El asesinato del sábado por la mañana (26 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Todos tenían en la mano sendas tazas de café y salían a rellenarlas de cuando en cuando. Se les veía agotados. Michael mencionó
Alien
, pero era el único que la había visto y a nadie le sugirió nada. Se decidió que Balilty trataría de averiguar algo más sobre Alí Abú Mustafá a través del gobernó militar que administraba los territorios. Tzilla, que se había mantenido en contacto con los hombres que estaban vigilando la casa de Hildesheimer, les informó de que, salvo por el encuentro con Dina Silver, allí no había ocurrido nada digno de mención.

Al final decidieron que Eli fuera a ver a los contables, que Balilty continuara reuniendo información confidencial, que Kaffi se pasara por el Instituto de Investigación Criminal y que Tzilla se pusiera en contacto con todos los invitados de la fiesta de Linder y les pidiera que acudieran a la comisaría para ser interrogados. Michael resumió lo acordado.

—Nos quedan menos de tres horas antes del entierro, tenemos que despabilarnos. Eli, ve directamente a Zeligman y Zeligman —le pasó la nota con la dirección—, y trae el archivo de Neidorf. Con las facturas, a lo mejor nos da tiempo a redactar la lista de pacientes y supervisados antes del entierro. Te están esperando. Y será mejor que te afeites. Pareces un presidiario en su día de salida. Toma —añadió dándole las llaves del Renault—. Está aparcado junto a la entrada de la calle Jaffa.

Eli cogió las llaves y se marchó sin pronunciar una sola palabra. Tzilla siguió a Michael a su despacho, tomó asiento y una vez más se puso a doblar clips.

—Bueno, ¿qué pasa? Y no me digas que estás cansada. No es la primera vez que os veo cansados a Eli y a ti, ¿sabes? ¿O prefieres no hablar de ello? —con lágrimas en los ojos, Tzilla hizo un gesto negativo. Michael suspiró y dijo—: Bueno, puede que te animes trabajando un poco —y le pasó la lista de nombres.

Por segunda vez esa mañana, Michael se preguntó qué relación tendrían Tzilla y Eli. Aunque no se demostraban afecto abiertamente, de vez en cuando la tensión que había entre ellos se palpaba en el aire y a veces Michael tenía la sensación de haberlos sorprendido en plena conversación íntima. Suponía que se verían en su tiempo libre, pero nunca se había comentado nada al respecto.

Tzilla se sonó, se enjugó los ojos y preguntó:

—¿Qué son todos estos nombres? ¿Qué se supone que tengo que hacer con ellos?

Michael percibió en su voz un dejo de autoconmiseración que le hizo responder con impaciencia:

—Es la lista de invitados a la fiesta de Linder, en la que se supone que alguien pudo robar la pistola. Hay que citar a cuarenta personas para interrogarlas. Lo haremos entre Eli, tú y yo, y nos harán falta dos personas más; si podemos suspender la vigilancia del viejo profesor, dejaremos de tener tanta escasez de personal. Hay que descubrir qué estaban haciendo y dónde. Coge el teléfono y comunícales que queremos hablar con todos. Y cuando hayas terminado con ellos, comenzaremos con los pacientes y supervisados que no asistieron a la fiesta. Pero antes tendremos que esperar a que Eli vuelva con el archivo —dijo Michael tratando de no prestar atención a sus sollozos—. Créeme —añadió afectuosamente—, no hay mejor cura que el trabajo. No sé qué ha pasado, pero sea lo que sea el trabajo te hará olvidarlo. Y cuando vuelvas a verme, dentro de una hora aproximadamente, aunque no hayas acabado, porque todavía tenemos pendiente hablar sobre el entierro, serás una persona diferente —y en el mismo tono de voz que empleaba con Yuval cuando se ponía gruñón y rebelde, agregó en un susurro—: Y entonces te habrás vuelto a convertir en la mejor coordinadora de equipo de Jerusalén.

