El asesinato del sábado por la mañana (30 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Michael no pudo reprimir una sonrisa. Era una tentación demasiado fuerte y, una vez más, la separación le pareció un intento absurdo de no comprometerse.

—Al final no me quedará otra alternativa que marcharme del país —dijo.

—Sí, a Cambridge. Algún día llegarás a ir allí, pero entretanto... —dijo Maya con impaciencia. Todavía tenía la llave de su casa y podía ir a verlo esa noche.

Durante un instante Michael sintió la ira de antaño, el deseo de decirle que tenía otras ocupaciones, que había otras mujeres en su vida, pero la perspectiva de volver a abrazarla, de oír su risa, su llanto, sus gemidos, se impuso. Y una vez más se preguntó a sí mismo qué estaba haciendo allí, en aquel despacho siniestro, en ese trabajo despreciable, y por qué no se levantaba para ir directamente a la universidad a hablar con Porath, que era un profesor joven en los tiempos de estudiante de Michael y que ahora se había convertido en jefe del departamento de Historia.

Siempre que Michael se encontraba con alguno de sus antiguos profesores, sobre todo con el profesor Shatz, que le había dirigido la tesina, le preguntaban por qué no volvía para hacer el doctorado.

Ocho años atrás, justo antes del divorcio, Nira se le había hecho más odiosa que nunca, porque la boda y, después, el divorcio, le impidieron aceptar la beca que le habían ofrecido para realizar la tesis doctoral en Cambridge. Hoy sabía que ese momento de su vida había sido una encrucijada. Y que volver sobre los propios pasos no es tan sencillo como entonces lo creyera.

En una de sus conversaciones con Shatz, el profesor había tratado de hacerle comprender lo que suponía alejarse del competitivo mundo académico. Michael se negó a darle crédito y se aferró a la idea de que las posibilidades de tener un futuro académico brillante sólo dependían de su capacidad intelectual. Trató de persuadir a Shatz, un húngaro que le tenía cariño y lo veía como su sucesor, de que si le habían ofrecido la beca una vez, no había motivos para que no volverán a ofrecérsela, dentro de uno o dos años, cuando hubiera «arreglado las cosas».

Enfadado, Shatz le acusó de ser un ingenuo, de que no comprendía que las nuevas generaciones de estudiosos no menos dotados que él ocuparían su lugar y que no tendría una segunda oportunidad. En aquel entonces Yuval tenía seis años y Michael le explicó a Shatz que el niño no podría sobreponerse a la separación de su padre, pues era quien más se había ocupado de él y estaban muy unidos. Aun sabiendo que no era un problema desdeñable, pues él también tenía hijos, Shatz trató de buscar soluciones prácticas, mientras Michael se encerraba en el mutismo, ya que no se atrevía a comentarle a nadie que, vengativamente, Nira se había negado a que el niño pasara siquiera un mes al año con él en el extranjero. Si no iba a ir con él, dijo, si no iba a formar parte de su brillante carrera académica, el niño tampoco iría. Y si Michael se marchaba, ya podía ir despidiéndose de su hijo.

El precio de aceptar la beca e ir a Cambridge era continuar casado o renunciar a su hijo, un precio que Michael no podía pagar. Su matrimonio era un absurdo y Michael sabía que Nira también lo entendía así, pero no podía soportar la idea de que él saliera adelante sin ella. Por lo que al niño se refería, desde la primera noche Michael se había despertado al oír su llanto y se había encargado de esterilizarle los biberones, de cambiarle los pañales, de acunarlo en sus brazos durante horas y horas..., todo ello en unos tiempos en que la liberación de la mujer aún no había cambiado la vida de los hombres, cuando sus compañeros de estudios todavía tenían mujeres que los cuidaban y tomaban precauciones para no tener hijos. Nunca podría renunciar al niño. Youzek, claro está, le ofreció una generosa ayuda económica. ¿Qué no habría dado él por poder llamar «doctor» a su yerno? Ya que era pobre y marroquí, al menos que fuera catedrático, pensaría, y así se lo espetó Michael a Nira cierta vez que lo estaba presionando para que aceptara la ayuda de sus padres.

Ahora Michael pensaba que se había portado como un imbécil. Debería haber aceptado la ayuda de sus suegros y haber hecho la vida más fácil para él y para Nira. No tendría que haberse peleado con ella cada vez que se compraba un vestido con el dinero de sus padres. Pero en aquel entonces tenía principios, pensó amargamente, principios estúpidos que habían interferido en su vida cotidiana. En cualquier caso, salvar su matrimonio era de todo punto imposible; estaba condenado al fracaso desde el día de la boda. Nira no le inspiraba amor ni interés. La visión de su vientre abultado durante su primer año de vida de casados no significaba para él sino el precio que había de pagar por su sentido de la responsabilidad y del deber. Nadie sabía hasta qué punto le resultaba amarga la situación en que se encontraba. Ni siquiera su madre comprendió cuánto sufrió su hijo menor al casarse con la mimada hija única de un acaudalado matrimonio polaco. Sólo llegó a entreverlo después del nacimiento de Yuval, a través de unos signos que había llegado a conocer muy bien: la amabilidad fría, la reserva y los extraños arranques de ira de su hijo, algo que no había presenciado desde que se marchara de casa.

