Dejaron a Oladahn, que se quedó con D'Averc y subieron la vieja escalera de piedra hasta el piso donde estaban las habitaciones del conde Brass. Bowgentle abrió una puerta y entraron en el dormitorio.
Sólo había una sencilla cama de soldado, grande y cuadrada, con sábanas blancas y almohadas sencillas. Sobre las almohadas descansaba una gran cabeza que parecía haber sido esculpida en metal. El pelo rojizo mostraba algo más de gris y el rostro bronceado aparecía algo más pálido, pero el bigote rojo era el mismo. Y las pobladas cejas que sobresalían como una roca sobre la concavidad de unos ojos pardos y hundidos también eran las mismas. Pero los ojos miraban al techo, sin parpadear, y los labios no se movieron, fijos y formando una línea dura.
—Conde Brass —murmuró Bowgentle —. Mirad.
Pero los ojos permanecieron fijos en el techo. Hawkmoon tuvo que adelantarse y mirar directamente aquel rostro, permitiendo que Yisselda hiciera lo mismo.
—Conde Brass, vuestra hija. Yisselda, ha regresado. Y Dorian Hawkmoon también.
De los labios surgió entonces un murmullo sordo.
—Más ilusiones. Creía que la fiebre ya había pasado, Bowgentle.
—Así es, m'lord… No son fantasmas.
Entonces, los ojos se movieron lentamente para mirarles. —¿He muerto al fin y me he unido a vosotros, hijos míos? —¡Estáis en la Tierra, conde Brass! —exclamó Hawkmoon. Yisselda se inclinó y besó a su padre en los labios.
—Tomad, padre…, un beso muy terrenal.
Gradualmente, la dura línea de los labios empezó a desaparecer hasta que fue totalmente sustituida por una sonrisa que se hizo cada vez más amplia. Entonces, el cuerpo se agitó bajo las sábanas y, de pronto, el conde Brass se sentó y exclamó: —¡Ah! ¡Es cierto! ¡Había perdido la esperanza! ¡Qué estúpido soy! ¡Había perdido la esperanza!
Se echó a reír, repentinamente lleno de vitalidad. Bowgentle estaba asombrado.
—Conde Brass… ¡pero si os creía a un paso de la muerte!
—Y lo estaba, Bowgentle…, pero ahora he regresado, como veis. He recorrido un largo camino desde las puertas de la muerte. ¿Cómo anda el asedio, Hawkmoon?
—Mal para nosotros, conde Brass, pero me atrevo a decir que mejor… ahora que los tres volvemos a estar juntos.
—Ah, Bowgentle, ordenad que me traigan mi armadura. ¿Y dónde está mi espada?
—Conde Brass…, todavía estáis débil…
—En tal caso traedme algo de comer…, una gran cantidad de comida, y me fortificaré mientras hablamos.
Y el conde Brass se levantó de un salto de la cama para abrazar a su hija y a su prometido.
Comieron en el salón, mientras Dorian Hawkmoon le contaba al conde Brass todo lo que le había sucedido desde que abandonara el castillo varios meses atrás. El conde Brass, a su vez, le contó cuáles habían sido sus tribulaciones al tener que enfrentarse a lo que, al parecer, era todo el poderío del Imperio Oscuro. Le contó la última batalla librada por Von Villach y cómo había muerto aquel viejo y valiente soldado, a costa de una veintena de vidas de guerreros del Imperio Oscuro, y cómo él mismo había sido herido, se había enterado de la desaparición de Yisselda, y había perdido la voluntad de vivir.
Oladahn bajó al salón y fue presentado. Dijo que D'Averc estaba gravemente herido pero que, en opinión de Bowgentle, se recuperaría.
Fue una bienvenida agradable y cariñosa, pero nublada por el hecho de que los guardias estaban luchando en las fronteras por sus vidas y que, casi con toda seguridad, combatían en una batalla prácticamente perdida.
