El asesinato del sábado por la mañana (27 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—Este talonario estaba lleno de cheques firmados; se ve que los hemos arrancado... Usted mismo lo puede comprobar. Pagábamos todo puntualmente.

Así que ya me habla de usted en vez de llamarme inspector jefe, pensó Michael; eso significa que ya no está asustado. Recordaba el momento en que su suegro había dejado de dirigirse en esos mismos términos a la gente para emplear un tono más familiar.

Eli Bahar sugirió la conveniencia de llevarse también los archivos atrasados.

—Nos llevaremos todo —corroboró Michael secamente—. En nuestras manos estará más seguro.

Zeligman hijo abrió la boca, se lo pensó mejor, y la volvió a cerrar. Y Zeligman padre le hizo un gesto de asentimiento a Zmira y le dijo:

—Dale un sobre al caballero para esos papeles.

Mientras introducía los papeles en el sobre, Michael lanzó su andanada de despedida:

—Señor Zeligman, quiero que medite mi pregunta antes de contestar y que me conteste con absoluta franqueza: nosotros no somos de Hacienda —Zeligman empezó a manosearse la corbata otra vez y su hijo abrió la boca para protestar, pero el inspector jefe Ohayon levantó la mano para indicar que no había terminado de hablar—: Mi pregunta se refiere a las facturas. ¿Se registraba todo? ¿Está seguro de que les pasaba factura a todos sus pacientes?

Zeligman reaccionó como si estuviera a punto de sufrir un infarto. El tono defensivo desapareció de su voz: el honor de una dama estaba en entredicho y el caballero polaco se puso a la altura de las circunstancias. Con las mejillas encendidas, dijo:

No sé con qué tipo de gente estará usted acostumbrado a tratar, caballero. Pero ahora estamos hablando de la doctora Eva Neidorf, a quien evidentemente usted no tuvo el honor de conocer. No me importa contarle, sin que esto salga de aquí, que yo mismo le aconsejé en más de una ocasión que trabajara menos horas, ya que era tan escrupulosa en sus declaraciones de la renta que trabajar tanto no le compensaba económicamente. Siempre decía que lo pensaría, pero no pasarle factura a un cliente era algo que jamás se le habría ocurrido. «Señor Zeligman», me decía, me tenía mucho respeto, «señor Zeligman, en un trabajo como el mío hay que ser honrado; no puede uno portarse como un tendero y no entregarles una factura a los clientes». Le puedo asegurar, con la mano en el corazón, que siempre extendía la factura correspondiente y guardaba la copia y que lo declaraba todo. Y créame, tengo otros clientes y sé de qué estoy hablando.

Michael no dio muestras de que aquel discurso lo hubiera convencido y mientras bajaban en el viejo y chirriante ascensor resumió su actitud hacia Zeligman en dos palabras: Cretino pedante». Zmira miraba alternativamente a Michael y a Eli con ojos asustados y saltones. Habían pasado un buen rato convenciéndola de que no había hecho nada de lo que se la pudiera acusar.

—Es pura rutina, es nuestra manera de trabajar —volvió a explicarle Eli de camino hacia el barrio ruso. En primer lugar la llevó al despacho donde se hacían los retratos robot y después le tomó una declaración jurada sobre los sucesos de la mañana. Mientras iban de un lado a otro, Eli le preguntó a Zmira qué voz y qué acento tenía el hombre del uniforme. La secretaria dijo que le había parecido un asquenazí; ciertamente, no tenía acento sefardí. Eli informaría a Michael una hora después de que la chica le había dicho que podría identificar la voz, y quizá también al hombre en cuestión, si lo volviese a ver.

Algunas cosas iban evolucionando bien y Michael trató de consolarse pensando en eso. Por ejemplo, en cuanto entró en su despacho, a las once y media, oyó a Tzilla diciéndole animadamente a alguien por teléfono: «Aquí está, acaba de llegar». Estaba sentada detrás del escritorio garrapateando algo con un lápiz. Michael cogió el auricular. Habían encontrado a Alí Abú Mustafá, le anunció Gidoni.

