—Tracy, ¿no tenías por ahí un apunte de esa idea, antes de anoche? No sé, ¿unas líneas en alguna agenda, o algo así?
Tracy sacudió la cabeza con decisión.
—No. Se me ocurrió por primera vez ayer, cuando me senté delante de la máquina de escribir. Por cierto, me había sentado a trabajar un poco en una idea para
Los millones de Millie
, pero me surgió esta otra y me olvidé por completo de Millie. No, chica, a menos que, de veras fuera una coincidencia, en cuyo caso...
Sacó un sobre y un trozo de lápiz del bolsillo. Escribió una «A» en el dorso del sobre, y dijo:
—A. O tú o yo matamos a Dineen, o bien, uno de nosotros es cómplice del asesinato.
—Estás metiendo demasiadas cosas en el mismo apartado, Tracy. Eso tendría que ocupar el A, el B, el C y el D, ¿no te parece?
—Sí, si quieres ponerte muy técnica. Pero no creo en ninguna de esas posibilidades, por eso quiero deshacerme de todas ellas metiéndolas en el mismo apartado. Tenemos ahora la letra E, o mejor dicho, las letras E y F, uno de nosotros habló anoche de esa idea con alguien, y ese alguien la puso en práctica. Yo no fui.
—Y yo tampoco, Tracy. De eso estoy completamente segura. De manera que ahora viene la posibilidad de que alguien entrara en tu apartamento. ¿Hay alguien más que tenga la llave, aparte de ti?
—No. Salvo, claro está, la llave maestra.
—Que la tiene el conserje. Frank se llama, ¿no? ¿Tendría algún motivo para subir a tu casa?
—Frank Hrdlicka. No, no habría entrado en mi casa. Al menos no sin un motivo, y no habrá habido ninguno. No le había pedido que me arreglara ningún grifo ni nada por el estilo. Además, ¿qué motivos podía haber tenido para matar a Dineen? Aparte de eso, es un tipo estupendo. Me cae muy bien. No es un asesino.
—No sabría decírtelo —comentó Millie—. Sólo lo conozco de vista. Pero, si tiene una llave maestra, sí pudo haber entrado en tu casa. O bien..., bueno, puedes preguntarle si no ha perdido la llave maestra.
—Mañana por la mañana es lo primero que haré. Pasemos a la letra siguiente. No sé cuál viene, ya me he perdido... En fin, alguien entró en mi casa de algún modo. No creo que haya sido por la puerta, porque la cerradura es realmente buena; un ladrón pudo haberla roto para entrar, pero estoy seguro de que no pudo haber abierto la puerta sin romperla.
—¿Por la puerta trasera?
—Está cerrada por dentro con pasador. Nunca la utilizo, y siempre tiene el pasador echado. Las únicas ventanas de mi casa dan a la calle. Es técnicamente imposible que alguien entrase por la ventana..., podría haber bajado por una cuerda desde el apartamento de arriba, pero es algo demasiado fantástico. Sobre todo porque habría estado a la vista de todo el mundo, en una calle tan transitada. De todos modos, revisaré los alféizares y los seguros de las ventanas.
—Tracy, todos los apartados me suenan, o fantásticos o imposibles. Sobre todo, porque no te robaron nada, exceptuando un paquete de cigarrillos y una idea. Y nadie pudo haber sabido que había allí una idea que robar. Tracy, el café nos ha sevido de ayuda durante un rato, pero ya no surte más efecto. De pronto me ha entrado un mareo..., tengo que irme a casa.
Se puso en pie, y Tracy tuvo que volver a sujetarla para impedir que cayera al suelo.
Salieron; el Smith Arms se encontraba sólo a media manzana de allí. Lograron llegar a la puerta y, después, al ascensor. Aguantando todo el peso de Millie, Tracy pulsó el botón. Cuando el ascensor se detuvo, él había logrado ponerla de pie. La cabeza de Millie se posó de un modo laso sobre el hombro de él.
Tracy gruñó y la cogió en brazos.
Notaba que sus propias piernas parecían de goma, y le resultó muy difícil avanzar por el pasillo. La momentánea sobriedad que el café le había aportado se estaba disipando, y él se sentía algo más que borracho y, para colmo, le había entrado un sueño de mil demonios.
Los cincuenta kilos de Millie parecían, por lo menos, cien. La cabeza comenzó a darle vueltas por el esfuerzo.
La muchacha no se despertó cuando él tuvo que apoyarla contra la puerta para sacarle la llave del bolso. Tampoco se despertó cuando volvió a levantarla en brazos.
El apartamento de Millie tenía dos habitaciones, igual que el suyo. Tuvo que virar dos veces para llegar al cuarto exterior. A punto estuvo de caerse encima de ella cuando la depositó en la cama.
Entonces, la súbita ausencia de peso y responsabildades lo hicieron tambalearse un momento, y tuvo que apoyar una mano en la pared. Las copas que se había echado al coleto tan de prisa en el bar de Baldy le estaban haciendo efecto en ese momento, con toda su potencia, pero logró aguantar lo suficiente como para quitarle los zapatos a Millie (afortunadament eran de salón, sin lazos ni hebillas), y llegar hasta la puerta que separaba ambas habitaciones, apoyándose contra ella.
