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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (32 page)

BOOK: El astro nocturno
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Subrepticiamente, la sierva observa a los hombres que les acompañan: judíos, hombres de confianza de Samuel; los ha visto a menudo en la casa del israelita. Ahora, después de lo que le ha explicado el judío, ella entiende que todos tienen un fin, una consigna: la salvaguarda del pueblo de Israel para evitar su destrucción, que en tiempos de los últimos reyes godos parecía casi segura.

Mientras recorren los túneles, a lo lejos, se percibe un movimiento en la tierra, como un relámpago que conmueve los cimientos de la ciudad. El estruendo proviene de abajo, del lugar al que se dirigen. La sierva se asusta, sus compañeros detienen el paso; pero Samuel, que mira hacia delante con ojos vivos, les anima a continuar. Llegan a una bifurcación; los dos caminos ante ellos se dirigen hacia abajo con la misma inclinación, pero en direcciones opuestas. Alodia se detiene pensando. Tiempo atrás, la primera vez que bajó por los túneles, habían dado infinitas vueltas, pero recuerda que descendieron a través de un regato que avanzaba hacia el lago subterráneo. Uno de los dos caminos es un cauce labrado por el agua, por el que todavía discurre un barro oscuro. Alodia elige esta dirección.

El túnel se estrecha y, el humo de las antorchas provoca que el ambiente se haga más y más irrespirable. Al fin llegan a un hueco angosto y de poca altura por donde el paso ha de hacerse de uno en uno, agachándose al franquearlo. Alodia lo atraviesa, los hombres le pasan la tea encendida, entonces ella ilumina al frente la antigua cueva con el lago. La cueva del rey Salomón que sustenta la ciudad de Toledo. La luz de la antorcha se refleja en las aguas. De nuevo, como aquella primera vez, se produce un movimiento en el interior de la gran charca. Alodia está segura de que hay algo en las aguas, le parece entrever una criatura grande y alargada. Desde la orilla del lago, con la antorcha, la sierva alumbra la entrada de la cámara, abierta a un lado en la pared de la enorme gruta. Sigue igual que cuando meses atrás llegó allí con el que entonces se llamaba Atanarik.

Poco a poco, los hombres van traspasando la abertura de entrada a la cueva. Cuando están todos dentro, Alodia le indica al judío la entrada de la cámara. Este se dirige hacia allí con rapidez. La puerta sigue abierta con los candados rotos, ahora de nuevo cubiertos por el polvo.

Con el judío, Alodia entra en la cámara y con una tea enciende la lámpara en forma de dragones y serpientes. Entonces, el oro y las piedras preciosas que encierra aquel lugar se hacen patentes para todos. Los hombres se detienen en la puerta, sin atreverse a entrar, con exclamaciones de admiración. Samuel avanza torpemente por la cámara unos pasos y cae de rodillas ante la mesa:

—¡Qué hermosa! ¡Qué hermosa! —repite.

La antigua mesa que la reina de Saba regaló al rey Salomón más de mil quinientos años atrás está ante él. Sobre ella, una espada de bronce, de un tamaño grande, con forma de serpiente enroscada sobre sí misma, la empuñadura es la cabeza del ofidio, unos rubíes le marcan los ojos, que parecen vivos, en la punta muy afilada se arquea la cola. Samuel la empuña emocionado entre las manos.

—¡La serpiente de Moisés! ¡Es la serpiente de bronce que Moisés empuñó en alto para salvar al pueblo de Israel! —exclama.

Todos enmudecen por el asombro. Los siervos del judío doblan la rodilla ante la serpiente de bronce. Después, el judío les indica que amontonen todas aquellas inmensas riquezas y las introduzcan en los sacos. Comienzan a hacerlo. Samuel va de un lado a otro, escudriñando todo. Alodia se da cuenta de que busca la copa de ónice. Ella sabe bien que no está allí. No puede moverse, paralizada por el horror de la muerte que se acumula en aquellas estancias. Muchos han fallecido allí. Entremezclados entre el oro y los restos humanos, puede ver los huesos y despojos de los que un día buscaron la riqueza. Todo es siniestro. Un hedor nauseabundo colma la cámara; llena de restos humanos y de algo más, un olor a corrupción e inmundicia.

