—Dame una pistola. Yo me encargo —dijo con voz lo bastante alta como para hacerse oír por encima del ruido del vehículo.
Slim, al volante, soltó otra carcajada y lo miró por el retrovisor.
—¿Has dado un golpe alguna vez?
—Sí, he golpeado a mi madre.
Todos se rieron.
—¡Ha golpeado a su madre! ¡Uy, qué chico más malo!
Muertos de la risa, zigzaguearon entre el tráfico. Fright sacó su revólver Ruger 357 Blackhawk de acero inoxidable brillantísimo. Estaba cargado con seis balas Hydra-Shoks. Puso el arma en manos de Wheatie, quien reaccionó como si lo supiera todo en cuestión de revólveres y tuviera una colección. El coche se detuvo ante Hardee's. Los amigos clavaron unas miradas vidriosas en Wheatie.
—Muy bien, gilipollas —le dijo Slim—. Entra y vuelve con una cena para doce, a base de pollo. —Le pasó un billete de veinte dólares—. Paga y espera. No hagas nada hasta que tengas la comida, ¿de acuerdo? Luego, pones la compra bajo el brazo, sacas el arma, limpias las cajas y sales corriendo como un loco.
Wheatie asintió. El corazón le saltaba del pecho.
—No vamos a quedarnos aquí parados. —Fright lo dejó claro y señaló con la cabeza la gasolinera Payless contigua—. Estaremos ahí atrás, junto a los contenedores. Si tardas más de la cuenta, gilipollas, te dejamos aquí.
Wheatie asintió. Lo había captado.
—Ahora quitaos de delante —dijo, duro y rotundo mientras guardaba el revólver bajo la hebilla del cinturón y lo tapaba con la camiseta.
Lo que Wheatie no captó fue que aquel Hardee's en particular ya había sufrido otros asaltos, y Slim, Fright y Tote lo sabían. Mientras él entraba, ellos se alejaron entre risas y encendieron otro porro. Aquella noche, Wheatie terminaría con su culito entre rejas. Iba a aprender de verdad cómo era la cárcel, con los pantalones siempre a punto de caer porque le quitaban el cinturón, y luego bajados del todo cuando algún hijo de puta tenía urgencia de su tierno culito.
—Doce trozos de pollo. —Allí, frente al mostrador, la voz de Wheatie no sonó todo lo dura que esperaba. Temblaba de pies a cabeza y sospechaba, aterrorizado, que la oronda mujer negra de la redecilla en los cabellos conocía su plan al detalle.
—¿Qué guarniciones quieres? —le preguntó la mujer.
¡Mierda! Slim no le había dicho nada al respecto. Y si lo hacía mal, sus amigos lo matarían. Echó un vistazo con mirada severa y furtiva y no vio el Tracker por ninguna parte.
—Alubias cocidas. Col. Galletas —dijo lo mejor que supo.
La mujer marcó y cogió el billete de veinte. Wheatie dejó el cambio en el mostrador, temeroso de que si lo guardaba en el bolsillo pudiera atraer la atención hacia el arma. Cuando tuvo la gran bolsa de pollo y guarniciones bien sujeta bajo su frágil brazo, Wheatie sacó el arma, no muy limpiamente, pero consiguió apuntar con ella a la cara sorprendida de la mujer gorda.
—¡Dame todo el dinero, hija de puta! —le ordenó con su voz más despiadada, mientras el arma temblaba en sus pequeñas manos.
Wyona era la gerente de aquel Hardee's y se encargaba de la caja porque dos de los empleados estaban enfermos aquella noche. Había sufrido tres atracos en su vida, y aquel pedazo de cabrón no iba a sumar otro. Con los brazos en jarras, se plantó ante él.
—¿Y qué vas a hacer, imbécil? ¿Pegarme un tiro?
