El ascensor del Smith Arms no estaba en la planta, baja. No lo esperó y subió por las escaleras.
La puerta de su apartamento estaba entreabierta. La empujó y entró. Un corpulento policía de uniforme estaba sentado en el sillón Morris; se puso en pie de un salto.
—¿Es usted William Tracy?
—Sí —respondió Tracy—. ¿Qué es eso de que a Frank Hrdlicka lo...?
—Espere un momento. Tendré que avisarle al inspector que ha llegado. No se marche. —Pasó junto a Tracy, salió al pasillo y gritó—: ¡Eh, sargento!
En alguna parte se abrió y se cerró una puerta, y se oyeron unas fuertes pisadas.
Entraron dos hombres, el más grande se detuvo para darle una orden al policía que había estado esperando en el apartamento.
El otro era pequeño y aseado. Tenía un rostro rosado y querúbico adornado por un bigote gris muy corto. Era difícil calcularle la edad; andaría entre los cuarenta y los setenta. Sus ojos eran penetrantes y vivos, y sus movimientos eran veloces como los de la urraca.
—¿Tracy? —le preguntó—. Soy el inspector Bates. Este es el sargento Corey. Vayamos al grano. Cuando Corey le comentó por teléfono que habían matado a Hrdlicka, lo primero que usted dijo fue: «¿El hogar de la caldera?» ¿Por qué?
Tracy lanzó un suspiro, apartó unos papeles del escritorio y se sentó sobre él.
—Inspector, será mejor que se siente a escuchar.
—Puedo escuchar de pie —repuso Bates con una sonrisa.
—De acuerdo —dijo Tracy—. Escribo guiones de radio. Escribí un guión de radio en el que asesinaban a un conserje. En el guión, lo apuñalaban por la espalda y metían el cuerpo en una caldera apagada. Por algún motivo no me sorprenderé más de lo que me sorprendí al enterarme, si me dijera que Frank fue apuñalado por la espalda, tal como manda el guión. ¿Fue así?
El sargento Corey había cerrado la puerta, y ahora se acercó más para escuchar. Al observar la cara de Corey, Tracy obtuvo la respuesta a su pregunta. La cara del sargento adquirió un tono rosado y, después, carmesí, e iba a alcanzar el otro extremo del espectro cuando la voz de Bates repuso tranquilamente:
—Sí, lo apuñalaron por la espalda. ¿Y por qué motivo no se sorprende de que el asesinato ocurriera según su guión?
Tracy inspiró profundamente y repuso:
—Porque hay otro guión, de la misma serie, que fue puesto en práctica del mismo modo. Y el hombre que mataron también era amigo mío, o al menos conocido. Era Arthur Dineen, mi jefe. Ocurrió ayer por la mañana. Alguien...
—iDiooos! —La inflexión que el sargento Corey le dio a su exclamación, rayaba en la reverencia—. ¿Se refiere al asesinato de Papá Noel?
—Sí —respondió Tracy—. Ocurrió casi exactamente como dicta el guión. Con leves diferencias. En el mío no aparecía un perro.
El sargento se quitó el sombrero, se secó la frente con un pañuelo y volvió a ponerse el sombrero, pero ladeado.
—Vamos a ver, ¿intenta decimos que usted ideó estos asesinatos por anticipado? ¿Es usted un clari..., un adivino, o qué?
—No intento decirle nada —repuso Tracy—. Sólo trato de contestar a su pregunta. Usted quería saber por qué adiviné lo del hogar de la caldera. Ahora ya lo sabe.
—Pero..., diablos, no tiene sentido.
Tracy sonrió amargamente y exclamó:
—¡A mí me lo dice! Anoche salí a emborracharme para olvidarlo. Hasta entonces, todo este asunto de Papá Noel podía haber sido una coincidencia de lo más descabellada. Pero cuando alguien pone en escena tu segundo guión al día siguiente de haber representado el primero... —Sacudió la cabeza.
—¿Dónde estaba usted cuando mataron a Hrdlicka?—le preguntó el inspector Bates.
—¿Cuándo lo mataron?
—A últimas horas de la noche de ayer o a primeras horas de esta madrugada. Lo sabremos con más precisión cuando recibamos los informes del médico forense.
—Salí de copas y estuve hasta las dos de la madrugada —dijo Tracy—. Y estuve en el edificio desde esa hora hasta casi mediodía. De modo que no tengo coartada, a menos que haya ocurrido antes de las dos. Puedo decirle con quién estuve antes de esa hora y supongo que hacerle un itinerario.
—Más tarde se lo pediremos —dijo Bates mientras asentía—. Para el expediente del caso. No creo que el examen médico establezca que la muerte se produjo antes de las dos..., probablemente haya sido un poco más tarde. Ah, otra cosa más para el expediente, ¿tiene usted una coartada para el asunto de Dineen?
—No es muy buena. Estaba en casa, durmiendo.
Se advertía un súbito aire de triunfo en el rostro ancho del sargento Corey, al asomarse por encima del hombro de Bates.
—¿Cómo sabe usted a la hora que Dineen...? —Y de pronto fue perdiendo el entusiasmo al recordar lo obvio: la historia con todos sus detalles había aparecido en los diarios.
