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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (21 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—Vamos —le dijo Oladahn—. Aquí corremos peligro, lord Hawkmoon.

—Tenemos que orientarnos…, saber dónde estamos y cuánto tenemos que viajar aún por esta llanura —dijo Hawkmoon con un duro susurro—. Además, ya casi se nos han terminado las provisiones…

—Ya encontraremos algún venado que cazar en el bosque.

—No —replicó Hawkmoon sacudiendo la cabeza—. Por otro lado, creo que sé a quién pertenece esta caravana. —¿A quién?

—A un hombre del que he oído hablar, pero al que no he llegado a conocer. Se trata de un paisano mío…, que es incluso de mi propio linaje… y que se marchó de Colonia hace unos nueve siglos. —¿Nueve siglos? ¡Eso es imposible!

—No, no lo es. Agonosvos es inmortal…, o casi. Si se trata de él, podría ayudarnos, ya que sigo siendo su jefe por derecho… —¿Seguirá conservando su lealtad al linaje de Colonia después de nueve siglos?

—Veámoslo.

Hawkmoon espoleó a su bestia hacia la cabeza de la caravana, donde se movía dificultosamente una carreta con toldo de seda dorada y la estructura de la carreta mostrando complicados dibujos pintados de colores brillantes. Muy a su pesar, Oladahn le siguió con mayor lentitud. En el asiento de la carreta, algo echado hacia atrás para evitar lo más recio de la lluvia, había una figura envuelta en un amplio manto de piel de oso, con un sencillo casco que le cubría todo el rostro, a excepción de los ojos. La figura se movió cuando vio a Dorian Hawkmoon observándole, y un sonido tenue y hueco surgió del casco.

—Lord Agonosvos —dijo Hawkmoon—, soy el duque de Colonia, el último miembro del linaje iniciado hace mil años.

La figura contestó con un tono de voz bajo y lacónico:

—Ah, Hawkmoon, ya veo. Os habéis quedado sin tierras, ¿eh? Granbretan se apoderó de Colonia, ¿no es cierto?

—Sí…

—De modo que ambos hemos sido desterrados; yo mismo por vuestros antepasados, y vos por vuestro conquistador.

—Sea como fuere, sigo siendo el último de mi linaje y, en consecuencia, vuestro jefe —dijo Hawkmoon, cuyo rostro atormentado miraba fija y duramente la figura sentada en el pescante del carro—. ¿Mi jefe, decís? Vuestros antepasados renunciaron a ejercer ninguna autoridad sobre mí cuando el duque Dietrich me desterró a las tierras salvajes.

—Debéis saber que eso no es así. Ningún hombre de Colonia puede negarse a acatar jamás la autoridad de su príncipe. —¿Que no? —Agonosvos se echó a reír tranquilamente—. ¿Que no puede, decís?

Hawkmoon hizo un movimiento, como para volverse, pero Agonosvos levantó una mano delgada mostrando un dedo huesudo.

—Quedaos. Os he ofendido y ahora tengo que reparar mi ofensa. ¿En qué puedo serviros? —¿.Admitís la lealtad que me debéis?

—Admito mi descortesía. Parecéis sentiros agotado. Detendré mi caravana y os atenderé. ¿Qué me decís de vuestro sirviente?

—No es mi sirviente, sino mi amigo. Oladahn, de las Montañas Búlgaras. —¿Un amigo? ¿Y no es de vuestra raza? Bueno, de todas formas dejad que se una a nosotros—. Agonosvos se inclinó sobre el pescante y llamo lánguidamente a sus hombres, ordenándoles que dejaran de trabajar. Instantáneamente, las extrañas figuras se relajaron, quedándose dónde estaban, con los cuerpos flaccidos, pero conservando aún una lúgubre expresión de desesperación en sus ojos—. ¿Qué os parece mi colección? —preguntó Agonosvos una vez que ellos hubieron desmontado y subido al espacio sombrío del interior de la carreta—. En otros tiempos me divirtieron tales curiosidades, pero ahora me parecen lerdos. Por eso tienen que trabajar para justificar su existencia. Tengo por lo menos uno casi de cada tipo. —Miró a Oladahn y añadió—:

Incluyendo el vuestro. Alguien a quien yo mismo crucé con otra raza.

