Pues era tanto el poder de los lores del Imperio Oscuro que no valoraban en absoluto nada sobre la Tierra, ninguna cualidad humana, nada existente dentro de sí mismos o fuera de ellos. Su único entretenimiento consistía en extender la conquista y la desolación, el terror y el tormento, como un medio en el que ocupar su tiempo hasta que les llegara la hora final. Para ellos, la guerra era simplemente la forma más satisfactoria de aliviar su enorme aburrimiento…
Al amanecer, cuando nubes de gigantescos flamencos escarlata levantaban el vuelo de sus nidos situados entre los juncos, desplegándose por el cielo en extrañas danzas rituales, el conde Brass se encontraba al borde de las marismas contemplando las aguas y las extrañas configuraciones de oscuros lagos y diminutos islotes que a él le parecían como jeroglíficos escritos en una lengua primitiva.
Siempre le habían intrigado las revelaciones ontológicas que pudieran existir en aquellos modelos, y había empezado a estudiar a las aves, los juncos y los lagos, tratando de adivinar la clave necesaria para descifrar el críptico lenguaje que comunicaban.
Creía que el paisaje estaba como codificado. En él podría hallar las respuestas al dilema del que apenas si era medio consciente; allí encontraría, quizá, la revelación capaz de comunicarle lo que necesitaba saber sobre la creciente amenaza que parecía querer absorberle, tanto física como psíquicamente.
El sol se elevó sobre el horizonte, iluminando el agua con su luz pálida. El conde Brass escuchó un sonido y se volvió. Vio a su hija Yisselda, como una madonna de los lagos, con el pelo rubio, como una figura casi preternatural envuelta en su ondeante capa azul, que cabalgaba a pelo sobre un blanco caballo con cuernos de Camarga y le sonreía misteriosamente, como si ella también supiera algún secreto que él no acababa de comprender.
El conde Brass intentó evitar a la muchacha caminando bruscamente por la orilla de las aguas, pero ella no tardó en alcanzarle y le saludó.
—Padre…, ¡os habéis levantado muy temprano! Y últimamente no es la primera vez que lo hacéis.
El conde Brass asintió con un gesto, se volvió de nuevo para contemplar las aguas y los juncos, y luego levantó de pronto la vista hacia las aves que parecían bailar en el cielo, como para observarlas por sorpresa, o para captar quizá el secreto de sus extraños y casi frenéticos giros con un relámpago instintivo de adivinación. Yisselda había desmontado y ahora se hallaba a su lado.
—No son nuestros flamencos —dijo ella—. Y, sin embargo, se parecen tanto a los nuestros. ¿Qué veis en ellos, padre?
—Nada —contestó el conde Brass mirándola y encogiéndose de hombros—. ¿Dónde está Hawkmoon?
—En el castillo. Todavía duerme.
El conde Brass lanzó un gruñido, entrelazó las enormes manos como en un desesperado gesto de oración, y escuchó el pesado aletear de las aves, por encima de su cabeza. Después, se relajó y tomó a su hija por el brazo, guiándola a lo largo de la orilla del lago.
—La salida del sol es muy hermosa —murmuró ella.
El conde Brass hizo un pequeño gesto de impaciencia.
—No comprendes… —empezó a decir, pero se detuvo.
Sabía que ella jamás vería el paisaje tal y como lo veía él. Una vez había tratado de describírselo, pero su hija había perdido interés rápidamente, y no hizo ningún esfuerzo por comprender el significado de los modelos que él veía por todas partes…, en las aguas, en los juncos, en los árboles, en la vida animal que llenaba esta Camarga con gran abundancia, tal y como había llenado la Camarga que ellos habían abandonado.
Para él aquello era la quintaesencia del orden, pero para ella era simplemente algo cuya visión le llenaba de placer, algo «hermoso» que admirar por su aspecto «salvaje».
Únicamente Bowgentle, el filósofo y poeta, su viejo amigo, tenía un atisbo de lo que él quería decir, pero hasta Bowgentle creía que aquello no se reflejaba en la naturaleza del paisaje, sino sólo en la naturaleza particular de la mente del conde Brass.
—Os sentís exhausto, desorientado —le decía Bowgentle —. El mecanismo ordenador del cerebro está trabajando demasiado, de tal modo que veis la existencia de un modelo que, de hecho, sólo procede de vuestro propio estupor y perturbación…
El conde Brass rechazaba este argumento con un gruñido, se ponía la armadura de latón y se marchaba solo con su caballo, ante la inquietud de su familia y de sus amigos.
Se había pasado mucho tiempo dedicado a explorar esta nueva Camarga que tanto se parecía a la que él conocía, pero en la que no descubría la menor prueba de que la humanidad hubiera existido allí alguna vez.
—Ése es un hombre de acción, como yo mismo —decía Dorian Hawkmoon, el esposo de Yisselda—. Me temo que su mente se vuelve hacia el interior de sí misma, anhelando encontrar algún problema real del que ocuparse.
—Los problemas reales parecen insolubles —replicaba Bowgentle.
Y la conversación terminaba cuando el propio Hawkmoon salía solo, con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada.