Bates giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro, se volvió otra vez y le hizo un guiño a Tracy. O al menos a Tracy le pareció que era un guiño, no podía estar seguro.
—Usted gana, Tracy —dijo Bates—. Para esta entrevista tendré que sentarme. Será mejor que empiece por el principio.
Tracy se tomó su tiempo para encender un cigarrillo y darle una larga calada.
—Sé que suena increíble, pero ahí va. Soy guionista de radio. Tengo un contrato con la «
KRBY
» para escribir el programa de
Los millones de Millie.
Es una radio-novela en capítulos.
—¡Jo! —exclamó el sargento Corey—. Mi mujer sigue el programa y se pasa el día hablando de él. Yo mismo he escuchado algunos episodios. En estos momentos, a mi mujer la tiene preocupadísima el tal Reggie Mereton, el hermano de Millie, que tiene que hacer cuadrar las cuentas en el Banco donde trabaja. Quizá pueda usted contestarme, así se lo cuento a ella: ¿Logra Millie reunir el dinero para reponer el que falta, o es que su queridísimo Dale Elkins...?
—Por favor, Corey —dijo el inspector, con tono más bien helado—. Estamos investigando un asesinato y no una estafa en un programa de Radio.
—Pues bien, hace varios meses se me ocurrió la idea de hacer una serie de guiones sobre asesinatos, pero dándoles un enfoque humorístico, para un programa titulado
El asesinato como diversión.
Se trataba de crímenes de ficción, con pistas y todo. No es una idea original, claro, a excepción del tratamiento que le doy.
»Hasta la noche antepasada había logrado preparar tres historias, y tenía notas para una o dos más. Después..., para ser exacto, eran las siete de la tarde, se me ocurrió la idea del guión de Papá Noel; no sé, tuve la corazonada de que sería un disfraz perfecto con el que cualquiera podía pasearse sin ser reconocido en ese momento, ni identificado posteriormente. Tengo el guión aquí, si quiere verlo.
Bates carraspeó y le preguntó:
—¿Era la víctima de su guión un ejecutivo de Radio?
—Humm..., no. Bueno, era un ejecutivo, pero creo que no especifiqué de qué tipo. No tenía en mente a un ejecutivo de Radio. La especialidad no guardaba relación alguna con el guión, de modo que no le busqué ninguna.
—¿La víctima del guión no se llamaba Dineen?
—¿Eh? Santo cielo, no, inspector. Dineen era la persona a la que le habría enseñado los guiones para montar el programa de Radio. Habría sido el último nombre que se me habría ocurrido utilizar.
»En fin, que terminé de escribir el borrador del guión a las ocho y media, y salí. Lo dejé sobre mi escritorio, y en la «Underwood» todavía quedaba una página.
»Eché el cerrojo a la puerta al marcharme. No creo que... —Miró al inspector—. No creo que importe mucho adónde fui, ¿verdad? En su mayoría fueron tabernas; me encontré con Pete Meyer y estuve hablando con él un rato, y...
—¿Quién es Pete Meyer?
—Un actor de la Radio. Hace el papel de Dale Elkins, el amor inconstante de Millie, en
Los millones de Millie.
—A mí me parece un empalagoso —comentó el sargento Corey.
Bates le lanzó una fría mirada al fortachón del sargento, y le preguntó:
—¿Lo ha conocido personalmente, Corey?
—¿Eh? No, quiero decir que en la obra, Dale Elkins es un empalagoso. Habla como un mariquita. No me gusta..., perdone, inspector.
Bates se concentró nuevamente en Tracy.
—De momento, puede omitir los detalles de dónde estuvo la noche del lunes. Más tarde tomaremos nota para incluirlo en el expediente.
—De acuerdo —asintió Tracy—. Bien, llegué a casa a la una y media. La puerta seguía cerrada. Me fui a la cama y dormí hasta casi mediodía, después salí. Compré un periódico y no lo leí hasta regresar a casa, a eso de las cuatro y media. En ese momento me enteré de que habían asesinado a Dineen y me quedé pasmado.
»Dineen me caía bien, pero no fue por eso que quedé atónito, claro. Nuestra relación era meramente de trabajo. Fue la forma en que lo mataron..., el hecho de que el asesino utilizara el método que acababa de inventarme, o que creía haberme inventado, la noche anterior, ¿me explico?
—¿Pensó que era una coincidencia?
—No lo sé. Me preocupó. Resultaba difícil de creer, pero al mismo tiempo resultaba mucho más difícil de creer que no lo fuera, no sé si me explico. Al fin y al cabo, no le había comentado a nadie lo de mi guión. Tampoco se lo había enseñado a nadie.
—¿Está seguro?
—Tan seguro como que estoy sentado ahora aquí.
—¿Puede jurar que, desde el momento en que escnbió el guión hasta después de cometido el asesinato, no se lo enseñó a nadie ni habló de él con nadie?