El conde Brass ya se había puesto la armadura de bronce y ceñido su enorme espada de combate. Se levantó, dominando a todos los demás con su estatura, y dijo:
—Vamos, Hawkmoon, sir Oladahn…, tenemos que acudir al campo de batalla y conducir a nuestros hombres a la victoria.
—Hace apenas dos horas creía que estabais al borde de la muerte —dijo Bowgentle suspirando —, y ahora os disponéis a participar en la batalla. No estáis bien del todo, señor.
—Mi enfermedad era del espíritu, no de la carne, y eso está curado ahora —rugió el conde Brass—. ¡Caballos! ¡Ordenad que nos traigan los caballos, Bowgentle!
A pesar de que él mismo estaba cansado, Hawkmoon encontró un renovado vigor y siguió los pasos del anciano, saliendo del castillo. Le envió un beso a Yisselda y poco después se encontraban en el patio de armas, montando sobre los caballos que les conducirían al campo de batalla.
Los tres cabalgaron a uña de caballo, avanzando por los caminos secretos que cruzaban las marismas, mientras grandes nubes de flamencos cruzaban el aire sobre sus cabezas y rebaños de caballos salvajes con cuernos se alejaban de su camino. El conde Brass señaló el paisaje con un movimiento del brazo y dijo:
—Vale la pena defender un país como éste con todo lo que tengamos a mano. Vale la pena defender esta paz.
No tardaron en escuchar los sonidos de la batalla, y pronto llegaron al lugar donde las tropas del Imperio Oscuro se lanzaban contra las torres. Y entonces vieron que lo peor había ocurrido.
—Imposible —susurró atónitamente el conde Brass. Pero era cierto.
Las torres habían caído. Todas se habían convertido en un montón de escombros.
Ahora, los supervivientes estaban siendo rechazados, aunque seguían combatiendo con valentía.
—Esto significa la caída de Camarga —dijo el conde Brass con el tono de voz de un anciano.
Uno de los capitanes les vio y acudió cabalgando hacia donde estaban. Tenía la armadura destrozada y la espada rota, pero había una expresión de alegría en su rostro. —¡Conde Brass! ¡Por fin! Vamos, señor, tenemos que infundir ánimo a los hombres…, y rechazar a esos perros del Imperio Oscuro.
Hawkmoon vio como el conde Brass hacía un esfuerzo por sonreír, desenvainaba su ancha espada y decía:
—Sí, capitán. ¡Ved si podéis encontrar uno o dos heraldos que comuniquen a todos el regreso del conde Brass!
Gritos de júbilo surgieron de entre las filas de los acosados camarguianos cuando vieron aparecer al conde Brass y a Hawkmoon. Mantuvieron sus posiciones con firmeza, e incluso en algunos lugares hicieron retroceder a los granbretanianos. El conde Brass, seguido por Hawkmoon y Oladahn, acudió a lo más enconado de la batalla, volviendo a ser, una vez más, el hombre invencible de metal. —¡Apartaos, muchachos! —gritó—. ¡Dejadme cargar contra el enemigo!
El conde Brass tomó de manos de un jinete que pasaba su propio estandarte, algo deteriorado, y sosteniéndolo en el pliegue del codo y haciendo oscilar la espada en la otra mano, se lanzó contra la masa de máscaras bestiales que tenía delante.
Hawkmoon avanzó a su lado. Ambos juntos formaban una pareja amenazadora, casi sobrenatural, el uno con su flameante armadura de latón y el otro con la Joya Negra incrustada en la frente, levantando y dejando caer las espadas sobre las cabezas de las unidades de infantería de Granbretan, demasiado juntas para moverse con facilidad.
Entonces, otra figura se les unió. Se trataba de un hombre robusto con el rostro cubierto de pelo que empuñaba un sable flameante que descargaba a uno y otro lado como un relámpago. Parecían un trío mitológico, y pusieron tan nerviosos a los guerreros de Granbretan, que éstos empezaron a retroceder.
