El tesoro regio constituye una reserva muy importante para el reino visigodo y sus monarcas no han dudado en utilizarlo para comprar aliados en la guerra y en las luchas internas. Tariq precisa de aquel caudal para la remuneración de sus tropas.
Al ser apremiado a que entregue el tesoro regio, el
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se intranquiliza. Amenazado por Tariq y seguido por un escuadrón de soldados, el conde avanza por los pasillos oscuros y amplios, de piedra, iluminados por antorchas de gran tamaño, hasta llegar a una cámara que está cerrada por una puerta de hierro y custodiada por varios soldados.
A una orden suya, la guardia se aparta y el conde saca una enorme llave que introduce en la cerradura. Se escucha el giro de la llave, y la puerta se abre chirriando sobre sus goznes. La cámara del tesoro se halla medio vacía, quedan aún monedas pero faltan joyas, y gran cantidad de objetos preciosos.
Tariq se encara con el Conde del Tesoro.
—No. No he sido yo… —responde el hombre aterrorizado—. Sisberto ha huido con lo que falta; dijo que tras la muerte de Roderik el tesoro le pertenecía a Agila. Hace unos días que marchó de Toledo.
—El tesoro visigodo no corresponde al rey sino al estado. Vos erais el responsable de que este caudal no saliese de la ciudad. Permaneceréis detenido hasta que se encuentre.
Tariq le entrega las llaves de la cámara del tesoro a Ilyas, un hombre de confianza de la tribu de su padre. Abd al Aziz protesta. El tesoro de los godos pertenece al califa, deben hacerse cargo de él los árabes, no los bereberes, pero Tariq no escucha sus protestas.
Después el hijo de Ziyad y el resto de los jefes de la conquista se reúnen con el Conde de las Caballerizas, y con el mayordomo de palacio. Mantienen en sus puestos a algunos, que parecen querer colaborar; otros son sustituidos por gentes de plena confianza.
Por la noche, el estruendo y la alegría de los vencedores se difunden en el palacio de Roderik y alcanzan las calles de Toledo. Corre el vino. El tabí protesta ante las bebidas alcohólicas, pero uno de los presentes, hombre ya mayor y de prestigio, proveniente de las tierras yemeníes, arguye que en el Corán se prohíbe el vino, pero también se dice que en el paraíso habrá arroyos de vino, delicia para quienes lo beban. Ahora han llegado al paraíso y tras el esfuerzo de meses de lucha los guerreros cansados pueden beberlo. El festín consta de todo tipo de manjares del país conquistado: tordos sobre fondo de espárragos, empanadas de gallina, cabeza de jabalí, liebres, patos, cordero, panes, cremas y pasteles de sémola.
Aquel día, Tariq no prueba el vino, guardando las prescripciones de Alí ben Rabah. Quiere agradecer la facilidad de la conquista, que atribuye a Allah, el Vencedor, Clemente con los que le siguen, el Justiciero.
Los guerreros tanto bereberes como árabes se emborrachan y comen hasta perder cualquier medida. Alí ben Rabah los observa con disgusto.
Al caer la noche, cansado por un día lleno de cambio y novedades, Tariq reposa en las que fueron las estancias del rey godo. Piensa en la copa, siente necesidad de beber. La ha guardado en un cofre al que le es difícil acceder; pero finalmente sucumbe ante el intenso deseo y sorteando los obstáculos que él mismo se ha puesto, lo abre y acaricia la copa de oro sin atreverse a beber de ella.
Recuerda a Alodia; debe encontrar a la sierva. Sólo ella sabe dónde está la copa de ónice. Ha sabido que Alodia se dirigió hacia Toledo. Sus espías le han dicho que ella huyó entre los que se dirigían a la capital del reino, acompañada por un muchacho con la mente dañada, le han dicho también que la han visto en la ciudad, cerca de la casa del judío.