Había tensión en el castillo de Brass, e incluso en el pueblo situado bajo la colina, donde la gente se sentía preocupada, contenta de haber escapado del terror del Imperio Oscuro, pero no muy segura de poder quedarse permanentemente en este nuevo territorio tan parecido al que habían abandonado. Al principio, cuando llegaron allí, el terreno les había parecido como una versión transformada de la Camarga que conocían, mostrando todos los colores del arco iris. Sin embargo, poco a poco, aquellos colores habían cambiado hasta ser naturales, como si los recuerdos de los camarguianos se hubieran impuesto al paisaje, de tal modo que ahora apenas si existía diferencia alguna.
Había manadas de caballos con cuernos, y toros blancos, y flamencos escarlata que podían ser entrenados para transportar jinetes. Pero, a pesar de todo, en el fondo de las mentes de los habitantes del pueblo, siempre anidaba la amenaza del Imperio Oscuro que, de algún modo, encontraba la forma de aparecer incluso en este pacífico refugio.
La idea no era tan amenazadora para Hawkmoon y el conde Brass, y quizá tampoco paro D'Averc, Bowgentle y Oladahn. Había momentos en que les habría gustado que se produjera un asalto procedente del mundo que habían dejado atrás.
Mientras el conde Brass, estudiaba el paisaje y trataba de adivinar sus secretos. Dorian Hawkmoon cabalgaba a galope tendido, como buscando a un enemigo inexistente, por los caminos que cruzaban los lagos, ahuyentando a las manadas de toros y caballos, obligando a los flamencos a levantar el vuelo.
IJn día en que regresaba sobre un caballo cubierto de sudor de uno de sus numerosos viajes de exploración a lo largo de las orillas del mar violeta (el mar y la tierra no parecían tener límites), vio a los flamencos aletear en el cielo, trazando espirales que se elevaban, impulsados por las corrientes de aire y después dejándose caer de nuevo hacia la tierra.
Era por la tarde, y el baile de los flamencos sólo se producía habitualmente al amanecer.
Las gigantescas aves parecían sentirse molestas por algo, y Hawkmoon decidió investigar.
Espoleó a su caballo a lo largo del tortuoso camino que cruzaba las marismas, hasta que se encontró directamente bajo los flamencos, y vio que sobrevolaban un pequeño islote cubierto de altos juncos. Miró intensamente hacia el islote y creyó haber divisado algo entre los juncos, como un relámpago rojizo que podría haber sido el de la capa de un hombre.
Al principio, Hawkmoon pensó que sólo se trataba de un habitante del pueblo que había salido a cazar patos, pero entonces se dio cuenta de que, de haber sido así, el hombre le habría saludado…, o al menos le habría indicado por señas que se alejara para no espantar la caza.
Extrañado, Hawkmoon obligó al caballo a meterse en el agua. Poco después, al dejar atrás el terreno pantanoso, el animal tuvo que empezar a nadar hacia el islote, haciendo retroceder los juncos con su poderoso cuerpo. A medida que se acercaba, Hawkmoon volvió a distinguir un relámpago rojizo y se convenció de que aquella sombra pertenecía a un hombre. —¡Eh! —gritó—. ¿Quién está ahí?
No recibió respuesta alguna. Sin embargo, observó que los juncos se agitaban aún más, y el hombre en cuestión empezó a correr a través de ellos, abandonado ya todo vestigio de precaución. —¿Quién sois? —gritó Hawkmoon.
Sólo entonces se le ocurrió pensar que quizá el Imperio Oscuro había logrado llegar hasta ellos, y que había hombres ocultos por todas partes, entre los juncos, preparados para atacar el castillo de Brass.
Se lanzó por entre los juncos en persecución del hombre de rojo y entonces le vio claramente. La figura se lanzó al agua y empezó a nadar vigorosamente hacia la orilla. —¡Alto! —gritó Hawkmoon.
Pero el hombre siguió nadando.
Hawkmoon volvió a introducir el caballo en el agua, que espumeó de blanco. El hombre, que ya había llegado a la orilla opuesta, se volvió y al ver que Hawkmoon le daba alcance le plantó cara y desenvainó una espada brillante y delgada, de extraordinaria longitud.
Pero no fue la espada lo que más asombró a Hawkmoon, sino la impresión de que aquel hombre no poseía rostro. El espacio que debía haber ocupado la cabeza, bajo el pelo largo y sucio, aparecía como un hueco. Hawkmoon no pudo evitar mirarle con la boca abierta, al tiempo que desenvainaba su espada. ¿Se trataba de algún extraño habitante de este mundo?
Descendió de la silla, con la espada preparada, en cuanto el caballo llegó a la orilla, y permaneció quieto, con las piernas separadas, frente a su extraño antagonista. De pronto, se echó a reír al darse cuenta de lo que sucedía. Aquel hombre llevaba una máscara de ligero cuero. Las aberturas destinadas a la boca y los labios eran muy finas y no se podían distinguir desde lejos. —¿Por qué os reís? —preguntó el hombre enmascarado con voz estrepitosa, pero con la espada en guardia —. No deberíais reír, amigo, pues estáis a punto de morir—. ¿Quién sois? —preguntó Hawkmoon—. Hasta ahora sólo os conozco por vuestras bravatas.