—Tienes que reconocer que nos hemos dado prisa. ¿Ves como mantener buenas relaciones con el
mujtar
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tiene sus ventajas?

Michael le dijo que se pasaría por allí sobre las cuatro. Cuando Gidoni se quejó de que el café se iba a enfriar, hizo un esfuerzo por responderle en son de guasa, confiando en que no se notara mucho la impaciencia que sentía.

A las doce menos diez consiguió marcar el teléfono de la clínica de Dina Silver. No hubo respuesta. Volvió a intentarlo unos minutos después y una voz suave y agitada respondió a la llamada:

—Dígame. Sí, soy yo —le dijo cuando preguntó si era Dina Silver. No, hoy no tenía tiempo para hablar con él; iba a ir al entierro a la una y después tenía que trabajar hasta tarde.

—¿Y qué tiene de malo que nos veamos tarde? —preguntó Michael, mirando a Tzilla, que parecía estar en tensión.

—Esta noche... —dijo Dina Silver, titubeante—. ¿Quiere decir en casa o algo así?

No, no quería decir en casa, sino allí, en el barrio ruso, después del entierro.

—Pero es que recibo pacientes desde las tres —dijo Dina Silver, nerviosa, haciendo hincapié en cada palabra. Michael estaba imaginándose la expresión preocupada de su bonito rostro—. ¿Trabajan después de las nueve?

Michael sonrió para sí y respondió que, «si hacía falta», trabajaban veinticuatro horas al día.

Se produjo un silencio y, a continuación, en un tono más mimado, Dina le sugirió:

Podría llamarle para facilitarle el nombre y el número de teléfono de la chica que envié a Eva Neidorf para que la tratara. ¿No podríamos dejar la cita para más adelante?

Podrían dejarla para más adelante, dijo Michael, si ella no estaba dispuesta a ir a verlo cuando terminara de atender a sus pacientes. No quiso pedirle que cancelara las citas. No había un arma de fuego por medio, como en el caso de Linder, y además Michael no sabía si a las nueve ya habría terminado de hablar con la familia de la mujer asesinada. Al fin le propuso que fuera a verlo a su despacho a la mañana siguiente.

—¿A qué hora? —le preguntó otra vez en tono angustiado.

—A las nueve —le dijo Michael después de calcular cuánto duraría la reunión matinal—. Pero, por favor, si no es una molestia excesiva, resérveme toda la mañana.

Michael sabía que sería una molestia y le extrañó que Dina Silver no se quejara y escuchara en silencio las instrucciones sobre cómo llegar a su despacho, transmitidas a velocidad de dictado antes de colgar.

—He estado buscándote y te habías marchado —dijo Tzilla—, todos habíais desaparecido. ¿Qué ha pasado?

Michael le explicó sucintamente los sucesos de la mañana, aparentando que no lo afectaban.

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? —dijo Tzilla con ansiedad—. ¿Cómo vamos a localizarlos a todos? No me parece muy adecuado sacar un comunicado en el periódico diciendo que todas las personas que hayan estado en tratamiento con la doctora Neidorf se presenten en la comisaría más próxima.

—Ése no es el único problema. Por lo visto hay alguien decidido a evitar a toda costa que lo descubramos. Lo que ha hecho esta mañana era muy arriesgado —dijo Michael pensativo—. Pero la vida no es tan sencilla y no es tan fácil ocultar una información de ese tipo. Demos gracias a Dios porque existan los bancos: imagínate qué demonios habríamos hecho si todo se basara todavía en el trueque y en los pagos en especie.

En ese momento entró Eli para recordarles que tendrían que salir en seguida hacia el entierro, pero al oír la última frase pronunciada por Michael una chispa de comprensión e interés animó su mirada.

