—Éste es el autobús para que me des el dinero que lleves. —Magic apuntó hacia ella la pistola del 22.
—Sí, señor. No quiero problemas —asintió la mujer de negro.
A Magic le pareció que la mujer estaba desconcertada, casi a punto de desmayarse, o de mearse encima. Avanzó hacia él, temblorosa, mientras hurgaba en su gran bolso negro de piel. Magic pensó en llevárselo también, para su madre. Y quizás incluso aquellos zapatos finos. ¿De qué medida serían? Cuando el hombre estaba examinando los zapatos, la mujer le soltó de repente tal patada en la espinilla con una puntera afilada como un cuchillo que le hizo morderse la lengua. De pronto la mujer empuñaba un pistolón y apuntaba con él a su cabeza, al tiempo que el arma del asaltante desaparecía de su mano y Magic se encontraba tumbado en el suelo del pasillo, boca abajo, y la otra mujer le esposaba las muñecas a la espalda.
—¡Ay! Eso me hace mucho daño —se quejó Magic, con unas punzadas de dolor en la espinilla—. Me parece que tengo la pierna rota.
Los inocentes pasajeros del autobús observaban la escena boquiabiertos, mudos de asombro mientras las dos damas bien vestidas cogían a aquel ladrón hijo de puta y lo sacaban a la tarde radiante. De repente los coches policiales aparecieron entre rugidos, con las luces rojas y azules destellantes, y todo el autobús se dio cuenta de que las dos mujeres también eran responsables de su presencia.
—Gracias a Dios —se le ocurrió decir a alguien.
—Es un milagro.
—Batman y Robin.
—Páseme la bolsa para que pueda recuperar mi cadena de oro.
—Y yo quiero mi anillo.
—Que todo el mundo se quede donde está y no toque nada —dijo un agente que subió al autobús.
El agente Saunders se apeó del coche patrulla con la esperanza de que la jefa no lo reconociese.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó ella mientras pasaba ante él con su paso apresurado. Después le comentó a West—: ¿No te parece un poco extraño? Por lo general, cuando llegamos ya andan por todas partes.
West tampoco lo entendía, pero ahora tenía más respeto por las faldas y los zapatos de la jefa. No sólo no le habían impedido correr sino que habían resultado muy útiles. Cuando entraron de nuevo en el Presto para abonar su cuenta, West se sentía muy orgullosa de Hammer. Los tipos de la barra seguían enfrascados en su discusión, fumando, ajenos a lo que acababa de suceder allí al lado, en la estación de la Greyhound. Era normal que a un grupo de camellos no le importara un pimiento que alguien se dedicara a robar a un puñado de personas inocentes, pensó West. Dirigió otra mirada amenazadora al grupo mientras Hammer apuraba el último trago del té helado sin azúcar y echaba una ojeada al reloj.
—Bueno, creo que será mejor que volvamos —sugirió Hammer.
Andy Brazil tuvo noticia del incidente de la estación de autobuses cuando lo escuchó por la emisora policial, mientras trabajaba en un jugoso artículo sobre las consecuencias a largo plazo de la violencia sobre las víctimas y sobre los parientes que éstas dejaban. Bajó al sótano en el ascensor y subió al coche, pero cuando llegó a toda prisa al bloque 600 de West Trade el drama ya había terminado, al parecer con un arresto.
Cuando pasaba casi a la carrera ante el Presto Grill, West y Hammer salían del local. Brazil se detuvo sorprendido y se las quedó mirando. Para empezar, no entendía por qué dos de las personas más importantes de la ciudad comían en un tugurio como aquél. Tampoco entendía cómo podían continuar con su almuerzo cuando, a menos de cincuenta metros de ellas, había vidas que corrían peligro. Y sin duda tenían que estar al corriente de ello. West llevaba consigo el radioemisor de la policía.
—Andy… —Hammer lo saludó con un gesto de cabeza.