Tzilla plegó la lista en cuatro, se sacudió de encima la mano que Michael le había posado en el hombro, recogió su bolso y salió del despacho. Michael se quedó pensativo un instante y después se abalanzó sobre el teléfono y marcó el número de Dina Silver. Le respondió una mujer que dijo ser la criada y que no sabía nada. No había nadie en casa. La señora estaba en el trabajo, pero allí sólo se la podía llamar diez minutos antes de cada hora, dijo en tono de advertencia. El tono que utiliza quien ya ha salido escaldado. Michael anotó el teléfono. Eran las nueve y cuarenta y cinco, faltaban cinco minutos para que pudiera llamarla. Salió de su despacho y se dirigió al de Emanuel Shorer, que estaba pegado al suyo y no era mucho mayor. La mesa de Shorer es— taba cubierta de papeles y él tenía un tazón de café en la mano. Al ver a Michael se le iluminó la cara.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó, indicando con un gesto la silla que tenía enfrente.

—Nada —dijo Michael sin tomar asiento—. Bahar se ha ido a ver al contable, Tzilla está al teléfono con la lista de personas que queremos interrogar y el entierro se celebra hoy a la una. Necesito fotógrafos y dos ayudantes extra para las tareas de vigilancia que vayan surgiendo, no puedo arreglármelas sólo con tres personas y los del Servicio de Inteligencia, y no puedo prescindir de los que están protegiendo a Hildesheimer. Alguien podría aprovechar el entierro para agredirlo.

—Está bien, lo solucionaremos de alguna forma. ¿A la una, has dicho? ¿Cuántos? ¿Dos fotógrafos? ¿Y dos más?, suficiente. Si necesitas más hombres
ad hoc,
házmelo saber y te los proporcionaré. ¿Por qué estás consultando el reloj todo el rato?

—Porque tengo que hacer una llamada a las diez menos... —y Michael sonrió, acordándose de Winnie-the-Pooh y de los cuentos que en otros tiempos solía leer a Yuval. Sin saber por qué, se sentía como Eeyore—. Ah, me olvidaba de hablarte del jardinero —le puso en antecedentes y concluyó diciendo—: Tengo una sensación extraña, como si se me hubiera olvidado algo, como si fuera a ocurrir algo. No sé... ¿Comprendes lo que quiero decir? —Shorer lo miró y negó con la cabeza—. Bueno, da igual. Asígname dos personas y un coche para que Raffi vaya al entierro, ¿de acuerdo? —Shorer hizo un gesto afirmativo y Michael regresó a su despacho, sirviéndose por el camino una taza de café en el «rincón del café», una celdilla que estaba cerca de su oficina.

Eran las diez menos cinco cuando estiró la mano para marcar el número de Dina Silver, pero justo en ese momento el teléfono sonó y, al descolgar, oyó a Eli Bahar hablando muy excitado. Sin darle tiempo a pedirle que lo llamara más tarde, Eli le espetó a voz en grito:

—Michael, ¡el archivo no está! ¡Se lo han llevado! ¿Tú no has mandado a otra persona a recogerlo, verdad?

—¿Qué quieres decir con eso de otra persona? ¿De qué demonios estás hablando? —dijo Michael, encendiendo una cerilla mientras las manos se le empapaban de sudor. Se las secó en los pantalones, una después de otra.

—¡Estoy hablando de que aquí no hay nada! El contable dice que ya ha venido la policía a recoger el archivo. ¡El tipo que se lo llevó incluso firmó un recibo!

—Un momento. Empieza desde el principio y cuéntamelo despacio —Michael aspiró con fuerza el humo de su primer cigarrillo del día—. ¿Me estás llamando desde Zeligman y Zeligman, de la calle Shamai?

—Sí, Zeligman y Zeligman, contables, calle Shamai 17. Tengo aquí a mi lado al señor Zeligman. Será mejor que vengas a verlo con tus propios ojos. El archivo ha desaparecido. A las ocho y media de la mañana se presentó alguien diciendo que era de la policía, firmó un papel y se largó con el archivo.

