—Bebe cuando tengas sed, hijo mío —me dijo Papa—. He visto hombres deshidratarse y morir por ser demasiado avaros con sus cantimploras. No beber lo suficiente es como derramarla en el suelo. Se necesitan unos cuatro litros al día con este calor. Dos o tres litros no te mantendrán con vida.
—Sólo tenemos cuatro litros cada uno, oh caíd.
—Cuando se agote, deberemos encontrar más. Quizás tropecemos con un rastro, inshallah. Hay rastros incluso en el corazón del Rub al—Khali y van de pozo a pozo. Si no, recemos por que haya llovido hace poco. A veces hay arena húmeda al pie de una duna.
No tenía prisa en poner a prueba mis habilidades como boy scout del desierto. La charla sobre el agua me había provocado aún más sed, de modo que destapé la cantimplora.
—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —dije, y bebí una generosa cantidad.
Había visto los hologramas de nómadas árabes sentados en la arena, utilizando palos para hacerse tiendas con sus keffiyas en busca de sombra. Sin embargo, en ese paisaje no había ni palos.
El viento cambió de dirección, arrojándonos una fina cortina de arena a la cara. Seguí el ejemplo de Friedlander Bey y me tumbé de costado, dando la espalda al viento. Después de unos minutos, me senté, me quité la keffiya y se la di. La aceptó sin una palabra, pero leí la gratitud en sus ojos enrojecidos. Se puso el tocado, se cubrió el rostro y se tumbó a esperar que pasara la tormenta de arena.
Nunca en mi vida me había sentido tan expuesto a los elementos. No dejaba de decirme a mí mismo:
—Tal vez todo es un sueño. Tal vez me levante en mi cama y mi esclavo Kmuzu me esté esperando con una maravillosa taza de chocolate caliente.
Pero el ígneo sol sobre mi cabeza parecía demasiado real, y la arena que se me metía en los oídos y en los ojos, en los agujeros de la nariz y entre los labios no parecía un sueño.
Los gritos espeluznantes de una pequeña banda de hombres que se acercaban por el vértice de la duna me distrajeron de tales molestias. Desmontaron de los camellos y corrieron hacia nosotros, mostrando rifles y cuchillos. Eran los patanes más zarrapastrosos y zafios que había visto en mi vida. En comparación, la peor escoria del Budayén parecían colegiales y caballeros.
Supuse que ésos eran los Bayt Tabiti. Los leopardos del desierto. Su jefe era un hombre alto y flacucho de cabello largo y correoso. Hizo ostentación de su rifle, lanzó un grito y pude ver que le faltaban dos dientes en el lado derecho de la mandíbula superior y tenía otros dos rotos en el lado izquierdo de la inferior. Probablemente no se había hecho un empaste desde hacía años. Ni tampoco se había bañado en mucho tiempo.
Era a quien se suponía debíamos confiar nuestras vidas. Miré a Friedlander Bey y sacudí la cabeza levemente. Por si acaso los Bayt Tabiti decidían asesinarnos mientras estábamos sentados en la arena, en lugar de conducirnos hasta donde había agua, me puse en pie y saqué mi daga ceremonial. En realidad no creía que esa arma me fuera de mucha utilidad contra los rifles beduinos, pero eso era todo lo que tenía.
El jefe se acercó a mí, alargó la mano y tocó mis costosas ropas. Se volvió hacia sus compañeros y dijo algo; los seis estallaron en risas. Yo me limité a esperar.
El jefe me miró a la cara y frunció el ceño. Se golpeó en el pecho.
—Muhammad Musallim bin Ali bin as—Sultan —anunció, como si yo debiera reconocer su nombre.
Simulé estar impresionado. Me golpeé en el pecho.
—Marîd al—Amin —dije, utilizando el epíteto que me daban los pobres fellahín de la ciudad y que significaba: «el honrado».
Muhammad abrió los ojos. Se volvió hacia sus compañeros.
