El asesinato del sábado por la mañana (21 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—Por eso, supongo que las ocho horas restantes eran de psicoterapia, a la que los analistas conservadores dedican dos sesiones semanales y los más flexibles tan sólo una. ¿A qué grupo cree que pertenecía la doctora Neidorf? Le concedo tres intentos para adivinarlo.

Michael advirtió que el malhumor de Linder se iba intensificando a medida que rellenaban más casillas con nombres. Había fruncido los labios, como un niño enfurruñado, y estaba tamborileando con irritación sobre la lista de nombres que tenía delante. Michael le preguntó, esforzándose en demostrar el mayor tacto posible, cuántas horas a la semana trabajaba él.

—Las mismas que la doctora Neidorf, e incluso puede que más, unas ochenta y ocho horas a la semana. Pero sólo me ha llegado un caso de análisis a través del Instituto. No soy analista instructor —añadió como si previera la siguiente pregunta—, y los candidatos tienen que solicitar un permiso especial al Comité de Formación para psicoanalizarse conmigo.

La expresión de su rostro disuadió a Michael de profundizar más en aquel asunto de momento. Tomó nota mentalmente de que debía averiguar qué había hecho Linder para que se le incluyera en la lista negra del Instituto. Ya estaba en condiciones de hacer algunas conjeturas al respecto. A Linder se le veía tan infantil y vulnerable que apenas si lograba imaginarlo sentado detrás del diván y escuchando en silencio.

Pero no podía creer que todo se limitara a eso. No después de conocer a Hildesheimer. El profesor debía de tener otros motivos más serios.

—En resumen —dijo Linder alzando la voz—, Eva era analista instructora, supervisora de candidatos y todo lo que pueda imaginarse, y estaba tan solicitada que algunos aspirantes rechazaban a posibles pacientes hasta que Eva tuviera tiempo de supervisarlos. Por eso no puedo creer que estuviera analizando a nadie de fuera, y conozco a toda la gente del Instituto que estaba analizándose con ella. Las ocho horas que quedan debía de ocuparlas en psicoterapias de otras personas, pero, personalmente, no sé de nadie que estuviera sometiéndose a terapia con ella.

Michael dobló en dos la hoja cuadrada de papel y, después, como si se lo hubiera pensado mejor, la desdobló, la extendió sobre la mesa y le preguntó a Linder si podía contarle algo sobre las relaciones de Neidorf con las personas de la lista.

—Sí, por supuesto. Todos besaban la tierra que pisaba. Personalmente, me parecía que había algo deleznable en esa actitud. Es libre de pensar que estoy celoso —añadió defendiéndose de un ataque que Michael no tenía intención de lanzar—, pero eso no altera el hecho de que hubiera algo deleznable en esa actitud. La habían puesto en un pedestal aún más alto que el de Ernst, y, créame, el molde con el que se hacía a las personas como Ernst se ha roto.

Michael tardó un momento en comprender que Linder estaba refiriéndose a Hildesheimer. Miró con curiosidad a su interlocutor, que parecía absorto en el mundo de sus pensamientos íntimos.

—Pero, dejando aparte mis celos, pues no niego que los tuviera —prosiguió Linder—, debo decir que Ernst está dotado de una inocencia, de una pureza de corazón y de una compasión que en Eva Neidorf brillaban por su ausencia. Ya me entiende —dijo con la mirada fija en un punto de la pared de enfrente—, no me refiero solamente a que no tuviera sentido del humor, y créame, no lo tenía; tampoco le inspiraba compasión ningún tipo de anomalía, no, en absoluto.

El inspector jefe preguntó cómo podía haber sido una psicoanalista tan buena y una supervisora tan codiciada si no tenía compasión, ¿cómo se lo explicaba el doctor Linder? Tomó la precaución de plantear la pregunta con un tono de curiosidad e interés, como si no pusiera en duda la certeza de las afirmaciones de Linder.

