En aquellos días de inactividad terrible, en la cueva del Alcázar de Toledo, cuando entrecierra los ojos le parece escuchar el rumor de las olas estrellándose sobre la costa, las llamadas de los barcos, los gritos de las gaviotas, el sonido a lo lejos de la tempestad o de la calma. Después, en aquel estado de ensueño, la figura de una mujer se alza ante él, su cabello castaño entreverado de vetas de oro, sus ojos claros de mirar altivo y a la vez dulce. Divisa aquella figura montando sobre un caballo tordo.
En la época en que era perseguido por Witiza, cuando fue expulsado injustamente de las Escuelas Palatinas, Belay se refugió en las montañas de Vindión,
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en Siero, donde estaban las posesiones de su familia, en un lugar cercano a la Cova de Ongar. Allí se hizo cargo de la administración de las tierras que les habían pertenecido durante generaciones.
Por su familia materna, Belay descendía de Aster, el príncipe de los albiones y estaba llamado a regir a los clanes astures. Gentilidades siempre rebeldes y difíciles de controlar por el gobierno de Toledo. En las décadas previas, los astures habían luchado contra los godos, como en tiempos de Wamba, o mantenido relaciones de amistad, como en tiempos de Ervigio. Cuando entre los godos reinaba la familia real de los Balthos, los astures se mantenían fieles a ellos porque los descendientes de Aster se hallaban emparentados con los Balthos. Cuando en el Sur, la nobleza goda, orgullosa e intransigente, se mantenía en el poder; cuando los avasallaban con tributos, los astures, secundados por los cántabros, se alzaban en armas.
No muchos años atrás, Belay, huido de la corte de Toledo, se fortaleció en las montañas frente a los godos, y los suyos le eligieron como a su señor, pero no todos aceptaron.
Fueron los duros tiempos de Egica, seguidos por los aún más duros tiempos de Witiza, ambos monarcas visigodos le persiguieron a él, que pudo mantenerse hasta cierto punto independiente. Los reyes godos tenían demasiados problemas en la corte para enfrentarse a un rebelde en las montañas cántabras. Belay consiguió rechazar a las tropas del rey, hasta que al fin le dejaron a su libre albedrío, como a un rebelde imposible de domeñar. En aquel tiempo, Belay se convirtió en un noble rural, y el descendiente de Aster se dedicó a la ganadería y a la caza.
Fue entonces cuando conoció a Gadea.
A pesar de las guerras del Sur, se mantenían los mercados y las fiestas. Varios años atrás, una primavera Belay se había dirigido a una feria de ganado en el cerrado valle de Liébana, para mercar algunas reses que necesitaba. Antes de llegar a la villa de Pautes, se perdió por los caminos intrincados de la montaña. Llegó a una pradera de hierba tierna donde pastaban caballos, yeguas y potrillos. Vigilándolos estaba un mozo, y junto a él una mujer de cabello castaño, entreverado en oro, muy hermosa. Belay la espió, oculto entre los árboles del claro del bosque.
La mujer acariciaba uno de los caballos jóvenes de la yeguada. Un animal que, por lo que ocurrió a continuación, nunca había sido montado antes. La joven le ciñó unas riendas y, de un salto, se montó en él. El animal comenzó a caracolear, se abalanzó hacia delante, manoteando al aire y relinchando, se volvió hacia un lado e intentó tirar al suelo a la amazona. Pero antes de llegar completamente al suelo, ella le clavó la espuela en el vientre y sujetó fuerte las cinchas. El animal se levantó dando cabriolas y se lanzó hacia delante. La mujer le cruzó el morro con un látigo. El bruto comenzó a dar saltos por la pradera… Para nada le servían las riendas a la mujer, que hubo de acostumbrarse al ritmo de la galopada. Al fin, el trote del potro se tornó más lento. Ella sonrió, y desde los árboles, la luz de aquella sonrisa le llegó al joven godo que la contemplaba absorto.