El silencio se interrumpe por ruidos en el agua del lago y un silbido extraño que no perciben, absortos por el esfuerzo de acopiar tanta riqueza.

De pronto Alodia escucha un bisbiseo tras ella, algo se desliza sobre el suelo, algo que proviene del lago. Al volverse, un sudor frío le recorre la espalda, porque del agua emerge un ser enorme que repta por el suelo contorneándose. El monstruo protege las riquezas de la cámara. Lo que quiera que sea alcanza la estancia iluminada por la lámpara de largos brazos de serpientes y dragones. Es entonces cuando, en la claridad de la estancia, pueden ver cómo el dintel de la puerta enmarca una especie de serpiente enorme, que se levanta sobre sí misma. Su altura podría ser de más de veinte pies. El extraño ser cierra la salida, alzándose enhiesto frente a ellos. Un enorme reptil, de tiempos remotos, que se balancea peligrosamente; las fauces abiertas con colmillos afilados y una larga lengua partida en dos que silba amenazadora.

Alodia grita, los hombres retroceden.

Sólo Samuel permanece sereno y dirigiéndose a ella, pronuncia unas antiguas palabras que detienen al monstruo. Paralizada por el conjuro, la serpiente continúa oscilando en la puerta de la cueva.

Cuando el ofidio se detiene, los hombres que rodean a Samuel desenvainan las espadas.

El judío les grita:

—¡Quietos…! Es el guardián del tesoro.

Entonces, el judío aprieta con más fuerza el pomo de la espada de bronce en forma de serpiente. Los ojos de rubí de la empuñadura de oro brillan llenos de vida. Samuel lanza la extraña espada y atraviesa al reptil. La serpiente del lago cae en tierra herida, pero no ha muerto, intenta levantarse para atacar. En ese momento se produce un fenómeno inimaginable, la serpiente de bronce despierta a la vida, se transforma en otro ofidio de igual tamaño que se enfrenta al reptil que tapa la puerta. Se enroscan la una en la otra, y al fin la de bronce engulle a aquella que había surgido de las profundidades del lago. Tras el enfrentamiento, la serpiente de bronce vuelve a transformarse en un objeto inerte. Los presentes no saben si lo que han visto es real o si han sido víctimas de una ilusión. La luz de la cueva se torna más brillante.

—La maldición ha sido vencida —exclamó Samuel eufórico—. ¡Deprisa, debemos hacernos con el tesoro!

Los siervos del judío comienzan de nuevo a llenar los sacos. Alodia se sienta a un lado, en el suelo, junto a la pared, observándoles. Los rasgos de todos aquellos hombres están llenos de afán de oro y riquezas. Pero no es solamente la codicia lo que los mueve, las riquezas tienen para ellos un significado más profundo, han recuperado el tesoro que pertenecía a su pueblo, el bastón de Moisés, la mesa del rey Salomón. Con la ayuda de dos hombres, el judío desmonta la mesa; las patas pueden separarse del tablero. Meten cada una de ellas en un saco.

El ruido que hacen apaga todo sonido exterior.

Pasa el tiempo. Los hombres de Samuel han acabado ya casi de llenar los sacos, cuando se escuchan ruidos fuera, en la cueva junto al lago.

Alodia es la primera que los ve. Junto a la puerta hay un grupo de guerreros. Son witizianos. Al frente de ellos, está Sisberto.

—¡Buen amigo! ¡Buen amigo, Samuel! —exclama sarcásticamente el hermano de Witiza—. Sabía que buscabas el tesoro, pero no sabía que te lo ibas a apropiar para ti solo.

