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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (46 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—Cada vez más fuerte —contestó Bowgentle—. Posee una excelente constitución física, y dice que esta noche le gustaría levantarse para cenar. Le he dicho que puede hacerlo.

Yisselda apareció en la puerta exterior.

—He hablado con las mujeres —dijo—, y me dicen que ahora todos están bajo la protección de las murallas. Tenemos provisiones suficientes para resistir casi un año, siempre y cuando sacrifiquemos el ganado…

—Tardaremos menos de un año en decidir esta batalla —le interrumpió el conde Brass sonriendo—. ¿Cuál es el estado de ánimo en la ciudad?

—Bueno —contestó la joven—, sobre todo ahora que se han enterado de vuestra victoria y saben que los dos estáis vivos.

—Será mejor que no sepan que mañana mismo pueden morir —dijo el conde Brass pesadamente—. Y, si no es mañana, será al día siguiente. No podremos resistir durante mucho tiempo tal superioridad en número, querida. La mayor parte de nuestros flamencos han muerto, de modo que prácticamente no disponemos de protección aérea. La mayoría de nuestros guardias también han muerto, y las tropas que nos quedan no están bien entrenadas.

—Ah, siempre pensamos que Camarga jamás podría caer… —dijo Bowgentle con un suspiro.

—Estáis demasiado seguros de que caerá —dijo una voz procedente de la escalera. Y allí estaba D'Averc, pálido, vestido con un batín suelto, de color algo desvaído, que bajaba hacia la sala—. Si mantenéis ese mismo estado de ánimo estaréis condenados a perder.

Al menos, podríais intentar hablar de victoria.

—Tenéis razón, sir Huillam —admitió el conde Brass haciendo un esfuerzo por cambiar su estado de ánimo —. Y también podríamos tomar algo de esta buena comida, obteniendo así energía para la batalla de mañana—. ¿Cómo os encontráis, D'Averc? —preguntó Hawkmoon al tiempo que se sentaban ante la mesa.

—Bastante bien —contestó éste con naturalidad—. Creo que puedo aceptar algo de comida recién hecha.

Y empezó a llenarse el plato de carne.

Comieron en silencio durante la mayor parte del tiempo, dando buena cuenta de una cena que, muchos de ellos, creían sería la última.

A la mañana siguiente, cuando Hawkmoon miró por la ventana de su dormitorio, vio las marismas repletas de hombres. Durante la noche, el ejército del Imperio Oscuro se había ido acercando a las murallas, y ahora ya se estaba preparando para lanzarse al asalto.

Hawkmoon se vistió rápidamente, se puso la armadura y bajó al salón, donde encontró a D'Averc, enfundado ya en su estropeada armadura, a Oladahn limpiando su espada, y al conde Brass discutiendo algunos detalles de la batalla que se avecinaba con dos de los capitanes que le quedaban.

Había una atmósfera de tensión en el salón, y los hombres hablaban entre sí con murmullos apenas audibles.

Yisselda apareció y le llamó con suavidad:

—Dorian… —Él se volvió, subió la escalera que conducía al rellano sobre el que ella estaba, la tomó entre sus brazos y la estrechó con fuerza, besándola suavemente en la frente —. Dorian —dijo ella—, casémonos antes de que…

—Sí —asintió él serenamente —. Busquemos a Bowgentle.

Encontraron al filósofo en sus habitaciones, leyendo un libro. Levantó la mirada al entrar ellos y les sonrió. Le dijeron lo que deseaban y el anciano dejó el libro a un lado.

—Había esperado celebrar una gran ceremonia —dijo—, pero lo entiendo.

Les hizo unir las manos y arrodillarse ante él, mientras pronunciaba las palabras que él mismo había compuesto, y que se utilizaban en todos los matrimonios desde que él y su amigo el conde llegaran al castillo de Brass.

Una vez que hubo terminado, Hawkmoon se incorporó y volvió a besar a Yisselda.