Belay se asombró de la habilidad de aquella mujer, de su destreza en el manejo del caballo. Salió de entre los árboles, y se acercó hacia el mozo, preguntándole la dirección hacia Pautes, a la feria de ganado. La amazona no hizo caso del forastero, ni se apeó del caballo, galopaba suavemente para terminar la doma. Belay prosiguió su camino, con la imagen de ella grabada en la retina.
En la feria, tras comprar las reses que necesitaba, permaneció un par de días allí, alojado en la casa de un conocido. El segundo día de la feria tuvo lugar una fiesta en la que al son de gaitas y dulzainas, las parejas bailaban.
De pronto, entre las muchachas que acudían a la fiesta, la vio. Al principio le pareció una campesina más, que movía los pies al ritmo de la flauta y el tambor; una mujer de pelo entreverado en oro, con los ojos de un azul oscuro y fuerte, la nariz recta. Preguntó quién era. Le contestaron que era la hija del jefe del clan de aquellas tierras, Ormiso. Sin dudarlo se acercó a su padre y solicitó bailar con la doncella.
Sonaba una música con una cadencia que movía los pies. Una mujer con voz aguda cantaba. Los bailarines trenzaban y destrenzaban una danza que alternativamente los alejaba y los acercaba. Al entrecruzarse, Belay consiguió hablar con la hija de Ormiso.
—¿Cuál es tu nombre?
—Gaudiosa, me llaman Gadea.
—Mi nombre es Belay.
—Lo sé —dijo ella, mirándole con una actitud franca a los ojos— el que acaudilla los clanes de las tierras occidentales.
Muchas veces se dirigió Belay al valle de Liébana a verla, él la cortejaba siempre en presencia de otras mujeres de su familia. A veces montaban juntos a caballo seguidos por los mozos de Ormiso. Belay pidió su mano y se prometieron. La boda tendría lugar en unos meses. Fue entonces cuando se tramó la conjura frente a Witiza y Belay, nieto del rey Ervigio, fue requerido por el partido contrario a Witiza a la corte de Toledo. Dudó entre seguir con el pueblo de su madre, en la cordillera cántabra, o volver a la vida de la corte. Al fin, prevaleció lo que consideraba su deber. Se consideraba a sí mismo un noble godo, no se conformaba siendo poco más que un campesino, jefe de un mundo rural, por eso se sumó a la conjura. La conspiración derrotó a Witiza, que murió. Roderik, en agradecimiento, le nombró Jefe de la Guardia Palatina. La muerte de Witiza y la conjura había ocurrido apenas dos años atrás, pero le parecía que había sucedido hacía ya largo tiempo.
Ahora, en su prisión en la cueva bajo el Alcázar, recuerda cómo se despidió de Gadea y de las gentes de las montañas. Le juró que volvería a por ella. Nada se había cumplido; ahora Belay estaba en una mazmorra. El reino había caído. El descendiente de Aster no sabía cuándo retornaría a las montañas cántabras, cuándo volvería a ver a la que amaba, a su prometida. A veces dudaba de que ella le hubiera esperado.
En las sombras le parece verla y su imagen le conforta. Después piensa en la casona de sus mayores, Fidel, Crispo, su hermana Adosinda y el noble Pedro de Cantabria, su pariente y amigo. ¿Qué habrá ocurrido con su gente? Quizá nunca debió servir a Roderik, ni abandonar su tierra, ni colaborar en la conjura que derrocó a Witiza, pero debía vengar a su padre, y sabía bien que en Toledo serviría mejor a los astures que en la cordillera de Vindión. Consiguió que se nombrase a Pedro, familiar suyo, como duque de Cantabria. Sin embargo, en los días que Belay pasó en Toledo, siendo la mano derecha de Roderik, su pensamiento había estado siempre en los altos riscos que coronaban el macizo cantábrico, en las suaves laderas de pastos, en el mar bravío, en los torrentes caudalosos de las montañas.
