Recorrió Pedro Mari casa por casa todo el pueblo, sin que nadie quisiera venderle una pulgada de tierra. Se cansó de recibir agravios. El mismo Pello, que tanto le había protegido bajo cuerda, negábase a cederle unos cuantos pies de terreno perteneciente al Concejo. Verdad es que nuestro ex tabernero, sin ser Ulises, tenía tanta sagacidad y mala intención como el rey de Ítaca, y mientras su Penélope cortaba y cosía blancos baberos, él iba de puerta en puerta intentando corromper la pureza de sus paisanos a fuerza de doradas monedas.
Estas andanzas de Pedro Mari mendigando la limosna de un trozo de tierra para poder vivir, y esta resistencia mansa de un pueblo a concluir con sus prejuicios, cosas son que pueden darse únicamente en la montaña. Ya en la ribera navarra, el desenlace habría sido trágico. Allá la raza tiene caliente la sangre, las armas fáciles y el vino pronto a subirse a la cabeza. En la montaña la tragedia es imposible. El mismo dolor de la muerte natural, que sólo visita nonagenarios, queda muy atenuado ante la perspectiva de la gran comilona subsiguiente…
Las violencias, los celos, el derramamiento de sangre sólo se comprende en ambientes muy resecos. Y aquí es tan dulce la vida, tiene tanta humedad el aire, son los prados tan verdes y tan mansas las costumbres, que aun sintiéndolo mucho, a fuer de cronistas verídicos, no podemos dar a esta historia el funesto desenlace que había derecho a esperar. Sabemos de sobra que una novela en la que no ocurre nada extraordinario no es novela; ¡pero qué vamos a hacerle, si las cosas sucedieron así! No hubo ninguna tragedia, aunque tampoco hubo un solo vecino que se aviniese a vender a Pedro Mari un pedazo de tierra en que asentar su casa. Estaban verdes las uvas; lo mismo que el paisaje. En vista del fracaso, Echenique se internó en Bozate a la luz del día. Bien estaba. Dejaría en paz al noble solar de Arizcun; ahora, eso de marcharse lejos… ya se vería.
Las tierras de Arizcun y las de Bozate sólo están divididas por la blanca cinta de la carretera que hace de Jordán, separando el pueblo el elegido de los pobres moabitas bozatarras. Pues bien: a los quince días del éxodo de Pedro Mari comenzaron a hormiguear por aquellos alrededores los canteros de Bozate, los que pulen la piedra acompañándose de melancólicas canciones. Vinieron luego albañiles de Irún, de Santesteban y Vera; hizo su aparición un arquitecto de Pamplona… Los de Arizcun no dudaron ya. Pedro Mari daba la batalla en toda regla. Había comprado tierras en Bozate y se plantaba como un reto en el mismo hito fronterizo…
Entonces el pueblo elegido por Dios se dio a todos los demonios, y cientos de bocas anónimas maldijeron al antiguo tabernero que iba y venía por la carretera cada vez más sonrosado y craso. Por lo visto, las maldiciones le nutrían…
Se reunió el Ayuntamiento a deliberar. El secretario del valle, docto leguleyo capaz de dar solución a toda clase de parcelas terrenas y ultraterrenas, les puso sobre una pista hábil.
—La única salida —decretó— es comprar Bozate. Las tierras pertenecen a un marqués que vive en Madrid y anda medio arruinado.
—¿Pero eso es posible? ¿Todo Bozate pertenece a un particular? —inquirió el alcalde, que desconocía este dato.