—Vamos a ver —estaba diciendo Michael lentamente—. Había ocho horas en las que no sabíamos qué hacía, ocho horas a la semana. Seis ya han quedado explicadas. Dedicaba cuatro horas a la semana a psicoanalizar a la doctora del Margoa, Hedva Tamari, que ha solicitado que la admitan en el Instituto recientemente y está a la espera de una respuesta; y otras dos las dedicaba a otra paciente, cuyos datos me facilitará mañana la mujer con la que acabo de hablar por teléfono, Dina Silver. Esto nos deja con dos horas sin explicar. Una vez que hayamos hablado con todas las personas de nuestra lista y hayamos averiguado qué días y a qué horas tenían cita con Neidorf, podremos encajarlas en su horario. Y después de examinar las cuentas bancarias, confío en que también sepamos el nombre del paciente misterioso. Lo que ha ocurrido esta mañana nos lleva a suponer que es un hombre.

Eli abrió el sobre marrón y dijo:

—O quizá no es una sola persona, ¿quién sabe?, después de todos estos robos y desapariciones.

—Entonces ¿qué hacemos aquí sentados? Tenemos que conseguir un mandamiento judicial, ¿verdad? No podemos entrar en el banco y, así por las buenas, decir que queremos ver sus cuentas bancarias —dijo Tzilla muy excitada.

Michael echó un vistazo a su reloj.

—Es cerca de la una. Lo primero es asistir al entierro. Después iré a Belén, y Eli vendrá conmigo, así que ya puedes empezar a moverte, Tzilla. A la vuelta estoy citado con la familia... Dios sabe cuánto tiempo pasaré con ellos... Habrá que dejar lo demás para mañana. Al fin y al cabo, todo tiene un límite. Eli, cuando vuelvas de Belén puedes ayudar a Tzilla. Empezad a interrogar a la gente que estuvo en la fiesta. Y tú, Tzilla, trata de averiguar el número de cuentas bancarias que debemos consultar, todas las cuentas en las que Neidorf ingresara cheques. Al cabo de unos días devuelven los cheques a las cámaras de seguridad de los bancos donde han sido cargados —Michael concluyó reprimiendo la ira—: Al final daremos con él, aunque nos cueste la vida —y volviéndose hacia Eli añadió—: Hazme un favor, lleva el recibo del archivo de Zeligman a Investigación Criminal. A lo mejor consiguen descubrir algo a través de la firma. Quiero que salgamos todos juntos hacia el entierro. Tzilla, habla con los fotógrafos y con los dos hombres de refuerzo y asegúrate de que lleguen por separado; de momento nadie los conoce. Supongo que Shorer enviará a Raffi y a Manny Ezra, pero de todas formas compruébalo.

Al quedarse solo en el despacho, Michael volvió a mirar la lista, que estaba bajo la lámpara de mesa con las cinco copias que había hecho Tzilla. Con su letra grande, había ordenado los nombres alfabéticamente. El primero de la lista era el doctor Giora Biham, que no figuraba en la lista de pacientes de Neidorf ni en la de sus supervisados. Por lo visto trabajaba en el hospital Kfar Shaul, y Tzilla había hecho una marca al lado de su nombre; era de suponer que se habría puesto en contacto con él y lo habría citado para interrogarlo. A Michael se le ocurrió que no tendría sentido que ninguna de las personas del Instituto tratara de ocultar sus contactos profesionales con Neidorf. El hombre de uniforme que se había llevado el archivo debía de ser alguien de fuera, alguien que estaba suficientemente al tanto de las cosas como para ir en primer lugar a la oficina de los contables. Así se lo explicó a Eli cuando entró en el despacho para decirle que había dejado el recibo en Investigación Criminal para que lo examinara el experto en caligrafía.

—¿Dónde demonios se habrá metido Tzilla? —dijo Eli después de soltar un taco—. Tenemos que ponernos en marcha.

Tzilla regresó y les comunicó que los demás ya habían salido; contaban con un par de fotógrafos y también con Manny Ezra.

—Gracias a Dios, al menos habrá allí una persona agradable.