Michael rechazó de plano la idea cuando Nira sugirió que recurrieran a un asesor matrimonial. En aquella época se sentía capacitado para escribir la tesis doctoral mientras realizaba un trabajo de jornada completa en Israel. Rehusó una oferta para trabajar como profesor ayudante porque el sueldo no le habría bastado para pagar el alquiler de dos pisos y la pensión que Nira le exigía despiadadamente. Ingresó en la policía. En primer lugar le hicieron asistir a un curso sobre investigación y después a otro para mandos, y terminó trabajando en la Unidad de Grandes Delitos, resolviendo casos de asesinatos, mientras el tema de su tesis se volvía cada vez más remoto.

Escribir cualquier cosa era imposible con la vida que llevaba, y cuando lo despertaban a media noche para que fuera a examinar un cadáver, el tema de los gremios en la Edad Media se le antojaba aburrido y estéril. Al contemplar de cerca el dolor y el sufrimiento, la miseria y las penalidades ajenas, llegó a entender la expresión «torre de marfil» desde una nueva perspectiva. Sabía que para concentrarse en su tesis y reincorporarse al círculo cerrado de la vida académica tendría que marcharse de la policía. Muchas veces le parecía que su deseo de regresar a la universidad era una frivolidad y que no iba a encontrar su lugar en el mundo en el departamento de Historia; en otras ocasiones, como en aquel momento, se desesperaba pensando que su vida en el cuerpo policial no tenía ningún sentido y, entonces, veía en los gremios, en la Edad Media, en el departamento de Historia y en la biblioteca una auténtica tabla de salvación.

A las seis y media apuró el café, que se había enfriado por completo, logró sobreponerse y se levantó lenta y laboriosamente para ir a casa de Neidorf. No había ni que pensar en pedirle a su hija que acudiera al barrio ruso el día del entierro, y más aún teniendo en cuenta que estaba libre de toda sospecha (su coartada era insuperable), pero la idea de volver a aquella casa elegante de la colonia alemana, con sus paredes blancas decoradas con pinturas abstractas, despertaba en él una profunda aversión.

La puerta se abrió y, con el entusiasmo privativo de quienes se entregan al trabajo en cuerpo y alma, Tzilla le anunció que podrían solicitar el mandamiento judicial al día siguiente. Shorer había tocado todos los resortes posibles, dijo orgullosamente, como si lo hubiera hecho sólo por ella, y ahora, mientras Michael iba a casa de Neidorf, llamaría a todos los invitados con los que todavía no había logrado ponerse en contacto. Manny estaba en la sala de interrogatorios, añadió, con el primero de ellos, Rosenfeld.

—Qué tipo tan bobo, con ese puro suyo —comentó. Michael se preguntó de dónde sacaría Tzilla tanta energía. Él se sentía viejo, cansado, y su mayor deseo era dormir.

Salió del despacho arropándose con el chaquetón; al ver a Eli, que se dirigía a interrogar a otro de los invitados a la fiesta, lo llamó con ademán cansino, le dijo que antes de marcharse le entregara todo el material a Tzilla, y le pidió que convocara una reunión del equipo para la mañana siguiente. Eli le prometió que se ocuparía de todo después del interrogatorio y, entretanto, le aconsejó a Michael que se lo comunicara a Tzilla.

—A fin de cuentas ella es la coordinadora —dijo, y sonrió con sarcasmo—. Es ella la que me tiene que dar las órdenes, ¿no es así?

Michael se reprimió para no preguntarle qué quería decir; estaba harto de los jueguecitos que se traían Eli y Tzilla. Todo le parecía estúpido y sin sentido, terminarían por no descubrir a ningún asesino. Al final resultaría que Neidorf se había suicidado y que habían sido los duendes quienes se habían llevado la pistola por los aires. Después de todo, ¿qué más daba?, se dijo.

Se vio obligado a hacer acopio de energías para mantener a raya a la entusiasta reportera que lo esperaba junto a su coche con la esperanza de lograr una entrevista exclusiva para una revista femenina. Había dado por imposible hablar con él por teléfono, le dijo en tono implorante; llevaba horas esperándolo; sólo unas palabras. Michael se disculpó educadamente y le dijo que tenía prisa. La remitió al portavoz, asegurándole que él le informaría de todos los pormenores del caso.

—Pero no estoy interesada en el caso desde el punto de vista policial. Quería escribir algo sobre usted. El factor humano. Un retrato en profundidad. Usted parece un hombre interesante y estoy segura de que la psicología de un detective de alta graduación fascinaría a nuestras lectoras.