—Sí, y es bien sencillo. Aunque en la montaña hay pocos latifundios, cuando Fernando de Aragón, amigo del conde de Lerín, mandó al duque de Alba a Navarra para que acabase con los últimos defensores de la independencia, le pareció muy bien entregar en premio a sus cortesanos y guerreros inmensas porciones del terreno conquistado. A un bastardo suyo le dio Bozate. Este gran señor se contentó con cobrar una contribución irrisoria, y así continúan las cosas, y así seguirán, si ustedes no aprovechan ahora para reventarle a Pedro Mari…
Los propietarios de Arizcun, ignorantes en absoluto de tales historias, no entendieron claramente más que lo de Pedro Mari, y después de sopesar sus bolsas, el secretario escribió una larga carta al pródigo marqués. La contestación del prócer cayó a la siguiente semana en Arizcun con el estrépito de un aerolito. Acababa de vender el dominio de Bozate a Pedro María Echenique en veinte mil duros. Sin duda, Pello, que jugaba a dos barajas, se había entendido una vez más con su compadre.
Todo Arizcun desfiló ante las obras. Veíanse únicamente los cimientos del solar, potentes y magníficos. Iba a ser una casa señorial, eso sí, con su amplio balcón corrido y —esto sacaba de quicio los socarrones baserris— con su escudo de ajedrez campeando sobre el portón, ya que en su calidad de vecino de Arizcun pertenecía a Pedro Mari. Salvo esta traición heráldica, que en adelante había de cobijar a la tribu leprosa de Bozate, ya nadie sentía odio hacia el futuro matrimonio. Las autoridades habían desbrozado el camino, y por su parte, el novio, que en los años mozos escondió cuidadosamente sus amores con Sara, ahora, a la entrada de la vejez, revolvíase contra los prejuicios con el ímpetu de un caballero de la Tabla Redonda.
Se acercaba el tiempo de dar forma legal a aquellos escarceos amorosos. Era preciso casarse, sólo que había que andar con tiento. El pueblo podía apedrearlos; por si acaso, no estaría de más consultar al párroco. Enseguida encontró la solución.
—Hoy por hoy, Pedro Mari, creo que no debe usted casarse en Arizcun ni en Elizondo. Para quitar costumbres que han durado siglos hay que ir despacio también. Hasta ahora todo nos ha salido a pedir de boca; no volvamos a desencadenar lo que ya parece dormido. Cásese usted en San Sebastián o en Pamplona…
No le pareció mal a Pello el plan, y convinieron en reunirse la semana siguiente para ultimar, comiendo a estilo baztanés, el lugar y detalles de la ceremonia.
La casualidad hizo que dos días más tarde recibiese Pedro Mari una carta del prior de los capuchinos residenciados en Pamplona. Se le avisaba en ella, como único pariente, que Fray Ambrosio de Arizcun, misionero de la Orden, volvía a su tierra natal viejo y enfermo, después de pasar cuarenta años en África evangelizando negros, unas veces por tierras de morería y otras por tribus salvajes. La comunidad tenía la obligación de avisarlo a la familia. Echenique se apresuró a visitarlo.
Fray Ambrosio le abrazó con infantil alegría. Tío y sobrino se veían por vez primera en su vida, y, no obstante, la efusión sentimental de aquellos dos hombres fue completamente familiar. La voz del viejo fraile, ronca y apagada, vibraba igual que todo su cuerpo al hablar; aquel cuerpo sarmentoso, que no tenía una libra de carne holgada y donde los tendones sobresalían formando boquetes de arrugada piel, como una cadena de montañas que conservase aún las bocas apagadas de muchos cráteres. Su hermosa barba blanca, partida en crenchas —barba ancestral de los antiguos conquistadores—, caía sobre su pecho en forma de laurel protector.
Desde aquel día Pedro Mari visitaba al capuchino en su celda mañana y tarde. Con la reclusión y el silencio, los nervios gastados tornaban a recobrar la pujanza aventurera el instinto del mártir ansioso de luchas, dificultades y fatigas. Ahora añoraba el valle natal con anhelo infantil, el aire puro, la actividad, el trabajo. Cuanto más se inclinaba su cuerpo hacia la fosa, mayor era su sed de andar, de moverse, de emprender nuevas rutas.