West le lanzó una mirada, como desafiándolo a hacer preguntas. Brazil observó que las dos vestían buenos trajes de ejecutiva y que el bolso negro de piel de la jefa tenía un compartimento secreto para guardar una pistola. Imaginó que allí dentro estaría también su placa y le gustó cómo se tensaban las pantorrillas de Hammer cuando ésta se alejó con su andar enérgico. Brazil se preguntó qué aspecto tendrían las piernas de West mientras reemprendía su apresurada marcha hacia la estación de autobuses. Los agentes estaban ocupados en tomar declaraciones, lo cual no era poco trabajo. Contó cuarenta y tres pasajeros, además del conductor, cuya declaración resultó bastante sustanciosa.
Anthony B. Burgess era conductor de autobuses desde hacía veintidós años y había visto de todo. Había sido víctima de robos, atracos, secuestros y apuñalamientos. Lo habían tiroteado en el motel Twilight, de Shreveport, después de recoger por error a una chica que resultó ser un hombre. Todo esto le contó a Brazil y más aún, porque el rubito era un encanto y lo bastante listo como para reconocer a un buen narrador cuando lo encontraba.
—No tenía idea de que fueran policías —insistió Burgess, y se rascó la cabeza bajo la gorra—. Jamás se me habría ocurrido pensarlo. Subieron a bordo vestidas de negro, rojo y azul, como Batman y Robin. Y al cabo de un momento Batman le hace saltar la pistola de la mano a ese desgraciado y está a punto de volarle los sesos y esparcirlos por todo mi autobús mientras Robin le pone las esposas. ¿Se imagina? —El hombre sacudió la cabeza como si hubiera tenido una visión—. ¡Y resulta que es la jefa de policía! Eso he oído que decían. Increíble.
A las cinco de la tarde la historia estaba en el saco, destinada a primera página, bajo la cabecera. Brazil ya había visto el titular en la sala de composición:
LA JEFA DE POLICÍA Y SU JEFA AYUDANTE FRUSTRAN EL SECUESTRO DE UN AUTOBÚS
¿Batman y Robin con tacones?
West tuvo ocasión de ver un ejemplar de prueba un poco más tarde, cuando Brazil, de uniforme, montó en el coche de la jefa para otra noche de ronda por la ciudad. Estaba muy satisfecho y opinaba que el artículo era el mejor que había escrito hasta la fecha. Se sentía tan entusiasmado con lo que habían hecho Hammer y West que no le hubiera importado tener sus autógrafos o un cartel de ambas para colgarlo en su habitación.
—No era necesario poner eso de Batman —exclamó de nuevo West mientras aceleraban por South Boulevard, sin dirigirse a ninguna parte en concreto.
—Sí que lo era —insistió Brazil, cuyo humor se ponía como el sol y dejaba su mundo oscuro y tormentoso—. Era una cita. No es lo mismo que si me lo hubiera inventado.
—¡Eres un hijo de puta!
Al día siguiente West sería el hazmerreír de todo el departamento. Encendió un cigarrillo e imaginó las carcajadas de Goode.
—Es un asunto de ego. —A Brazil no le gustaba que criticaran su trabajo y apenas podía soportar un comentario como aquél—. Estás molesta porque no te gusta ser la segundona, ser Robin en lugar de Batman, porque te recuerda tu situación real. Pero Batman es ella, no tú.
West le dedicó una mirada termodirigida, como un misil. Brazil no iba a sobrevivir a esa noche, y probablemente debería haber guardado silencio.
—Sólo soy sincero —añadió—. Nada más.
—¿Ah, sí? —Le lanzó otra mirada—. Te voy a hablar de sinceridad. Me importa una mierda que cites lo que te ha dicho alguien, ¿comprendes? ¿Sabes cómo se llaman esas citas, en el mundo real? Se llaman porquería. Se llaman perjurio, rumor, impugnación de testigos, libelo, jodida falta de respeto.
