El asesinato del sábado por la mañana (24 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No basta con darle a alguien la llave de tu casa —dijo Yuval sin abrir los ojos—, también es necesario que estés en casa alguna vez. Pero ¿qué clase de padre tengo?

—Bueno, ¿qué clase de padre tienes? —preguntó Michael suspirando. Podía imaginar cómo acabaría aquella conversación. Comenzó a desvestirse y el chico levantó la cabeza y se quedó mirándolo sin responder—. Vamos, Yuval, dame un respiro; hoy ha sido un día muy duro, y ayer también. Ten corazón.

—Sólo quería darte una sorpresa, te he traído un regalo de cumpleaños. Porque hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? —dijo el chico, y se sentó—. Creía que estábamos citados ayer noche. ¿No habíamos quedado en que me llamarías?

—Estoy encantado de verte, de verdad. Gracias por el regalo, siento lo de anoche, pero surgió un imprevisto y no pude ir a verte, ni siquiera llamarte —se arrepintió de todas sus palabras mientras las decía. Sabía que no era eso lo que Yuval quería oír, pero el frío, el cansancio y el hambre le inducían a un estado de ánimo irritado que no lograba dominar.

—Por lo menos dime la verdad, dime que te olvidaste y no me vengas con que no pudiste —dijo Yuval con una expresión dolida en la cara—. Nunca hay nada imposible... Si te hubiera interesado, lo habrías hecho.

Era un ritual conocido y ambos sabían a quien estaba citando Yuval. Michael rompió a reír y el chico también sonrió.

—Ya ves que las frases de tu madre a veces vienen como anillo al dedo —dijo Michael encaminándose a la ducha. Yuval se quedó en el pasillo mientras su padre se duchaba—. Entra si quieres —le dijo alzando la voz mientras cerraba el grifo, y el chico se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirando cómo se afeitaba su padre, encorvándose para verse en el espejo. Se había envuelto en una amplia toalla de baño y de vez en cuando usaba una puntita para desempañar el espejo, en el que se iba acumulando vapor continuamente.

—¿Qué tal está tu madre, por cierto? —preguntó Michael, que tenía por costumbre no hablar nunca con su hijo de su ex mujer y que no sabía por qué en aquella ocasión estaba rompiendo su habitual silencio.

—Está bien —dijo Yuval, guardándose para sí la sorpresa que quizá sintió—. Quiere irse de vacaciones al extranjero. Cinco semanas. ¿Te parece que podría quedarme aquí?

—Y a ti, ¿qué te parece? —replicó su padre, quitándose un poco de espuma de la cara para pegársela en la punta de la nariz a su hijo, que sonrió tímidamente y después se secó la nariz—. ¿Cuándo se supone que va a ocurrir eso exactamente? —preguntó Michael mientras se quitaba el resto de la espuma de la cara.

—En abril —dijo Yuval.

—¿Cómo que en abril? ¿No va a estar para el séder?

El chico repuso que no.

—Y tu abuelo, ¿qué dice de eso? —preguntó el padre, arrepintiéndose de sus palabras aun antes de haberlas pronunciado.

—Él corre con los gastos, ya sabes cómo son las cosas —dijo el muchacho suspirando; y Michael, que sabía muy bien cómo eran las cosas, continuó limpiándose la cara sin decir nada.

La cena de la primera noche de Pascua era un acontecimiento inolvidable en casa de su ex suegro, situada en el barrio residencial de nuevos ricos de Neve Avivim. La vajilla de cristal se sacaba de las vitrinas y el comerciante de diamantes y su esposa, Fela, se devanaban los sesos para invitar al mayor número posible de gente. Nira había tenido que asistir a la celebración año tras año, acompañada de su hijo y de su marido. Michael no había pasado esa festividad en casa de su madre ni una sola vez desde que se casó; había sido incapaz de soportar las presiones. Nira siempre lo llevaba a casa de su padre y Youzek lo recibía con esa expresión que parecía decir: «Después de todo lo que he hecho por ti a lo largo de estos años». La propia boda había sido un asunto penoso, pues se celebró fundamentalmente por «el qué dirán».