—Yo descansaré —le decía al sobrino— cuando tenga dos varas de tierra encima. Recuerdo que en cierta ocasión tuve unas fiebres tremendas, y para hacerme descansar por fuerza, quisieron darme una diócesis sosegada en la Península. Me negué terminantemente a ser obispo. Yo no valgo para estar sentado, y mucho menos apoyándome en un respaldo episcopal…
Poco a poco, adoptando el aire de conspirador que tan bien le iba, Pedro Mari fue explicando a su pariente el original trance en que se hallaba. No sabía Fray Ambrosio gran cosa de los agotes; había salido de Arizcun a los siete años, mas en seguida los catalogó como negros bizarros de una tribu próxima al corazón de África, apreciables ciudadanos que él había evangelizado cincuenta años atrás. Pronto se pusieron de acuerdo la exaltación del tío y la cordura del sobrino. Odios, luchas, desprecios, he aquí el ambiente necesario para que el viejo fraile recobrase la salud. Pedro Mari se casaría con Rut y todos juntos iríanse a vivir en la futura casa de Bozate. La Orden no opuso dificultades, ya que una persona de la familia garantizaba el cuidado y asistencia del capuchino, mejor sin duda, que en la celda del convento.
El matrimonio se efectuó en Guipúzcoa, en el pintoresco y escondido santuario de Lezo. En una mañana primaveral y tibia, dentro del coche correo que arriba a Pamplona iban Rut, más pálida y desencajada que nunca; Noemí la bruja, radiante de orgullo, y Pello Joshepe, que en su calidad de padrino cataba todos los caldos. Pasaron dejando un reguero de comentarios irónicos.
—Nadie ha querido casarlos —murmuraban en un grupo de indianos— y se han tenido que traer un fraile loco de Filipinas…
—Qué gracioso iba Pello, ¿eh? —se decía en la taberna—, ese tamboril de casa ajena metiéndose en todo lo que no le importa…
—Vosotros tenéis la culpa —replicó un mozo—. Si no le hubierais hecho alcalde, no se verían estas cosas…
—¡Bah! ¡Eso era viejo! A Pedro Mari le gustaron siempre las agotas. No es de ahora, no. Y lo malo es que nos gustan a todos.
La ceremonia del casamiento tuvo carácter íntimo y familiar. No hubo invitaciones. Fray Ambrosio se puso sobre la blanca sobrepelliz, aquella estola que había evangelizado millares de idólatras. Los novios aguardaban en silencio, impresionados por la gravedad del momento.
—¿Dónde andan ésos? —preguntó el capuchino al cabo de un largo rato viendo que los padrinos y testigos no aparecían.
—No sé —respondió Pedro Mari levemente inquieto.
Quedaron ahí fuera, voy a ver…
En el atrio no había nadie. Se asomó a la terraza desierta, llena de luz, desde la que se abarca un paisaje pequeñín, de nacimiento; prados verdes y tejados rojos. Ni un alma en los alrededores. ¿Habrían querido darle una broma?
Haciendo bocina con sus manos llamó a Pello Joshepe repetidas veces. Lentamente, sin apresuramientos, el contrabandista apareció en el umbral de una casucha próxima, blandiendo en su mano un gran vaso de sidra. Echenique se apresuró a bajar hecho un basilisco, y al ver el cuadro no pudo menos de echarse a reír. De pie, junto al mostrador mugriento, los invitados apuraban religiosamente la sexta botella de sidra. Casi a empujones los sacó de la tabernucha Pedro Mari. A la puerta del santuario, Fray Ambrosio, revestido, aguardaba sonriendo con la amplitud del hombre que todo lo comprende…
El misionero leyó la Epístola de San Pablo solemnemente; cambiáronse los anillos; tintinearon las onzas sobre las temblorosas manos de Rut; levantó el brazo para bendecirlos… Mas de pronto se detuvo. Su cerebro tanteó un momento, buscando la fuga simbólica, y en tono patriarcal y sencillo les habló así:
