El asesinato del sábado por la mañana (22 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Michael le preguntó entonces si tenía una buena relación con Dina y si la candidata había adoptado el «estilo» de Linder.

Linder guardó silencio largo rato. Cuando al fin respondió, lo hizo con amargura. Sus relaciones con Dina habían cambiado. Hubo un tiempo en que él era su apoyo y su consuelo, la persona a la que Dina confiaba las dificultades que tenía con los pacientes, así como sus problemas profesionales y personales. Pero a lo largo del último año se había ido distanciando de él. Le hablaba menos de sí misma. Mientras la sombra de una sonrisa cruzaba su rostro, Linder dijo que, por lo visto, Dina se había hecho independiente, había madurado, eso era todo, y a él le resultaba difícil aceptarlo.

No es sólo eso, pensó Michael. Hay algo más. Quizá Linder ya no está seguro de tenerla de su parte. Tal vez piensa que se ha pasado al bando de Neidorf, o algo por el estilo.

El nombre de Dina Silver estaba en la lista de invitados a la fiesta, con la palabra «ensalada» escrita a lápiz a su lado, en una letra pequeña que no era la de Linder.

Sí, respondió Linder a la pregunta de Michael, Dina había estado en la fiesta. Y había llevado la ensalada, desde luego. No, no sabía si había entrado en el dormitorio. Aunque, sí, claro que había entrado. Su abrigo: recordaba que la había ayudado a quitárselo y lo había dejado en el dormitorio, pero no recordaba haberlo ido a recoger después. No obstante, Michael estaba sobre una pista falsa. Ya la había visto con sus propios ojos... Las armas de fuego y los disparos no combinaban bien con tanta fragilidad, por no hablar del móvil del asesinato. ¿Qué móvil podría haber tenido Dina?

No, no sabía lo que Dina había hecho el viernes por la noche ni el sábado por la mañana. Probablemente habría desayunado al aire libre en su gran jardín. Se había casado con un pez gordo, todo un magnate; Linder no estaría dispuesto a jurar que Dina no se había casado para que la cuidaran y mimaran durante el resto de sus días. Su marido era archiconservador, un juez. ¿Quizá Michael había oído hablar de él?

Michael había oído hablar de él, e incluso lo conocía personalmente. Un hombrecillo seco y pedante. Y, en efecto, era archiconservador. Uno de los jueces más estrictos que nunca se hubieran visto en su jurisdicción. No podía imaginar a esa mujer joven y guapa compartiendo cama con el hombre al que todos llamaban «el Mazo», porque no soportaba el menor ruido en la sala del tribunal y siempre estaba dando mazazos. Michael calculó que el juez debía de sacarle cuando menos diez años a su mujer. Sin disimular su curiosidad, le preguntó a Linder cuántos años tenía Dina.

—Ah, a usted también le interesa. Sepa que no es el único —Linder sonrió y respondió que había cumplido treinta y siete hacía un mes, y que, como no fuera por el dinero, tampoco él comprendía qué estaba haciendo con aquel «carcamal». Pero Dina no se había psicoanalizado con él ni tampoco le había dado pie para hablar del tema en ninguna ocasión. Se había psicoanalizado con el gran hombre en persona, le informó a Michael sin necesidad de que se lo preguntara. Después consultó su reloj y dijo que tenía que irse a recoger a Daniel a la guardería. Ya eran cerca de las doce.

Se levantó, apagó la estufa, recogió las tazas y acompañó a Michael a la puerta. Se le veía cansado y hundido.

Linder estaba tan preocupado por lo que tenía en la cabeza que ni siquiera advirtió que, al atravesar Rehavia de regreso al barrio ruso, Michael dio un rodeo para pasar junto a la casa de Hildesheimer. La Peugeot estaba en su puesto, con las cortinillas echadas; uno de sus hombres estaba junto al capó abierto y otro sentado junto a la ventanilla que daba a la puerta principal de la casa del anciano.

9

Mientras Joe Linder se bajaba del coche la radio comenzó a emitir un sonido crepitante. El jefe lo estaba buscando, quería verlo en su despacho inmediatamente, estaban esperándolo, dónde demonios se había metido, le preguntó una voz familiar desde el Centro de Control.

—No tardo ni un minuto en llegar —respondió Michael mientras aparcaba el coche junto a la iglesia griega ortodoxa, cuya cúpula le llamó la atención por su tono verde apagado. Se le antojó que el verde dorado de la cúpula estaba desvaneciéndose al mismo ritmo que las esperanzas de las familias árabes que aguardaban acuclilladas junto a la tapia que rodeaba la iglesia y junto al viejo edificio de piedra del tribunal.