Algunas veces piensa en ella. Hay una belleza escondida en el rostro de la sierva, una belleza que ha llegado a conmoverle. Advierte que Alodia ejerce un cierto poder sobre él. En Astigis, lo detuvo, cuando quiso forzarla. Ella le rechazó, como si no lo amase, cuando él sabía desde largo tiempo atrás del amor que ella le profesaba. Floriana, entre risas, se lo había contado: cómo la criadita no se movía del palacio cuando él estaba allí, cómo les espiaba. Sí, Alodia le amaba, pero cuando le pidió la copa de ónice se negó con decisión, zafándose de él para luego escapar. Había algo fuerte en el interior de la sierva.
El recuerdo de la dama goda, de Floriana, aún le atenaza. Tras aquella larga campaña guerrera, sigue sin saber quién la mató, aquello le molesta profundamente, lo exaspera. Siente también arrepentimiento por haber matado a Roderik; ahora que tiene la seguridad de que no ha sido culpable del asesinato. Por otro lado, echa de menos a su padre, culpabilizándose indirectamente de su muerte. Beber de la copa le serena, le calma el dolor y los remordimientos, pero también excita sus más bajas pasiones. Aquella noche recuerda unas palabras de Ziyad: «Nunca podremos emborracharnos suficientemente para no sufrir.» Por eso, aunque acaricia la copa, no bebe de ella. Quiere dejar un vicio que día a día sabe que le va destruyendo.
Atanarik se da cuenta de que él mismo ha cambiado. Desde que probó la copa ha sentido el goce del poder, un placer extraño que le hace sentirse vigoroso y lleno de brío. Sí. El cáliz de oro le ha dado energía, pero el rencor, el odio y el afán de venganza le han oprimido más y más. Otros vicios, sobre todo la lujuria, se han desatado, sin llegar a ser nunca saciados. Para calmarse, ha probado de una mujer y de otra, siempre descontento, siempre buscando más, nunca enteramente satisfecho.
A pesar de las advertencias de su padre, de los avisos de Olbán, de las prohibiciones de Alí ben Rabah, durante un tiempo ha seguido bebiendo. Muchas veces ha querido dejarlo pero le resulta muy arduo. Ahora quizá lo hace con menos frecuencia porque está embriagado por el triunfo. Se siente orgulloso de lo conseguido: con una milicia de apenas siete mil hombres ha derrotado al poderoso ejército visigodo. Eso le llena de satisfacción pero tampoco es suficiente, sigue dependiendo de la copa de oro. Con frecuencia, la acaricia como si fuera una mujer amada. Aún, de cuando en cuando, bebe de ella. Hoy, no. Es el día de la victoria, el día de la conquista de la ciudad que le despreció. Tras un tiempo corto en el que mira la copa, comienza a dudar y, sin poder evitarlo, pocos instantes más tarde, se dice a sí mismo que sólo una vez más, que sólo una. Mañana lo dejará. Sabe que se engaña. Una vez que empieza, no puede controlarse y, a menudo, está borracho.
Tras beber de la copa, cae en un sueño intranquilo. Al despertar, salta del lecho y ordena que sus capitanes se reúnan. Comienza a dictar disposiciones para el control de la urbe. Respeta a los witizianos a los que debe la victoria pero no les concede prerrogativas. En cuanto a los escasos hombres de Roderik que quedan en la ciudad, no les persigue con saña, no los envía a la horca ni al verdugo, su furia ha amainado. Ahora está seguro de que Roderik no ha sido el causante de la muerte de Floriana, pero los hombres del rey caído siguen siendo enemigos políticos, por lo que procura detenerlos o desterrarlos.
Ordena que algunas de las iglesias cristianas se transformen en mezquitas. Pronto —ante la sorpresa de las gentes de Toledo— el canto del muecín llena la ciudad y sus habitantes se acostumbran a ver a los hombres del conquistador prosternándose en el suelo varias veces al día para cumplir sus obligaciones religiosas. La antigua iglesia de San Pedro y San Pablo, sede de concilios, se convierte en la Mezquita Aljama, cabeza de todas las mezquitas de la ciudad. Delante de ella, se construye un patio para las abluciones del ritual.