—Al—Amín —dijo en tono reverente.
Luego volvió a partirse de risa. Un segundo Bayt Tabiti fue hacia Friedlander Bey y miró al viejo de arriba abajo.
—Ash—caíd —dije, dejando que los mugrientos nómadas supieran que Papa era un hombre importante.
Muhammad dirigió su mirada hacia Papa y luego otra vez hacia mí. Dijo unas rápidas palabras en su incomprensible dialecto y el segundo hombre dejó a Papa en paz y volvió a su camello.
Muhammad y yo pasamos un rato intentando obtener respuestas a nuestras preguntas, pero su tosco árabe entorpecía la comunicación. A pesar de ello, al cabo de un rato nos entendíamos bastante bien. Deduje que los Bayt Tabiti habían recibido la orden del jefe de su tribu de salir a nuestro encuentro. Muhammad no sabía cómo su jefe conocía nuestra presencia, pero estábamos donde se esperaba, y habían visto y oído el helicóptero militar a lo lejos.
Observé cómo dos de los andrajosos bribones ponían rudamente en pie a Friedlander Bey y lo llevaban hasta uno de los camellos. El propietario del camello golpeó las rodillas del animal con un palo e hizo un sonido como: «¡khirr, khirr!». El camello rugió manifestando su disconformidad y no parecía dispuesto a arrodillarse. Papa dijo algo al Bayt Tabiti, que cogió las riendas del animal y tiró de ellas hacia abajo. Papa colocó un pie en el cuello del camello y éste lo levantó hasta la montura.
Era evidente que lo había hecho antes. Por otro lado, yo nunca había montado en camello y no veía la necesidad de empezar ahora.
—Iré caminando —dije.
—Por favor, joven caíd —dijo Muhammad, sonriendo a través de su escasa dentadura—, Alá pensará que somos poco hospitalarios.
No creo que Alá tuviera una idea equivocada de los Bayt Tabiti.
—Caminaré —repetí.
Muhammad se encogió de hombros y montó en su camello. Todos dimos la vuelta a la duna, seguidos por el beduino que había cedido su camello a Papa y por mí.
—¡Venid con nosotros! —gritó el jefe de la partida—. ¡Tenemos comida, tenemos agua! ¡Os llevaremos a nuestro campamento!
No dudaba que nos dirigiéramos a su campamento, pero tenía serias sospechas de que Papa y yo llegáramos allí con vida.
El hombre que caminaba a mi lado debió leerme el pensamiento, porque se volvió hacia mí y dio un respingo.
—Confía en nosotros —dijo con expresión astuta—. Ahora estáis a salvo.
Apuesta algo, pensé. No podíamos hacer otra cosa más que seguirles. Lo que nos sucediera después de llegar al campamento principal de los Bayt Tabiti estaba en manos de Dios.
Viajamos en dirección sur durante algunas horas. Por fin, cuando empezaba a estar exhausto —y más o menos cuando mi cantimplora se vació—, Muhammad dio el alto.
—Esta noche dormiremos aquí —dijo, indicando una angosta brecha entre dos cadenas de dunas.
Me alegré de que cesaran los esfuerzos del día; pero mientras me sentaba junto a Papa y observaba cómo los beduinos cuidaban sus animales, se me ocurrió que era extraño que no intentasen reunirse con el resto de la tribu antes de que oscureciera. Su jefe les había enviado en nuestra busca y llegaron al cabo de sólo unas horas de que fuéramos arrojados desde el helicóptero. El campamento principal de los Bayt Tabiti no podía estar muy lejos.
Siguieron con sus quehaceres, susurrándose entre sí y señalándonos cuando creían que no les veíamos. Fui hacia ellos, ofreciéndome a ayudarles a descargar sus camellos.
—No, no —dijo Muhammad, impidiéndome el paso—, ¡por favor, descansa! Nosotros nos ocuparemos de los fardos.
