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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (58 page)

BOOK: El astro nocturno
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Los cabecillas, tanto de las gentilidades cántabras como de las astures, le relatan lo ocurrido durante el tiempo que el Capitán de Espatharios ha pasado en Córduba, le explican que han sido oprimidos por las aceifas de Munuza. Cada uno describe la extorsión que el gobernador ha obrado sobre sus tierras, sobre sus ganados, sobre sus mujeres. Belay les escucha atentamente sin interrumpirles. Al fin, toma la palabra para arengarlos.

—Se acabó la sumisión a esos hombres ajenos a nosotros. Esos hombres que nos han quemado los campos, que se llevan a nuestras mujeres, que roban nuestro patrimonio. No les dejaremos pasar más. Comenzaremos a asediarles, lentamente hasta que se vayan. Cerraremos los pasos en las montañas. Levantaremos fortalezas, en estos antiguos castros de nuestros antepasados. ¡No volverán a oprimirnos!

—¡No! ¡No lo harán!

Después de la reunión se unen muchos más hombres a los proscritos del valle de Ongar. Además, en otros lugares de la cordillera, los señores locales se atrincheran; la sublevación se extiende con rapidez. En las tierras de Laviana, el noble Bermudo se fortifica con sus gentes e impide el paso por aquel lugar a las tropas musulmanas. En los valles de Luna, en la región de Babia, sucede algo similar. En las zonas cántabras, también hay resistencias aisladas. Belay se pone en contacto con Pedro de Cantabria, que le brinda su apoyo. Los distintos puntos de hostilidad se comunican por medio de mensajeros o por fogatas en los montes. La cordillera, el Mons Vindius, arde en rebeldía frente a los invasores. Se ataca a los hombres de Munuza cuando están más desprevenidos; en un combate constante de guerrillas, se les hostiga continuamente. No se permite que los cargamentos que salen del puerto de Gigia atraviesen las montañas, saquea los carros que conducen los tributos hacia el Sur, a la corte del emir de Córduba.

La vida se vuelve cada vez más insegura para los conquistadores.

El gobernador Munuza se pregunta quién estará detrás de aquellos constantes ataques.

10

El reencuentro

Es de noche, en la casona de Siero cada día transcurre igual al siguiente, las tareas del campo se suceden monótonas. Izar, Favila y los otros niños de la casona van creciendo; es quizá la única manifestación de que el tiempo va pasando en aquel lugar de las tierras cántabras. Una noche, alguien golpea la puerta. Es un encapuchado. Solicita ver a la dama Gadea.

La señora de la casa baja por las escaleras que conducen desde la planta superior al zaguán de entrada, extrañada, preguntándose quién querrá hablar con ella a horas tan tardías. El hombre que la espera inclinado sobre un bastón mira hacia el suelo, parece un mendigo de los que llegan del Sur. Con una extraña articulación de voz, requiere que se vaya la sierva que la acompaña. En voz baja, el desconocido le informa de que le trae noticias de su esposo, pero debe transmitírselas solamente a ella.

Cuando ha salido la criada, el hombre la agarra fuertemente de la mano y la arrastra con él. Gadea sorprendida no reacciona, se deja llevar. El encapuchado la encajona en un lugar oscuro, dentro de las cuadras.

Allí el hombre se descubre.

Es Belay.

Ella se abraza a él, sollozando. Belay le pide que no grite, ni llore.

—Nadie debe saber que he venido. Hay espías de Munuza por todas partes. Me iré pronto.

—¿Cuándo has vuelto?

—Hace bastantes meses. Me fugué de la prisión de Córduba con otros hombres. Nos sublevamos frente al gobierno de Córduba y les combatimos en el Sur, fuimos derrotados y tuve que huir hacia aquí. Se ha puesto precio a mi cabeza, no podía volver a Siero sin poneros en peligro. Munuza no debe saber que estoy aquí. Estamos atacando a las tropas del gobernador. Somos aún pocos, pero la rebelión se va extendiendo y se nos van uniendo de modo paulatino los hombres de la cordillera. Aún no somos los suficientes para atacarle abiertamente, pero sí para combatirle sin pausa, sin cejar en ningún momento…

—Entonces… ¿eras tú el que estaba detrás de los bandidos de la cordillera?

—Sí —confirma Belay—. Estoy convencido de que esta guerra de guerrillas, con hombres emboscados en las montañas, es la única manera de lograr derrotarles. Queremos minar su poder y, sobre todo, conseguir borrar el miedo… Tengo que lograr que las gentes de nuestras tierras sepan que los hombres de Munuza no son invencibles. De momento no quiero que se propale quién es el cabecilla de la rebelión; destruirían Siero y nuestras tierras, os expulsarían de aquí… Por una larga temporada, me ocultaré en las montañas del oriente, que son más seguras. No puedo retornar aquí.

Gadea lo mira desesperada:

—¿No volverás aquí conmigo? ¿Con tu hijo?

—Ahora no. Os haría correr peligro a todos. No. No se lo digas ni siquiera a Adosinda. Es mejor que Munuza piense que sigo en la Bética, huido.