El suelo de la habitación exterior subía y bajaba como la cubierta de un bergantín en pleno temporal. Por lo que Tracy podía recordar, aquélla era la peor borrachera de su vida. Estaba muchísimo más trompa que la noche anterior.
A pesar de todo se le ocurrió pensar... «Incluso ahora tengo la mente en su sitio, sé todo lo que hice y dije esta noche; sé que le conté a Baldy lo de
El asesinato como diversión
, pero que no le hablé de ningún guión en particular; sé que anoche no le conté a nadie lo del guión de Papá Noel; y Millie otro tanto...; tenía la mente en su sitio, y habló con sensatez hasta el momento en que se quedó dormida. »
Pero tanta reflexión no le sirvió para llegar a su propia cama. Cerró los ojos, volvió a abrirlos, inspiró profundamente.
Tracy se apartó con esfuerzo de la jamba de la puerta, y trató de cruzar el suelo precariamente inclinado de la habitación, antes de que cambiara de posición y volviera a torcerse hacia el lado contrario. Pero una otomana se interpuso en su camino, y Tracy se precipitó sobre el brazo de un sillón excesivamente relleno que había delante de él.
Era un sillón enorme, comodísimo. Se estiró y se retorció hasta quedar bien sentado. Era un puerto en pleno temporal. Tendría que quedarse sentado hasta superar el equilibrio para poder orientarse. Un mometo, nada más; no podía arriesgarse a permanecer allí demasiado tiempo. Y aunque fuera por un momento, tendría que hacer el esfuerzo de mantener ojos abiertos. Dentro de nada se levantaría, caminaría veinte pasos y podría dejarse caer sobre su propia cama. Pero tenía que descansar ese momento para poder salir.
Estaba borracho, se dijo, aunque no lo estaba tanto como para no poder sentarse unos instantes sin quedarse dormido.
Pero lo estaba, y se quedó dormido.
Cuando despertó había luz, muchísima luz.
Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde se encontraba, porque las paredes, el techo, y la forma general del cuarto, eran idénticos al cuarto exterior de su propio apartamento. Pero al mirar hacia un rincón de la habitación, donde tendría que haber estado su escritorio, sólo vio un taburete y sobre él una mantilla española. Entonces recordó.
Se movió un poco y advirtió que no le habían quitado los zapatos, que tenía el cuello desabrochado, y lo cubría una manta.
En la boca tenía un sabor como de cloaca embozada. Se sentó, luego se puso de pie, muy despacio. Por experiencia, conocía a los enanitos con almádenas que habitaban dentro de su cabeza, y que esperaban a que hiciese un movimiento brusco. Y sabía que la única manera de burlarlos era evitar los movimientos bruscos.
Volvió la cabeza despacio. La puerta del cuarto anterior, el dormitorio, estaba cerrada. Después de traspasarla la noche anterior, él no la había cerrado. De modo que Millie debía de estar allí, porque, de haberse marchado, hubiese dejado la puerta abierta para que, al despertarse él, pudiese darse cuenta de que ella se había ido.
Probablemente se había despertado temprano, lo había visto allí, lo había puesto más cómodo y se había vuelto a la cama. Recordó que le había comentado que tenía el día libre.
Se inclinó hacia abajo despacio y con cuidado cogió los zapatos.
Lo que le hacía falta era ducharse, afeitarse, mudarse de ropa, y quizás así lograra volver a sentirse y a parecer humano. Y, si para entonces Millie estaba despierta, podía disculparse e invitarla a desayunar fuera, a menos que ella prefiriera preparar el desayuno para los dos. En comparación con la suya, la cocina de Millie contenía los distintos elementos que debería contener una cocina bien nacida.
Se dirigió a la puerta del pasillo, la entreabrió y escuchó un momento para asegurarse de que fuera no hubiese nadie. No había nadie, pero se oía sonar un teléfono que podía ser el de su apartamento.
Fue a su apartamento y descubrió que era su teléfono. Descolgó y, con voz ronca, dijo «diga», pero no obtuvo respuesta.
Cuando volvió a sonar, él se encontraba en la ducha, pero en esa ocasión llegó a tiempo.
—¿Tracy? Habla Wilkins, del estudio. Llevo toda la mañana, desde las nueve, tratando de comunicarme con usted. Menos mal que lo he encontrado.
—Lo siento —se disculpó Tracy—. Es que salí esta mañana temprano, señor Wilkins. Para averiguar unas cosas en la biblioteca. ¿Hay algún problema?
—Sí. Su amigo Kreburn está con laringitis. Se ha quedado completamente afónico. No tenemos un sustituto, y por aquí no hay nadie que pueda imitarle la voz lo bastante bien como para hacer su papel. Sale en el guión de hoy y tenemos que anular su intervención.