—Ah —dijo Linder—, ya veo que lo comprende. Sí, tiene usted razón, es imposible realizar bien nuestro trabajo sin sentir compasión, sin ser flexible, claro que sí, pero no me estaba refiriendo a los pacientes, ni siquiera a los supervisados; con ellos sí se mostraba compasiva y flexible: eso es lo que dicen ellos y lo que se hacía patente en los ejemplos clínicos que ofrecía en sus conferencias. Pero yo no estaba hablando de eso. Estaba hablando de algo distinto, de algo difícil de definir. Ya se imaginará —volvió a mirar a Michael— que en nuestra profesión hay multitud de maneras de superar las dificultades de relación a las que nos enfrentamos en la vida cotidiana. En la situación analítica se está muy protegido, se sabe que el paciente está totalmente indefenso. El paciente acude a ti en busca de ayuda, y a veces sucede lo mismo con los supervisados. Eva veía a sus pacientes y a sus supervisados con sentido de la propiedad. Dentro del marco profesional aceptaba sus errores, pero fuera de él era despiadada. Fíjese, por ejemplo, en el tema de la conferencia que iba a pronunciar el sábado, es más revelador que nada de lo que yo pueda decirle.

Michael miró a Linder y creyó comprender su problema. Había algo atractivo en aquella franqueza gratuita suya, quizá no sólo a los ojos de las mujeres. Pero Neidorf era insensible a esos encantos, y, por lo visto, Hildesheimer también.

—Aparte de la admiración de la que me ha hablado, ¿podría decirme algo más sobre la relación de la doctora Neidorf con las personas de esta lista? —insistió Michael señalando la hoja de papel que tenía delante.

—No se me ocurre nada. Eva solía guardar las distancias.

—¿Y de sus relaciones con la gente de fuera del Instituto? ¿Con sus amigos..., o amigas? ¿Con los hombres?

Por lo que él sabía, dijo Linder, no le parecía que en la vida de Neidorf hubiera habido ningún hombre después de la muerte de su marido. Era una flor con un cartel que advertía: «Prohibido tocar». A pesar de su belleza, tenía un aire asexuado, aunque tal vez fuera cuestión de gustos. Sobre sus amigas y su vida social no sabía nada. No conocía a nadie de fuera del Instituto que tuviera el menor contacto con ella. Y dentro del Instituto..., Hildesheimer. Y quizá también Nehama Zold, del Comité de Formación. Y años atrás antes de casarse tal vez, Voller, que estaba locamente enamorado de ella.

—En realidad nunca ha conseguido superarlo por completo —dijo, y sonrió.

Michael recordaba a Voller, que era otro de los miembros del Comité de Formación. Pensó que también tendría que hablar con él y con Nehama. Tenía la cabeza cargada y el cuerpo dolorido. La atmósfera estaba cargada de humo. Los dos estaban fumando. La gran ventana del gabinete estaba cerrada y la estufa eléctrica despedía un calor desagradable. Pensó que su malestar físico derivaba de la fatiga acumulada. Tenía ganas de irse a casa, de meterse en la cama. Pero se enderezó en el asiento, sacudió la cabeza como si acabara de salir de la ducha y le pidió a Linder que le hablara de la conferencia.

Había copias impresas, a centenares, probablemente, dijo Linder quitando importancia al asunto. Por qué perderse en especulaciones si el inspector jefe Ohayon podía limitarse a leerla; si, como era de suponer, había algo que no comprendiera, porque al fin y al cabo no podía entenderlo todo (pronunció la palabra «todo» con énfasis), él se lo explicaría con mucho gusto.

—Ernst siempre tiene una copia, para revisarla y comentarla antes de la conferencia. Yo ni siquiera la he visto, si es que pensaba usted preguntármelo. No era una persona de su confianza, como suele decirse.