—¿Tengo que poner también eso de «jodida»? ¿No te parece un poco fuerte? —Brazil intentaba no reírse y fingía tomar notas mientras West gesticulaba con su cigarrillo y se veía cada vez más ridícula.
—El hecho de que alguien diga algo, Sherlock, no convierte su declaración en palabra sagrada que merezca ser repetida e impresa, ¿entendido?
Brazil asintió con fingida seriedad.
—Y yo no llevo tacones altos ni quiero que nadie piense que los llevo —añadió.
—¿Por qué? —preguntó él.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué no quieres que nadie lo piense?
—No quiero que nadie piense en mí. Punto.
—¿Y cómo es que nunca llevas tacones altos, ni faldas? —Brazil no estaba dispuesto a dejarse amilanar.
—No es asunto tuyo, maldita sea —replicó ella, y arrojó la colilla por la ventanilla.
La radio policial tomó protagonismo al anunciar una dirección de Wilkinson Boulevard que cualquiera que conociera la zona sabía que correspondía al Paper Doll Lounge. El salón de striptease llevaba abierto en Charlotte desde antes de que se inventara el sexo, atendido por mujeres que no llevan puesto más que un taparrabos y que atormentaban a unos hombres con los tejanos llenos de billetes. Aquella noche, los desocupados daban tragos de las litronas de cerveza brillantemente disimuladas en bolsas de papel marrón. No lejos de allí, un joven desquiciado saltaba alegremente en el interior de un contenedor de basuras.
—No era mucho mayor que yo. —Brazil le hablaba a West de la joven prostituta que había visto la otra noche—. Le faltaban casi todos los dientes de delante, llevaba tatuajes y tenía unas greñas largas y sucias, pero estoy seguro de que en otro tiempo había sido bonita. Me gustaría hablar con ella y descubrir qué sucedió para que se convirtiera en algo así.
—La gente repite sus historias, busca a otra gente para abusar de ella —replicó West, con una extraña impaciencia ante el interés de Brazil por una prostituta que un día tal vez había sido hermosa.
Se apearon del coche. West se acercó a un borracho con una gorra de Chick-Fil-A. El hombre se tambaleaba, agarrado a su botella de Colt 45.
—Esta noche nos lo pasamos en grande, ¿eh? —le dijo West.
El hombre apenas se sostenía, pero estaba alegre.
—Capitán —dijo con lengua de trapo—, está estupenda. ¿Quién viene con usted?
—O vacías esa botella o te meto en la trena —dijo West.
—Sí, señora. Es una decisión muy fácil. ¡Está muy claro!
Vació la botella en el aparcamiento. Estuvo a punto de caer de cabeza en el charco y salpicó los pantalones de uniforme de Brazil y sus botas impecables. Brazil se lo tomó bien. Retrocedió de un salto, un poco tarde, y se preguntó dónde estaría el servicio de hombres más próximo, convencido de que West lo llevaría allí inmediatamente. Ella ahuyentó a los borrachos y vació sus vidas sobre el pavimento mientras ellos contemplaban la escena y contaban mentalmente las monedas que aún tenían, al tiempo que calculaban cuánto tardarían en volver a Ray's Cash & Carry, al Texaco Food Mart o a Snookies'.
Brazil siguió a West de vuelta al coche. Montaron y se pusieron el cinturón de seguridad. Brazil estaba avergonzado por el olor agrio que le subía de las pantorrillas. Aquella parte del trabajo le sobraba por completo. No soportaba a los borrachos, y al observar a todos aquellos hombres por la ventanilla sintió rabia. Se alejaban con paso vacilante, y antes de que West y Brazil estuvieran a un kilómetro de allí ya estarían bebiendo otra vez. Por eso, gente como aquella, adicta y degradada, no servía para nada en este mundo y sólo era un riesgo para todos.
—¿Cómo se puede caer tan bajo? —murmuró mientras miraba, impaciente por dejar la zona.
—A cualquiera nos puede pasar —respondió West—. Eso es lo que da miedo. Una cerveza cada vez. A cualquiera.