Oladahn cambió de posición, sintiéndose incómodo. Dentro de la carreta se estaba extrañamente caliente y, sin embargo, no se observaba la menor señal de que hubiera estufa alguna o cualquier aparato para calentar el ambiente. Agonosvos le sirvió vino que extrajo de una calabaza azul. El vino también tenía un color azul profundo y lustroso. El antiguo exiliado de Colonia seguía llevando su casco negro, sin rasgos distintivos, y sus ojos oscuros y sardónicos contemplaban a Hawkmoon con una cierta expresión calculadora.

Hawkmoon hacía considerables esfuerzos por aparentar una excelente salud, pero quedó claro que Agonosvos había adivinado la verdad cuando, al tenderle una copa dorada de vino, le dijo:

—Esto hará que os sintáis mejor, milord.

El vino contribuyó a reavivarle realmente y el dolor que había sentido no tardó en desaparecer. Agonosvos le preguntó cómo era que se encontraba por aquellos parajes, y Hawkmoon le contó una buena parte de su historia.

—De modo que queréis mi ayuda, ¿no es eso? —dijo finalmente Agonosvos —. En consideración a vuestro antiguo linaje, ¿no? Bueno, meditaré sobre eso. Mientras tanto, os destinaré una de las carretas para que podáis descansar. Mañana ya habrá tiempo para discutir la cuestión.

Hawkmoon y Oladahn no se quedaron dormidos de inmediato. Se sentaron entre las sedas y pieles que Agonosvos les prestó y discutieron el comportamiento del extraño hechicero.

—Me recuerda mucho a los lores del Imperio Oscuro de los que tanto me habéis hablado —dijo Oladahn—. Creo que no abriga buenas intenciones con respecto a nosotros. Quizá desee vengarse de vos por todo el mal que en su opinión, le hicieron vuestros antepasados…, y quizá pretenda añadirme a mí a su colección —terminó diciendo con un estremecimiento.

—Es posible —admitió Hawkmoon, pensativo—. Pero no sería prudente encolerizarnos con él sin razón alguna. Podría sernos útil. Dormiremos y ya veremos mañana.

—Dormid cautelosamente —le advirtió Oladahn.

Pero Hawkmoon durmió profundamente y cuando se despertó se encontró envuelto en apretadas correas de cuero que le envolvían todo el cuerpo y que luego habían sido tensadas para impedirle todo movimiento. Se revolvió, mirando el enigmático casco que cubría el rostro de su compatriota inmortal. Agonosvos emitió una ligera risita.

—Me conocíais, vos, el último de los Hawkmoon…, pero no sabíais de mí lo suficiente. ¿Acaso no sabíais que me he pasado muchos años en Londra, enseñando mis secretos a los lores de Granbretan? Hace ya mucho tiempo que el Imperio Oscuro y yo tenemos establecida una alianza. El barón Meliadus me habló de vos la última vez que le vi. Me pagará cualquier cosa que yo desee con tal de que os entregue con vida. —¿Dónde está mi compañero? —¿Os referís a esa criatura peluda? Se perdió entre la noche cuando nos oyó llegar.

Todos los miembros de ese pueblo de bestias son iguales…, amigos tímidos y de corazón débil. —¿De modo que tenéis intenciones de entregarme al barón Meliadus?

—Me habéis comprendido perfectamente. Sí, eso es lo que tengo intención de hacer.

Dejaré que esta pesada caravana continúe su camino lo mejor que pueda hasta mi regreso. Nosotros nos moveremos cabalgando en rápidos corceles. Se trata de corceles especiales que he conservado para una ocasión como ésta. Ya he enviado a un mensajero para comunicarle al barón la captura que acabo de hacer. Vosotros… ¡cogedlo!