Eli no se dio por aludido, aunque seguramente la pulla iba dirigida contra él, y los tres salieron del despacho. Al pasar por delante del despacho de Shorer, Michael se asomó por la puerta. Shorer, que seguía sentado detrás de un montón de papeles acumulados en su escritorio, levantó la cabeza y le preguntó qué novedades había y Michael se las resumió en un par de frases. Shorer suspiró y dijo que eso iba a complicar aún más las cosas; los trámites bancarios eran interminables, y no sabía cómo iban a ocultarle la situación a Levy, que, como Michael sabía muy bien, estaría encantado. Michael dijo que sí, que ya lo sabía, y que no tenía intención de ocultarle nada a nadie.

—¿Te apetece asistir a un entierro? —preguntó.

Shorer sacudió la cabeza enérgicamente y dijo:

—Ir a los cementerios trae mala suerte. Sólo voy en caso de absoluta necesidad. Cuando se te ocurra alguna propuesta más sugestiva, házmelo saber.

Michael se encogió de hombros y volvió la mirada hacia el largo y sinuoso pasillo. Estaba parado en el umbral, entre el quicio y la hoja de la puerta entreabierta. Tzilla y Eli lo esperaban pacientemente junto a las escaleras.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Has perdido la confianza en ti mismo? ¿Es que necesitas una niñera o qué? —Shorer le habló con dureza. En un instante la situación había cambiado por completo—. ¿Un par de golpes y te vienes abajo? ¿Qué demonios te pasa? Salgo en tu defensa, hablo bien de ti al mundo entero, la gente cree que puedes andar sobre las aguas... ¿Y crees que voy a permitir que me hagas pasar por mentiroso? No quiero ni un fallo más, ¿entendido? Si una sola cosa más sale mal, te voy a amargar tanto la vida que desearás no haber nacido. Y borra esa expresión patética de tu cara si no quieres que te la borre yo. ¡Haz el favor de dominarte!

Michael cerró la puerta y echó a andar hacia Tzilla y Eli. Sé que me lo he buscado, pero aun así se está portando como un cerdo, pensó mientras arrancaba el coche y ponía rumbo a Sanhedria. Siempre que iba al tanatorio de Sanhedria se preguntaba cuánto tardaría en dejar atrás todos los semáforos de la calle Bar Ilan. Y cuánto tiempo tendría que estar dentro del coche contemplando las levitas negras, los tirabuzones y los sombreros de ala ancha de los ultraortodoxos, y a las omnipresentes mujeres embarazadas, que tardaban una eternidad en cruzar la calle. Pasarían siglos antes de que pudiera girar a la izquierda en dirección al abarrotado tanatorio.

Tzilla iba sentada a su lado y Eli en el asiento trasero. El cielo estaba encapotado de negros nubarrones que todavía no habían empezado a descargar. No cruzaron ni una palabra durante todo el camino. Al llegar, Michael aparcó, le dio las llaves a Tzilla y desapareció entre la multitud de dolientes.

Como instrumentos de un trío bien compenetrado, Tzilla
y
Eli se separaron y el Renault con matrícula de la policía quedó aparcado entre los coches de los miembros del Instituto.

11

Protegiendo la llama con la mano, Michael Ohayon encendió un cigarrillo. Sabía que no debía fumar allí, pero no logró contenerse. Se quedó fuera de la capilla, en el rellano de la amplia escalinata. Tzilla pasó al interior y él se apartó hasta el extremo del escalón superior para observar a la gente que iba entrando a raudales. A pesar de que había visto muchos cadáveres, ese tipo de sitios lo acongojaban. Y ver cómo enterraban a alguien le resultaba aún más penoso. En esos momentos siempre pensaba con envidia en los espléndidos sarcófagos funerarios de los romanos y en otras posibles formas de despedirse de los muertos. Cualquier cosa antes que aquellas parihuelas, que aquellos cadáveres envueltos en sábanas enroscadas.

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