Wheatie no había previsto aquello. Amartilló el arma con manos aún más temblorosas. Se humedeció los labios y los ojos casi se le salieron de las órbitas. Era el momento de tomar una decisión. No podía permitir de ningún modo que aquella oronda gallina clueca lo dejara en ridículo. Mierda, si salía de allí sin el dinero, era el final de su carrera. Ni siquiera estaba seguro de haber escogido bien los trozos de pollo. ¡Oh, mierda, estaba en un buen lío! Cerró los ojos y tiró del gatillo. La explosión fue increíble, y el revólver le saltó de las manos. La bala atravesó un rótulo luminoso que rezaba PATATAS FRITAS GRANDES $ 1,99, sobre la cabeza de Wyona. Ella se apoderó del 357 y Wheatie echó a correr como un loco.
Wyona era una firme creyente en la intervención comunitaria. Persiguió a Wheatie, cargó tras sus pasos a través del aparcamiento, cruzó hasta el Payless y detrás de éste vio aparcado un Tracker rojo, lleno de adolescentes que fumaban marihuana. Los jóvenes cerraron las puertas con seguro. Wheatie se agarró a un tirador pero no consiguió nada y lanzó un grito cuando la enorme mujerona lo agarraba por la parte de atrás de los pantalones y se los bajaba hasta las Adidas de piel. El muchacho cayó a la calzada en un lío de ropa roja mientras la mujer apuntaba con el revólver a la cabeza del conductor, a través del cristal.
Slim reconocía una expresión decidida cuando la miraba.
Aquella zorra iba a disparar contra él si se atrevía a parpadear siquiera. Levantó las manos del volante muy despacio y las mantuvo en alto.
—No dispare —suplicó—. Por favor, no dispare.
—Coge el teléfono del coche y llama a la policía ahora mismo —le gritó Wyona.
Slim obedeció.
—¡Diles quién eres y qué has hecho, y que si no llegan aquí dentro de dos minutos exactamente te vuelo la tapa de los sesos! —gritó la mujer con un pie plantado firmemente sobre Wheatie, que permanecía en la calzada, boca abajo y tembloroso, cubriéndose la cabeza con las manos.
—¡Acabamos de atracar un Hardee's y estamos detrás del Payless de Central Avenue! —chilló Slim por el micrófono—. ¡Por favor, acudan enseguida!
Selma, la telefonista del servicio de urgencias de la policía que atendió la llamada, no estaba segura de qué se trataba, pero dio al asunto la máxima prioridad porque su intuición la inducía a pensar que era inminente una tragedia. Radar, mientras tanto, decidió que no había terminado con West aquella noche. Le pasó la emergencia a ella.
Circulaban ante el instituto Piedmont Open. West quería evitar nuevos problemas y no deseaba volver a oír su número de unidad.
En aquel preciso momento Brazil agarró el micrófono.
—Unidad 700 —dijo.
—Problema desconocido, bloque 4000 de Central Avenue —dijo Radar con una sonrisa.
West pisó a fondo, y casi voló Tenth Street abajo, dejando atrás el Veterans Park y Saigon Square. Otras unidades la respaldaron, pues a aquellas alturas todos los policías que patrullaban las calles se habían dado cuenta de que su jefa ayudante estaba encargándose de un montón de llamadas peligrosas sin que nadie la ayudara. Cuando llegó al Payless llevaba detrás seis coches patrulla con las luces encendidas. Aquello no era nada corriente, pero West no se preguntó qué sucedía sino que se sintió agradecida. Se apeó del coche y Brazil la imitó. Wyona bajó el arma cuando vio llegar la ayuda.
—Han intentado robarme —le dijo a Brazil.
—¿Quién? —preguntó West.
—Este pedazo de mierda que tengo debajo del pie.
West se fijó en el corte de pelo descolorido, en la piel estropeada y en la gorra y la camisa de los Hornets. El muchacho tenía los pantalones anudados en torno a las zapatillas de baloncesto y llevaba debajo unos calzones amarillos. Junto a él había una gran bolsa de pollo con guarniciones.
—Ha entrado, ha pedido doce trozos de pollo y luego ha sacado esto. —Wyona entregó el arma a Brazil porque era el hombre y ella nunca había tratado con una mujer policía y no iba a empezar ahora—. Lo he perseguido fuera de la tienda hasta donde están esos hijos de puta. —Indicó con un gesto furioso a Slim, Fright y Tote, refugiados en el interior del Tracker.