Hawkmoon buscó a Meliadus, jurando que en esta ocasión se aseguraría de matarle, pero no pudo distinguirlo por el momento.
Manos enfundadas en guanteletes trataron de derribarle de la silla, pero su espada se introdujo entre la visera de los cascos y cortaron las cabezas, separándolas de los hombros de un solo tajo.
Fue transcurriendo el día y la batalla continuó sin respiro. Hawkmoon se tambaleó ahora en la silla, exhausto y medio mareado a causa del dolor que le producían media docena de cortes menores y una gran cantidad de golpes repartidos por todo el cuerpo.
Su caballo resultó muerto, pero el peso de los hombres que le rodeaban era tal que logró mantenerse sobre la silla durante media hora más, antes de darse cuenta de que el animal había muerto. Entonces, saltó a tierra y continuó la lucha a pie.
Sabía que no importaba cuántos enemigos pudiera matar él mismo o los demás, pues lo cierto es que les superaban ampliamente en número y armamento. Poco a poco fueron siendo empujados hacia atrás.
—Ah —murmuró para sí mismo—, si sólo pudiéramos disponer de unos pocos cientos de hombres de refresco, podríamos ganar la batalla. ¡Por el Bastón Rúnico, necesitamos ayuda!
De pronto, una extraña sensación eléctrica le recorrió todo el cuerpo y se quedó boquiabierto al darse cuenta de lo que le estaba sucediendo, al tomar conciencia de que había invocado inconscientemente la ayuda del Bastón Rúnico. El Amuleto Rojo, que ahora brillaba colgado de su cuello, desprendió una luz roja que se reflejó sobre la armadura de sus enemigos. Ahora le transmitía un gran poder a su propio cuerpo. Se echó a reír y empezó a combatir con una fortaleza fantástica, haciendo retroceder al círculo de enemigos que le rodeaban. La espada se le partió, pero agarró una lanza de un jinete lanzado contra él, tiró de ella, haciendo caer al jinete y, utilizando la lanza como si fuera una espada, saltó sobre el caballo y reanudó el ataque. —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon! —gritó, empleando el antiguo grito de guerra de sus antepasados —. ¡Eh…, Oladahn…, conde Brass!
Se abrió paso por entre las filas de guerreros enmascarados, recorriendo el camino que le separaba de sus amigos. El conde Brass seguía sosteniendo su estandarte con una mano. —¡Rechazadlos! —gritó Hawkmoon —. ¡Rechazadlos hasta nuestras fronteras!
Después, Hawkmoon estuvo en todas partes, como un relampagueante portador de la muerte allí donde se encontrara. Cabalgó a través de las filas de los granbretanianos y por donde él pasaba sólo quedaban cadáveres tendidos. Un gran murmullo de asombro se elevó de entre las filas de enemigos, que empezaron a retroceder.
No tardaron en retroceder de modo consistente, algunos de ellos alejándose del campo de batalla a todo correr. Y entonces apareció la figura del barón Meliadus, gritándoles para que se detuvieran y siguieran luchando. —¡Atrás! —gritó el barón—. ¡No podéis tener miedo de tan pocos!
Pero la oleada de soldados en retroceso ya era incontenible, y hasta él mismo se vio obligado a retroceder, empujado por sus propios hombres.
Huyeron aterrorizados ante el caballero de rostro pálido cuya espada parecía caer por todas partes, en cuyo cráneo brillaba una joya negra, de cuyo cuello colgaba un amuleto de fuego escarlata, y cuyo feroz caballo se encabritaba sobre sus cabezas. También habían oído decir que gritaba el nombre de un guerrero muerto…, de que él mismo era un hombre muerto, un tal Dorian Hawkmoon, que había luchado contra ellos en Colonia, llegando casi a derrotarles, que había desafiado al propio rey–emperador, que casi había matado al barón Meliadus y que, de hecho, le había derrotado en más de una ocasión. ¡Hawkmoon! Era el único nombre ante el que temblaba todo el Imperio Oscuro. —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon! —La figura mantenía la espada en alto, y el caballo se encabritaba de nuevo—. ¡Hawkmoon!