Algo andaba mal. Y Friedlander Bey también se dio cuenta.
—No me gustan estos hombres —me dijo en voz baja.
Observamos a uno de los beduinos poner puñados de dátiles en cuencos de madera. Otro hombre hervía agua para el café. Muhammad y el resto trabaron los camellos.
—No han dado ninguna muestra de hostilidad. Al menos no desde que corrieron hacia nosotros gritando y blandiendo sus armas.
Papa rió sin ganas.
—No te engañes creyendo que nos hemos ganado su admiración. Mira al hombre que reparte los dátiles. Sabes que los fardos de los camellos están cargados con comida mejor que ésa. Estos Bayt Tabiti son demasiado tacaños para compartirla con nosotros. Pretenden no tener nada mejor que viejos dátiles duros como piedras. Más tarde, después de que nos vayamos, se prepararán su comida.
—¿Después de que nos vayamos? —pregunté.
—No creo que exista un campamento mayor a un día de viaje. Y no creo que los Bayt Tabiti estén dispuestos a brindarnos su hospitalidad mucho más tiempo.
Me estremecí, a pesar de que el sol aún no se había puesto y el calor del día aún no había desaparecido.
—¿Estás asustado, oh caíd? —le pregunté.
Frunció los labios y sacudió la cabeza.
—No temo a estas criaturas, hijo mío. Estoy alerta, creo que sería prudente controlar lo que traman a cada momento. No son hombres astutos, pero nos aventajan en número y están en su terreno.
La charla fue interrumpida cuando el beduino que habíamos estado observando se acercó a nosotros y nos ofreció a cada uno un cuenco de dátiles que olían a rancio y una sucia taza de porcelana llena de café flojo.
—Estas pobres provisiones son todo lo que tenemos —dijo el hombre en una voz inexpresiva—, pero nos honra compartirla con vosotros.
—Vuestra generosidad es una bendición de Alá —dijo Friedlander Bey, cogiendo un cuenco de dátiles y una taza de café.
—No tengo palabras para agradecéroslo —dije cogiendo mi cena.
El beduino sonrió y comprobé que sus dientes estaban tan mal como los de Muhammad.
—No tenéis que darnos las gracias, oh caíd —respondió—. La hospitalidad es un deber. Podéis viajar con nosotros y aprender nuestras costumbres. Como dice el proverbio: «El que convive con una tribu cuarenta días se convierte en uno de ellos».
¡Era una idea de pesadilla, viajar con los Bayt Tabiti y convertirse en uno de ellos!
—Salaam alaykum —dijo Papa.
—Alaykum as—salaam —respondió el hombre.
Luego llevó los cuencos de dátiles a sus compañeros.
—En nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuré.
Luego me metí uno de los dátiles en la boca. No estuvo allí mucho tiempo. En primer lugar, estaba completamente rebozado de arena. En segundo lugar, estaba tan duro como para partirme un diente; me pregunté si esos dátiles eran los causantes de la ruina de la dentadura de los Bayt Tabiti. En tercer lugar, la fruta olía como si la hubieran dejado pudrir unas semanas bajo un camello muerto. Sentí náuseas mientras lo escupía y tuve que quitarme el gusto con el café arenoso.
Friedlander Bey se llevó uno de los dátiles a la boca y lo observé luchar para mantener la compostura mientras lo mascaba.
—La comida es la comida. En la Región Desolada no puedes permitirte tener escrúpulos.
Sabía que estaba en lo cierto. Quité toda la arena que pude de otro dátil y luego me lo comí. Después de unos cuantos me acostumbré a su sabor a podrido. Sólo pensaba en reponer fuerzas.
Cuando el sol se puso tras el promontorio de una duna occidental, Friedlander Bey se quitó los zapatos y se puso en pie despacio. Utilizaba mi keffiya para barrer la arena frente a él. Me di cuenta de que se preparaba para la oración. Papa abrió su cantimplora y se humedeció las manos. Como no tenía más agua en mi cantimplora, fui a su lado y extendí las manos con las palmas hacia arriba.