—Estoy absolutamente seguro —repuso Tracy. Al fin y al cabo, a Millie Wheeler no le había enseñado guión, y tampoco le había hablado de él hasta después de cometido el asesinato. Esquivó este aspecto peligroso, agregando a toda prisa—: De todos modos, aunque se tratara de una coincidencia, era algo increíble, por eso salí a tomarme unas cuantas copas.
—¿Solo?
—No, con Millie Wheeler, que vive al otro lado del pasillo. Por cierto, ¿no ha llegado todavía?
—No. ¿Habló con ella sobre lo del disfraz de Papá Noel y el asesinato de Dineen?
—La verdad es que anoche no hablamos de otra cosa. Pero eso fue después del asesinato. Por cierto, sigue siendo la única persona con la que he discutido el tema, de momento.
—¿Le comentó lo del guión del conserje en el hogar de la caldera?
Tracy sacudió la cabeza.
—No, no se lo comenté ni a ella ni a nadie más. Pero en este caso existe una pequeña diferencia. Quiero decir, ese guión lleva guardado en el cajón de mi escritorio desde..., no sé, pero lleva allí por lo menos un mes y medio. En todo ese tiempo, en mi casa han entrado decenas de personas que pudieron haberlo visto. Y que a su vez pudieron haber hablado de ello con decenas de personas más.
—Volvamos a la hora en que se enteró de que su guión de Papá Noel había sido..., esto..., llevado a la práctica. ¿Por qué no llamó entonces a la Policía para aportar estos datos?
—Sea usted razonable, inspector. Me habrían tomado por loco. O bien habrían pensado que trataba de hacerles una broma pesada o de conseguir publicidad gratuita. No podría haber probado que escribí el guión antes del asesinato, menos aún, después de haberlo leído en los periódicos.
—Humm, quizá tenga razón. Está bien, ha cubierto usted sus movimientos hasta la hora en que llegó anoche a su casa. Y dice que no se marchó de aquí hasta el mediodía de hoy. ¿Dónde ha estado desde entonces?
—En el estudio. Recibí una llamada. Había una emergencia porque uno de los actores de
Los millones de Millie
se puso enfermo, y había que rehacer un guión antes de que el programa saliera al aire. Al terminar el programa, me marché del estudio y decidí telefonear a la señorita Wheeler..., y el sargento Corey se puso al teléfono. ¿Cómo hicieron para entrar en su piso, sargento, si ella no estaba en casa?
Bates contestó por el sargento.
—Es la rutina. Visitamos a todos los inquilinos para preguntarles cuándo habían visto por última vez a Frank Hrdlicka. Cogimos las llaves maestras del cuarto que Hrdlicka tenía en el sótano; echamos un rápido vistazo en los apartamentos en los que no había nadie..., para aseguramos de que todo estaba en orden. No se trataba de un registro.
—Ah —dijo Tracy, sintiéndose un tanto aliviado. Se produjeron unos segundos de silencio, al cabo de los cuales el sargento Corey exclamó: «¡Cosa de locos!», y los otros dos se quedaron mirándolo.
—Un traje de Papá Noel, y un conserje apuñalado por la espalda y metido en el hogar de una caldera —dijo— Para mí es cosa de locos. —Se quitó el sombrero y lo estudió como si jamás lo hubiera visto en su vida, después volvió a ponérselo en la cabeza.
—Tracy, me parce que al sargento no le falta razón —dijo Bates—. Es cosa de locos. Por cierto, ¿conoce a alguien que hubiera tenido motivos (adecuados o no) para matar a su jefe?
Tracy sacudió la cabeza despacio y repuso:
—No. Claro que si uno estira ese «adecuados o no» lo suficiente, hay que reconocer que en el estudio se producen celos y enfrentamientos. Como en cualquier estudio. Pero nada que pudiera conducir a un asesinato.
Abrió un cajón del escritorio y sacó unos manuscritos mecanografiados en papel de copia amarillo. Se los entregó a Bates.
—Éstas son las obras —le dijo—. Son todos borradores; sólo dos tienen continuidad, los demás son sinopsis o notas. No los he presentado; tenía planeado acabar una docena antes de enseñarlos en el estudio.
—¿Le importa si me los llevo para estudiarlos?
—Adelante. Son las únicas copias que tengo, procure no perderlas, pero de momento no me hacen falta. De modo que no se sienta obligado a trabajar en ellas de inmediato. Tal y como estoy ahora, dan ganas de pedirle que las eche a la papelera cuando acabe de leérselas.
—Podría cambiar de idea —le sugirió Bates—. Las cuidaré bien. Humm..., la primera que veo aquí es sobre un joyero. ¿Conoce a algún joyero, Tracy?
—Gracias a Dios, no.
—Y aquí hay una sobre un policía. ¿Conoce a algún policía?
—Conocí a muchos cuando trabajaba en el
Blade.
Pero no tenía ningún amigo íntimo; no he vuelto a verlos desde entonces.
—¿No hace copias con carbón de lo que escribe? Creí que todos los escritores las hacían.
—De la versión definitiva que voy a entregar, sí. Pero no tiene sentido hacer copias de los borradores. ¿Por qué...?
Llamaron a la puerta y la abrieron. El policía de uniforme que había estado esperando a Tracy en el apartamento de éste, asomó la cabeza y anunció: