Hawkmoon casi estaba enloquecido ante la indecisión, pero las palabras de Oladahn le hicieron recuperar la conciencia de la situación. Lanzó un gran grito y fustigó a las bestias, que se lanzaron rápidamente hacia las puertas y el puente levadizo y galoparon a lo largo de la orilla del lago, perseguidas por lo que parecían todas las hordas sueltas de Granbretan.
Al moverse con mucha mayor rapidez que los caballos, las bestias del dios Loco no tardaron en alejarse de sus perseguidores, dejando atrás el oscuro castillo y el lago cubierto de niebla, del pueblo de pescadores y los montones de cadáveres, perdiéndose más allá de las colinas que rodeaban el lago, hasta llegar a un camino embarrado que corría entre altos y tenebrosos acantilados y volver a salir finalmente a la llanura. Allí, el camino se hacía más ancho y el terreno más blando, pero los jaguares mulantes no tuvieron la menor dificultad para cruzarlo.
—Si tengo algo de que quejarme… sólo es que nos estamos moviendo con una rapidez un tanto excesiva… —comentó D'Averc, mientras se agarraba a los costados del carruaje y se balanceaba horriblemente de un lado a otro.
Oladahn intentó sonreírle a través de los dientes apretados. Estaba acurrucado en el piso del carruaje, sosteniendo a Yisselda y tratando de protegerla de lo peor del traqueteo.
Hawkmoon no dijo nada. Sostenía las riendas con firmeza y no redujo la velocidad de su huida. Mostraba una extremada palidez en el rostro y en sus ojos había una llamarada de cólera, porque ahora estaba seguro de haber sido engañado por el hombre que afirmaba ser su principal aliado en su lucha contra el Imperio Oscuro…, engañado por el aparentemente incorruptible Guerrero de Negro y Oro.
—¡Deteneos, Hawkmoon, por el amor del Bastón Rúnico! ¡Deteneos, hombre! ¡Estáis poseído!
D'Averc, más preocupado que nunca, tiró de la manga de Hawkmoon mientras él seguía azuzando a las jadeantes bestias. El carruaje, que no se había detenido desde hacía varias horas, había cruzado dos ríos sin aminorar la marcha, y ahora cruzaba un bosque cuando estaba a punto de caer la noche. Podría chocar contra un árbol en cualquier momento, matándoles a todos. Hasta los poderosos felinos estaban cansados, a pesar de lo cual Hawkmoon seguía fustigándolos sin piedad. —¡Hawkmoon! ¡Estáis loco! —¡He sido traicionado! —exclamó éste—. ¡Traicionado! Tenía la salvación de Camarga en esas alforjas, y el Guerrero de Negro y Oro las ha robado. Me ha engañado. Me ha entregado una chuchería con poderes limitados a cambio de una máquina con poderes casi ilimitados para mis propósitos. ¡Adelante, bestias, adelante!
—Dorian, escúchalo. ¡Nos vas a matar a todos! —le pidió Yisselda con lágrimas en los ojos—. Te vas a matar tú mismo… y entonces, ¿cómo ayudarás al conde Brass y a Camarga?
El carruaje dio en esos momentos un gran salto en el aire y descendió a tierra con un gran crujido. Un vehículo normal no habría podido soportar un choque como aquel, que conmocionó brutalmente a todos los pasajeros. —¡Dorian! Os habéis vuelto loco. El Guerrero no nos traicionaría. Nos ha ayudado.
Quizá se vio superado por los hombres del Imperio Oscuro…, y fueron ellos los que le robaron las alforjas.
—No…, percibí una sensación de traición cuando abandonó los establos. Ahora ha desaparecido…, y con él se ha llevado el regalo que me hizo Rinal.
Pero su cólera y estupefacción empezaban a disminuir y ya no siguió azuzando los flancos de las agotadas bestias.
La marcha del carruaje disminuyó poco a poco, a medida que las cansadas bestias, al no verse estimuladas por el látigo, fueron dando paso a su instinto por descansar.