West cogió el arma de manos de Brazil y se volvió hacia los otros seis agentes que la estaban observando.
—Encerradlos —dijo. Luego, dirigiéndose a Wyona, añadió—: Gracias.
Los ocupantes del coche fueron detenidos y esposados. Cuando volvieron a ser simples malhechores oficiales y desapareció el riesgo de que los mataran, recuperaron su bravuconería. Miraron a los policías con gesto de desprecio y escupieron. Ya en el coche, West dedicó una severa mirada a Brazil, quien se aplicó al teclado del TDM para dar cuenta de su traslado de la escena del delito.
—¿Por qué nos odian tanto? —preguntó.
—La gente tiende a tratar a los demás como la han tratado a ella —respondió—. Fíjate en los policías. Muchos hacen lo mismo.
Patrullaron en silencio durante un rato y recorrieron otros barrios pobres, rodeados por la ciudad chispeante y optimista.
—¿Qué me dices de ti? —preguntó Brazil—. ¿Cómo es que no tienes ese odio?
—Yo tuve una buena niñez.
Aquello irritó al reportero.
—Pues yo no. Y no odio a nadie —replicó—. Así que no me pidas que sienta lástima por ellos.
—¿Qué puedo decirte? —Sacó un cigarrillo—. Esto se remonta al Paraíso Terrenal, a la guerra de Secesión, a la guerra fría, a Bosnia. A los seis días que tardó el Señor en crear todo esto.
—Tienes que dejar de fumar —dijo él y recordó los dedos de West, rozándolo mientras le remendaba la camisa.
Brazil tenía mucho en qué pensar. Escribió sus artículos deprisa y los envió segundos antes de que cerrasen las diversas ediciones. Sentía una extraña inquietud y no estaba ni remotamente cansado. No quería volver a casa y había caído en un estado de abatimiento en el instante en que West lo había dejado en el aparcamiento, junto a su coche. Había dejado la redacción del periódico un cuarto de hora después de medianoche y tomó el ascensor de bajada a la segunda planta.
Talleres estaba en plena actividad y las cintas transportadoras Ferag amarillas volaban a setenta mil periódicos por hora. Brazil abrió la puerta, ensordecido por el ruido del interior. Algunos de los presentes, con auriculares protectores y delantales manchados de tinta lo saludaron con gestos de cabeza, aunque no entendían sus extrañas peregrinaciones a través de aquel mundo sucio y violento. Una vez dentro, Brazil contempló los kilómetros de noticias impresas desplazándose a toda velocidad, las máquinas dobladoras que traqueteaban como ametralladoras y las cintas transportadoras que pasaban los periódicos a través de las máquinas de contar. Los duros trabajadores de aquella sección, en la que rara vez se pensaba, no habían conocido nunca a un periodista que se interesara lo más mínimo en cómo llegaban a manos de los ciudadanos, cada día, sus inteligentes palabras y su prestigiosa firma.
Brazil sentía una atracción inexplicable por el poder de aquellas máquinas enormes y atemorizadoras. Estaba asombrado de ver pasar la portada con su artículo miles y miles de veces, a velocidad vertiginosa. Costaba de creer y obligaba a un ejercicio de modestia que hubiese por ahí tanta gente interesada en su visión del mundo y en lo que tenía que decir. El gran titular de la noche era, por supuesto, la intervención de Batman y Robin en el rescate del autobús secuestrado, pero en la sección de noticias locales de la portada venía un artículo bastante decente sobre «POR QUÉ UN CHICO SE ESCAPA DE CASA» y algunos párrafos sobre el altercado en el Fat Man's Lounge.
En realidad, Brazil habría podido escribir toda su vida artículos sobre lo que veía mientras patrullaba con West. Subió una escalera de caracol metálica hasta la sala de correo y recordó que ella lo había llamado «compañero». Evocó su voz una y otra vez. Le gustaba su timbre, grave aunque sonoro y femenino. Le hacía pensar en leña vieja y en humo, en caminos de losas enmarcadas en musgo y en zuecos de Venus esparcidos por bosques añejos salpicados de sol.