El pasado y el presente se entrecruzan en sus pensamientos. Detesta estar inactivo, encerrado, por lo que se levanta de su lecho y comienza a dar vueltas por la celda; pero no puede dar más de dos o tres pasos. Después se agarra a los barrotes de la portezuela de entrada. Enfrente hay unas mazmorras con hombres como él, godos de alto linaje a los que los invasores conservan la vida, entre ellos está Casio; pero en aquella prisión también hay asesinos y ladrones, que turban el ambiente con bromas obscenas y gritos. A un lado, vigilando las celdas, unos soldados juegan a los dados. Son bereberes de la tropa que ha traído Tariq. Hablan un lenguaje raro, similar al latín, pero más entrecortado y con un acento gutural.
Belay les observa jugar, se aburre tras días y días en los que está aislado y sin poder hablar con nadie. Se abstrae en la partida de los carceleros y comienza a contar el resultado de cada golpe de dados. Llegado un momento, se da cuenta de que uno de ellos gana siempre. Al principio no le da importancia, pero después como no tiene nada más que hacer se implica en el juego. Empieza a calcular qué combinación de dados va a salir, y suele acertar. Comienza a decirlo en voz alta El perdedor se da cuenta de lo que ocurre y se enfrenta a su compañero.
—¡Haces trampas!
Los dos guardianes comienzan a discutir.
—Cállate, perro…
—Déjame ver esos dados.
—No tienes nada que ver.
—Lo que te ocurre es que no quieres que vea tus trampas, que se descubran tus mentiras.
—¡El tramposo lo serás tú!
Ante la discusión de los centinelas, los demás presos se asoman a las rejas de las celdas. Los dos guardias comienzan a pelearse, uno golpea al otro, que cae al suelo inconsciente. El que ha quedado en pie se tambalea por el golpe, da unos pasos hacia atrás y se apoya en la puerta cercana a una de las rejas donde hay un cautivo, quien consigue atraparle y echarle las manos al cuello; se trata de un hombre fortísimo, de elevada estatura. El rostro del guardia se pone lívido y congestionado, los ojos se le salen de las órbitas e intenta quitarse aquella fuerza que le está asfixiando, pero no lo consigue. El preso no cede; finalmente, el guardia deja de hacer fuerza, y al soltarle cae muerto al suelo.
Los centinelas han sido abatidos, las llaves están en la mesa de los dados. ¿Cómo llegar hasta ellas?
Al cadáver del hombre estrangulado le cuelga un cuchillo de la cintura; el cautivo que le ha matado logra alcanzarlo y con él consigue forzar la puerta. Los hombres de las otras celdas piden ser liberados. El evadido los mira como dudando. No sabe cómo escapar de allí, quizá tendrá más posibilidades yéndose solo que liberando a los demás que han presenciado la escena. Belay se dirige a él, persuasivamente. Le explica que va a ser más fácil huir todos juntos y despistar a la guardia. Al fin, le convence y el hombre fornido se dirige a la mesa, toma las llaves y va liberándolos. Los presos al salir de las angostas mazmorras estiran los músculos. Han salido de las celdas pero siguen presos. Más allá, hay guardia y varias puertas. Todos comienzan a discutir cuál es la mejor salida.
Entonces, sobre el griterío y la discusión, se impone la voz de Belay:
—¡Yo conozco bien esta zona del palacio…!
Todos van guardando silencio y le observan con curiosidad. Muchos saben quién es. Con el cuchillo que le ha servido al hombre fuerte para saltar la reja, marca en la mesa de los dados una especie de mapa.
—Estamos en un laberinto. Si las cosas no han cambiado desde que yo era jefe de la guardia, esa puerta —señala la de salida— comunica con un pasillo general al que salen más grupos de celdas como éste. En cada uno de ellos hay dos sujetos de guardia.