—Si le preocupaba tanto que Nira abortara —le desafió Michael en cierta ocasión—, podría haberla ayudado a tener el niño; y si no quería que nadie se enterase, podría haberla ayudado a abortar. Pero no, no paraba de repetir que Nira era todo lo que tenía en este mundo y, a la vez, no dejaba de quejarse de lo que iba a decir la gente. Tenía que salirse con la suya en todo así que Nira no pudo abortar y yo tuve que casarme con ella.

Incluso hoy, cuando ya habían pasado ocho años desde que se divorciaron, Michael sentía arrebatos de una furia casi incontrolable cuando recordaba las lamentables escenas de su capitulación ante el peor chantaje con el que había topado en su vida.

Youzek, con su cuerpecillo rechoncho y sus ojos pequeños y redondos como cuentas, era un hombre lo suficientemente astuto como para tratar de ganárselo con dinero y promesas de hacerle socio de su empresa. Se citaron en un café de Ramat Gan, justo enfrente del mercado de diamantes. Toda la calle estaba embalsamada por el aroma de chocolate que desprendía la fábrica de Elite Candy. Youzek no paró de insistir en que sabía que Michael era «un muchacho decente y responsable» y que sentía algo «por nuestra Nira, que es todo lo que tenemos», etc., etc. Después de aquel encuentro la boda se perfiló como la única salida posible. Michael no podía hacerles frente, sobre todo a Youzek. Trató de argumentar que Nira y él no se amaban pero le respondió con desdén: «El amor, vaya tontería: la vida de casado se basa en la costumbre y en el compromiso; toda la palabrería sobre el amor no dura ni cinco minutos. Sé de lo que estoy hablando, créeme». Aunque Michael no le creyó, y a pesar de que a sus veinticuatro años ya sabía que la vida de casado de Youzek no era el único modelo disponible y que había otras posibilidades, la boda tuvo lugar poco después. La novia, toda de blanco, hija única de un comerciante de diamantes, y el novio, un estudiante universitario de segundo curso venido de Marruecos, se encontraron juntos en el hotel Hilton de Tel Aviv, con vistas al mar Mediterráneo.

Trataron de convencerlo de que se cambiara el apellido, pero la mención de su «difunto padre» logró que desistieran avergonzados. Lo presentaron a sus conocidos del mundo de los negocios y a sus parientes lejanos diciendo que era un hombre de letras muy dotado, un intelectual brillante. Cuando la lista de licenciados, en la que figuraba «Ohayon, Michael, Historia (sobresaliente)», se publicó en la prensa, la recortaron. Pero cuando su nombre apareció en la lista de doctores ya no guardaron el artículo, aunque era uno de los tres estudiantes que habían conseguido el
cum laude.
En aquel entonces ya comenzaba a hablarse de un posible divorcio.

Michael volvió a mirar a Yuval, cuya concepción había sido el motivo de tantos infortunios, y le preguntó mientras le acariciaba el pelo:

—Así que te has acordado de mi cumpleaños. E incluso me has traído un regalo. ¿Y ahora me vas a castigar sin dármelo? ¿Qué me has comprado?

Con orgullo mal disimulado el chico le entregó un paquete, y Michael lo abrió con curiosidad. Era
La chica del tambor
de John Le Carré y en la guarda había algo escrito con letra infantil: «Para papá, el maestro del tambor, de su hijo Yuval, el pequeño tambor».

Este chico es demasiado sentimental, se dijo Michael por enésima vez.

—Dijiste que te gustaba —dijo Yuval, con señales de inquietud aflorándole en el rostro.

