—De acuerdo —admitió—, quizá tengáis razón, D'Averc. Así podremos viajar por donde las tropas del Imperio Oscuro son más numerosas y llegar antes a Camarga. Muy bien, lo haremos.
Empezaron a despojar a los cadáveres de sus armaduras.
—Podemos estar tranquilos en cuanto al silencio del posadero y de las gentes de la ciudad —dijo D'Averc—, ya que no estarán dispuestos a admitir que aquí se mató a seis guerreros del Imperio Oscuro.
Oladahn les contempló mientras ambos trabajaban, cuidándose el brazo que le habían retorcido.
—Es una lástima —dijo con suspiro—. Éste ha sido un éxito que debería ser recordado.
—¡Hijo de los gigantes de las montañas! ¡Me voy a quedar mortalmente entumecido antes de haber podido andar un kilómetro!
La amortiguada voz de Oladahn procedía del interior del casco grotesco, al tiempo que el hombrecillo trataba de liberarse de aquel peso que le abrumaba. Los cuatro estaban en su habitación de la posada, probándose la armadura capturada a sus enemigos muertos.
Aquellas vestiduras también le parecieron muy incómodas a Hawkmoon. Aparte del hecho de que no se ajustaban adecuadamente a su figura, le hacían sentir claustrofobia.
En otros tiempos había llevado algo similar, cuando se disfrazó con una armadura de la orden del barón Meliadus, pero las armaduras de los soldados de la orden del Oso eran mucho más pesadas y, desde luego, bastante menos cómodas. Sólo D'Averc estaba acostumbrado a ellas y ya se había puesto la suya, contemplando con un gesto entre divertido y burlón su primer encuentro con el uniforme de la orden a la que él mismo había pertenecido.
—No me extraña que aseguréis estar siempre enfermo —le comentó Hawkmoon—. No conozco nada menos saludable que esto. Me siento inclinado a olvidar todo nuestro plan.
—Os acostumbraréis a medida que cabalguemos —le aseguró D'Averc—. Unos pocos roces, un poco de mala ventilación y después os sentiréis desnudo sin ella.
—Preferiría ir desnudo —protestó Oladahn sacándose la máscara de oso, que cayó al suelo con estrépito.
—Llevad cuidado —le aconsejó D'Averc señalándole con un dedo—. No queremos causar más daños aquí.
Oladahn le lanzó al casco una patada extra.
Un día y una noche más tarde cabalgaban ya por el interior de Shekia. No cabía la menor duda de que el Imperio Oscuro había conquistado la provincia, pues por todas partes se veían pueblos y ciudades devastados, cadáveres crucificados a lo largo de todos los caminos. El aire estaba repleto de aves carroñeras, de las que aún había más en el suelo, alimentándose. La noche había estado tan iluminada como si el sol hubiera lucido sobre el horizonte, gracias a las piras funerarias de las granjas, las ciudades, las villas y pueblos. Y las negras hordas del imperio de Granbretan, con antorchas en una mano y espadas en la otra, cabalgaban como demonios salidos del propio infierno, aullando, gritando y devastando todo el territorio.
Los supervivientes se ocultaban a la vista de los cuatro jinetes que, convenientemente disfrazados, atravesaban aquel mundo de terror, galopando con la mayor rapidez que podían, sin que nadie sospechara de ellos. Ante los ojos de los demás, sólo se trataba de un pequeño grupo de asesinos y saqueadores entre tantos otros, y ni amigos ni enemigos tuvieron la menor sospecha sobre sus verdaderas identidades.
Un grupo de jinetes se acercó hacia ellos, cabalgando sobre el barro pisoteado del camino, envueltos en grandes capas que les cubrían tanto las cabezas enmascaradas como los cuerpos. Montaban en poderosos caballos negros y cabalgaban encorvados en las sillas, como si no hubieran estado haciendo otra cosa desde hacía días.
—Seguro que son hombres del Imperio Oscuro —murmuró Hawkmoon al acercarse el otro grupo—, y parece que sienten un gran interés por nosotros.
—Silencio los tres —murmuró D'Averc, poniéndose al frente de ellos y dirigiéndolos hacia los guerreros que esperaban—. Yo hablaré.
El jefe de los guerreros de la orden del Oso habló con un tono de voz muy peculiar, intercalando bufidos, sonidos gangosos y chillidos. Hawkmoon estuvo seguro de que hablaba el lenguaje secreto de la orden.
Se sorprendió que la garganta de D'Averc emitiera sonidos similares. La conversación se mantuvo durante un rato. D'Averc señaló el camino hacia atrás, y el jefe de los guerreros oso señaló a su vez en la otra dirección. Después, azuzó a su caballo y él y sus hombres pasaron junto a los nerviosos jinetes y continuaron su camino. —¿Qué quería? —preguntó Hawkmoon.
—Quería saber si habíamos visto ganado. Forman un grupo de forrajeo enviado para localizar provisiones para el campamento situado delante de nosotros. —¿De qué campamento se trata?
—Según me ha dicho es uno muy grande situado a unos seis kilómetros de aquí. Se están preparando para atacar Bradichla…, una de las últimas ciudades que aún se les resisten. Conozco ese lugar. Tiene una arquitectura maravillosa.