Después dijo:

—Cuidad de ella, Bowgentle.

Y abandonó la estancia para reunirse con sus amigos, que ya se disponían a abandonar el salón camino del patio de armas.

Al montar en sus caballos, una gran sombra se extendió repentinamente sobre el patio de armas, y escucharon sobre ellos los crujidos y aleteos que sólo podían proceder de un ornitóptero del Imperio Oscuro. Un chorro de llamas surgió de él y chocó contra el empedrado, estando a punto de alcanzar a Hawkmoon y haciendo que su caballo retrocediera, con los belfos abiertos y los ojos llenos de pánico.

El conde Brass extrajo la lanza de fuego con la que se había equipado, apretó la palanca y una llamarada roja alcanzó a la máquina voladora. Escucharon el grito del piloto y vieron que las alas de la máquina dejaban de funcionar. Desapareció de la vista y poco después escucharon el estruendo que produjo al precipitarse al suelo, sobre una de las laderas de la colina.

—Tengo que situar lanzadores de fuego en las torres —dijo el conde—. Desde allí contarán con las mejores posibilidades de alcanzar a los ornitópteros. Vamos, caballeros…, acudamos a la batalla.

Y al abandonar las murallas del castillo y bajar a la ciudad, vieron le enorme marea de hombres que ya se abalanzaban contra las murallas de la ciudad, mientras los guerreros de Camarga luchaban desesperadamente para rechazarlos.

Los ornitópteros, con sus grotescas figuras de pájaros de metal, aleteaban sobre la ciudad, lanzando llamaradas sobre las calles, y el aire se llenó con los gritos de las gentes, el rugido de las lanzas de fuego y el crujido del metal. Un humo negro empezó a elevarse sobre la ciudad de Aigues–Mortes, y algunas de las casas ya se habían incendiado.

Hawkmoon fue el primero en bajar a la ciudad, donde se cruzó con mujeres y niños asustados. Se dirigió hacia las murallas y allí se unió a la batalla. Él conde Brass, D'Averc y Oladahn acudieron a otras partes de las murallas, ayudando a resistir aquella fuerza que amenazaba con aniquilarla.

Un desesperado rugido surgió de una parte de las murallas, contestado por gritos y aullidos de triunfo. Hawkmoon se dirigió rápidamente en aquella dirección, al ver que se había abierto un hueco en las defensas, y que los guerreros del Imperio Oscuro, con los cascos de lobo y de oso, empezaban a penetrar por él.

Hawkmoon se les enfrentó, y los enemigos vacilaron instantáneamente, al recordar sus hazañas del día anterior. Pero ahora ya no disponía de una fuerza sobrehumana, aunque aprovechó la vacilación para lanzar el grito de guerra de sus antepasados: —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon!

Se lanzó inmediatamente sobre ellos golpeándolo todo con la espada, el metal, la carne y el hueso, cortando, desgarrando y haciéndoles retroceder por la brecha abierta.

Y así lucharon durante todo el día, logrando conservar la ciudad a pesar de que su número descendía con rapidez. Al llegar la noche, las tropas del Imperio Oscuro se retiraron. Hawkmoon sabía, al igual que todos, que a la mañana siguiente sufrirían una aplastante derrota.

Agotados, Hawkmoon, el conde Brass y los demás dirigieron sus caballos por el camino de subida al castillo, entristecidos ante el recuerdo de todos los inocentes que habían muerto aquel día, y ante todos los inocentes que morirían al día siguiente…, si es que tenían la buena suerte de morir.

Entonces escucharon un caballo que galopaba tras ellos y se volvieron, sobre la ladera de la colina del castillo, con las espadas preparadas. Vieron la extraña figura de un jinete alto que subía por la colina hacia ellos. Llevaba un casco alto que se ajustaba perfectamente al rostro, y su armadura era de colores negro y oro. Hawkmoon, boquiabierto, espetó: —¿Qué quiere ahora ese ladrón traidor?

