonces, preparemos a Noora para que descanse hasta el día del Juicio Final. Mañana al amanecer, Nasheeb, te permitiremos rezar por tu alma. Y luego haré lo que debo hacer, inshallah.

Nasheeb sólo cerró los ojos. Nunca antes había visto un rostro tan angustiado. Creí que se iba a desmayar en el acto.

Condujimos a Noora al emplazamiento de la tumba. Dos de las mujeres trajeron una sábana blanca para emplearla como sudario, amortajaron a la muchacha y rezaron por ella. Hassanein y Abu Ibrahim, los tíos de Noora, la bajaron a la tumba y el caíd rezó por ella. Luego sólo restaba taparla y marcar el lugar con unas cuantas piedras.

Hassanein y yo contemplamos a Hilal y a bin Turki acabar su trabajo, ninguno de nosotros dijo una palabra. No sé lo que pensaría el caíd, pero yo me preguntaba por qué tanta gente considera el asesinato una solución a sus problemas. En la populosa ciudad o en desierto vacío, ¿puede una vida ser tan insoportable como para creer que la muerte de otro la mejorará? ¿O es que en lo más profundo de nuestro ser consideramos que la vida de los demás no vale tanto como la nuestra?

Mientras los dos jóvenes completaban su triste tarea, Friedlander Bey se unió a nosotros.

—Que las bendiciones de Alá y la paz sean con ella —dijo—. Caíd Hassanein, tu hermano ha huido.

Hassanein se encogió de hombros, como si supiera que eso iba a ocurrir.

—Prefiere morir en el desierto y no bajo mi espada —se irguió y suspiró—. Sin embargo debemos ir tras él y traerlo de nuevo, si Dios quiere. Esta tragedia aún no ha concluido.

8

Bueno, por mucho que odiara la idea, el tiempo que pasé con los Bani Salim cambió mi vida. De eso estaba seguro. Mientras me adormilaba sobre Fatma, soñaba despierto en cómo serían las cosas cuando regresase a la ciudad. Me gustaba en especial la fantasía de irrumpir en casa de Reda Abu Adil y darle el gran beso, el que los señores del crimen sicilianos conocen como la marca de la muerte. Entonces recordé que Abu Adil estaba fuera de alcance y dirigí mi atención hacia otra cosa.

¿Qué pescuezo preferiría retorcer? ¿El de Hajjar? Eso no hacía falta decirlo, pero cargarme a Hajjar no me produciría la auténtica satisfacción que yo andaba buscando. Estoy seguro de que Friedlander Bey esperaba que aspirase a más.

Una mosca aterrizó en mi rostro y le di un manotazo. Abrí los ojos para ver si algo había cambiado, pero no era así. Aún nos mecíamos y deambulábamos despacio por las montañas de arena llamadas Uruq ash—Shaiba. Se trataba de verdaderas montañas, no colinas. Los picos arenosos del Uruq ash—Shaiba alcanzaban los veinte metros y se extendían sin cesar hacia el horizonte oriental como ondas de luz solar congelada.

A veces nos resultaba muy difícil hacer que los camellos remontaran esas dunas. A menudo teníamos que descabalgar y llevar a los animales por las riendas. Los camellos se quejaban constantemente y a veces incluso debíamos aligerar sus cargas y llevar los fardos nosotros mismos. La arena de las pendientes era blanda, comparada con el firme y prieto suelo del desierto, e incluso los camellos de pie certero tenían dificultades en su lucha con la cresta de las altas dunas. Luego, en el costado de sotavento, cuyo curso era más escalonado, los animales corrían el peligro de tropezar y herirse gravemente. Si eso ocurría podía costamos la vida.

Seis de nosotros formábamos el grupo de persecución. Yo cabalgaba al lado de Hassanein, que era nuestro líder tácito. Su hermano, Abu Ibrahim, cabalgaba con bin Musaid y Suleiman bin Sharif con Hilal. Cuando nos detuvimos para descansar, el caíd se acuclilló y dibujó un tosco mapa sobre la arena.

—Éste es el camino de Bir Balagh por el pozo de Khaba hacia Mughshin —dijo, dibujando una línea quebrada de norte a sur. Luego dibujó otra línea paralela a ésa, a unos treinta centímetros a la derecha—. Aquí está Omán. Quizás Nasheeb cree que puede pedir clemencia al rey, pero se equivoca. El rey de Omán es débil y se halla bajo la presión del emir de Muscat, que es un ferviente defensor de la justicia islámica. Nasheeb no vivirá más allí que si regresara con los Bani Salim.

Señalé el espacio entre la ruta del desierto y la frontera omaní.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Acabamos de entrar en esta zona —dijo Hassanein, tamborileando con los dedos sobre la arena de color miel—. Esto es el Uruq ash—Shaiba, estos altos picos. Tras ellos existe algo peor —deslizó su pulgar en la arena a lo largo de la frontera con Omán—. La Umm as—Samim.

Eso significaba: «Madre de los venenos».

—¿Qué clase de lugar es ése? —pregunté.

Hassanein levantó la mirada hacia mí y pestañeó.

—Umm as—Samim —dijo, como si el mero hecho de repetir el nombre lo explicara todo—. Nasheeb es mi hermano, creo que conozco sus planes. Me parece que se dirige allí porque prefiere elegir su muerte.

Asentí.

—¿Así que en realidad no estás impaciente por capturarlo?