No quería volver a casa. Se encaminó hacia su coche con ganas de deambular y reflexionar. Se sentía triste e ignoraba la causa. La vida estaba bien. El trabajo no podía ir mejor. Parecía que los policías no lo despreciaban con tanta intensidad o de forma tan generalizada. Contempló la posibilidad de que su problema fuera físico porque no hacía tanto ejercicio como de costumbre y no producía suficientes endorfinas ni se ponía al borde del agotamiento. Recorrió West Trade y contempló a la gente de la noche que hacía las calles, ofreciendo su cuerpo por dinero. Los travestís lo siguieron con un fulgor mortecino en sus ojos enfermos y la joven volvía a estar en la esquina de Cedar.
La muchacha deambulaba seductoramente por la acera y lo miró con descaro cuando redujo la marcha del coche al pasar junto a ella. Llevaba unos tejanos de perneras recortadas que apenas cubrían sus firmes nalgas, y una camiseta también cortada, justo hasta debajo de los pechos. Cómo no llevaba sujetador, sus carnes se movían mientras caminaba y miraba al chico rubio del BMW negro con el motor sonoro y ronroneante. Se preguntó qué tendría debajo del capó y ensayó una sonrisa. Aquellos chicos de Myers Park con sus coches caros, que a veces se acercaban hasta allí para saborear la fruta.
Brazil aceleró con un rugido, desafiando a la luz ámbar a ponerse roja. Se desvió por Pine y entró en Fourth Ward, la encantadora zona restaurada donde vivía gente importante como la jefa Hammer y desde la que se podía llegar caminando hasta el corazón de la ciudad que había jurado servir. Brazil había estado allí muchas veces, sobre todo para admirar las enormes casas victorianas pintadas de colores divertidos, como el violeta y el azul huevo de petirrojo, y las hermosas mansiones con tejados de pizarra y recargados pretiles de laboriosa ejecución. Había muros y grandes azaleas y árboles que habrían podido clarificar puntos oscuros de la historia, pues llevaban allí desde antes de la llegada del caballo, proporcionando sombra a unas calles apacibles recorridas por los ricos y famosos.
Aparcó en aquella esquina concreta de Pine donde la casa blanca y su bonito porche, que la rodeaba por completo, estaban iluminados como si lo esperasen. Hammer tenía hierba doncella, pensamientos, yucas, setos de alheña y pachysandras. Unas campanillas tintinearon en la oscuridad y enviaron amistosos sonidos como de diapasón, dando la bienvenida a su protegido. Brazil no iba a invadir su intimidad; jamás se le habría ocurrido tal cosa. Pero había numerosos pequeños parques públicos en Fourth Ward, zonas de descanso con fuentes y un par de bancos. Uno de tales rincones íntimos se escondía justo al lado de la casa de Hammer, y Brazil lo conocía desde hacía tiempo. De vez en cuando se sentaba allí, a oscuras, cuando no podía dormir o no tenía ganas de irse a casa. No hacía ningún daño a nadie.
Tampoco estaba en la propiedad de Hammer, ni mucho menos. No era un merodeador ni un mirón. En realidad lo único que deseaba era sentarse donde nadie lo viera. Lo máximo que invadía era la ventana del salón, donde no se veía nada porque las cortinas estaban corridas permanentemente, salvo alguna sombra que pasaba tras ellas, la silueta recortada de alguien que vivía en la casa y podía andar por donde le diera la gana. Brazil tomó asiento en un banco de piedra y lo notó frío y duro bajo sus sucios pantalones de uniforme. Miró hacia la casa y no encontró palabras para la tristeza que sentía. Imaginó a Hammer en su deliciosa casa, con su deliciosa familia y su delicioso marido. Llevaría un buen vestido, y probablemente estaría hablando por un teléfono móvil; ocupada e importante. Brazil se preguntó cómo sería sentirse querido por una mujer como aquélla.