Ante la orden de Agonosvos, dos enanos acudieron presurosos, agarraron a Hawkmoon por los largos y musculosos brazos y lo sacaron de la carreta a la luz grisácea del amanecer.

Aún caía una ligera llovizna, a través de la cual Hawkmoon distinguió dos grandes caballos, ambos con ojos azules brillantes, de mirada inteligente, y poderosas patas.

Nunca había visto caballos tan buenos y exquisitos.

—Yo mismo los he criado —le dijo Agonosvos—, no para que sean montados por extraños, como en este caso, sino para alcanzar mayor velocidad. No tardaremos en hallarnos en Londra.

Volvió a reír burlonamente cuando Hawkmoon fue izado sobre el lomo de uno de ellos y atado al pomo de la silla.

Agonosvos montó en el segundo corcel, tomó las riendas de la cabalgadura de Hawkmoon y espoleó a su montura. Los caballos se movieron con facilidad, galopando casi con la misma rapidez con que había volado el flamenco de Hawkmoon. Pero mientras que el ave le había transportado hacia la salvación, este caballo le acercaba ahora hacia su perdición. Con la mente atormentada por la desesperación, Hawkmoon se dijo que su causa estaba perdida.

Cabalgaron durante largo rato a través de la encharcada tierra del bosque. El rostro de Hawkmoon empezó a quedar cubierto de barro, hasta el punto de que sólo podía ver parpadeando con fuerza y echando la cabeza hacia atrás con una sacudida.

Mucho más tarde, escuchó a Agonosvos lanzar una maldición y un grito. —¡Apártate de mi camino! ¡Apártate!

Hawkmoon trató de distinguir algo, pero sólo pudo ver los cuartos traseros del caballo de Agonosvos y una parte de la capa del hombre. Débilmente, escuchó otra voz, pero no pudo comprender lo que dijo. —¡Aaah! ¡Que Kaldreen te coma los ojos!

Ahora. Agonosvos parecía tambalearse sobre la silla. Los dos caballos aminoraron el paso y finalmente se detuvieron. Hawkmoon vio a Agonosvos inclinarse hacia adelante y después caer sobre el barro, por el que se arrastró, tratando de incorporarse. Llevaba una flecha clavada en un costado. Inútilmente. Hawkmoon se preguntó qué nuevos peligros habían podido surgir. ¿Lo iban a matar allí mismo, en lugar de ser llevado a la corte del rey Huon?

Una pequeña figura apareció ante su diminuto campo de visión. La figura se subió sobre el estremecido cuerpo de Agonosvos y le desató las correas a Hawkmoon. Éste se dejó caer de la silla, agarrándose al pomo, y se frotó los entumecidos brazos y piernas.

Oladahn le miró, sonriente.

—Encontraréis vuestra espada en el equipaje del hechicero —le dijo.

Hawkmoon sonrió a su vez, lleno de alivio.

—Creí que habíais huido a vuestras montañas.

Oladahn empezó a contestar algo, pero Hawkmoon lanzó un grito de advertencia. —¡Agonosvos!

El hechicero se había incorporado, agarrándose con una mano la flecha que le sobresalía del costado, y tambaleándose hacia el pequeño hombre de las montañas.

Hawkmoon se olvidó de su propio dolor, corrió hacia donde estaba el caballo del hechicero y desgarró las pertenencias del hombre hasta que encontró su espada. Ahora, Oladahn se hallaba enzarzado en una pelea con Agonosvos, revolcándose ambos por el barro.

Hawkmoon se lanzó hacia ellos, pero no se atrevió a dirigir ninguna estocada contra el hechicero por temor a hacerle daño a su amigo. Se inclinó y agarró a Agonosvos por el hombro, tirando hacia atrás del encolerizado hechicero. Escuchó una maldición que surgió de debajo del casco, y Agonosvos desenvainó su propia espada de la funda. El acero silbó en el aire al tiempo que descendía hacia Hawkmoon quien detuvo el golpe con la suya y retrocedió, tambaleándose, apenas con fuerzas para mantenerse en pie. El hechicero volvió a golpear.