Michael dejó el libro sobre el sofá del salón y le alborotó el pelo a su hijo, le acarició la barbilla y le estrechó entre sus brazos. Los esfuerzos de Yuval por agradarle lo conmovían profundamente. Recordaba los dibujos que le hacía cuando era pequeño y todos aquellos extraños collages que el chico se pasaba días y días confeccionando con recortes de revistas que pegaba sobre un papel.

Michael le preguntó con mucho tacto qué significaba la dedicatoria.

—Ya la entenderás cuando lo hayas leído —dijo Yuval muy convencido, y Michael le preguntó si el libro no le había resultado difícil—. Sí, no fue fácil, hasta que me metí en él. Si te refieres a mi edad, no, en ese sentido no me ha resultado difícil en absoluto —la voz se le quebró al final de la frase; sonrojándose, se encogió de hombros y guardó silencio.

Michael comenzó a leer la primera página del libro, fingiendo que se desentendía de Yuval; los desmañados movimientos de su hijo y su voz desentonada le inspiraban un poderoso deseo de abrazarlo y decirle que aquello no era más que una fase, que él también había pasado por eso, por la torpeza y el acné, por sentirse preso de vagos anhelos físicos. Pero el respeto que sentía por la dignidad del muchacho le impedía obrar así, de manera que no podía ofrecerle otra protección que aparentar que no se daba cuenta de que su cuerpo estaba creciendo y su voz cambiando.

Una mujer con la que había tenido una breve aventura durante su último año de matrimonio lo acusó una vez de que nunca era espontáneo, de que calculaba todos y cada uno de sus actos. Pero no supo qué responder a su pregunta: «¿Para qué los calculo?», y sólo se le ocurrió decir que Michael hacía las cosas para agradar a los demás.

En aquel entonces se sintió dolido, pero luego había recordado muchas veces aquellas palabras, sobre todo cuando la gente lo miraba con sorpresa y le decía, de palabra o sólo con los ojos: «¿Cómo te has dado cuenta?». Nada lo hacía tan feliz como recibir esa sorprendida mirada de agradecimiento.

De pequeño, Yuval a veces lo miraba con esa expresión. Pero últimamente Michael había comenzado a notar un destello de escepticismo en sus ojos, aunque siempre se apresuraba a bajar la vista cuando descubría a su padre observándolo. Y también habían empezado a tener escenitas, las típicas de la adolescencia. Recientemente a Yuval le había dado por acusar a su padre de ser hipócrita. Después le pedía disculpas, pero Michael sabía que estaba refiriéndose a lo mismo de lo que aquella mujer cuyo nombre ni siquiera recordaba lo había acusado hacía tantos años.

El teléfono sonó. Yuval lo miró con odio, suspiró, levantó el auricular, escuchó un momento y, sin despegar los labios, se lo pasó a su padre, que lo sujetó con una mano mientras con la otra intentaba tocar a su hijo, que lo esquivó y se tiró sobre el sofá, donde se quedó tumbado clavando una mirada de desesperación en el techo.

—Sí —dijo Michael—. Me alegro de que hayas conseguido localizarme, estoy aquí por casualidad.

—Estoy en una cabina de Rehavia. Sólo quería darte el parte de que no ha sucedido nada sospechoso antes de que llegara el relevo. Ya he informado al Control de que todo está en orden.

—¿Nada de nada? —preguntó Michael a uno de los dos hombres que estaban montando guardia en casa de Hildesheimer.

—Ha habido mucho movimiento; toda la mañana ha estado entrando y saliendo gente, a intervalos de una hora, pero tengo entendido que eso es lo normal. Y acabo de ver al sujeto en cuestión, más sano que una manzana, hablando con una chica muy atractiva en la calle.

—¿Una chica muy atractiva? —Michael Ohayon repitió la expresión, que no encajaba en la imagen que tenía del doctor Hildesheimer.

