El astro nocturno (37 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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Belay avanza, pegado a las paredes, detrás de él Toribio y Casio. Al girar un recodo de la muralla, se encuentran a la guardia de frente, hombres bien armados. Uno de ellos es Vítulo, uno de los witizianos, que reconoce a su antiguo capitán y exclama:

—¡Belay…!

Llaman a la guardia y aparece un pelotón, los detienen.

12

La mano vendada

Ha anochecido. La luz del crepúsculo penetra a través del ventanuco. Sentada sobre el jergón de paja sobre el que duerme, Alodia observa sus manos callosas, se ha herido una de ellas con un trozo de cerámica rota cuando fregaba el suelo. Egilo, tras los primeros días en los que estuvo atemorizada por las órdenes de Tariq, la ha postergado a un trabajo de esclava. Cuando no está ocupada en las múltiples tareas de una criada, Alodia permanece encerrada en aquel pequeño habitáculo bajo las escaleras de acceso a una de las torres, comunicado con la azotea cercana a las habitaciones de la reina.

Ahora está pensando en Tariq mientras, con un trozo de tela, se venda la mano dañada. Por el ventanuco ya no entra la claridad diurna, sólo el resplandor de las estrellas, las últimas luces del ocaso. Buscando la luz, la sierva se levanta del jergón de paja, abre la portezuela y sale al exterior, al terrado.

La noche es clara, la luz de la luna torna plateadas las vestiduras de la doncella. Abajo en la muralla del palacio divisa las antorchas de la guardia y más allá las luces de las casas de Toledo de noche, reflejándose en la corriente del Tagus, que baja crecida. Aún más allá, el puente romano con los arcos y las hogueras de los guardias.

La terraza de piedra se ilumina en tonos pardos por la luz de la luna llena; después, los resplandores de las velas en las ventanas de la reina se van apagando una a una. Todo es silencio. Una brisa fresca recorre las almenas, la sierva cruza los brazos sobre su pecho y se acurruca contra sí misma como para entrar en calor. Una nube en forma de estrato oculta parcialmente la luna. De pronto, en la quietud de la noche, se escucha el paso de botas militares a lo lejos. Una gran llave gira dentro de su cerradura, se abren los goznes de una puerta herrumbrosa. Un hombre de elevada estatura penetra en la amplia azotea del palacio. Entre las sombras, Alodia no le reconoce, y retrocede asustada. El blanco estrato despeja la luna que ahora brilla en su esplendor. Es entonces cuando lo distingue; el plenilunio ilumina débilmente un rostro con una señal estrellada. Atanarik se hace presente a su lado. Al verlo allí, tan cerca, Alodia se estremece. No ha cambiado mucho, el mismo que la salvó de la cueva de Hércules, el que cruzó con ella las tierras de la Bética, el que la encontró en el Pirineo. Su barba es escasa como de pocos días; sus rasgos muestran cansancio, pero, ahora, en los ojos de Tariq no se observa afán de venganza ni rencor, no revelan ira, sólo parecen acariciarla.

—¿Cómo estás? —pregunta suavemente.

—Bien… —responde ella.

Alodia está temblando. No es de frío.

—No. No estás bien…

Tariq se detiene, en los ojos de él hay un afecto distinto; un sentimiento suave como el que se tiene con un amigo al que no se ha visto tiempo atrás.

—Mi compañera del Norte, la que encontré junto a un camino: la que huía para proteger su virtud contra el sacrificio pagano.

El hijo de Ziyad le sonríe y prosigue diciéndole con cierto pesar:

—Después en Astigis te protegiste de mí…

Alodia baja los ojos, con vergüenza, después levanta la mirada y le habla mansamente, sin rencor.

—Tratasteis de hacer conmigo lo que tiempo atrás intentaron hacer en mi poblado.

Al oír estas palabras, serenas pero, al mismo tiempo, duras en una mujer tan suave como Alodia, Tariq se siente confuso. Hay algo firme en el interior de la doncella. Nunca ninguna mujer se ha opuesto a sus deseos. No quiere perderla, tampoco desea obligarla. Le gustaría que ella colaborase libremente con él. Como en el tiempo en que le ayudó en el camino de Toledo hasta Astigis.

—Me dominaba una pasión interior que no podía controlar… —en su voz late un eco de disculpa—. Era la copa de oro. Me transformó. Me la dio mi padre, Ziyad, quien me dijo que en ella había poder. Me pidió que no la utilizase, pero no le hice caso y bebí en ella durante demasiado tiempo. Trastornaba mis pensamientos, desordenaba todas mis pasiones, mis instintos más bajos. Me volvió loco. Cuando bebía de ella ansiaba continuamente una mujer. Al verte te deseé, te necesitaba… —se detuvo un instante para proseguir después con fuerza—. Veo que quizá te sigo necesitando… Te pido que seas mía…

Ella desvió la cabeza, no podía sostenerle la mirada. Después, pronunció unas palabras extrañas en una sierva.