Hawkmoon desvió la hoja, lanzó su propia espada contra la cabeza de Agonosvos, aunque algo débilmente, y apenas tuvo el tiempo justo de parar el siguiente golpe.

Entonces, vio un hueco en su defensa y rápidamente introdujo la punta de la hoja en el vientre del hechicero. El hombre lanzó un grito y retrocedió, con las piernas curiosamente rígidas, agarrando la espada de Hawkmoon con ambas manos, y arrancándola de manos del propio duque de Colonia. Después, abrió ampliamente los brazos, empezó a decir algo y finalmente cayó de bruces sobre el agua oscura de la charca.

Jadeante, Hawkmoon tuvo que apoyarse contra el tronco de un árbol, notando como aumentaba el dolor de sus extremedidades a medida que iba recuperando la circulación.

Oladahn se levantó de entre el barro, apenas reconocible. Un montón de flechas se había desprendido de su cinturón y ahora las recogió, inspeccionando las puntas.

—Se han estropeado algunas —dijo—, pero no tardaré en sustituirlas. —¿De dónde las habéis sacado?

—Anoche decidí inspeccionar el campamento de Agonosvos por mi propia cuenta.

Encontré el arco y las flechas en una de las carretas y pensé que podrían serme útiles. Al regresar, vi que Agonosvos entraba en la carreta donde descansabais y no me fue difícil suponer lo que se proponía. De modo que permanecí oculto y os seguí.

—Pero ¿cómo pudisteis seguir a unos caballos tan rápidos? —preguntó Hawkmoon.

—Encontré a un aliado incluso más rápido —contestó Oiadahn sonriendo y señalando hacia los árboles. Una figura grotesca empezó a acercarse hacia ellos. Tenía unas piernas increíblemente largas, mientras que el resto de su cuerpo era de un tamaño normal —. Éste es Vlespeen. Odia a Agonosvos y se ha mostrado dispuesto a ayudarme.

Vlespeen les observó a ambos.

—Le habéis matado —dijo—. Eso está bien.

Oladahn inspeccionó el equipaje de Agonosvos. Poco después mostró un rollo de pergamino, diciendo:

—Un mapa. Y provisiones suficientes como para que todos nosotros podamos llegar a la costa. —Desenrolló el mapa—. No está muy lejos. Mirad.

Los tres se inclinaron sobre el mapa y Hawkmoon vio que apenas faltaban ciento sesenta kilómetros para llegar al mar de Mormian. Vlespeen se dirigió a continuación hacia donde había caído Agonosvos, quizá para contemplar triunfalmente el cadáver. Un instante después escucharon su grito y se volvieron para ver el cuerpo del hechicero, blandiendo la misma espada que le había atravesado, avanzando rígidamente hacia el hombre de piernas tan largas. La espada desgarró hacia arriba el estómago de Vlespeen, cuyas piernas se desmoronaron bajo su cuerpo como si fueran las de un muñeco, hasta que el hombre quedó inmóvil, tendido sobre el barro. Hawkmoon quedó horrorizado.

Desde el interior del casco de su enemigo surgió una risita sardónica. —¡Idiotas! He vivido durante novecientos años. Durante ese tiempo, he aprendido a engañar a todas las formas de la muerte.

Sin pensárselo dos veces, Hawkmoon se abalanzó contra él, sabiendo que aquélla era la única oportunidad que tenía de salvar su propia vida. Aunque había sobrevivido a una estocada que debería haber sido mortal, Agonosvos estaba evidentemente debilitado. Los dos se enzarzaron en una pelea cuerpo a cuerpo, al borde de la charca, mientras Oladahn bailoteaba a su alrededor, saltando finalmente sobre la espalda del hechicero y arrancándole el apretado casco de la cabeza. Agonosvos lanzó un aullido, y Hawkmoon sintió náuseas al contemplar ante él la cabeza blanca y descarnada que quedó al descubierto. Era la cabeza de un antiguo cadáver que ya se habían encargado de comerse los gusanos. Agonosvos se cubrió el rostro con las manos y retrocedió, tambaleándose.

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