—Si intenta morir en el desierto, lo permitiré. Pero si intenta escapar debemos preparamos para decapitarlo —se dirigió a su hermano—. Musaid, coge a tu hijo y ve hacia el límite septentrional del Umm as—Samim. Bin Sharif, Hilal y tú id hacia el sur. Este noble hombre de la ciudad y yo seguiremos a Nasheeb hasta el extremo de las arenas movedizas.

Así pues, nos dividimos y quedamos en volvernos a encontrar con el resto de los Bani Salim en Mughshin. No nos sobraba tiempo porque en el Uruq ash—Shaiba no había pozos. El agua de nuestros pellejos de cabra debía durarnos hasta que cazáramos a Nasheeb.

A medida que transcurría el día me iba quedando solo con mis pensamientos. Hassanein no era un hombre conversador y había poco de lo qué hablar. Aprendí mucho de él. Pensé que en la ciudad, a veces me quedaba paralizado, preocupado por el bien, el mal y todas las tonalidades de gris intermedias. Eso era una especie de debilidad.

Aquí en las Arenas, las decisiones eran más claras. Retrasarse ponderando todos los aspectos de una línea de acción podía ser fatal. Me prometí que cuando regresara a la ciudad, intentaría conservar la mentalidad beduina. Recompensaría el bien y castigaría el mal. La vida era demasiado corta para tener en cuenta circunstancias atenuantes.

Justo entonces, Fatma tropezó. La interrupción en su rítmico y oscilante paso me sobresaltó en mi introspección y me recordó que tenía asuntos más urgentes que atender. Sin embargo, no podía evitar la sensación de que había sido la voluntad de Alá que recibiera esa lección. Era como si el asesinato de Noora hubiera sido dispuesto para enseñarme algo importante.

No acertaba a comprender por qué Noora había tenido que morir por ello. Si se lo hubiera preguntado al profundamente religioso Friedlander Bey. se habría encogido de hombros y hubiera dicho: «Es la voluntad de Alá». Lo cual era una respuesta insatisfactoria, pero era la única que todo el mundo me daba. Tratar sobre estos asuntos siempre me devolvía a la reflexión del final de mi adolescencia sobre por qué Alá permitía el mal en el mundo.

¡Alabado sea Alá el inescrutable!

Cabalgamos hasta la puesta del sol, luego el caíd Hassanein y yo nos detuvimos y acampamos en una pequeña zona plana entre dos dunas inmensas. Siempre había oído que era más sabio viajar de noche y dormir durante el tórrido día, pero los Bani Salim consideraban menos peligroso lo contrario de la sabiduría convencional. Después de todo, Fatma ya tenía bastantes problemas para mantener el equilibrio a la luz del día, cuando veía donde pisaba. En la oscuridad podíamos provocar un desastre.

Desensillé a Fatma y la até con una larga cadena que le permitía buscar comida. Necesitábamos viajar ligeros, de modo que nuestra comida no era mucho mejor. Masticamos dos o tres tiras de carne de cabra seca mientras Hassanein preparaba un té de menta caliente sobre un pequeño fogón.

—¿Cuánto falta? —pregunté contemplando el fuego parpadeante.

Sacudió la cabeza.

—Es difícil decirlo, sin saber los planes de Nasheeb. Si en verdad intenta cruzar el Umm as—Samim, nuestro deber acabará mañana al mediodía. Si intenta evitarnos, lo cual no puede hacer, pues su vida depende de que encuentre agua pronto, tendremos que cercarlo desde tres flancos y puede haber un violento enfrenta—miento. Confío en que mi hermano se comporte de modo honorable, después de todo.

Había algo que no comprendía.

—Oh caíd —dije—, has llamado «arenas movedizas» a Umm as—Samim. Creí que sólo existían en los programas holo, y en alguna improbable ruta de la jungla.

Hassanein soltó una corta y aullante risotada.

—Nunca he visto un programa holo.

—Bueno, las arenas movedizas parecen fango viscoso. A mí me parece que si eres capaz de caminar sobre el agua, debes poder permanecer en la superficie en un medio aún más denso. No te hundes inmediatamente.

—¿Hundirse? —preguntó el caíd, frunciendo el ceño—. Muchos hombres han muerto en el Umm as—Samim, pero ninguno de ellos se ha hundido. «Engullido» es la palabra. Las arenas movedizas consisten en un lago pantanoso de agua no potable, sobre la que descansa una capa de cristales alcalinos lavados por los arroyos de las colinas que se extienden a lo largo de la frontera omaní. La capa está oculta a la vista, pues las arenas del desierto se han depositado sobre ella. Desde lejos, el Umm as—Samim parece un suelo tranquilo e inofensivo en un extremo del desierto.

—Pero si Nasheeb intenta atravesarlo...

Hassanein sacudió la cabeza.

—Que Alá se apiade de su alma —dijo.

Eso me recordaba que nos habíamos retrasado en las plegarias del ocaso, aunque sólo por unos minutos. Limpiamos una pequeña zona de suelo del desierto y realizamos la abluciones rituales con arena limpia. Oramos y yo añadí una plegaria por el alma de Noora y por que Alá nos guiara al resto. Luego era la hora de dormir. Estaba agotado.

BOOK: El beso del exilio
3.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Black Door by Collin Wilcox
Eden's Creatures by Valerie Zambito
Cross Country Murder Song by Philip Wilding
Fate's Wish by Milly Taiden
Group Portrait with Lady by Heinrich Boll
Mortal Kiss by Alice Moss
The Royal Handmaid by Gilbert Morris
Straight on Till Morning by Mary S. Lovell