Casio corrobora sus palabras con gestos afirmativos, mientras Belay les sigue explicando:
—Debemos pasar sin hacer ruido delante de ellos. Al final del pasillo hay una sala grande donde se hacen los cambios de guardia y en la que suele haber bastantes soldados. La sala tiene una puerta sólida con una mirilla; el portero la abrirá y nos preguntará la contraseña, si la sabemos nos abrirá la puerta. Ahí es donde tendremos el problema.
—¿Qué hay que hacer?
—Dos de nosotros… quizás este hombre…
—Tengo nombre. Me llaman Toribio —le interrumpe con su voz fuerte el hombre que estranguló al carcelero.
—Te va bien el nombre, Toribio, el toro… —Belay le palmea la espalda, después sigue hablando—, y yo mismo podemos vestirnos con las ropas de estos guardias; al llegar al lugar, conseguir que nos abra la puerta.
—¡No sabemos la contraseña! —exclama uno de los evadidos—. Nos ejecutarán cuando descubran que nos hemos escapado y que hemos matado a uno de los guardias.
—Si tanto miedo tienes, te dejamos en la celda encerrado… —le propone Casio.
—No —se niega con voz quejumbrosa—. No me dejéis aquí.
Belay les interrumpe:
—Bien. Creo que conozco la contraseña.
—¿Cuál es?
—Suelen poner las contraseñas siguiendo una serie, días de la semana, estaciones, meses del año. Hace cinco días pude escuchar que la contraseña era Enero, pienso que la contraseña es Mayo.
—¿Si no aciertas?
—El portero pensará que ocurre algo raro. Llamará a la guardia y abrirá la puerta, les atacaremos, pero llevamos todas las de perder. Sin embargo, si mi idea es cierta y la contraseña es la que pienso, nos abrirá descuidando la puerta y puede que esté solo. Éste y yo —Belay señala a Toribio— podremos muy bien librarnos de él.
—¡Buen plan!
—Una vez pasada la sala de guardia, ésta comunica con un largo pasillo, al final de él se abren distintas salidas, creo que son tres o cuatro. Debemos dividirnos, todas conducen al exterior menos una, la de la derecha, esa conduce otra vez a las mazmorras. Lo mejor es dividirnos al salir y obrar como si no estuviésemos huyendo, como si fuésemos sayones de la corte.
—Iré contigo —dice Toribio.
Belay hace un gesto de aceptación y después prosigue.
—Vamos, deprisa, puede haber un cambio de guardia o que alguien venga a inspeccionar las prisiones. Hay que irse cuanto antes.
Ambos se visten con las ropas de los guardias. Con cuidado atraviesan el pasillo central, a derecha e izquierda les rodean muros de piedra oscura. Al llegar al final del corredor, Belay les hace un signo para que se dispongan a un lado y al otro, pegados a la pared. Son unos diez hombres. Llama a la puerta de madera. Se abre la mirilla.
—¿Contraseña?
—Maius.
El portero les franquea la entrada e inmediatamente Toribio entra y tapa la boca del centinela para evitar un grito. No hay nadie más en el cuarto del cambio de guardia. Le atan y amordazan para que no grite, dando la voz de alarma. Los diez hombres siguen por el pasillo de frente y, al llegar al lugar donde se dividen los caminos, se separan en tres grupos. Casio huye con Belay; Toribio se une a ellos. Los tres toman uno de los corredores que suben a las almenas. La guardia recorre la muralla por el paseo de ronda. Casio y Belay se orientan enseguida, han hecho mil veces la ronda por la muralla. A aquel lugar sólo acceden los centinelas de la Guardia Palatina; saben bien que gran parte de ellos siguen siendo los mismos que en tiempos del rey Roderik, muchos de ellos witizianos que se han doblegado al invasor. Si les ven les reconocerán enseguida, y darán la voz de alarma.