D'Averc cogió las riendas de manos de Hawkmoon y el joven duque no se resistió, limitándose a desplomarse sobre el fondo del carruaje y a hundir la cabeza entre las manos.
D'Averc detuvo por fin a las bestias, que de inmediato se dejaron caer al suelo, jadeando ruidosamente.
Yisselda le acarició el pelo a Hawkmoon.
—Dorian…, todo lo que Camarga necesita es que regreséis con vida. No sé de qué otra cosa hablabais, pero estoy segura de que no nos habría servido. Y tenéis el Amuleto Rojo. Seguramente, eso os será de alguna ayuda.
Ya se había hecho de noche, y la luz de la luna caía a través de una maraña de ramas de árboles. D'Averc y Oladahn bajaron del carruaje, frotándose los doloridos cuerpos y fueron a buscar leña para encender un fuego.
Hawkmoon levantó la mirada. La luz de la luna iluminó su pálido rostro y la joya negra incrustada en su frente. Miró a Yisselda con ojos melancólicos, aunque sus labios intentaron sonreír.
—Os agradezco la fe que habéis depositado en mí, Yisselda, pero me temo que se necesitará algo más que un Dorian Hawkmoon para ganar la lucha entablada contra el Imperio Oscuro, y la perfidia de ese Guerrero me ha desesperado aún más…
—No existe la menor prueba de esa perfidia, querido mío.
—No…, pero sabía instintivamente que tenía la intención de abandonarnos, llevándose la máquina consigo. Él también se dio cuenta de lo que yo pensaba. No me cabe la menor duda de que ahora posee esa máquina y que ya está muy lejos de nosotros. No creo que se la haya llevado para ningún propósito innoble. Posiblemente, su propósito tiene mayor importancia que el mío, pero no por eso puedo justificar sus acciones. Me ha engañado.
Me ha traicionado.
—Si está al servicio del Bastón Rúnico, puede saber más que vos mismo. Es posible que quiera preservar esa máquina, que incluso sea peligrosa para vos.
—No tengo la menor prueba de que esté al servicio del Bastón Rúnico. Por lo que sé, también podría estar al servicio del Imperio Oscuro y yo no habría sido más que su instrumento.
—Creo que abrigas excesivas sospechas, amor mío.
—Me he visto obligado a pensar así —replicó Hawkmoon con un suspiro—. Y así seguiré pensando hasta que Granbretan haya sido de rrotada o yo haya sido destruido.
La estrechó entre sus brazos, ocultando la cabeza entre su pelo, y aquella noche se quedó durmiendo así.
A la mañana siguiente la luz del sol era muy brillante, a pesar de la frialdad del aire. El tenebroso estado de ánimo de Hawkmoon había desaparecido gracias a una noche de profundo sueño, y todos ellos parecían estar de mucho mejor humor. Todos se sintieron famélicos, incluidas las bestias mulantes, cuyas lenguas colgaban de los belfos y cuyos ojos miraban con glotonería y ferocidad. A primeras horas de la mañana, Oladahn se había confeccionado un arco y unas flechas y se había marchado, perdiéndose en lo más profundo del bosque en busca de caza.
D'Averc tosió teatralmente mientras se limpiaba el enorme casco de oso con un trozo de ropa que había encontrado en el fondo del carruaje.
—Este aire occidental no le sienta nada bien a mis pulmones —dijo—. Preferiría volver a estar en el este, quizá en Asiacomunista, donde, según he oído decir, existe una noble civilización. Quizá una civilización de esa clase apreciaría mis talentos y me nombraría para algún elevado cargo. —¿Ya habéis abandonado toda esperanza de recibir alguna recompensa por parte del rey–emperador? —le preguntó Hawkmoon con una sonrisa burlona.
—La recompensa que obtendría es la misma que os ha prometido a vos —contestó D'Averc tristemente—. Si ese condenado piloto no hubiera vivido…, y no me hubieran visto luchar a vuestro lado en el castillo… No, amigo Hawkmoon, en lo que respecta a Granbretan, me temo que debo considerar mis ambiciones con todo realismo.