El Guerrero de Negro y Oro detuvo su caballo cerca de donde ellos se encontraban. Su voz profunda y vibrante les llegó procedente del interior del casco.

—Saludos, defensores de Camarga. Ya veo que el día ha transcurrido muy mal para vosotros. El barón Meliadus os derrotará mañana.

Hawkmoon se pasó una mano por la frente.

—No necesitamos que nadie nos recuerde lo que es evidente, Guerrero. ¿Qué habéis venido a robar esta vez?

—Nada —contestó el Guerrero—. He venido para entregaros algo.

Se giró hacia atrás y sacó las maltrechas alforjas de Hawkmoon.

El estado de ánimo de Hawkmoon se avivó y se inclinó hacia adelante para cogerlas, abriéndolas en seguida para mirar en su interior. Y allí, envuelto en una capa, se encontraba el objeto que Rinal le había entregado hacía ya tanto tiempo. Estaba a salvo.

Abrió la capa y comprobó que el cristal no se había roto.

—Pero ¿por qué me lo habéis traído ahora? —preguntó.

—Vayamos al castillo de Bras y allí os lo explicaré todo —contestó el Guerrero.

Una vez en el salón, el Guerrero se situó ante la chimenea, mientras los demás se sentaban en distintas posiciones, dispuestos a escucharle.

—En el castillo del dios Loco —empezó a decir el Guerrero—, os dejé porque sabía que con la ayuda de las bestias del dios Loco seríais capaces de alejaros de allí con seguridad. Pero sabía que otros peligros os esperaban a lo largo del camino, y tuve la sospecha de que podíais ser capturado. En consecuencia, decidí hacerme cargo del objeto que Rinal os había entregado, manteniéndolo a salvo hasta que regresarais a Camarga sano y salvo. —¡Y yo que os había creído un ladrón! —exclamó Hawkmoon —. Lo siento, Guerrero.

—Pero ¿qué es ese objeto? —preguntó el conde Brass.

—Una máquina muy antigua —contestó el Guerrero—, producida por una de las ciencias más complejas que jamás emergieron sobre la Tierra. —¿Un arma? —preguntó el conde Brass.

—No. Se trata de un instrumento capaz de deformar zonas enteras de tiempo y espacio y transferirlas a otras dimensiones. Mientras exista la máquina, será capaz de ejercer ese poder, pero si, desgraciadamente, fuera destruida, toda la zona que haya deformado regresará inmediatamente al tiempo y al espacio original en el que existía antes. —¿Y cómo se la maneja? —preguntó Hawkmoon, recordando de pronto que no poseía aquel conocimiento.

—Resulta algo difícil de explicar, ya que no reconoceríais ninguna de las palabras que utilizaría —contestó el Guerrero de Negro y Oro—. Pero Rinal me ha enseñado a utilizarla, entre otras cosas, y yo puedo hacerla funcionar.

—Pero ¿para qué propósito? —preguntó entonces D'Averc—. ¿Para transferir al problemático barón y a sus hombres hacia una especie de limbo donde no vuelvan a causarnos problemas?

—No —contestó el Guerrero—. Os lo explicaré…

Las puertas se abrieron de golpe, y un soldado maltrecho se precipitó en el interior del salón.

—Conde Brass, se ha presentado el barón Meliadus con bandera de tregua. Desea parlamentar con vos ante las murallas de la ciudad.

—No tengo nada que decirle —replicó el conde.

—Dice que tiene la intención de atacar esta misma noche. Que puede derribar las murallas en el término de una hora, pues dispone de tropas de refresco para ese propósito. Dice que si entregáis a vuestra hija, a Hawkmoon y a D'Averc, y si vos mismo os ponéis en sus manos, perdonará a todos los demás.

El conde Brass reflexionó por un momento, pero Hawkmoon interrumpió sus pensamientos.