—Lo siento —dijo Michael mientras se montaba en el coche y lanzaba una mirada apreciativa a las largas y bien torneadas piernas de la chica, preguntándose cómo podría llevar esos zapatos tan finos y medias con el frío que hacía y cómo sería una mujer tan entusiasta y enérgica en la cama—. No me permiten conceder entrevistas mientras estoy trabajando en un caso. Si lo desea, puede ponerse en contacto conmigo cuando todo haya terminado —dijo afablemente.

—¿Cuándo calcula usted que terminará? —le preguntó la joven, y pulsó el botón de una grabadora minúscula que llevaba en la mano.

Michael señaló hacia el techo del coche, puso en marcha el motor y, mientras giraba el volante, dijo:

—Pregúnteselo a Él, si es que se habla con Él —y a continuación, para evitar posibles malentendidos, sacó el brazo por la ventanilla y apuntó con la mano hacia el cielo mientras se alejaba en dirección a la colonia alemana.

12

Sí —dijo Nava Neidorf-Zehavi, acunando al bebé sobre su hombro y sujetándole la cabeza con una mano.

Suavemente, Hillel le quitó el niño de los brazos y salió de la habitación. Hasta ese momento todos los intentos de separar a la madre del niño habían fracasado.

Se ha aferrado a él como si en ello le fuera la vida. No creo que consiga sacarle nada coherente hoy —le había dicho Hillel a Michael al abrirle la puerta.

Nava no empezó a prestar atención al hombre que tenía delante hasta que Michael preguntó si Eva Neidorf había visto a alguien en el extranjero aparte de a sus familiares. Aunque lo había recibido cortésmente y había expresado su deseo de ayudar a la policía a «descubrir a quienquiera que lo hubiera hecho», no demostró el menor interés por la información que les proporcionó Michael. Quien más habló fue Nimrod, su hermano, que reaccionó con un estallido de ira al enterarse de que habían allanado la casa. No le había sorprendido encontrar el consultorio de su madre todo revuelto porque suponía que la policía había registrado la vivienda. Y, para él, eso también explicaba la ruptura de la ventana de la cocina.

Una inspección superficial reveló que no había desaparecido cuadro alguno ni ningún otro artículo de valor. Por lo que a las joyas se refería, dijo Hillel, tendrían que comprobar qué había en la caja fuerte del banco.

Michael anotó concienzudamente todas las sugerencias que le hicieron sobre los motivos por los que alguien podría haberse colado en la casa. Después de consagrar una hora a esta labor, por fin les habló de la lista de pacientes y la agenda desaparecidas. No mencionó las notas de la conferencia. Hillel se levantó de un salto, empezó a agitar los brazos muy excitado y dijo casi a voz en grito:

—Nava, ¿has oído eso? ¿Entiendes lo que está diciendo? No es una coincidencia que... —se interrumpió al ver la reacción de espanto de su esposa. Fue a sentarse a su lado y empezó a acariciarle el brazo.

Fue entonces cuando Michael preguntó si la doctora Neidorf había visto a alguien ajeno al círculo familiar.

—Durante todo el tiempo que estuvo con ustedes —recalcó—, cualquier encuentro, por trivial que pueda parecer —y miró a Nava a los ojos mientras ella decía «sí» y se echaba a llorar por primera vez.

Su llanto, en un principio tranquilo, se convirtió poco a poco en una tormenta de sollozos infantiles.

Michael aguardó pacientemente. Nadie dijo nada hasta que Nava comenzó a tranquilizarse; entonces Hillel tomó la palabra:

—Eva volvió vía París; allí hizo una escala de veinticuatro horas. Fui yo quien le compró el billete. Hasta ese momento sólo nos había visto a nosotros. El propósito exclusivo de su viaje era estar con Nava cuando diera a luz. Llegó dos días antes de que naciera el niño, todo fue bastante precipitado; nos ayudó a preparar la habitación del pequeño, y después Nava se puso de parto y Eva no se separó de nosotros mientras estábamos en el hospital —acarició el brazo de su mujer y prosiguió—: El parto duró varias horas. Nava estuvo internada una semana. Durante esa semana Eva y yo estuvimos juntos todo el rato. Visitábamos a Nava e íbamos preparando las cosas, la ropita del niño y todo lo demás. Aquí todo el mundo arrima el hombro y te echa una mano, pero allí es distinto, te las tienes que arreglar tú solo. Por las noches Eva trabajaba en la conferencia que iba a pronunciar el sábado cuando...

Hillel se detuvo y miró aprensivamente a Nava, que había dejado de llorar y tenía los ojos enrojecidos y rebosantes de cólera. De pronto, se le vio un gran parecido con su hermano menor, que estaba sentado en el otro extremo del pálido sofá, el mismo sofá donde Michael se había sentado el sábado por la noche. (¿Será verdad que fue hace sólo dos días?, se preguntó a sí mismo. ) Los dos miraban de frente con expresión ceñuda e iracunda; Nava Neidorf al fin parecía haberlo comprendido.

—Me resulta difícil creer lo que está diciéndonos. ¿Nos está diciendo —tragó saliva e inspiró profundamente— que mi madre ha muerto por culpa de su trabajo?

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