—Alá yisallimak, hijo mío —dijo Papa: «Dios te bendiga».
Mientras realizábamos las abluciones, repetí la fórmula ritual:
—Me lavo para limpiarme de las impurezas y ser digno de buscar la proximidad de Alá.
Una vez más, Papa me dirigió en la oración. Cuando terminamos, el sol había desaparecido por completo y cayó la noche implacable del desierto. Imaginé el calor evaporándose de la arena. Sería una noche fría y no teníamos mantas.
Decidí comprobar hasta dónde llegaba la falsa hospitalidad de los Bayt Tabiti. Me acerqué a su pequeño fuego hecho con excrementos secos de camello, alrededor del cual se sentaban y hablaban seis bandidos.
—Rezáis a Alá —dijo Muhammad, con una sonrisa sarcástica—. Sois hombres buenos. Nosotros queremos rezar, pero a veces nos olvidamos.
Los hombres de su tribu cacarearon su ocurrencia.
No les presté atención.
—Necesitaremos agua para el viaje de mañana, oh caíd —dije.
Supongo que podía habérselo dicho con más educación.
Muhammad lo pensó un instante. No podía negarse, pero no se alegraba de compartir con nosotros sus provisiones. Se inclinó y murmuró algo a uno de los demás. El segundo beduino se levantó y trajo una bolsa de agua hecha de pellejo de cabra y me la ofreció.
—Aquí tienes, hermano —dijo con expresión indiferente—. Que sea de tu agrado.
—Os estamos agradecidos. Sólo llenaremos nuestras cantimploras y os devolveremos el resto del agua.
El hombre asintió, luego extendió la mano y me tocó un implante corímbico.
—Mi primo quiere saber qué es esto —dijo.
Me encogí de hombros.
—Dile a tu primo que me gusta escuchar la música de la radio.
—Ah —dijo el Bayt Tabiti.
No sé si me creyó. Vino conmigo mientras rellenaba mi cantimplora y la de Papa. Luego el beduino cogió la bolsa de piel de cabra y la devolvió a sus amigos.
—Los hijos de puta no nos han invitado a acompañarlos junto al fuego —dije, sentándome en la arena junto a Papa.
Se limitó a mover una mano.
—Eso no significa nada, hijo mío. Ahora debo dormir. Sería bueno que te quedaras despierto y vigilaras.
—Por supuesto, oh caíd.
Papa se puso todo lo cómodo que pudo sobre la arena prieta del suelo del desierto. Me senté un ratito, absorto en mis pensamientos. Recordé que Papa había hablado de venganza y del bolsillo de mi gallebeya saqué el papel que el caíd me había dado. Era una copia de los cargos contra Friedlander Bey y contra mí, el veredicto y la orden de deportación. Estaba firmada por el doctor Sadiq Abd ar—Razzaq, imán de la mezquita Shimaal y consejero del emir en la interpretación de la sharia, es decir de la ley religiosa. Me alegró comprobar que, en apariencia, el caíd Mahali no había participado en nuestro secuestro.
Por fin, decidí tumbarme y simular dormir, porque me di cuenta de que los Bayt Tabiti me estaban vigilando y no se retirarían a dormir hasta que yo lo hiciera. Me tendí cerca de Friedlander Bey, pero no cerré los ojos. Tenía sueño, pero no me atrevía a dejarme vencer por él. Si lo hacía, podía no despertar jamás.
Veía la cumbre de una duna graciosamente curvada a unos cien metros. Esa particular colina de arena debía de tener unos sesenta metros de alto y el viento le había modelado un delicado y sinuoso pliegue. Creí ver un firme cedro en la misma cresta de la duna. Sabía que el espejismo era producto de mi fatiga, o quizás ya estaba soñando.