—Acaba de llegar la mujer que vive al otro lado del pasillo. Me ha pedido que le avisara, inspector.
Tracy llegó antes a la puerta, y la abrió de par en par. Millie se disponía a abrir con la llave.
—Hola, MiIlie, pasa —le dijo—, y déjate arrestar.
Tal vez podría advertirle, pensó Tracy, que no le había contado a la Policía que ella estaba al tanto de lo del guión de Papá Noel, la noche anterior.
Cuando ella entró, le dijo:
—Millie, éste es el inspector Bates y éste el sargento Corey. Han asesinado a Frank Hrdlicka, y le están tomando declaración a todos los vecinos. Les...
—¿Frank quién? —De pronto, Millie se puso pálida—. Tracy, ¿te refieres al conserje? Se llama Frank, ¿verdad?
Tracy asintió.
—Tracy, ¿lo..., lo pusieron en el...?
—Sí, señorita Wheeler —respondió el inspector Bates—. En el hogar de una caldera. ¿Leyó usted el el guión?
—No exactamente. Tracy me lo comentó anoche.
Tracy vio su oportunidad, e intervino rápidamente.
—No ha leido ninguno de mis guiones, inspector. Y no pudo haberse enterado de nada hasta ayer por la noche...
—Por favor, deje que la señorita Wheeler conteste por sí sola.
Tracy asintió y volvió a sentarse en el escritorio; ya le había pasado a Millie la información de que ella no había leído el guión de Papá Noel; la muchacha no iba a dejarlo mal parado.
—¿Cuándo vio por última vez a Frank Hrdlicka, señorita Wheeler?
Millie se sentó en el sillón y contestó:
—Hace casi una semana..., espere, no, fue hace tres días, el domingo. Se me había estropeado la cocina y subió a arreglármela.
—¿Está segura de que fue el domingo?
—Segurísima, porque recuerdo que me dio mucho apuro tener que molestarlo en domingo, pero la cuestión era que necesitaba la cocina para esa noche. Y..., sí, fue la última vez que lo vi, estoy totalmente segura.
Dirigiéndose a Tracy, Bates le dijo:
—Señor Tracy, es una pregunta que no le hemos hecho. ¿Cuándo lo vio o habló con él por última vez?
—También el domingo. Estuvo aquí durante un par de horas, temprano, por la tarde.
—¿Trabajando?
—En una botella de whisky. Jugamos a las cartas.
—Ah. Entonces lo conocía bastante bien.
—Sí. Había estado aquí vanas veces. De vez en cuando jugábamos al «cribbage», y algunas veces al ajedrez. Sabía que jugaba al «shaffskopf», o cabeza de oveja, de modo que cuando Dick Kreburn vino el domingo y me habló de ese juego de naipes, telefoneé a Frank para que subiera a jugar un rato, y así lo hizo.
—¿A tres manos?
—Sí, se juega a tres manos.
—¿Está seguro de que fue la última vez que lo vio?
—Estoy seguro que es la última vez que hablé con él. No podría jurar que no me lo cruzara en el pasillo desde entonces. Si lo hice, no me acuerdo.
—¿Sabía que no tenía la ciudadanía? —inquirió Bates.
—Por supuesto —repuso Tracy—. Estaba tramitando papeles, pero todavía no tenía los definitivos. Me contó que había nacido y se había educado en Polonia. Y tenía una formación bastante buena. Hablaba inglés bastante bien, y día a día iba aprendiendo cada vez más, porque leía mucho. Siempre me pedía que le corrigiese si cometía un error, o incluso si decía algo de una forma no del todo idiomática.
—¿Conoció a alguno de sus parientes o amigos?
Tracy negó con la cabeza.
—Me comentó que en la ciudad tenía un hermano menor que él, pero nunca lo conocí.
—Vaya, teniendo tan buena educación, ¿se conformaba con ser conserje?
—Pues no, la verdad; pero no le quedaba más remedio. Iba a...
Sonó el teléfono y Tracy fue a contestar.
—¿Señor Tracy? —le preguntaron—. Habla el doctor Berger. Llamo desde la habitación del señor Kreburn. Me pidió que le telefoneara.
—Ah, sí, doctor. ¿Cómo está, y cuándo cree que podrá volver al programa?
—Tiene la garganta bastante inflamada, pero, si se cuida y sigue mis instrucciones, la semana que viene ya se encontrará recuperado.
—Las seguirá aunque tenga que sentarme al pie de su cama y darle charla —le dijo Tracy—. ¿No es laringitis?
—No, sólo un fuerte resfriado que le ha afectado la garganta. Ya le he recetado unos medicamentos; pero lo principal es que descanse, que no hable y que duerma mucho.
—Gracias, doctor. ¿Cuándo volverá a verlo?
—Mañana, más o menos a esta misma hora.
Tracy echó un vistazo al reloj y dijo:
—Intentaré estar allí. ¿Hay algo que pueda hacer ahora o antes de mañana?
—Nada. Puede arreglarse solo, y con la ayuda del servicio de botones, tendrá todo lo que desee sin necesidad de bajar a comprarlo.
Tracy volvió a darle las gracias y colgó. Se volvió hacia el inspector Bates y le preguntó:
—¿Dónde habíamos quedado?
—Tendré que hacerle unas cuantas preguntas a la señorita Wheeler —replicó Bates—. ¿Aquí, señorita Wheeler, o prefiere que vayamos a su apartamento?
Millie echó un vistazo a Tracy y después se volvió hacia Bates.
—Aquí está bien. Adelante.
—¿Cuáles fueron sus..., esto..., movimientos de las últimas veinticuatro horas?
Millie tenía las manos posadas sobre el regazo y retorcía un pañuelo.
—¿Las últimas veinticuatro horas? O sea, que sería desde madia tarde de ayer. Estuve en el estudio. Trabajé hasta las cuatro y despúés...
—¿El mismo estudio en el que trabaja el señor Tracy?
—No, no trabajo en la Radio. En un estudio fotográfico, inspector. Soy modelo.
Captó la mirada ligeramente asombrada del sargento Corey y, lanzándole una sonrisa impúdica, le dijo:
—Mi cara no, sargento. Sé que no soy una extraordinaria belleza. Me utilizan para fotos de anuncios de medias, ropa interior y zapatos. Sobre todo de medias. Dicen que tengo unas piernas perfectas.
—Diablos —dijo Corey—. Lo siento, señorita, es que...
—¿Acaso no me cree? —inquirió Millie con tono ofendido—. Vamos, sargento, si quiere se las enseño encantada, para que vea que no miento...
—Esto..., yo... —repuso Corey.
Millie ya se había levantado y se dirigía al revistero que había junto al sillón; sacó un ejemplar de una revista y le dijo:
—Aquí lo tiene, justo en la contraportada. Un anuncio de medias «Starlight».
Corey pescó a Tracy sonriendo.
—Entonces, trabajó usted hasta las cuatro. ¿Y después? —le preguntó Corey a Millie.
—Volví a casa en autobús. Llamé a la puerta de Tracy antes de entrar en mi casa, y lo encontré un manojo de nervios porque acababa de leer que habían asesinado a su jefe. Me enseñó el artículo del diario y después me contó lo del guión de Papá Noel para la Radio. La coincidencia, si es que fue una coincidencia, lo tenía muy preocupado; quería salir y tomarse un par de copas. Fui con él. Nos tomamos unas cuantas copas, y después cenamos y después volvimos a tomamos unas copas más. Tal vez Tracy estuviera lo bastante sobrio como para saber a qué hora llegamos casa, porque yo no.
Corey miró a Tracy y comentó:
—Dijo usted que alrededor de las dos, ¿no?
—Yo también estaba bastante trompa —admitió Tracy—. Pero nuestra última parada la hicimos en «Thompson’s», en la esquina de esta manzana. Creo recordar que nos marchamos de allí a las dos menos diez.
—Y esta tarde, cuando desperté —dijo Millie con gazmoñería—, Tracy no estaba. Salí a hacer una compras y acabo de regresar.
—¿Eh? ¿Quiere decir que él no..., esto..., que no...? —dijo Corey.
—No quería sacar el tema, sargento —arguyó Tracy—. Pero lo que pasó es bien simple. Y completamente puro. Millie se quedó dormida en el ascensor. Logré llevarla a su piso y meterla en la cama. Yo llegué hasta la puerta exterior y me caí sobre un enorme sillón. Me senté un momento a descansar, y cuando abrí los ojos era casi mediodía.
Millie le hizo unas muecas y, dirigiéndose al sargento, dijo:
—Es un patán, de lo contrario no me pondría en un compromiso admitiendo que se quedó a pasar la noche en mi apartamento y durmió en un sillón. Qué insulto. Pero es lo que ocurrió. Me desperté temprano, a eso de las seis, y encontré a Tracy roncando en la sala...
—Yo no ronco, maldita sea.
—¿Tú cómo lo sabes? —inquirió Millie, y volvió a dirigirse a Corey—: En fin, que lo tapé con una manta, me desvestí y me metí en la cama. El muy papanatas me había dejado toda la ropa puesta, excepto los zapatos. ¡Tendría usted que ver lo arrugado que quedó mi mejor vestido!
El inspector Bates le echó una fría mirada a Tracy.
—Usted nos había dicho...
—Nada más que la verdad —lo interrumpió Tracy—. Le dije que regresé al edificio alrededor de las dos de la madrugada y que no me marché hasta que salí para dirigirme al estudio. No le dije que hubiera ido a mi propio apartamento.
—Intentó ocultar la verdad.
Tracy se encogió de hombros y replicó:
—Técnicamente, sí, pero ¿qué importancia podía tener? La cuestión era si tenía o no coartada para ayer noche, ¿o no? Desde ese punto de vista, ¿qué importancia tiene si pasé la noche solo, en mi propia casa, o solo, en el salón de Millie? De cualquier modo, no es una coartada.