—Eso quiere decir que estamos cerca de Osterland —intervino Yisselda—, más allá de la cual está Italia. Y después de Italia está Provenza…, el hogar.
—Cierto —asintió D'Averc—. Vuestros conocimientos de geografía son excelentes.
Pero aún no hemos llegado a casa y todavía tenemos que afrontar la parte más peligrosa del viaje. —¿Qué vamos a hacer con respecto a ese campamento? —preguntó Oladahn—. ¿Lo rodeamos y lo atravesamos directamente?
—Al parecer, es un campamento muy grande —le dijo D'Averc—. Creo que lo mejor que podríamos hacer sería atravesarlo directamente, e incluso pasar la noche en él y tratar de enterarnos de cuáles son los planes del Imperio Oscuro… Podríamos enterarnos, por ejemplo, si conocen nuestra presencia por los alrededores.
—No estoy seguro de que eso no sea muy peligroso —dijo Hawkmoon con un tono de voz apagado por la máscara y con matices de duda—. Pero si tratáramos de evitar el campamento podríamos levantar sospechas. Muy bien, lo atravesaremos. —¿No tendremos que quitarnos las máscaras, Dorian? —le preguntó Yisselda.
—No temáis por eso —intervino D'Averc—. Los granbretanianos nativos incluso duermen a menudo con las máscaras puestas. Les disgusta mucho poner sus rostros al descubierto.
Hawkmoon había observado el cansancio en la voz de Yisselda y se dio cuenta de que tenían que descansar; por lo tanto, tendría que ser en el campamento granbretaniano.
Se habían imaginado que el campamento sería enorme, pero no tan vasto como lo era en realidad. Al fondo, en la distancia, se veía la ciudad amurallada de Bradichla, con sus agujas y fachadas visibles incluso desde allí.
—Son notablemente hermosas —dijo D'Averc con un suspiro. Después, sacudió la cabeza y añadió—: ¡Qué lástima que mañana sean destruidas! Han sido unos verdaderos idiotas al oponer resistencia a este ejército.
—Es un ejército enorme —comentó Oladahn—. Sin duda alguna innecesario para derrotar a esta ciudad.
—El Imperio Oscuro persigue conquistar con rapidez —le dijo Hawkmoon —. He visto ejércitos mayores que éste utilizados para conquistar ciudades más pequeñas. Pero el campamento se extiende sobre una gran distancia y no creo que la organización sea perfecta. Creo que nos podemos ocultar aquí.
Había toldos, tiendas e incluso cabanas levantadas por todas partes, fuegos de campamento de todo tipo en los que se preparaba toda clase de comida, y corrales para los caballos, los toros y las muías. Los esclavos empujaban grandes máquinas de guerra a través del barro del campamento, vigilados por los hombres de la orden de la Hormiga.
Las banderas y gallardetes ondeaban al viento, y los estandartes de una buena cantidad de órdenes militares aparecían clavados en el suelo, aquí y allá. Desde cierta distancia parecía como si se tratara de una primitiva confluencia de bestias, con un gran grupo de lobos acampados en terrenos de cultivo arruinados, un conjunto de topos (de las órdenes de zapadores) gruñían alrededor de las marmitas del campamento, y, desparramados por todas partes, distintos grupos de avispas, zorros, cuervos, hurones, ratas, tigres, osos, moscas, perros, tejones, cabras, nutrias, e incluso unas pocas mantas, que formaban la guardia selecta cuyo gran jefe era el propio rey Huon.
Hawkmoon reconoció algunos de los estandartes…, como el de Adaz Promp, el gran jefe de la orden del Perro; Breñal Farnu, con su ornamentada bandera, que le señalaba como barón de Granbretan y gran jefe de la orden de la Rata; el de Shenegar Trott, conde de Sussex. Hawkmoon llegó a la conclusión de que aquella ciudad debía de ser la última en caer durante aquella campaña, y que ésa era la razón por la que el ejército era tan vasto, lo que explicaba también la presencia de tantos señores de la guerra de alto rango.
Incluso divisó al propio Shenegar Trott, portado hacia su tienda en una litera a caballo, con los ropajes cubiertos de joyas y su pálida máscara plateada diseñada para parodiar un rostro humano.
Shenegar Trott parecía un aristócrata de existencia muelle y mente debilitada, arruinado por un estilo de vida demasiado cómodo, pero Hawkmoon le había visto dirigir la batalla en el Ford de Weizna, junto al Rin, durante la cual se hundió deliberadamente en el agua, a lomos de su caballo, para avanzar sobre el lecho del río y aparecer al otro lado, en la orilla ocupada por el enemigo. Aquello era lo más extraño de todo en cuanto a los nobles del Imperio Oscuro. Parecían blandos, perezosos y autoindulgentes y, sin embargo, actuaban con la misma fuerza que las bestias que pretendían ser, e incluso a menudo con mayor bravura. Shenegar Trott era el mismo hombre que le había cortado una extremidad a un niño que no dejaba de gritar, masticando un buen bocado de aquella carne delante de la horrorizada madre, obligada a contemplar la escena.