Entonces apareció Oladahn, tambaleándose bajo el peso de dos ciervos, uno sobre cada hombro. Todos se abalanzaron hacia él.
—Dos piezas con dos disparos —dijo con orgullo—. Y eso que hice las flechas apresuradamente.
—Ni siquiera vamos a poder comernos una, y mucho menos dos —comentó D'Averc.
—Hay que pensar en las bestias —observó Oladahn—. Necesitan alimentarse, ya que, en caso contrario, se alimentarán con nosotros antes de que termine el día, con Amuleto Rojo o sin él.
Descuartizaron el ciervo más pesado y se lo arrojaron a los felinos mutantes, que devoraron la carne con rapidez, gruñendo suavemente. Después, prepararon una hoguera en la que poder asar el segundo ciervo.
Cuando finalmente se encontraron todos comiendo, Hawkmoon suspiró y sonrió.
—Dicen que la buena comida desvanece todas las preocupaciones —dijo—, pero no me lo había creído hasta ahora. Me siento como nuevo. Es la primera buena comida que he tomado desde hace varios meses. Venado recién muerto y comido en los bosques…, ¡ah, qué placer!
D'Averc, que se chupaba los dedos con gesto de fastidio, y que había comido una gran cantidad de carne, aunque con aparente delicadeza, comentó:
—Admiro una salud como la vuestra, Hawkmoon. Quisiera tener vuestro mismo apetito.
—Y yo desearía tener el vuestro —rió Oladahn—, puesto que habéis comido suficiente para pasaros una semana sin probar bocado.
D'Averc le miró con una expresión de reprobación.
Yisselda, que todavía estaba envuelta únicamente en la capa de Hawkmoon, se estremeció ligeramente y dejó el hueso que había estado royendo.
—Me pregunto si no podríamos buscar una ciudad en cuanto pudiéramos —dijo—.
Podría comprar algunas cosas…
—Desde luego, Yisselda —se apresuró a decir Hawkmoon, algo desconcertado—, aunque será difícil… Si los guerreros del Imperio Oscuro abundan por estos territorios, será mucho mejor continuar más hacia el sur y el oeste, en dirección a Camarga. Quizá podamos encontrar una ciudad en Carpatia. En estos momentos, debemos estar a punto de atravesar sus fronteras.
D'Averc señaló con el pulgar hacia el carruaje y las bestias.
—No creo que nos recibieran muy bien si llegáramos a la ciudad montados en esa cosa tan inverosímil —observó—. Quizá uno de nosotros podría acercarse a algún pueblo…
Pero, entonces, ¿qué utilizaríamos como dinero?
—Tengo el Amuleto Rojo —dijo Hawkmoon—. Lo podríamos vender…
—Tonterías —le interrumpió D'Averc repentinamente serio, mirándole con ojos muy brillantes—. Ese amuleto significa vuestra vida… y la nuestra. Es nuestra única protección, el único medio de que disponemos para controlar a esas bestias. Me parece que no es el amuleto lo que odiáis, sino la responsabilidad que implica.
—Es posible —dijo Hawkmoon encogiéndose de hombros—. Quizá haya sido una tontería por mi parte el sugerirlo. Sin embargo, esta cosa sigue sin gustarme. Yo he visto lo que vos no habéis visto…, lo que había hecho con un hombre que lo llevó durante treinta años.
—Amigos, no hay necesidad de discutir todo eso, puesto que me he anticipado a vuestras necesidades y mientras os dedicabais a libraros con gran ferocidad de nuestros enemigos en el salón del dios Loco, les quité unos pocos ojos a los hombres del Imperio Oscuro… —¡Ojos! —exclamó Hawkmoon con un gesto de repulsión, aunque se relajó y sonrió en cuanto Oladahn extendió la palma de la mano, sobre la que había un puñado de joyas que le había quitado a las máscaras de los granbretanianos.