Algunas épocas de su vida se había encontrado por aquel mismo camino, noche tras noche, bebiendo para caer dormida, sin recordar lo último que había leído o pensado, y a veces despertando con las luces todavía encendidas. El joven perturbado se acercaba alegremente hacia su coche, y West se preguntó qué era lo que situaba a unas personas donde ella estaba y consignaba a otras a los aparcamientos y contenedores de basura. No siempre era una cuestión de elección. No lo había sido para aquel pobre tipo, a quien la policía conocía bien y que residía permanentemente en la calle.
—Su madre intentó abortar pero no lo consiguió del todo —le comentó West a Brazil en voz baja—. Al menos eso cuentan. —Abrió el cristal de la ventanilla de Brazil mientras añadía—: Lleva por aquí desde siempre. —Se inclinó hacia la ventanilla abierta y gritó—: ¿Qué tal va?
El tipo no hablaba ningún idioma que Brazil pudiera reconocer. Hacía gestos agitados y emitía extraños sonidos que a Brazil le causaron pavor.
El reportero sólo quería que West acelerase y dejara atrás todo aquello enseguida y salieran de allí antes de que aquella criatura le echara el aliento o lo babeara. El tipo apestaba a cerveza rancia y a basura. Brazil se retiró de la ventanilla y se apoyó en el hombro de West.
—Apestas —masculló West mientras sonreía a su visitante.
—No soy yo —dijo Brazil.
—Claro que sí. —Se dirigió al perturbado y añadió—: ¿Qué haces por aquí?
El joven continuó gesticulando, cada vez más excitado, mientras contaba a la bonita mujer policía todo lo que había hecho. Ella sonreía y disfrutaba visiblemente escuchándolo. En cambio su compañero parecía malhumorado.
Chico, como siempre lo habían llamado, sabía cuándo un policía era nuevo en el oficio. Chico lo sabía por lo tenso que se ponía el novato, por la expresión de su rostro, y eso siempre incitaba a Chico a divertirse un poco con el pipiolo. Miró a Brazil y le lanzó una de sus sonrisas con la boca muy abierta, enseñando las encías, como si fuera alguna criatura exótica recién llegada al planeta. Cuando Chico alargó la mano hacia el novato, éste se echó hacia atrás. Aquello excitó a Chico más que nunca; gritó aún más alto, bailó junto a la ventanilla e intentó tocar de nuevo al policía novato. West guiñó un ojo a su compañero de coche.
—Me parece que le has caído bien —dijo con una sonrisa maliciosa.
Finalmente levantó el cristal de la ventanilla, pero Brazil ya se sentía completamente sucio. Tenía el uniforme manchado de cerveza y lo había manoseado alguien desdentado que se pasaba la vida dentro de contenedores de basura. Le entraron ganas de vomitar. Cuando West encendió un cigarrillo y reemprendió la marcha entre risas, Brazil se sintió indignado y dolido. La jefa ayudante no sólo no había evitado que lo degradaran de aquella manera sino que lo había fomentado, y paladeaba lo ocurrido. El reportero mantuvo un hosco silencio mientras West se desviaba por West Boulevard hacia el aeropuerto.
Cortó por Billy Graham Parkway y se preguntó qué se sentiría al tener una gran avenida con el nombre de una. No estaba segura de que le gustara la perspectiva de que coches y camiones pasaran sobre ella día y noche y dejaran marcas de frenazos y restos de recauchutados, mientras los conductores se dedicaban gestos obscenos, se mandaban a la mierda o sacaban las pistolas. Una avenida no tenía nada de cristiano, se dijo West cuanto más pensó en ello, salvo que se utilizaran en analogías bíblicas, como el camino que conduce al infierno y con qué está empedrado. Cuanto más reflexionaba sobre todo esto, más lástima sentía por el reverendo Billy Graham, que había nacido en Charlotte, en una casa que, contra su voluntad, había sido adquirida en propiedad por un cercano parque temático religioso.