—Bien —dijo Hawkmoon respirando profundamente—, atravesemos el campamento y acerquémonos todo lo que podamos a extremo más alejado. Confío en que podamos salir mañana sin despertar sospechas.
Cabalgaron lentamente por el campamento. De vez en cuando un guerrero oso les saludaba y D'Averc se encargaba de contestarle en nombre de todos. Finalmente, llegaron al extremo del campamento y allí desmontaron. Llevaban el equipo robado a los hombres que habían matado en la taberna, y ahora lo montaron sin levantar sospechas, ya que no portaba ninguna insignia especial. D'Averc observó a los demás mientras trabajaban. Les había dicho que no sería bien visto que un guerrero de su evidente rango se pusiera a ayudar a sus hombres.
Un grupo de ingenieros de la orden del Tejón se acercaron arrastrando una carreta llena de cabezas de hacha de repuesto, pomos de espada, cabezas de flecha, lanzas, puntas y otros suministros. También disponían de una afiladora. —¿Tenéis algún trabajo para nosotros, hermanos osos? —gruñeron, deteniéndose junto a su pequeña tienda.
Hawkmoon desenvainó su espada ensangrentada.
—Esta hoja necesita un buen filo.
—Sí, yo he perdido el arco y un carcaj de flechas —dijo Oladahn al ver que llevaban un montón de flechas en el fondo de la carreta—. ¿Y qué me dices tú, compañero? —preguntó el hombre con la máscara de tejón, dirigiéndose a Yisselda—. Ni siquiera llevas espada.
—En tal caso dale una, idiota —ladró en ese momento D'Averc con su tono militar más duro.
El tejón se apresuró a obedecerle.
Una vez que hubieron sido reequipados, con las armas perfectamente afiladas, Hawkmoon se sintió más seguro de sí mismo. Le agradaba la frialdad con que estaban engañando a sus enemigos. Sólo Yisselda parecía asutada. Sostuvo la gran espada que se había visto obligada a atarse alrededor de la cintura y comentó:
—Esto significa más peso aún. Temo que voy a caer de rodillas en cualquier momento.
—Será mejor que os metáis dentro de la tienda —le aconsejó Hawkmoon—. Allí, al menos, podréis quitaros una parte del equipo.
D'Averc parecía inquieto, mientras contemplaba a Hawkmoon y a Oladahn, dedicados a preparar un fuego para cocinar. —¿Qué os preocupa, D'Averc? —le preguntó Hawkmoon levantan do la mirada y observando sus ojos a través de las aberturas del casco—. Sentaos. La comida no tardará en estar preparada.
—Me huelo que algo anda mal —murmuró D'Averc —. No me gusta que no nos sintamos en peligro—. ¿Cómo? ¿Creéis que los tejones han sospechado de nosotros?
—En lo más mínimo. —D'Averc contempló el campamento. La noche empezaba a oscurecer el cielo y los guerreros empezaban a prepararse para dormir; ahora había mucho menos movimiento. En las murallas de la lejana ciudad, los soldados se alineaban en las almenas, preparados para resistir a un ejército al que nadie había podido resistir hasta el momento, excepto Camarga—. En lo más mínimo —repitió D'Averc, casi hablando consigo mismo—. Y, sin embargo, me sentiría mucho más tranquilo si… —¿Si qué?
—Creo que daré una vuelta por el campamento y veré qué rumores corren por ahí. —¿Te parece prudente? Además, si se nos acercan otros guerreros de la orden del Oso no podremos hablar su lenguaje.
—No tardaré en regresar. Meteos en las tiendas en cuanto podáis.
Hawkmoon hubiera preferido detener a D'Averc, pero no sabía cómo hacerlo sin atraer la atención; algo que no deseaba. Vio como D'Averc se alejaba de su pequeño campamento.
Justo en ese momento una voz sonó tras ellos.
—Tenéis un salchichón de muy buen aspecto, hermanos.
Hawkmoon se volvió con rapidez. Era un guerrero que llevaba la máscara de la orden del Lobo.
—Sí —se apresuró a contestar Oladahn—. Sí…, ¿quieres un trozo…, hermano?
Cortó un trozo de salchichón y se lo entregó al hombre. El guerrero se volvió, se levantó la máscara, se metió la comida en la boca, volvió a bajarse la máscara con rapidez, y se volvió de nuevo hacia ellos.
—Gracias —dijo—. Llevo viajando desde hace varios días. Nuestro comandante nos ha hecho avanzar de prisa. Acabamos de llegar. Hemos cabalgado más rápido que un condenado francés volador. —Se echó a reír y añadió—: Desde la misma Provenza. —¿Desde Provenza? —preguntó Hawkmoon involuntariamente.
—Así es. ¿Has estado allí?
—Una o dos veces. ¿Hemos conquistado ya Camarga?
—Prácticamente sí. El comandante cree que ya es sólo cuestión de días. Se han quedado virtualmente sin jefes y también se les han acabado las provisiones. Con las armas que tienen han matado a muchos de los nuestros, pero no podrán matar a muchos más. —¿Qué le ha ocurrido a su jefe, el conde Brass?