Bates se volvió hacia Millie, y le informó:
—Es todo cuanto necesitábamos preguntarle, señorita Wheeler. Pero, si no le importa, nos gustaría que firmara una declaración. ¿Podría pasar por mi despacho mañana por la mañana, a eso de las diez o las diez y media? Tendré una estilográfica preparada, y quedará usted libre antes de mediodía.
—Muy bien, inspector. —Millie se puso en pie.
Tracy la acompañó hasta la puerta.
—¿Cuándo te veré? —le preguntó.
—Esta noche estoy ocupada, Tracy. Tal vez mañana. Aunque será mejor que no concretemos nada. Adios.—Le tocó ligeramente el brazo al salir.
Tracy cerró la puerta tras ella, y dijo:
—Inspector, esa parte sobre mi coartada de anoche..., no será necesario dársela a los periódicos ¿verdad? Me refiero al sitio donde estuve a partir de las dos.
—Por supuesto que no. Aunque es posible que tenga que ofrecerles el resto de la historia. Me refiero a sus guiones.
Tracy dio un respingo y repuso:
—Imagino que no tengo nada que decir. Pero ¿no sería más conveniente mantener oculto ese aspecto?
—No lo creo. El asesino, suponiendo que siguiera las indicaciones de sus guiones, lo hizo deliberadamente, y sin duda, a estas alturas, sabe que nosotros lo sabemos. No tiene sentido que se lo ocultemos. Por el contrario, si lo revelamos, podría surgir alguien que nos indicara una conexión entre Dineen y Hrdlicka. A menos que el asesino fuera simplemente un loco homicida sin motivo para cometer los crímenes, tiene que existir una conexión.
—Tal vez su móvil es
El asesinato como diversión
—sugirió Corey—. Si me preguntaran, diría que es una idea cojonuda.
—No se lo hemos preguntado —dijo Tracy—. Inspector, imagino que querrá que yo también le firme una declaración. ¿Podríamos hacerlo ahora? Mañana tengo que estar toda la mañana en el estudio, rehaciendo otro guión de
Los millones de Millie.
—¿Por qué no? —Bates asintió—. Voy a volver a la Comisaría. Acompáñeme, si quiere acabar con esto.
Eran las siete cuando Tracy salió del Departamento de Homicidios, y tenía tanta hambre que hubiera sido capaz de comerse una chuleta con plato y todo. Adquirió entonces conciencia, de forma muy aguda, de que no había tomado nada en todo el día, aparte del café y la aspirina con que había desayunado.
Millie le había dicho que estaría ocupada, pero le telefoneó de todas maneras por si había cambiado de planes. Nadie atendió el teléfono, y se sintió vagamente fastidiado. No le quedaba más remedio que comer él solo.
Se compró dos periódicos vespertinos, las últimas ediciones, y durante su solitaria cena, que distó mucho de ser frugal, leyó las notas sobre el asesinato del Smith Arms.
Era evidente que a los periodistas no les habían proporcionado demasiada información, y que no habían logrado hacer nada del otro mundo con la que les habían dado. En el
Times
la nota salía en la página siete. Y en el
Blade,
a regañadientes le habían dedicado unas cuantas líneas al final de la primera plana. La muerte de un conserje no era nada que provocara emociones fuertes; lo único que le daba un poco de color, como nota periodística, era el hecho de que el cuerpo había sido hallado en una caldera.
No se había relacionado este crimen con el espectacular asesinato de Dineen, ocurrido el día anterior, y no se mencionaba el nombre de William Tracy. Respiró más tranquilo y confió en que le durara la suerte. Por la nota del
Blade
no se enteró de nada nuevo.
La historia publicada en el
Times,
aunque no había merecido la primera plana, era más completa. Tracy logró reunir unos cuantos hechos nuevos.
El cadáver había sido descubierto —a la una y cuarto, tal como ya le había dicho Bates— por una tal señora Murdock, que vivía con su esposo en el apartamento quince. Tracy no la conocía por el nombre, aunque probablemente sí la conociera de vista.
Según la nota del
Times,
había bajado al sótano, después de almorzar, para deshacerse de facturas y cartas viejas. Su intención era meterlas en el hogar de la caldera para quemarlas, en lugar de tirarlas a la basura. El Smith Arms carecía de un sistema incinerador. Al abrir la puerta del hogar, había descubierto el cadáver.
La muerte había sido producida por una sola herida de puñal en la espalda —probablemente un cuchillo corriente, de carnicero, de punta aguda, y filo por un solo lado—. El asesino había sido diestro —o afortunado— al asestarle la puñalada. El cuchillo se había hundido en el ventrículo izquierdo del corazón, y la muerte había sido instantánea.
La víctima sólo llevaba una camisa de dormir y zapatillas. La cama estaba deshecha.
Eran más de las ocho cuando Tracy salió del restaurante. Vagó sin rumbo durante una o dos manzanas y después se sentó en un puesto de lustrabotas para que le limpiasen los zapatos.
En el asiento de al lado había una revista. Distraído, la cogió, y en la contraportada descubrió un anuncio de medias que le resultó conocido; se preguntó entonces si Millie no habría regresado a su casa.
—Maldición —dijo, y dejó la revista.