Subió las escaleras de dos en dos y se dirigió directamente al despacho del comisario jefe, el mayor del edificio. En la pequeña antesala cogió la mano de la secretaria de tal manera que ella pensó que se la iba a besar. Se inclinó y se la besó, aunque no había tenido intención de hacerlo, y le comentó algo sobre su nuevo y atrevido esmalte de uñas. Una parte de él estaba observando burlonamente la escena, que parecía sacada de una película de James Bond. Pero a pesar de su ironía, siempre se preocupaba de estar en buenos términos con las secretarias. Era la niña de los ojos de todas las mujeres del Control. No le hacía falta hacer promesas ni decir mentiras, le bastaba con ser agradable y escuchar lo que le contaban para recordarlo cuando las viera la próxima vez. Las trataba con una actitud bastante paternalista y, a veces, sin saber por qué, le inspiraban pena. No era una actitud calculada (sus pequeñas atenciones surgían espontáneamente) pero, ciertamente, de ella se derivaban algunas ventajas. En aquel momento Gila, la secretaria del comisario jefe, le entregó un gran sobre marrón.

—Eli Bahar te lo ha dejado aquí.

Michael abrió el sobre y sacó de él el informe del laboratorio de patología y una nota de Eli resumiendo lo que le habían explicado en el Instituto de Investigación Criminal.

—Tendrás que esperar un par de minutos. El jefe está hablando por teléfono. Ven, siéntate si quieres —dijo Gila a la vez que retiraba una abultada carpeta archivadora de la silla que había junto a su mesa.

En el informe, Michael encontró todo lo que esperaba encontrar: una fotografía de la difunta sentada en el sillón, un bosquejo que mostraba su posición exacta, un primer plano de la herida, una descripción del ángulo de tiro. Hojeó rápidamente el informe del forense, que situaba la muerte de la doctora entre las siete y las nueve del sábado por la mañana; habían encontrado restos del desayuno en su estómago. Michael detestaba aquellas estimaciones concernientes a la hora de la muerte basadas en el contenido del estómago. Por otra parte, desconfiaba de su precisión. También habían tenido en cuenta la temperatura de la habitación y la postura del cadáver. El informe estaba plagado de términos médicos, que Michael había aprendido a pasar por alto, y de consideraciones sobre la distancia a la que se había efectuado el disparo.

La información adicional, en una hoja aparte, tenía todo el aspecto de haber sido recogida por Eli al dictado de algún empleado del Instituto de Investigación Criminal. No se habían descubierto huellas dactilares claras en el cuerpo de la víctima, pero había huellas de guantes en su mejilla y en su mano. Todo parecía indicar que la víctima ya estaba muerta cuando la colocaron donde había sido encontrada. Había indicios de que el cuerpo había sido arrastrado desde la puerta al sillón, pero no se había descubierto ningún rastro de sangre. En la habitación se había encontrado un hilo azul cerca del cadáver, un hilo que podría haberse caído de una prenda de vestir. Las palabras «estimado», «probable» y «presumible» salpicaban toda la explicación. Desde luego no había forma de saber si el hilo estaba relacionado con el asesinato. Había que tener en cuenta que en el Instituto sólo se hacía limpieza una vez a la semana, los miércoles. En todos los picaportes se habían encontrado numerosas huellas. Todo lo hallado en las habitaciones podía pertenecer a cualquiera.

En la taza con posos de café encontrada en la cocina había restos del lápiz de labios usado por la víctima.

El arma de fuego utilizada se había identificado, aunque todavía sin plena certeza, como perteneciente al doctor Joe Linder. Un examen superficial indicaba que la bala extraída del cuerpo de la víctima era idéntica a la extraída de la pared del hospital Margoa y a las balas que quedaban en la recámara del arma.

Michael entró en el despacho, donde el comisario del subdistrito de Jerusalén, Ariyeh Levy, estaba sentado tras un gran escritorio, examinando las copias del informe y de las fotografías tomadas en el escenario del crimen. Sin decirle nada a Michael, que tomó asiento frente a él, le fue pasando las fotografías una a una. El superior directo de Michael, Emanuel Shorer, director del departamento de Investigación de Jerusalén, entró y se sentó. Michael le entregó el sobre marrón y Shorer comenzó a inspeccionar su contenido.

El superintendente Emanuel Shorer estaba a punto de ser ascendido y se rumoreaba que su ascenso no tardaría más de dos meses en anunciarse. Michael Ohayon era el candidato evidente para ocupar su puesto: eso también estaba en boca de todos en los pasillos del barrio ruso. Ambos se habían entendido bien y se habían cobrado afecto desde el principio. A pesar de la brusquedad de los modales de Shorer y de que no se mordía la lengua al hablar, Michael lo apreciaba y lo admiraba. Cuando Tzilla se quejó de él en cierta ocasión, Michael le dijo: «Bajo su piel de rinoceronte se esconde una gran delicadeza de espíritu; algún día lo descubrirás. Basta con que tengas paciencia».