Algunos de los toledanos piensan que aquella religión puede ser tan válida como cualquier otra. Sobre todo, al conocer que su apostasía del cristianismo los va a liberar de impuestos, se rinden ante Allah y comienzan a producirse conversiones a la nueva fe. Alí ben Rabah y otros hombres santos les explican la sencilla religión en la que creen y muchos llegan a aceptarla de corazón.
El orden impera en la antigua capital de los godos.
Poco tiempo después de la conquista de Toledo, Tariq se dirige a la casa del judío. Al llegar, comprueba que Samuel se ha ausentado desde varios días atrás. Poco antes de que los bereberes entrasen victoriosos en la ciudad, una noche desapareció con varios de sus hombres. También, por algunos confidentes, se entera de que hace unas semanas había llegado una sierva a la casa del judío, una doncella que había servido con la dama Floriana. Comprende que sólo puede ser Alodia, y comienza a inquietarse cuando ni a ella ni a Samuel se les encuentra por ningún lugar, parece que la tierra se los ha tragado.
Envía espías hacia el norte, hacia Caesaraugusta, y los países francos, quiere continuar la campaña dirigiéndose hacia allí. Les encarga que busquen a la sierva y al judío. Quizás hayan huido al norte. También busca a Sisberto, el que se ha apropiado indebidamente del tesoro de los reyes godos.
Aunque los quehaceres de reorganización del reino y de prosecución de la campaña llenan las jornadas del conquistador, a Tariq le gusta recorrer la hermosa ciudad del Tagus en donde se crió y llegó a ser un guerrero. Suele acercarse a las gentes para hablar con ellas y practicar la limosna, tal y como indican las normas del Islam.
En uno de aquellos paseos, un muchacho se dirige hacia él, como pidiéndole algo. Sin detenerse mucho le da limosna; pero el mendigo continúa insistente tras él; un mozo andrajoso, larguirucho y de ojos expresivos. Entonces, Tariq reconoce a Cebrián.
Ordena que lo conduzcan al palacio de Roderik; donde le interroga, preguntándole por el paradero de Alodia.
El muchacho comienza a hablar, su lenguaje es prolijo e inacabable y hay momentos en los que Tariq piensa que va a perder la paciencia. Al fin, logra entender que pocos días antes de su entrada en la ciudad, Alodia y otros hombres desaparecieron tragados por la tierra cerca de un lugar en la muralla. El chico está asustado, pero en medio del balbuceo le va explicando que al judío y a Alodia los siguieron unos hombres «malos» armados. Cuando Tariq le pregunta si retornaron, el muchacho le responde que nadie ha vuelto a salir por allí. Al interrogarle sobre quién dirigía a estos últimos, Cebrián le da los datos de un hombre que coincide con Sisberto.
Una luz se hace en la mente de Tariq. Se acuerda del tesoro. Recuerda que el itinerario de entrada en las cámaras del tesoro no es igual al de salida. Muchos caminos conducen al lago. Comprende que tanto Sisberto como Samuel lo han estado buscando, y quizá lo hayan conseguido ya. Tariq también lo necesita, lo que ha quedado en el palacio del rey godo es claramente insuficiente para la retribución de las tropas.
Él, que muchos meses atrás huyó por los túneles y acertó con el camino hacia la cámara de Hércules, quizá logre encontrarla de nuevo.
Rodeado de los hombres de su guardia, acompañado por Abd al Aziz y por Altahay, se introducen en aquel laberinto, que Tariq evoca con angustia y aprensión.
Lentamente van bajando. Se extravía a menudo en el laberinto de túneles. No recuerda con claridad nada del día en el que bajó por aquellos pasadizos. Aquella noche estaba abrumado por el dolor de la pérdida de Floriana, y sólo le viene a la memoria que la sierva le precedía, su cabello rubio ceniza, brillando bajo la luz de la antorcha. Sólo recuerda vagamente que bajaban cada vez más profundamente.
Así lo hacen, dando infinitas vueltas y revueltas. Tariq no nota —como aquella vez— la sensación de que hay algo maligno en el fondo; sino sólo frío y humedad. Al fin, encuentra el arroyo que desciende hasta el lago; siguiéndolo llegan hasta las aguas tersas y negras de la laguna, las antorchas de sus acompañantes la iluminan. En aquel lugar, tiempo atrás, algo se había movido, pero hoy eso no sucede.