Michael iba a comentar algo al respecto, pero mientras meditaba cómo expresarlo se oyeron unos pasos y el chirrido de una puerta que se abría y se cerraba. Linder se levantó y, sin pedirle permiso, Michael abrió la puerta de la habitación. Una ráfaga de aire fresco entró desde el pasillo y, a continuación, hizo su aparición la hermosa Dina Silver.

Lo primero que le vino a la cabeza a Michael fue su afeitado. ¿Por qué no se habría afeitado como es debido?

Mientras Linder hacía las presentaciones, Michael advirtió que el semblante de Dina estaba velado por la ansiedad. Se había acostumbrado a ver ansiedad en la cara de la gente que le presentaban mientras estaba de servicio.

—¿Cómo está usted? —dijo Dina, y dirigió a Linder una mirada inquisitiva.

Mientras éste se ocupaba de explicar que el inspector jefe Ohayon había solicitado su colaboración, Michael, sin dejar de advertir que no hacía mención de la pistola, se dedicó a examinar a Dina. El vestido rojo que llevaba, de una tela suave y vaporosa, le pareció demasiado fino para el frío que hacía, pero indudablemente combinaba muy bien con su semblante pálido, sus ojos grises, y su pelo negro, una melenita corta y cuadrada que realzaba la blancura y la fragilidad de su cuello. Tenía los pómulos altos, los labios gruesos, quizá demasiado carnosos, y salvo por los tobillos anchos y bastos, y las manos sin cuidar (Michael se fijó en las uñas mordidas), era una mujer perfecta.

Michael confió en que la admiración que sentía no se trasluciera. Siempre trataba de controlar sus expresiones faciales y se había convertido en un maestro del disimulo. O, al menos, eso decía Tzilla, quien aseguraba que podría hacer una fortuna como jugador profesional de póquer.

Linder le recordó a Michael que Dina se contaba entre los candidatos supervisados por la doctora Neidorf.

—Es la persona de quien le he hablado, cuya presentación iba a votarse el sábado —se interrumpió. Michael lo recordaba. Además, advirtió el cambio de actitud de Linder. La espontaneidad que demostrara durante la última hora había dado paso a la tensión, y la mirada que oscilaba entre él y Dina estaba cargada de dolor. Otra vez volvían a destacar las bolsas que tenía bajo los ojos, inflamadas y oscuras.

Linder le preguntó a Michael si daba por concluida su entrevista con él y Michael repuso «prácticamente», y luego le sugirió a Dina que se uniera a ellos.

—Sólo dispongo de cinco minutos antes de que llegue mi próximo paciente —dijo pausada y suavemente.

Michael insistió.

Dina se sentó en el diván y cruzó las piernas. Michael pensó que unas botas habrían resuelto el problema de sus tobillos. No entendía por qué había escogido los zapatos que llevaba puestos, cuyos tacones altos sólo mejoraban la situación parcialmente.

En respuesta a una pregunta del inspector, Dina dijo que, en efecto, la doctora Neidorf había estado supervisándola durante cuatro años.

—Teníamos una relación excelente. He aprendido muchísimo de ella y la admiraba enormemente —habló despacio, acentuando todas las palabras y todas las sílabas. Las pausas entre las palabras eran más prolongadas de lo habitual. Pero su voz no expresaba ningún sentimiento.

Linder se había sentado y estaba mirando a Dina. Por la expresión de su cara y por el creciente nerviosismo de su actitud Michael dedujo que él también había notado algo raro en la manera de hablar de la doctora, si bien parecía estar registrando un fenómeno que no le resultaba nuevo.

La supervisión, prosiguió Dina después de una breve pausa, estaba a punto de concluir, siempre y cuando, claro está, el Comité de Formación diera el visto bueno a la presentación de su caso.

Michael preguntó si la expresión «siempre y cuando» quería decir que había alguna duda al respecto.

—Siempre hay dudas —respondió Dina; una respuesta que suscitó la ira de Linder. Tanta modestia estaba de más, dijo cortante. No había ninguna duda y nunca las había habido. Todos admiraban su trabajo; él podía asegurarlo ya que había sido su supervisor.