A él se le había revelado aquella delicadeza hacía ocho años. Ocurrió durante su primera investigación. Un miembro del equipo encabezado por Shorer había caído en la trampa de dar crédito a una coartada falsa, y la consecuencia fue que la investigación se prolongó mucho más de lo que habría sido necesario. Después de tener una larga charla con él, Shorer concluyó diciendo que había momentos en la vida en los que era preferible confiar en el género humano y no dejarse llevar por unos recelos excesivos. Pero había que distinguir las exigencias profesionales de la propia personalidad y, a veces, actuar en contra de los instintos naturales e «investigar con celo redoblado precisamente aquello que nos inspira mayor confianza». Ni siquiera había recriminado a su subordinado. Con mucha paciencia, había descrito los procedimientos lentos, de una lentitud desesperante en ocasiones, que regían el desarrollo adecuado de una investigación criminal satisfactoria. Michael y Shorer habían vivido juntos situaciones muy duras, y habían pasado juntos días enteros y noches en vela. Nunca les habían faltado intereses comunes sobre los que charlar. Desde el principio, Emanuel Shorer lo había tratado con tolerancia paternal, lo que sacaba de quicio a sus compañeros hasta que llegaron a acostumbrarse. A pesar de la mejora profesional que obtendría gracias al ascenso de su superior, la perspectiva de que dejara de ser su jefe apenaba a Michael.

Por otra parte las relaciones que mantenía con Levy eran tensas. Sin saber cómo ni por qué se había llegado a imponer ese modelo de relación entre ellos, Michael siempre estaba a la defensiva ante Levy y todos sus encuentros acababan dando lugar a enfados y humillaciones. Siempre sentía la misteriosa necesidad de disculparse ante Ariyeh Levy. Y en el futuro tendría que trabajar con él, bajo su dirección, en aquel ambiente tenso y tirante. Una razón más para sentir que Shorer se marchara.

Michael sacó un cigarrillo del paquete que había dejado sobre el escritorio, lo encendió y empezó a hablar, como si estuviera dirigiéndose a sí mismo.

Comenzó por resumir, pausada y tranquilamente, los acontecimientos del sábado por la mañana. Describió la estructura del Instituto, las relaciones formales entre sus miembros y los escasos matices de carácter más sutil que había llegado a comprender. Explicó el significado de los términos «candidato» y «analista instructor» y les habló de las supervisiones y de las reuniones de los sábados. Describió a Hildesheimer y a Linder. Definió el Comité de Formación como «el órgano tanto legislativo como ejecutivo..., el grupo de dirigentes, la verdadera autoridad que rige el Instituto».

Después pasó a hablar de la pistola y de su extraña aparición en el hospital. Levy le interrumpió para preguntarle cuándo sería posible interrogar al paciente, al doctor Baum «o a cualquiera que pueda decirnos algo sobre cómo llegó allí. ¿Y por qué no te presentaste antes en el hospital?».

Michael les refirió su viaje a Tel Aviv, la entrevista con el yerno, la conversación con Hildesheimer y la visita a casa de Neidorf.

—Nuestro problema va a ser el tipo de personas que están implicadas —concluyó a modo de resumen, después de describir la búsqueda de una copia de la conferencia.

—Ya hemos tratado con ese tipo de gente antes —dijo Levy, tamborileando desdeñosamente con los dedos sobre el escritorio. Rememoró el caso del asesinato de la amante de un abogado, que había sido declarado culpable, y otros casos similares resueltos durante los últimos años—. Aunque, pensándolo bien, ahora tendremos que tratar con una panda de sabelotodos de un tipo al que nunca nos hemos enfrentado. Al fin y al cabo, son psicólogos. Tendrás que estar en guardia, Ohayon. Ten cuidado para que no te engañen como a un chino con sus tretas.

—En realidad —dijo Michael— no era a eso a lo que me refería. No se trata de la posición social. Quería decir que forman un grupo muy cerrado, con normas especiales y una estructura de poder particular. Y los pacientes también: Dios sabe lo que ocurre en las sesiones que celebran con los pacientes y los supervisados, todo queda de puertas adentro. Y qué me decís de que la conferencia desapareciera ese mismo día, igual que la lista de todas las personas que estaban en tratamiento con ella. No sé cómo vamos a reconstruir lo que ha sucedido. Pero estoy seguro de una cosa: el asesinato está relacionado con alguien de la esfera profesional de Neidorf. Probablemente, aunque no necesariamente, con alguien del Instituto, pero en cualquier caso con una persona a la que la doctora trataba o supervisaba. Y ahora todo ha desaparecido: la conferencia, la lista de pacientes, las notas que según el anciano la doctora guardaba en el lugar que él me mostró, y el diario. En resumen, todo lo que podría revelarnos algo acerca de sus relaciones profesionales.

Shorer, que hasta entonces no había despegado los labios, dijo:

—Hay algo que no comprendo. ¿Dices que la llave de la casa no estaba en el llavero y que, a pesar de eso, entraron por la fuerza? ¿Cómo te lo explicas?

Michael confesó que todavía no lo sabía, y miró a los ojos a Ariyeh Levy.

—Una llave y un allanamiento de morada —dijo pensativamente Emanuel Shorer—. O tenemos que vérnoslas con dos personas distintas o alguien está tratando de desviarnos de la pista. Quizá haya dos personas implicadas. Y algo más. Si alguien sustrajo la llave en el Instituto, ¿por qué no se llevó el manojo entero? Quizá para evitar que acudiéramos en seguida a la casa. Si no hubieras encontrado las llaves, habrías puesto la casa bajo vigilancia, ¿verdad?

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