—No seré de nadie si el espíritu del Único no está por medio… Si no hay un vínculo sagrado ante Dios y ante los hombres…

Tariq enmudece pensando. La necesita, sí, sólo a través de ella puede conseguir el poder supremo. El silencio se extiende por las torres hasta que les llega el ruido de voces en las estancias de la reina. Después, los ruidos se apagan y de nuevo Tariq le sigue hablando lentamente, de modo persuasivo.

—Si para que estés conmigo es preciso que seas mi esposa, me casaré contigo. Reinaremos aquí en la corte de Toledo; tendrás todo lo que una mujer pueda desear. Podrás adorar al Dios que tú quieras y de la forma que desees.

A ella no le parecen verosímiles aquellas palabras.

—No. Vos no me queréis, sólo buscáis que os revele el secreto de la copa. ¡No puedo revelároslo! —declara ella, con fuerza.

A la sierva le parece que el que antes llamaban Atanarik juega con ella. No le cree.

—¡Quiero que seas mi esposa!

—¿Cómo podréis contraer matrimonio conmigo? ¿Con una sierva?

—Se me ha indicado —dice él— que contraiga matrimonio… Serás una de mis esposas.

—¡Nunca! ¡No seré una más entre muchas! —exclamó y después en voz más baja susurró—: No podría soportarlo…

—¡Serás la primera entre todas!

—No. Nunca seré la primera en vuestro corazón. Sé que no habéis olvidado a Floriana. Lo sé.

Cuando Alodia pronuncia el nombre de la goda, los rasgos de Atanarik de nuevo reflejan la íntima amargura que le atenaza, el dolor y el odio.

—Hasta que un amor no muere, no se puede volver a querer… —le sigue diciendo Alodia—. Floriana no ha muerto para vos.

Entristecido, Tariq reconoce que lo que ella dice es verdad:

—Sí. Ella aún no ha desaparecido de mi vida, sé que debo vengarla… Entonces se calmará la sed que me consume.

—Hasta que un amor no ha muerto del todo —le repite Alodia— no se puede volver a amar. En vos, Floriana está viva porque la mantiene viva la venganza.

Tariq calla. Al balcón del palacio del rey godo, llega el ruido del cambio de guardia. El hijo de Ziyad sigue pensando, sabe que debe rehacer su vida, que aquella que está junto a él ha sido la única mujer, desde la muerte de Floriana, que le ha proporcionado sosiego. Además, es la guardiana de la copa de ónice. Tariq vacila al responder:

—Por ti… No… No siento la pasión que sentí por ella —se detiene, le cuesta pronunciar el nombre de Floriana—. Pero a tu lado he vivido momentos de paz. ¿Recuerdas los días que pasamos juntos? ¿La huida desde Toledo?

—No puedo olvidarlo… —los ojos de ella brillan—, ahora cuando la oscuridad llena mi mente, cuando sólo veo los cadáveres de la cueva de Hércules… cuando me parece que voy a morir, enterrada viva en aquel lugar inmundo… sólo los recuerdos de los días junto a vos curan el dolor de mi alma.

Él se le acerca más y apoya las manos en sus hombros. Después la abraza. Ella se siente acogida en esos brazos fuertes. ¡Cuánto le quiere! Sin embargo, sabe que él no corresponde en igual medida a su amor. Además, intuye que Tariq la quiere porque busca el secreto, lo que ella sabe. No, no puede ceder. Se retira de él ligeramente, se sitúa a su lado y pierde la vista en el horizonte. Ahora, el silencio reina en las almenas de la torre. Tras la puesta de sol, brilla una estrella con un fulgor más penetrante, más intenso que todas las demás. Tariq la ve en la lejanía y le pregunta a Alodia:

—¿Ves aquella estrella?

—Sí, mi señor.

—Es el astro nocturno, la estrella del amanecer. Hay unas aleyas del Corán que hablan de ella: At Tariq. Ahora mi nombre es Tariq. Mi padre me dio ese nombre: el astro nocturno, la estrella de penetrante luz.

Alodia mira a la estrella: su luz es suave y penetrante pero su brillo no durará mucho en el cielo.

—Me dijo que yo soy ese astro nocturno. La luz que llega al oscurecer. Una estrella que brilla pero cuyo fulgor no permanece largo tiempo en el cielo, una estrella que retorna siempre al alba.

La sierva piensa que así es Tariq para ella, una estrella que se oculta ante la noche, ante el brillo del sol. La noche y el sol son la pasión que él sintió por Floriana y el secreto que ella oculta. Alodia le teme porque tiene un secreto que custodiar.

Ahora la sierva le escucha decir:

—No quiero ya el secreto que con tanto celo guardas. Te juro que si eres mi esposa no volveré a pedírtelo.

Tariq piensa que, al estar juntos, cuando confíe nuevamente en él, ella misma se lo revelará; Alodia siente un aliento de esperanza ante aquellas palabras. Después, él le abre su corazón de nuevo:

—Hace unos días dejé de beber de la copa de oro, me estaba envenenando. ¡Tantos han muerto! Quiero cambiar, quiero llegar a amarte y encontrar la serenidad a tu lado.