—El secreto no durará mucho… —dice Gadea.

—Si Munuza llegase a saber que soy yo quien le está atacando —le repite Belay—, se vengaría en mi familia. Arrasaría nuestras tierras. No. Yo y mis hombres debemos seguir ocultos en Ongar.

—¿Quién te ayuda?

—Se han unido a mí las gentes de las montañas, las del pueblo de mi madre. También algunos terratenientes que han sido desposeídos de sus tierras y ganados. Hace poco llegó Bermudo, el de las tierras de Laviana. Por último, he mandado mensajes a Pedro de Cantabria que se ha refugiado más allá de Liébana. Pedro nunca ha dejado de oponerse en la medida de lo posible al invasor. Pero falta alguien… Necesitaríamos el apoyo de tu familia.

Gadea habla con pena:

—Mi padre ha muerto.

—Lo sé —se compadece Belay, acariciándole el rostro—. ¿Quién manda ahora en Liébana? El valle de Pautes es crucial porque es lo que separa las tierras del valle de Ongar de las tierras cántabras hacia el oriente, donde está Pedro.

—Las tierras de mi padre las rige ahora uno de mis hermanos, Arnulfo. No soporta a Munuza.

—Deseo que vayas a Liébana. Di que no aguantas la vida aquí y que quieres volver con tu familia paterna, haz correr la voz, que crees que he muerto.

Al oír hablar de la muerte, ella asustada le abraza; pero él sonríe, susurrándole:

—Sí. Estoy vivo. Necesito estar contigo una vez más, pero ya no me fío de nadie, ni siquiera aquí en las tierras de mi familia. —La separó de él, y la miró con gran amor—. Quiero estrecharte, deshacerte entre mis brazos. Cada día que pasaba fuera de aquí me acordaba del color de tu pelo, de tus ojos. Deseaba volver contigo…

Belay enmarca con sus manos la cara pálida de ella. La contempla deseando fijar aquella imagen amada para siempre en su cabeza. Pasa un tiempo. Seguirían siempre así. De pronto, nota junto a él alguien que le tira de la capa. Emite un ruido, como un animalillo que juega. Belay baja la mirada y en la penumbra de las cuadras entrevé un niño de unos tres o cuatro años, con cabello rubio y de ojos claros, del color de su padre.

Gadea le dice:

—Es tu hijo, se llama como tú quisiste, Favila.

El guerrero inclina toda su elevada estatura hasta la altura del niño, le acaricia el cabello claro y le mira a los ojos. El niño se asusta y corre lejos, hasta las cocinas, donde se refugia entre los fogones y la leña del hogar. Gadea marcha tras el niño, le encuentra allí escondido. Su madre, suavemente, le hace salir. Favila le pregunta quién es ese hombre malo; su madre, al oído, le dice que no es malo, que no diga nada a nadie. Favila afirma con la cabeza, asegurándole a su madre que la obedecerá, que no dirá nada de aquel hombre. El ama de la casona le pide a Benina, la cocinera, que se haga cargo de él y que lo vigile, que no le deje salir de allí, mientras ella tiene la entrevista con el hombre que ha llegado del Sur…

Después, Gadea regresa adonde Belay se oculta, en la penumbra de las cuadras. Al antiguo espathario real, las palabras se le acumulan en la boca contándole lo ocurrido en el tiempo que han estado separados. Después calla, de nuevo la observa como si fuera algo muy precioso, la acaricia al principio suavemente, después de modo salvaje. La desea tanto, ha soñado tantas noches con estar junto a su esposa, con hacerla de nuevo suya. Sobre los establos, hay un pajar donde se almacena la hierba seca para la comida de las vacas en invierno. Suben hasta allí. Se recuestan sobre la paja, y allí les une la pasión de modo tan intenso, tan íntimo, tan visceral que les cuesta hasta respirar. El siente que tiene entre sus manos algo delicado, frágil, que es suyo y que se podría romper. Ella se encuentra protegida y amada. Disfrutan tanto más con la felicidad del otro que con el propio placer.

Cuando el arrebato cesa, acostados el uno junto al otro, callan unos instantes. Al fin, Belay le dice:

—Regresa a Liébana, estarás más protegida allí. Llévate contigo a Favila. No quiero que se quede aquí, me ha visto y los niños hablan. Llévate lo mejor de la manada de caballos. Los necesitaremos.

Se abrazan una vez más, no pueden separarse, demasiado poco tiempo juntos tras una espera tan dilatada.

Gadea le acompaña hasta la gran portalada en la entrada; después bajan por el camino que conduce a los pastos. Una luna en su cuarto creciente los ilumina. Al llegar junto a la cerca, Gadea llama a uno de ellos, el más fuerte, el más resistente. De un salto, Belay monta en el bruto.

Al cabo de un tiempo, se escuchan los cascos del caballo alejándose de Siero, y simultáneamente Gadea regresa a la sala donde Adosinda la espera. Al preguntarle quién era el visitante, la esposa de Belay le responde que un tratante de caballos, al que ha vendido uno, después de un largo regateo.