—Soy mejor espadachín que vos —replicó el hombre—. Será mejor que os rindáis ahora mismo.
—Lamento no poder aceptar vuestra suposición sobre mi calidad con la espada —replicó a su vez Hawkmoon con una sonrisa—. ¿Cómo podéis explicar, por ejemplo, que un maestro con la espada, como aseguráis ser, vaya tan pobremente vestido?
Al decir estas palabras indicó con un gesto el jubón rojo y remendado del hombre, sus pantalones y botas de cuero agrietado. Ni siquiera llevaba funda para la brillante espada, ya que la había sacado de un lazo de cuerda atado a un cinturón, también de cuerda, del que pendía una bolsa abultada. En los dedos del hombre había anillos que, evidentemente, eran de cristal y bisutería, y la carne de su piel tenía un color gris y parecía muy poco saludable. El cuerpo era alto y delgado, aunque nervudo y, a juzgar por su aspecto, se diría que aquel hombre se estaba medio muriendo de hambre.
—Imagino que no sois más que un mendigo —añadió Hawkmoon en tono burlón—. ¿Dónde habéis robado esa espada, mendigo?
Abrió la boca, lleno de sorpresa, cuando el hombre lanzó de pronto una estocada, que él apenas pudo detener, para luego retroceder. El movimiento había sido increíblemente rápido y Hawkmoon sintió un pinchazo en la mejilla. Se llevó una mano a la cara y se dio cuenta de que estaba sangrando. —¿Pretendéis que os dé muerte aquí mismo? —bufó el extraño—. Bajad vuestra pesada espada y consideraos mi prisionero.
Hawkmoon se echó a reír con verdadero placer. —¡Bien! Por fin encuentro a un oponente digno de mí. No os podéis imaginar hasta qué punto os doy la bienvenida, amigo mío. Hace ya mucho tiempo que no escucho el entrechocar del metal.
Y, diciendo esto, se lanzó contra el hombre enmascarado.
Su adversario se defendió hábilmente, desviando la hoja de Hawkmoon y convirtiendo su defensa en un rápido ataque que éste apenas si pudo bloquear a tiempo. Con los pies firmemente plantados sobre el terreno embarrado, ninguno de los dos se movió de su posición, y ambos lucharon hábilmente y sin descanso, reconociendo en el otro a un verdadero maestro con la espada.
Lucharon durante una hora, absolutamente igualados, sin dar ni recibir una sola herida.
Finalmente, Havvkmoon decidió seguir una táctica diferente, y empezó a retroceder por la orilla hacia el agua.
Creyendo que Hawkmoon empezaba a retirarse, el hombre enmascarado pareció ganar mayor confianza y su espada se movió aún con mayor rapidez que antes, de tal modo que Hawkmoon se vio obligado a emplear toda su energía para rechazarla.
Entonces, Hawkmoon pretendió haber resbalado entre el barro, y cayó sobre una rodilla. El otro saltó hacia adelante, listo para dar la última estocada, pero la hoja de Hawkmoon se movió con inusitada rapidez, y la parte plana de la misma golpeó contra la muñeca del hombre. Éste lanzó un grito y la espada se le cayó de la mano. Rápidamente, Hawkmoon se incorporó de un salto, colocó una de sus botas sobre la espada caída y situó la hoja de su espada contra el cuello de su oponente.
—No ha sido un truco digno de un verdadero espadachín —gruñó el hombre enmascarado.
—Ya me estaba aburriendo —replicó Hawkmoon —, y el juego empezaba a impacientarme.
—Bien, ¿y ahora, qué? —¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó Hawkmoon—. Eso es lo primero que quiero saber… Luego quiero veros el rostro, y después saber qué os ha traído por aquí.
Finalmente, y quizá sea eso lo más importante, quiero saber cómo habéis llegado.
—En cuanto a mi nombre, os lo diré —contestó el hombre con un orgullo mal disimulado—. Soy Elvereza Tozer. —¡Pero si yo os conozco! —exclamó el duque de Colonia lleno de asombro.
Elvereza Tozer no era el hombre con quien Hawkmoon habría esperado encontrarse si se le hubiera dicho con antelación que iba a conocer al dramaturgo más grande de Granbretan…, un escritor cuya obra era admirada en toda Europa, incluso por todos aquellos que, de una u otra forma, maldecían a Granbretan. Era el autor de obras como El rey Staleen, La tragedia de Katine y Cama, El último de los Braldur. Annala, Chirshil y Adulfo, La comedia de acero y muchas otras. Últimamente no se había oído hablar mucho de él, pero Hawkmoon había pensado que eso se debía a las guerras. Se había imaginado que Tozer sería rico en su vestimenta, seguro de sí mismo en todos los aspectos, afectado y lleno de ironía. En lugar de eso se encontraba con un hombre que parecía sentirse más a gusto manejando la espada que las palabras, un engreído y un estúpido, vestido casi con harapos.