Poseído por el poder del Amuleto Rojo, el duque se lanzó en persecución del ejército en retirada, y rió salvajemente, lleno de una loca sensación de triunfo. Detrás de él avanzaba el conde Brass, terrible en su armadura roja y dorada, con su enorme espada cubierta por la sangre de sus enemigos; Oladahn sonreía burlonamente a través de los pelos de su rostro, con los brillantes ojos encendidos, y tras ellos llegaban las jubilosas fuerzas de Camarga, un puñado de hombres que se mofaban del poderoso ejército al que habían diezmado.
Ahora, el poder del amuleto empezó a desvanecerse de Hawkmoon, quien sintió que sus dolores volvían, y experimentó de nuevo el agotamiento, aunque eso ya no importaba ahora, puesto que habían llegado una vez más a las fronteras, marcadas por las torres en ruinas, desde donde contemplaron la huida en desbandada de sus enemigos.
—Hemos vencido, Hawkmoon —dijo Oladahn riendo.
—Sí… —admitió el conde Brass con el ceño fruncido—, pero no podremos sostener nuestra victoria. Tenemos que retirarnos, reagruparnos, encontrar un terreno más seguro en el que poder resistir, pues no podremos volver a derrotarles en campo abierto.
—Tenéis razón —asintió Hawkmoon —. Ahora que las torres han caído necesitamos encontrar otro lugar donde defendernos…, y sólo se me ocurre pensar en uno… —dijo mirando al conde.
—En efecto…, el castillo de Brass —admitió el anciano —. Tenemos que avisar a todos los pueblos y ciudades de Camarga para que transporten sus bienes y ganados a AiguesMortes, bajo la protección del castillo… —¿Será capaz el castillo de sustentar a tantas personas durante un largo asedio? —preguntó Hawkmoon.
—Ya veremos —replicó el conde Brass contemplando al distante ejército enemigo que ahora empezaba a reagruparse —. Pero al menos dispondrán de cierta protección cuando las tropas del Imperio Oscuro inunden nuestra Camarga.
Había lágrimas en sus ojos cuando hizo volver grupas a su caballo y empezó a cabalgar de regreso hacia el castillo.
Desde el balcón de sus habitaciones en la torre este, Hawkmoon contempló a las gentes que acudían con sus ganados, en busca de la protección de la antigua ciudad de Aigues–Mortes. La mayor parte del ganado fue introducido en el anfiteatro situado en uno de los extremos de la ciudad. Los soldados trajeron provisiones y ayudaron a las gentes con sus carretas sobrecargadas. Aquella misma noche, todos excepto unos pocos estaban a cubierto, tras la protección de las murallas, llenando las casas e incluso acampando en las calles. Hawkmoon rogó que no aparecieran ni las plagas ni el pánico, puesto que en tal caso resultaría difícil controlar a tan gran multitud.
Oladahn se unió a él en el balcón, señalando hacia el nordeste.
—Mirad. Máquinas voladoras.
Y Hawkmoon vio las ominosas figuras de los ornitópteros del Imperio Oscuro aleteando sobre el horizonte. Aquello representaba una señal segura de que el ejército de Granbretan había empezado a avanzar.
A la caída de la noche pudieron ver los fuegos de campamento de las tropas más cercanas a la ciudad.
—Mañana podría ser nuestra última batalla —dijo Hawkmoon.
Bajaron al salón, donde Bowgentle hablaba con el conde Brass. Se había preparado comida, tan abundante como siempre. Los dos hombres se volvieron cuando Hawkmoon y Oladahn entraron en el salón. —¿Cómo está D'Averc? —preguntó Hawkmoon.