Adosinda intuye que su cuñada no le está diciendo la verdad, que oculta algo y que lo que oculta tiene que ver con Belay, se siente postergada. No hablan nada más entre ellas.

Al cabo de pocos días, Gadea anuncia que se irá a Liébana, que no se siente a gusto y que debe tornar a la tierra que la vio nacer. Se llevará a Favila con ella. Adosinda llora de frustración, su sobrino es el futuro de la casa y no puede soportar que se lo lleven.

Las mujeres discuten entre ellas, los gritos de la hermana de Belay se escuchan por toda la casa. Gadea calla, sabe que no puede hablar sin comprometer a su esposo. Se va con lo mejor de la manada de caballos y con los hombres más fieles, los mejor adiestrados, entre ellos, Toribio.

El hombretón del Sur se despide de Alodia, le dice que espera que algún día cambie de parecer. A la sierva le apena la expresión compungida del capataz, pero no le da esperanzas.

11

La revuelta en los valles

Al valle de Liébana llega Gadea con su hijo y unos cuantos criados. Transmite las ideas de Belay a su hermano Arnulfo, a quien convence para la causa de su esposo. Pronto, aquel valle se transforma en un lugar infranqueable para los hombres de Munuza. En el desfiladero de la Hermida, único acceso amplio al valle y uno de los pocos pasos hacia el oriente de la meseta, comienza a estar dominado por una partida de bandoleros. Los pequeños caminos de montaña, difíciles de recorrer, no permiten la salida hacia el sur de los hombres de Munuza.

Después de Liébana, otros valles siguen su ejemplo y comienzan a cerrarse, impidiendo todo movimiento a través de la cordillera. El cruce de los musulmanes hacia la meseta, hacia el sur, se hace gradualmente impracticable: un valle se cierra, después otro muy próximo y así, uno tras otro. Munuza en Gigia se encuentra como en una ratonera, rodeado de montañas infranqueables. Se da cuenta de que sus enemigos le van cercando, le cuesta mantener el contacto con los hombres del Sur, con el gobernador de Córduba. No confía en los astures, incluso los grandes terratenientes de las tierras llanas, que hasta el momento han sido complacientes con el invasor, se muestran reticentes al pago de impuestos y tributos. Munuza cuenta únicamente con algunos montañeses renegados y con las tropas bereberes, pero eso no es lo bastante como para mantener su poder.

No entiende qué está ocurriendo exactamente en las montañas, ni en las tierras llanas. Tiene la sensación de que lo que está sucediendo no es fruto del acaso, de un azar. Que detrás de todo aquel bandolerismo que impregnan sus dominios, hay alguien que coordina los ataques de forma intencionada y de modo organizado.

Al fin, un espía le revela lo que realmente está ocurriendo en la cordillera de Vindión.

—Mi señor, se han reunido los cántabros y los astures más allá del río Piloña. Han jurado que no pagarán más tributos, ni el
jaray
ni el
yizia
. Han elegido un jefe.

—¿Quién?

—Su nombre es Belay, hijo de Favila, nieto del rey Ervigio. Le apoya Pedro de Cantabria, así como los nobles de la costa y la cordillera.

—¿Cómo…? ¿Ese hombre no estaba de rehén en Córduba?

—Dicen que ha huido de la prisión, que en su camino hacia el Norte ha reclutado gentes descontentas. No son muchos pero están en lugares estratégicos e impiden el paso a través de las montañas.

Munuza entiende ahora que la situación se ha vuelto difícil para él. Su poder, indiscutido hasta el momento, peligra. Salen correos hacia la Bética, donde ahora gobierna el hombre fuerte del nuevo califa Al Malik, un hombre llamado Ambassa. En ellos, se transmite al gobernador de Córduba que los sucesos en las tierras cántabras y astures son graves. Munuza precisa apoyos del Sur, no puede consentir que la rebelión triunfe, podría propagarse a otros lugares del Norte, sobre todo a las tierras gallegas, ricas en oro, con nobles poderosos descendientes de los reyes suevos.

El emir actual de Córduba pertenece al ala más dura árabe. Desde que en Damasco está gobernando Al Malik, se han doblado los tributos a los cristianos, se han confiscado los bienes a los judíos, y se trata a los musulmanes nuevos casi como si fueran infieles. Esa misma política opresora alcanza a las tierras hispanas conquistadas, por lo que se producen rebeliones de bereberes en la meseta y en los Campos Góticos. La situación en las tierras ibéricas se va haciendo más y más complicada, incluso peligrosa; por eso no es posible enviar ninguna fuerza de refuerzo al wali de Gigia.

El gobernador se encuentra solo con algunas tropas fieles, y debe tomar medidas para volver a asegurarse el control del territorio. Ahora ya sabe contra quién tiene que dirigir sus represalias. Debe tomar medidas, y las toma. Encauza su furor contra la heredad del jefe de la revuelta, contra las tierras de Belay, que ahora tienen al frente una mujer valerosa, Adosinda, pero sin ningún guerrero ni nadie que la ayude.

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