—Esto nos pertenece —contesta el judío—, es el tesoro que los godos robasteis en Roma, el tesoro de Alarico, en él está la mesa, la mesa de mi antepasado Salomón, eso significa que es nuestro.

—El tesoro es de los godos, es de nuestro rey Agila, recientemente proclamado. Tú, Samuel, nos has prestado un buen servicio alejando la maldición, y guiándonos hasta la cueva de Hércules.

Los dos grupos desenvainan las espadas. Los witizianos, más numerosos, no tienen piedad del pequeño grupo encerrado en la cámara. Alodia ve con sus propios ojos cómo Sisberto atraviesa a Samuel con la espada. Los hombres que le acompañan van siendo asesinados uno a uno. Después, los witizianos avanzan hacia el tesoro.

Entonces, Sisberto descubre a Alodia en el suelo, asustada y medio escondida. Uno de los hombres la aferra por los cabellos.

—Déjala —ordena Sisberto—, la dejaremos aquí, en la cueva.

—¡No! —grita ella.

—No nos mancharemos con la sangre de una mujer. —Sisberto se expresa sin un ápice de compasión en su voz—. Morirás aquí, y el secreto del tesoro morirá contigo.

Atan a Alodia, abandonándola en un rincón. A continuación, cargan con los sacos, salen de la cámara de Hércules, cierran los candados de la puerta y, rodeando el lago, abandonan la cueva.

En el interior de la cámara, la luz de la lámpara de los dragones se va tornando más tenue. Alodia sabe que va a morir. Siente horror, la estancia es una enorme tumba, con los cadáveres de los judíos recién asesinados y de los otros hombres, ya corruptos. Hay huesos y calaveras. Un lugar pavoroso, escalofriante. Alodia intenta levantarse para aproximarse al judío porque le parece que aún vive. Es así. Samuel hace una mueca de dolor.

—No… no… he… conseguido nada —balbucea—, yo que puedo dominar a hombres y animales por un poder inmemorial, yo que conozco un saber arcano, no he conseguido nada. He sido vencido. Mi nieta ha muerto. El asesino quizás ande suelto… Quizá detrás de la muerte de Floriana, detrás de la traición está Sisberto, y yo ayudé a los witizianos, a los que la han asesinado.

—No habléis…

—Sí. Me han engañado. Daré cuentas ante el Altísimo, pero Él lo sabe, lo sabe bien: yo sólo quería proteger a mi gente. El pueblo de Israel destrozado por el cruel poder de los godos… Señor, Señor, trae la venganza sobre estos hombres salvajes,
¡Levántate, Yahveh! ¡Dios mío, sálvame! Tú hieres en la mejilla a todos mis enemigos

[35]

Samuel sigue recitando las palabras del salmo. El salmo tercero, el de la huida de David frente a Absalón, el salmo de la derrota. Poco a poco las palabras se van haciendo más débiles, más lejanas.

Al fin, Samuel entrega su alma al Altísimo, en el que cree.

Alodia queda sola entre los muertos.

La desolación la rodea.

Pronto, cuando el aceite de la lámpara se consuma, llegará la oscuridad y después la sed, el hambre y la muerte. Arrastrándose nuevamente, se aleja de Samuel. Se acurruca en un extremo de la cueva, donde descubre que resbala un hilo de agua por la pared; quizá las aguas del Tagus filtrándose a través de la tierra.

Chupa la piedra, sedienta, las gotas de agua la reconfortan. Intenta tirar de las cuerdas que le atan las manos, pero no consigue nada. Al fin se detiene exhausta, con las muñecas ensangrentadas.

La cámara, sin las riquezas que ha contenido durante siglos, parece aún más amplia. El hedor es insoportable. Alodia está aterida de frío, la humedad la atraviesa.

No hay ya esperanza para ella.

Sólo cabe morir.