—Y ahora tú, Pedro Mari Echenique de Arizcun, y tú, Rut de Bozate, al casaros habéis fundido el escudo nobiliario del Baztán. Las casillas negras estaban formadas por los agotes, las blancas por los baztaneses. La iglesia, al uniros, ha roto este tablero de odios. Arizcun, el pueblo elegido, careció siempre de arte; Bozate tiene el buril que pule la piedra, el txistu que recoge la inspiración del valle y el molino que desgrana la espiga; las tres canciones que necesitará siempre la Humanidad. Tú, Pedro Mari, has sentido la atracción artística, que es la embriaguez más alta. Gracias a ti, Bozate será piedra sillar, cimiento eterno de un pueblo nuevo, y quién sabe si, andando el tiempo, corazón del mundo, como fue Jerusalén…
La casa de Echenique tiene una puerta redonda que da a la carretera, cerca de Dancharinea. Es un solar con honores de palacio y empaque de caserío. El largo balcón de arriba, en vez de la ascética barandilla, luce una balaustrada, en la que las grecas de maderas se enredan con ondulación de sierpes. En los costados y al cobijo de las tejas, dos gárgolas de abultada boca y pechos de sirena escupen pacientemente el agua de las nubes. Las dobles ventanas, como ojos curiosos, esmaltan de azul oscuro las blancas paredes, limpias y nuevas. Encima de la redonda boca de la entrada brilla la plaquita roja del corazón de Jesús, y en el centro de la fachada, el escudo heráldico de la sacerdotal Arizcun…
Aislada, sola y apoyada en la carretera, los flancos de esta vivienda original son unos robustos maizales donde las ramas se entrelazan ardientemente y ascienden a posarse en los tallos y en las hojas de cada maíz. La parte trasera de la casa es huerta, y sus aledaños, prados anchos de cercas bajas, en cuyo vientre, preñado de hierba jugosa, brotan dos veces al año todos los matices del azul y todas las armonías del verde. La cantarina madeja de un arroyo se enreda entre la huerta y va en busca del sosegado Bidasoa, padre gentil de todas las regatas del valle…
Dentro de la casa se oye cantar a Rut. Es una canción de cuna, montañesa y milenaria, en que se le conmina al niño para que se duerma, antes de que aparezca la sombra terrible del
Basa Jaun
. Al poco rato la canción cesa y la voz sosegada de Rut vuelve a oírse organizando el trajín de las criadas de la casa.
Pedro Mari, gordo y viejo, está en el prado cercano, segando la juvenil alfombra estofada de margaritas. En la paz del mediodía y por los caminos del valle se oyen chirriar lentas esas carretas vascas de dos ruedas que cuando más despacio andan, más gritan.
A la puerta del caserío asoma Noemí. Está ya apergaminada, seca. Su cabeza parece un grano de alubia que llevase demasiado tiempo expuesto al sol. Mas a pesar de sus años, Noemí no puede pasar el tiempo sino junto al fogón, y aunque ha traspasado la tabernilla por imposición de Pedro Mari, no deja gobernar la cocina de la casa nueva ni a su hija Rut. Noemí sigue siendo hacendosa, y sigue escondiendo la botella de
pacharra
entre la cristalería del vasar…
Pedro Mari deja la dalla, se enjuga el sudor y lentamente se encamina hacia su casa. El idilio romántico que empezó en Bozate ha agostado sus tintas rosadas, su finura y languidez; se ha hecho craso, burgués y fecundo. Rut la espigada, trocada ahora en matrona, sigue echando hijos al mundo con la perfecta lógica de un axioma matemático. Un axioma por año.
En el Baztán el amor carece de complicaciones eróticas. La esterilidad, tan cantada por nuestros grandes cocineros literarios, es aquí un castigo. En la montaña, amar es multiplicarse con un fin práctico: amar es sembrar, eternizar y continuar la cadena de carne y sangre que nos ata a la tierra o se empeña en elevarnos hacia el cielo vacío. No tiene el Baztán la estéril belleza de la cortesana, sino la sosa placidez de la matrona. Mucha prosa, mucha hierba, mucho dinero, mucho cerdo y mucha vaca; por eso los prados, los maizales, los castaños y manzanos, y sobre todo las ánforas humanas, florecen todos los años…