Dina Silver cruzó las manos y dijo que, fuera cual fuese la situación objetiva, todo el mundo sentía ansiedad llegado el momento de solicitar permiso para presentar un caso. Dicho esto, consultó su reloj.

Michael le preguntó si podía quedarse con ellos un rato más.

—Sólo hasta que suene el timbre —repuso de mala gana.

Michael le enseñó los nombres que había apuntado en el cuadro y le preguntó si conocía a alguien más que hubiera recibido psicoterapia de la doctora Neidorf.

La mano le temblaba tanto que la psicóloga hubo de dejar el papel en su regazo. Examinó los nombres atentamente y después alzó la vista hacia Linder y le preguntó, como si Michael no estuviera allí:

—¿Sabías que trabajaba tantas horas?

Linder asintió con la cabeza y dijo que aunque Neidorf siempre estaba quejándose de eso, por otro lado no lograba resistirse a las presiones. Michael le preguntó a qué presiones se refería.

—Cuando eres un psicoanalista famoso siempre están remitiéndote a gente para que la trates. Los amigos y los colegas te presionan para que, al menos, aceptes a tal o cual persona, y a veces es muy difícil negarse.

Dina Silver volvió a examinar la hoja que tenía en las rodillas y al final dijo que ella misma había remitido a una persona a Neidorf para que la tratara, y que sabía que esa persona había estado acudiendo a sesiones de psicoterapia dos veces por semana, pero que no podía revelar su nombre sin el consentimiento de la doctora. El timbre sonó y Dina se levantó de un salto; después de decirle al inspector jefe que se pusiera en contacto con ella más adelante si así lo deseaba, salió cerrando la puerta a sus espaldas.

Una vez más se oyeron sus pasos, el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse, un murmullo de voces y, después, el silencio, un silencio que nadie rompió, porque Linder había cambiado por completo de humor y, con la cabeza gacha, estaba mirando fijamente un punto situado en el centro de la alfombra que había a los pies del diván.

Michael se vio obligado a preguntarle dos veces si se había acordado de algo más.

—No, no, claro que no —exclamó Linder sobresaltado, aunque su rostro reflejaba un abatimiento y una desesperación de los que antes no se había visto el menor rastro. Michael reflexionó sobre el hecho de que dos personas tan distintas como Neidorf y Linder hubieran estado supervisando a Dina Silver. Luego le preguntó a Linder cómo sobrellevaban los candidatos las diferencias de estilo de sus supervisores.

—No se trata de una simple cuestión de estilo, es una cuestión de la filosofía que se tiene de la vida, de las diferencias de personalidad. Aunque la situación plantea ciertas dificultades, también tiene sus ventajas. Pero Dina no ha tenido problemas. Estoy seguro de que a Neidorf le presentaba informes más exactos que las que me traía a mí. Pero no habrá oído hablar de los informes, ¿verdad?

—No —dijo Michael.

—Una vez por semana los candidatos le presentan al supervisor un informe de las cuatro horas dedicadas a analizar a su paciente. Pero no se pueden tomar notas durante la sesión de análisis. ¿Por qué? Porque Ernst piensa que el terapeuta prestaría más atención a sus notas que a su paciente. ¿Cuándo se preparan entonces, se estará preguntando? Después de la sesión. Escribir esas notas al final de la jornada me parece el peor castigo del mundo. Y, como es lógico, siempre he disculpado a quien de tanto en tanto me traía unas notas muy breves o nada en absoluto. Pero con Eva nadie se comportaba así. Dina me contó que al acudir en cierta ocasión sin ningún informe a la sesión de supervisión, la reacción de Eva fue lanzarse a interpretar los motivos que había tenido para actuar así. Yo le comenté que debería estarle agradecida por haber recibido algo a cambio de nada, pero no creo que nunca más se atreviera a presentarse a supervisión sin haber reseñado sus sesiones como es debido.

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