Sólo una Luz, una Luz en el fondo de su alma la conforta, ha encontrado la luz del Único Posible. Eso la consuela. Ora a Aquel que ha sido el motivo de su huida. Piensa en Atanarik, nunca más le volverá a ver. Quizás en la otra vida, más allá de la muerte.

Se queda dormida.

Despierta.

Vuelve a dormir y a despertar, en un duermevela intermitente. El tiempo deja de tener sentido.

Ya no tiene fuerzas para tirar de las ligaduras que le atan las manos. De vez en cuando chupa la piedra extrayendo algo de humedad. A veces se aleja, reptando por el suelo y buscando un lugar menos húmedo y quizás algo menos frío.

Nota algo vivo en la cueva. Algo vuela. Es un murciélago. Desde niña, aquellos animales la asustan. Se encoge sobre sí misma.

De nuevo se duerme. Al despertar siente sed, pero no tiene fuerzas para acercarse al hilo de agua en la pared.

Ahora sí que ha llegado el fin para ella.

Entra en la inconsciencia que precede a la muerte.

El aceite de la lámpara deja de brillar, la luz agoniza lentamente.

La oscuridad la rodea.

Intenta rezar a su ángel. Recuerda que en Astigis le han explicado que todos tenemos un ángel, un ángel que va delante de nosotros y nos precede. En la oscuridad le parece ver la luz de su ángel. Su ángel tiene que ser un hombre alto, de ojos castaños oliváceos con una marca en la mejilla. En su desesperación, Alodia sonríe. Cuando muera verá a su ángel.

Pasa mucho tiempo. Nunca sabrá cuánto hasta que se escucha un fuerte ruido. Las puertas de la cámara se abren. La claridad llena la cueva.

En la luz le parece escuchar su nombre. Su ángel ha venido a salvarla. Ve un resplandor blanco ante ella. Es el fin.

8

Los witizanos

Provenientes del Sur, desde un otero, Belay y Casio divisan las murallas de Toledo circundadas por el Tagus con palacios e iglesias tras ellas. La ciudad parece en paz, las campanas de las iglesias tañen acompasadamente, es mediodía. Hay guardia en las torres. Nada parece haber cambiado en la capital del reino godo.

Los dos gardingos reales avanzan hacia la urbe regia entre olivos y viñedos. Su amigo Tiudmir, compañero en Astigis y en la batalla de Waddi-Lakka, ha regresado ya a las heredades de su familia en el Levante; las tierras de Orcelis,
[36]
Bigastro y Lurqa.

Casio y Belay han caminado desde las lejanas tierras de la Botica. Participaron en la defensa de Córduba frente a las tropas de Al Rumí, donde fueron malheridos. Después pudieron refugiarse en una alquería de la sierra Mágina, donde sus habitantes los acogieron durante unas semanas. Allí curaron sus heridas y, ya restablecidos, reemprendieron su camino hacia el norte, querían llegar a Toledo, suponían que la última resistencia tendría lugar allí, donde se concentraban los efectivos del ejército.

Su objetivo último, que Tiudmir ya ha alcanzado, era regresar a sus predios, a los lugares donde habitan sus familias, pero antes se detienen en la capital del reino. Esperan que en Toledo todavía exista una cierta resistencia frente a los invasores. Su sentido de la lealtad les impulsa a intentar la defensa de la ciudad. Después ambos se dirigirán al norte: hacia las montañas cántabras, Belay; hacia el Pirineo, el noble Casio.

Al avistar la urbe regia desde las colinas cercanas, una tristeza amarga se abrió en los corazones de ambos; el sinsabor tras la derrota, tras la caída de un mundo familiar y conocido para ellos. En cambio, al entrar en la ciudad del Tagus, observan con sorpresa que todo parece tranquilo, se escuchan apagados los ecos de la guerra. En la plaza del mercado, junto a la cuesta que conduce al antiguo palacio del rey Roderik, persiste algo de comercio, algún campesino vende verduras de la vega del Tagus, el herrero trabaja en su fragua, en una taberna aún corre el vino.

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