—Sí, una señorita que ha estado rondando por la calle, paseándose arriba y abajo frente a su casa. Hildesheimer salió para ir a la tienda de ultramarinos y volvió con una barra de pan, no hará ni un minuto de eso, y se la encontró en la calle. Un verdadero bombón: lleva un vestido rojo y tiene el pelo negro.

El ruido de un autobús se introdujo en la línea y Michael formuló una pregunta mientras esperaba a que el autobús pasara de largo: ¿Habían entrado juntos en la casa? Cuando le respondieron negativamente preguntó si Hildesheimer se había dado cuenta de la situación.

—¿El viejo? Ni por asomo. Iba andando con la vista fija en el suelo, casi se choca con un árbol. La vio cuando la chica lo abordó. No alcanzamos a oír lo que decían, estaban demasiado lejos. Pero el doctor está vivito y coleando y nadie ha tratado de agredirlo —Michael no dijo nada—. Así que nos marchamos —dijo el policía a modo de conclusión—. Nos veremos mañana, ¿verdad?

Michael contestó afirmativamente y colgó el teléfono.

Eran las cuatro de la tarde. Si el avión de Nueva York no se había retrasado, Nava, la hija de Neidorf, debía de haber aterrizado hacía una hora.

—Oye, Yuval —dijo volviéndose hacia su hijo, que estaba repantingado en el sofá con los ojos medio cerrados—. Tengo que resolver algunos asuntos, luego volveré a verte. Iremos al cine. ¿Qué te parece? —el chico se encogió de hombros, pero Michael no se dejó engañar por aquella muestra de indiferencia y dijo—: De acuerdo, entonces. Ahora son las cuatro. Tengo que hacer una llamada más, luego me tengo que ir, y estaré de vuelta sobre las ocho. ¿A qué hora entras en el cole mañana?

—La primera clase empieza a las siete y veinte —gruñó Yuval. Iba al mismo colegio en el que había estudiado Michael. Aunque ya casi no quedaba ninguno de los antiguos profesores, Michael sentía un gran afecto hacia aquel colegio de Bayit V'gan donde había pasado seis años interno y al que atribuía casi todos sus éxitos en la vida—. Tenemos matemáticas a primera hora, con el tiempo que hace —dijo Yuval—. Hasta los internos llegan tarde.

La tercera parte de los alumnos eran internos. Se les seleccionaba cuidadosamente entre los niños de todo el país. Y se les presentaba como «niños muy dotados de familias desfavorecidas» ante los donantes estadounidenses.

—¿Tienes deberes para hacer? —preguntó Michael mientras empezaba a marcar el teléfono del Margoa. La voz de la telefonista del hospital, a la que pidió que le pusiera con el doctor Baum, le impidió oír la respuesta de Yuval. El doctor le prometió que lo esperaría en su despacho.

Yuval se levantó y le preguntó si podía acompañarlo. En su voz resonó una nota implorante e infantil y Michael se sintió tan acongojado como la primera vez que lo había dejado solo en la guardería. Le dijo que era imposible, pero que cumpliría fielmente su promesa de volver a las ocho.

—Para entonces ya te habrá dado tiempo de terminar tus tareas. Sé por experiencia que os ponen una tonelada de deberes, ¿a que sí? Tienes deberes para mañana, ¿verdad? —desconsoladamente, Yuval hizo un gesto de asentimiento. Sus ojos grises de largas pestañas miraron recelosos a Michael.

—¿Estás seguro de que podrás estar de vuelta a las ocho?

No pudo contener una sonrisa cuando su padre le respondió:

—Palabra de
scout
—y levantó la mano imitando el saludo de los
scouts.

Michael no logró estar de vuelta a las ocho y Yuval lo recibió señalando su reloj y diciéndole:

—Podemos olvidarnos de ir al cine.

Other books

Definitely Maybe by Arkady Strugatsky, Boris Strugatsky
Carolina Blues by Virginia Kantra
Act of Fear by Dennis Lynds
To Tame a Rogue by Jameson, Kelly
The Seventh Sacrament by David Hewson