Comprueba que la cámara de Hércules ha sido de nuevo cerrada.
A una orden suya, los hombres abren la puerta, que cae con un gran estrépito. Tariq intenta encender la lámpara, pero el aceite que solía arder allí se ha consumido. Pronto entran más soldados en el interior de la cámara, que se ilumina con la luz de las antorchas.
Las riquezas han desaparecido.
Sólo quedan por doquier restos humanos malolientes, que indican que ha habido una lucha no muchos días atrás. En el centro, las banderas, las banderas verdes que su abuelo Kusayla había conquistado a los árabes; pero el antiguo tesoro, que él había visto con sus propios ojos en su huida hacía algo más de un año, ya no está allí.
Tariq se enfurece.
Alguien conoce aquel lugar y lo ha profanado.
Con el pie va moviendo los cadáveres que llenan la sala, descubre los restos del judío.
Se pregunta una y otra vez qué es lo que ha sucedido, cómo han conseguido llegar allí los que ahora han muerto. ¿Cómo han perdido la vida? Quizá no lo sabrá nunca, los muertos no hablan. Sin embargo, está claro: quienes fueran los que se han llevado el tesoro están vivos.
Sigue examinando los cadáveres.
Al fin en una esquina, un bulto de color claro con un ropaje blanco. Se arrodilla y lo toca, es Alodia. Le invade la compasión, el pesar y el horror.
Le parece que está muerta.
La toca, poniendo la mano sobre su pecho, para comprobar si aún respira.
Está caliente, aún vive, al volverla para verle la cara, el rostro macilento de Alodia se contrae de dolor. Abre los ojos y esboza una sonrisa.
Ha visto a su ángel.
Alodia y Egilo
A través de un mirador bajo una arcada ojival, una mujer de cabello dorado y ojos claros, de piel blanca, extremadamente delgada, demacrada, se entretiene contemplando el horizonte. Las aves migratorias cruzan los cielos sin nubes de la ciudad de Toledo, huyen del frío y escapan al sur, a la tierra de los conquistadores. Ha llegado el otoño, los días comienzan a acortarse. La mujer rubia, Alodia, baja los ojos distraídamente hacia la muralla. Los centinelas sobre las torres ya no son los espatharios de la Guardia Palatina de Roderik. En las almenas de la fortaleza ondean las banderas del Islam. A lo lejos, sobre las callejas de la ciudad, se escucha gritar al muecín desde la torre de una de las, anteriormente, iglesias cristianas.
Alodia, de pie con las manos cruzadas sobre las haldas de un color blancuzco, lo contempla todo sin fijarse en nada. Sirve a la reina. Después parece volver en sí al escuchar la voz aguda de Egilo, la ahora viuda de Roderik. La faz aniñada pero firme de la reina de los godos muestra cierto disgusto; sin embargo, no cesa de parlotear con las dueñas que la acompañan. Sentadas sobre mullidos cojines de lana, en un escaño de madera labrada, bordan sin preocuparse de la labor, más por entretenerse que por realizar algo útil. Hablan de joyas, brocados y tapices de los que gustan mucho. Por lo que está diciendo, se podría deducir que Egilo ha asumido con conformidad dolorida el cambio en el reino. No parece que eche de menos a Roderik. Es verdad que recuerda las fiestas y banquetes de los tiempos de su esposo, pero no con la añoranza del rey, sino de los placeres y comodidades de la corte visigoda. Después continúa con su charla incesante, critica duramente a los conquistadores. Los considera zafios. Las otras dueñas que la acompañan ríen complacientemente ante las palabras irónicas de la reina, que se refiere a los invasores como los «africanos». Alodia baja la cabeza, le da igual lo que digan, las risas de las damas, su actitud, un tanto despreciativa para con todo. De pronto, la sierva escucha un nombre que le hace levantar la cabeza con interés. La reina está diciendo que el peor no es el extranjero; el más insociable y grosero es un hombre criado en la corte, el antiguo gardingo real Atanarik.