—Bien —dijo D'Averc—, necesitarnos provisiones desesperadamente, y lady Yisselda necesita ropas. ¿Quién de nosotros llamaría menos la atención si entrara en una ciudad de Carpatia?
—Vos, desde luego —contestó Hawkmoon dirigiéndole una mirada sardónica—, siempre y cuando os quitéis esos accesorios característicos del Imperio Oscuro. Porque, como ya habréis observado, esta joya negra que llevo en la frente hace que sea muy fácil reconocerme, lo mismo que sucede con Oladahn debido a su rostro peludo. Pero seguís siendo mi prisionero…
—Me siento ofendido, duque Dorian. Creía que éramos aliados…, que estábamos unidos en contra de un enemigo común, unidos por la sangre, por habernos salvado la vida mutuamente…
—Por lo que yo recuerdo, vos no habéis salvado la mía.
—Bueno, supongo que no de un modo específico. Sin embargo…
—Y no estoy dispuesto a entregaros un puñado de joyas y a dejaros en completa libertad —siguió diciendo Hawkmoon, añadiendo en un tono algo más sombrío—:
Además, hoy no estoy como para confiar en nadie.
—Os daría mi palabra, duque Dorian —dijo D'Averc con naturalidad, aunque la mirada de sus ojos se endureció ligeramente.
Hawkmoon frunció el ceño.
—Ha demostrado ser nuestro amigo a lo largo de varios combates —comentó Oladahn con suavidad.
—Disculpadme, D'Averc —dijo finalmente Hawkmoon—. Muy bien, en cuanto lleguemos a Carpatia, os encargaréis de comprar todo lo que necesitemos.
—Este condenado aire —dijo D'Averc al tiempo que tosía —. Me va a matar.
Continuaron la marcha, con los felinos avanzando a un paso algo más suave que el día anterior, a pesar de lo cual progresaban a una velocidad mucho mayor que sobre cualquier caballo. Hacia el mediodía dejaron atrás el gran bosque y por la noche vieron en la distancia las montañas de Carpatia. Casi al mismo tiempo. Yisselda señaló hacia el norte, indicando las diminutas figuras de unos jinetes que se aproximaban hacia ellos.
—Nos han visto —dijo Oladahn—, y parece que tienen la intención de dirigirse en ángulo hacia nosotros para cortarnos el paso.
Hawkmoon hizo restallar el látigo sobre los flancos de las enormes bestias que tiraban del carruaje.
—Son jinetes del Imperio Oscuro…, no me cabe la menor duda. Si no me equivoco, pertenecen a la orden de la Morsa.
—El rey–emperador debe de estar planeando una invasión de Ucrania en toda regla —comentó Hawkmoon—. Ninguna otra razón explica la presencia por esta zona de tantos grupos de guerreros del Imperio Oscuro. Eso significa que, casi con toda seguridad, ha consolidado sus conquistas más al oeste y al sur.
—A excepción de Camarga, espero —dijo Yisselda.
La carrera continuó y los jinetes se fueron acercando cada vez más, ya que cabalgaban describiendo un ángulo con respecto al curso seguido por el carruaje. Hawkmoon sonrió burlonamente, permitiendo que los jinetes creyeran que iban a alcanzarles.
—Prepara tu arco, Oladahn —dijo—. Aquí tenéis una oportunidad para practicar el tiro al blanco.
Cuando se acercaron los jinetes, que llevaban unas grotescas máscaras de morsa hechas de ébano y marfil, Oladahn tensó el arco y disparó una flecha. Un jinete cayó de la silla y unas cuantas jabalinas surcaron el aire en dirección al carruaje, aunque se quedaron cortas. Otros tres miembros de la orden de la Morsa murieron a consecuencia de las flechas lanzadas por Oladahn, antes de que el carruaje les dejara atrás y los felinos arrastraran su carga hacia las primeras colinas que daban paso a las montañas de los Cárpatos.