—Ahora mismo voy. No te muevas de ahí —dijo Michael y, a continuación, entró como una tromba en el despacho de Shorer. Éste le dirigió una mirada de perplejidad, dijo que no, que ciertamente no había enviado a nadie a la oficina de Zeligman y Zeligman; pero ¿qué demonios pasaba? Michael se lo explicó y salió a la calle corriendo. Recorrió a gran velocidad el camino entre el barrio ruso y la oficina de los contables: sorteó a la muchedumbre de la calle Jaffa, estuvo a punto de tropezar con el mendigo ciego de la plaza de Sión, subió a la carrera por Ben Yehuda y cruzó el callejón del café Atara. Llegó sin aliento, jadeante y con los músculos temblorosos. Los miembros del Instituto no habrían tenido dificultad para resumir su estado en una palabra: ansiedad.

Zeligman padre estaba pálido y nervioso. Con la cabeza gacha, dijo tartamudeando y con fuerte acento polaco:

—Pero si usted dijo que vendrían a recogerlo. No se me pasó por la cabeza que quizá no fuera policía. Aquí tiene a Zmira, pregúnteselo a ella. Le dio un recibo y él lo firmó.

Fue imposible detener el aluvión de palabras. El viejo contable comenzó por presentar sus excusas y prosiguió lanzando un ataque dirigido a demostrar su absoluta inocencia. La comparación con Youzek, el suegro de Michael, era inevitable. Incluso tenían el mismo acento y emitían un
sh
gutural en lugar de la
h.

Dentro de un momento me va a pedir que me disculpe, pensó Michael indignado. Sólo me falta una excusa para darle un buen puñetazo. ¡Dios mío, qué pandilla de imbéciles! En un rincón, Eli Bahar, con expresión de haberse tragado una botella de vinagre, hojeaba obstinadamente los archivos de los impuestos de hacía cuatro años, haciendo caso omiso del joven Zeligman, que se afanaba en explicarle que allí iba a encontrar copias de las declaraciones de la renta de la doctora, pero no sus libros de facturas. Zmira, una joven— cita vestida con unos vaqueros muy ajustados, un jersey aún más ceñido y las uñas de color rojo chillón, no paraba de retorcerse las manos ni de chascarse los nudillos. Estaba mascando un chicle que de vez en cuando asomaba entre sus dientes. Con mano temblorosa le pasó una nota a Michael. Bajo las palabras «He recibido de Zeligman y Zeligman, contables, el archivo con los documentos de las declaraciones de la renta de Eva Neidorf, y por ésta me comprometo a devolvérselo completo. Firmado», había un garabato ilegible.

Michael se guardó el papel en el bolsillo del abrigo. Zeligman padre dijo por enésima vez que aquello no habría ocurrido si él hubiera estado presente. Él, un ciudadano decente y cabal, «que no había tenido problemas con la policía en su vida», había preparado el archivo y había telefoneado a Zmira a primera hora de la mañana para decirle que fuera rápidamente a la oficina a esperar a la policía y que les entregase el archivo cuando llegaran.

Eli Bahar levantó la vista de los archivos atrasados y le preguntó por qué no había estado presente cuando ocurrió. El mayor de los Zeligman explicó que se había visto obligado a hacer una visita urgente a la agencia tributaria para evitar que uno de sus clientes se metiera en graves apuros. Y su hijo, explicó, siempre llegaba tarde.

—Pero también trabaja hasta tarde. No es fácil llegar al centro de la ciudad desde donde vive —dijo el anciano mirando a su hijo.

—Tranquilízate, papá, tranquilízate —dijo el joven, acercándose a su padre y poniéndole una mano en el hombro—, no es culpa tuya.