—No sirve de nada considerar ese trato, conde Brass. Ambos conocemos las inclinaciones del barón Meliadus por la traición. Sólo trata de desmoralizar al pueblo para facilitar así su victoria.

—Pero si lo que dice es cierto —replicó el conde Brass con un suspiro—, y no me cabe la menor duda de que lo es, no habrá tardado en derribar las murallas y, en tal caso, todos nosotros pereceremos.

—Al menos lo haremos con honor —intervino D'Averc con firmeza.

—Así es —admitió el conde Brass con una sonrisa algo sardónica—. Al menos lo haremos con honor. —Se volvió entonces hacia el correo y le ordenó—: Decidle al barón Meliadus que, a pesar de todo, seguimos sin querer hablar con él.

—Así lo haré, milord —dijo el soldado con una inclinación abandonando después el salón.

—Será mejor que regresemos a las murallas —dijo entonces el conde Brass inporándose con un gesto de cansancio en el momento en que Yisselda entraba en la sala—. ¡Ah! Padre, Dorian… estáis a salvo.

Hawkmoon la abrazó.

—Pero ahora tenemos que volver —le dijo con suavidad—. Meliadus está a punto de lanzar un nuevo ataque.

—Esperad —intervino el Guerrero de Negro y Oro—. Aún tengo que explicaros cuál es mi plan.

12. Escape al limbo

El barón Meliadus sonrió al escuchar el mensaje que le transmitió el correo.

—Muy bien —dijo volviéndose a sus acompañantes—, destruid toda la ciudad, así como a todos los habitantes que apreséis, para divertirnos en nuestro día de victoria. —Hizo volver grupas a su caballo y se dirigió hacia donde las tropas de refresco esperaban sus órdenes—. Adelante —ordenó y observó cómo sus soldados empezaban a avanzar hacia la condenada ciudad y el castillo que la dominaba.

Contempló los incendios que se elevaron de las murallas, a los pocos soldados enemigos que esperaban sobre ellas, sabiendo, con toda seguridad, que estaban a punto de morir. Observó las gráciles líneas del castillo que hasta entonces había protegido tan bien a toda la ciudad, y se echó a reír burlonamente. Sentía un agradable calor en su interior, pues había anhelado aquella victoria desde que fuera expulsado de aquel mismo castillo, unos dos años antes.

Ahora, sus tropas ya casi habían llegado ante las murallas de la ciudad, y él espoleó los flancos de su caballo para acercarse más y poder contemplar mejor el transcurso de la batalla que se avecinaba.

Entonces, frunció el ceño. Algo parecía andar mal con la luz, puesto que los contornos de la ciudad y del castillo parecía como si estuvieran desvaneciéndose de pronto, del modo más alarmante.

Se abrió la máscara y se frotó los ojos. Después, volvió a mirar.

La silueta del castillo de Brass y de Aigues–Mortes pareció brillar, al principio con un color rosado, después con un rojo pálido y finalmente escarlata. El barón Meliadus se sintió mareado. Se pasó la lengua por los labios resecos y sintió miedo por su propio estado mental.

Las tropas se habían detenido en su ataque y ahora los soldados murmuraban entre ellos y empezaban a retroceder, alejándose del lugar. Toda la ciudad y la colina estaban rodeadas ahora por un ñameante color azulado. El azul empezó a desvanecerse y con él desaparecieron el castillo de Brass y la ciudad de Aigues–Mortes. Sopló un viento fortísimo que al barón Meliadus le hizo echarse hacia atrás en su silla. —¡Guardias! —gritó—. ¿Qué ha ocurrido?

—El lugar… se ha… desvanecido, milord —le contestó una voz nerviosa—. ¡Desvanecido! ¡Imposible! ¿Cómo se puede desvanecer toda una ciudad y un castillo? Están todavía ahí. Habrán erigido alguna especie de pantalla rodeando todo el lugar.

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