—Me engañáis, mi señor… —insiste Alodia con nerviosismo en la voz—. A mí no me buscáis…

Se aleja de nuevo de él, como asustada, y entra en el minúsculo aposento que da a las almenas. Dentro del pequeño cuarto, se sienta en un catre junto a la pared, apoyando las manos en la cara. El tarda en seguirla, duda. Por un lado, debe conseguir el secreto de la copa y entiende que no va a ser fácil convencerla. Por otro, no quiere hacerle daño, ni que sufra. Intuye que la tiene en sus manos; en ese momento, siente una cierta vergüenza. Se detiene a meditar lo que debe decirle, mientras contempla la luna que ilumina el río, las murallas, las torres de las iglesias, la ciudad que él ha conquistado. Sobre el horizonte la estrella del ocaso desciende hacia donde el sol se ha ido.

Al fin, Tariq entra en el cubículo donde está Alodia y se sitúa de pie, ante ella, mirándola, le parece pequeña, débil, pero él sabe que es una mujer recia, que no cederá.

—Sé que no me crees, pero he cambiado. No quiero seguir atrapado por el afán de poder y por el oro. Muchos han muerto ya, no quiero acabar así.

—Sí —afirma reviviendo de nuevo el horror de la cueva—, muchos han muerto…

El se sienta a su lado, en el pequeño lecho donde la sierva suele dormir. Alodia se aparta y tensa, rígida, se apoya en la pared. Tariq permanece quieto unos instantes, a su lado, contemplando su perfil. Después, ella se relaja un poco, se vuelve y le mira a los ojos. Se ilusiona pensando que quizá pudiera ser posible que él no la engañase. El semblante de Tariq no muestra el gesto fanático de Astigis, la expresión de un hombre loco, ebrio de venganza y ciego de lujuria. Tampoco es la actitud del capitán godo, amable y callado, que conoció en las montañas del Pirineo. Alodia no sabe a qué atenerse. Al mirarle, se emociona, las lágrimas corren por su rostro pálido y enflaquecido. Se apoya de nuevo en la pared, dejando caer mansamente las lágrimas.

Tariq se levanta. Le ponen nervioso las lágrimas de ella. Comienza a caminar por la pequeña estancia, dando zancadas de un lado a otro, agitado.

—He bebido vino en la copa de oro, he ido en contra de los preceptos del dios de Mahoma, el dios Clemente, el Misericordioso.

Alodia recordó sus palabras en Astigis.

—En Astigis, me dijisteis que era el dios de la guerra, un dios terrible que debía ser impuesto en los corazones.

Atanarik sonríe suavemente y le aclara:

—Sí, pero también es el Compasivo, el que se apiada del hombre. Se ha compadecido de mí; puso a mi lado un hombre, un tabí, un hombre respetado por ser discípulo de los compañeros del Profeta. Me dijo que debía olvidar. Me dijo que la venganza de Allah es más poderosa que la venganza de los hombres, como así ha sido. ¿Recuerdas la cueva?

—No quiero recordarla.

—De repente entendí el horror de la muerte y pensé que Allah se había vengado de los asesinos de Floriana; Allah es el Justo. Él lo conoce todo, su venganza llega a todos y había alcanzado a aquellos hombres…

—El poder puede envilecer al hombre, el odio le envenena —replica mansamente Alodia—, la avaricia le destruye.

—Sí, deshace los corazones de los hombres… Después de haberte encontrado en la cueva, comencé a buscar a Sisberto. Ordené que le localizasen, sin éxito. Daba la impresión de que la tierra se le hubiese tragado. Envié espías a todas partes intentando dar con su paradero. Por ellos supe que no había llegado a las tierras que aún ocupan los witizianos en el Norte, que se ocultaba en algún lugar de la meseta. Al fin, mis bereberes lograron descubrirle, en un lugar próximo a la antigua ciudad de Complutum. Allí les encontré y me fue muy fácil hacerme con todas aquellas riquezas. ¿Las recuerdas?

Alodia asintió, no quería pensar en aquel tesoro rodeado de inmundicia y de cadáveres. Tariq prosiguió:

—Llevaban una buena tropa, más hombres que los míos, pero desde que habían salido de Toledo no habían dejado de discutir por las riquezas, creo que algunos estaban heridos por las peleas… ¡Ni siquiera se dieron cuenta de que les habíamos rodeado! Me hice con el tesoro de los reyes godos sin apenas luchar…

«El oro corrompe y destroza a los hombres», pensó Alodia. Al hablar de nuevo del tesoro de la cueva se acuerda de la conversación entre Egilo y Abd al Aziz. Debe advertir a Tariq.

—Algunos piensan que el botín de guerra pertenece al califa… —comienza Alodia—. Escuché a un hombre, Abd al Aziz, conspirando con la reina en contra vuestra.

Tariq mueve afirmativamente la cabeza.

—Tú piensas que esta religión nuestra es de salvajes. No es así, el Profeta era un hombre sabio, dio unas instrucciones concretas para la distribución del botín: un quinto para el que lo conquista y el resto para la
umma
, para la comunidad musulmana. Yo así lo he hecho. No tengo nada de lo que avergonzarme. El Profeta era un hombre justo, yo quiero seguir también el camino de la justicia que conduce a la paz.

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