No, pensó Michael, no es culpa suya, pero ¿eso qué más da? Era como si ya estuviera oyendo a Ariyeh Levy diciéndole: «Esto no es la universidad, ¿sabes?» y soltándole la retahíla de costumbre. Le pareció sentir las miradas de soslayo y ver las sonrisas furtivas de sus enemigos, todos los que codiciaban el bocado que le iba a caer en suerte: director del Departamento de Investigación de Jerusalén. Y, para colmo, tenía que aguantar a los miembros del Comité de Formación del Instituto, con sus miradas suspicaces y la desconfianza en los ojos.

Los hechos estaban claros: a las ocho de la mañana el archivo estaba listo, y a las ocho y media (a esa hora salí del hospital, pensó Michael con rabia; podría haberme pasado por aquí) un hombre se había presentado en la oficina de los contables, un hombre alto de treinta y tantos años con bigote que vestía un uniforme militar. Había visto los pantalones caquis, dijo Zmira, por debajo del gran abrigo con capucha que le llegaba hasta las rodillas.

—Un abrigo del ejército —añadió. Llevaba guantes negros y dijo que le habían encargado recoger el archivo. Ésa fue toda la información que Michael consiguió extraerle a la chica.

—Pero si ya se lo he contado a él —dijo, y señaló a Eli.

Eli frunció los labios y dijo en tono amenazador:

—Y ahora nos hará el favor de repetirlo.

Zmira no recordaba nada más. No vio sus galones.

—Como ya he dicho, llevaba puesto un abrigo muy grande. Y gafas negras, de esas que ocultan los ojos. Sólo vi su bigote y una boca llena de dientes —dicho esto, se sacó de su propia boca la rosada golosina y rompió a llorar.

Nadie se movió para consolarla. Michael había tomado asiento en una gran silla de mimbre frente al escritorio detrás del cual estaba sentado Zeligman padre, manoseando el nudo de su corbata y enjugándose la frente. De tanto en tanto levantaba la vista hacia la pared donde una serie de diplomas lujosamente enmarcados atestiguaban que era contable diplomado y perito mercantil.

Sobre el escritorio había un jarrón de exquisito cristal veneciano. Michael sintió el irrefrenable impulso de cogerlo, estrellarlo contra el suelo y oír cómo se hacía pedazos. Se esforzó por pensar en otra cosa. No había nadie sobre quien pudiera descargar su ira. Eli Bahar dejó los archivos atrasados en su sitio diciendo que no les servirían de nada.

—Aquí no hay nada —dijo—, solamente cuentas bancarias.

Michael aguzó el oído. «Cuentas bancarias», repitió, y le preguntó a Zeligman padre si tenía los números de cuenta de la difunta. Sí, dijo Zeligman, y se enderezó la corbata. Estaba en condiciones de informarle, dijo, de que la doctora Neidorf tenía una cuenta en activo y otras sin actividad.

—¿También le interesa su cartera de valores? —preguntó.

Todo, dijo Michael, todas sus cuentas bancarias. Sobre todo las cuentas en las que depositaba los pagos que le hacían sus pacientes.

—Eso no es ningún problema —dijo el contable. Incluso tenía un cheque firmado para el mes siguiente, para ingresarlo en nombre de su cliente. La doctora tenía por costumbre hacer los pagos fraccionados del impuesto de la renta al final de cada mes, explicó—. No quería preocuparse personalmente de esos asuntos. La doctora Neidorf tenía plena confianza en nosotros —añadió en tono de reproche—. Aquí está. El inspector jefe puede comprobarlo por sí mismo —y abrió uno de los cajones del escritorio. Se inclinó, estuvo revolviendo los papeles del cajón durante un rato y, por fin, sacó un fino archivador de cartón del que extrajo un talonario de cheques que le entregó a Michael. Era del Discount Bank, de la sucursal de la colonia alemana, y en él había dos cheques firmados, uno extendido a nombre de la agencia de recaudación del IRPF y otro a nombre de la agencia recaudadora del IVA. La fecha que figuraba en ambos era el 15 de abril. Zeligman se apresuró a explicar que la doctora todavía no había recibido los formularios de la declaración de la renta del siguiente año fiscal. En el mes de abril la doctora siempre le entregaba cheques firmados para todo el año.

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