Tracy reflexionó velozmente y repuso:
—No podemos quitarlo, señor Wilkins. El programa de hoy, toda la condenada secuencia de esta semana, está construida en base a su personaje. Vamos, que Reggie Mereton, o sea Krebum, ha hurtado dinero del Banco donde trabaja, y, como pronto llevarán a cabo una auditoría, se lo confiesa a su hermana MilIie, y ella está tratando de reunir ese dinero para...
—Eso ya lo sé, señor Tracy. Lo hemos estado estudiando. Pero ¿qué podemos hacer? Si cometemos la torpeza de poner a un actor cuya voz no se parezca a la de Reggie, nuestro patrocinador se pondrá tan furioso que rescindirá el contrato.
»¿No podemos cambiar la secuencia de los hechos? Hemos tratado de encontrarle una solución y lo hemos estado llamando cada cinco minutos.
—¿Dónde está Dick?
—Aquí, en la radio. Sugiere que en lugar de quitar su parte del guión, introduzcamos, de alguna manera, el hecho de que tiene laringitis. Pero el médico del estudio no le permite hablar..., al menos no en el programa.
—Pero ¿se le entiende a pesar de la afonía?
—Sí, si le ponemos un micrófono con más potencia Pero no se oiría más que un susurro ronco.
—¡Maldición! —exclamó Tracy—. Si de veras tuviese laringitis, me refiero a la serie, no iría a trabajar al Banco. Si un cajero tuviera laringitis, no lo dejarían trabajar aunque quisiera. Y eso por sí solo lo cambiaría todo. ¡Dios mío!
—¿Oué vamos a hacer? Además, el médico tiene razón al decir que no debería actuar en absoluto en el programa. Tiene la garganta que parece un trozo de filete crudo, y si hoy lee su parte, mañana la tendría peor. De modo que...
—Pero, si no encuentra una ocasión para cambiar las cifras en el Banco... —Tracy lanzó un quejido— Escúcheme, cogeré ahora mismo un taxi y voy para allá. Ya se me ocurrirá algo por el camino. Eso espero. Ah, y consígame una estenógrafa, yo escribo a máquina con dos dedos, pero puedo dictar más de prisa.
—Está bien, Tracy. Pero dese prisa.
Tracy se vistió y se puso en camino al cabo de diez minutos, y en otros diez un taxi lo llevó hasta el estudio. Pero la cabeza le latía con tanta fuerza a causa de las prisas, que hizo una pausa para tomarse una aspirina y una taza de café hirviendo en un
drugstore
que había en la esquina del estudio; después, cogió el ascensor y subió.
Ya desde fuera se oía el pandemonio producido pon la discusión. Inspiró profundamente antes de abrir la puerta.
Los actores de
Los millones de Millie
estaban todos allí. Hablaban todos a la vez, o intentaban hacerlo. Todos menos Dick Kreburn, que estaba solo, sentado en un rincón, con una cara apropiada para el fin del mundo.
Tracy echó un vistazo al reloj de pared. Faltaban cuarenta minutos para que salieran al aire.
Oyeron cerrarse la puerta y se volvieron.
Helen Armstrong (en antena, Millie Mereton) se acercó a él la primera. Lo aferró del brazo.
—Escúchame, Tracy. Les he dicho que la
única
solución consiste en utilizar una secuencia retrospectiva en la que aparezcamos Reggie y yo de niños. Nos serviría para explicar los sentimientos que nos unen y por qué quiero evitar que lo pesquen, aunque sea un estafador y un cobarde. Puedo poner voz de adolescente durante la secuencia, y cualquier chico del estudio puede interpretar el papel de Reggie niño, porque sería antes de que hiciera el cambio de voz, o sea que se supone que habría sonado distinta, y...
Peter Meyer (quien, en el papel de Dale Elkins, era el héroe del momento y el galán principal, aspirante a la tan pretendida mano de Millie Mereton) aferró a Tracy por el otro brazo y le dijo:
—Escúchame, Tracy, ¿no podemos posponer la secuencia del Banco, al menos por hoy, e incluir algunas escenas de amor? Millie está preocupada porque intenta reunir dinero para su hermano, de modo que se muestra un poco distante conmigo, y yo sé por qué; por lo tanto, eso provoca una riña de enamorados, y entonces yo...
Wilkins, el director del programa, un hombrecito regordete, con cara de luna, se había abierto paso entre el gentío que había delante de Tracy. Los quevedos se le habían caído de la nariz, y pendían al final de una cinta negra que llevaba atada a la solapa. Parecía un conejo afligido.
—Tracy —dijo con voz aflautada—, tenemos que continuar con la historia del Banco, no sé cómo, pero es preciso hacerlo. Eso es lo más importante, porque es lo que les interesa a los oyentes, y...
Jerry Evers, que hacía muchas sustituciones y en esos momentos interpretaba el papel de cajero jefe del Banco, empujó a Peter Meyer y se colocó a la izquierda de Tracy.
—Escúchame, Tracy, puedo hacer el papel de prestamista en la secuencia de hoy, y Millie me viene a ver para pedirme dinero, yo me pongo escrupuloso y trato de averiguar para qué lo necesita, y me niego a otorgarle el préstamo a menos que me explique sus motivos, cosa que no puede hacer; entonces...