Casi todos los cañones de 8 libras se encuentran ya en sus cureñas. Tiran de las sogas y empujan los soldados, sudorosos y sucios. Los corpulentos zapadores trabajan a conciencia, silenciosos como suelen. Los artilleros les dejan lo más duro del trabajo y procuran hacer lo justo. Por su parte, los de infantería remolonean cuanto pueden. Labiche abofetea a uno de ellos, con sistemática crueldad. Luego le patea el culo.
—¡Te voy a arrancar el hígado, sinvergüenza!
Desfosseux llama aparte al suboficial. No les pegue delante de mí, le dice en voz baja para no desautorizarlo ante los hombres. Labiche se encoge de hombros, escupe al suelo, vuelve a lo suyo, y cinco minutos después reparte dos nuevas bofetadas.
—¡Os voy a matar!... ¡Vagos perezosos! ¡Cabrones!
La ausencia de brisa espesa el calor. Desfosseux se enjuga el sudor de la frente. Después coge su casaca y se aleja del muelle, encaminándose a una tinaja de agua puesta a la sombra en la esquina de la calle de la Cruz Verde, junto a la garita del centinela. Casi todas las casas de Puerto Real han sido abandonadas por sus moradores españoles, de grado o a la fuerza. El pueblo es un inmenso campamento militar. Las grandes rejas de hierro de las casas, que llegan hasta el suelo en las fachadas de la calle, muestran interiores de habitaciones despojadas, cristales rotos, puertas y muebles hechos astillas, jergones y mantas por el suelo. Hay montones de cenizas de hogueras de vivac por todas partes. Los patios convertidos en establos apestan a cagajones de caballerías, y zumban molestos enjambres de moscas.
Bebe el capitán un cazo de agua, y sentándose a la sombra saca de un bolsillo una carta de su mujer —la primera en seis meses— que recibió ayer por la mañana, antes de dejar la batería de la Cabezuela. Es la quinta vez que la lee, y tampoco ahora suscita en él sentimientos significativos.
Querido esposo,
empieza.
Elevo a Dios mis oraciones para que te conserve la salud y la vida.
La carta fue escrita hace cuatro meses, y contiene una relación minuciosa y monótona de noticias familiares, nacimientos, bodas y entierros, pequeños incidentes domésticos, ecos de una ciudad y unas vidas lejanas que Simón Desfosseux repasa con indiferencia. Ni siquiera atrae su interés un par de líneas sobre el rumor de que 20.000 rusos se han acercado a las fronteras de Polonia y que el emperador prepara una guerra contra el zar: Polonia, Rusia, Francia, Metz, quedan demasiado lejos. En otro tiempo ese desapego lo inquietaba, y mucho. Aparejaba, incluso, su dosis de remordimiento. Le ocurría sobre todo al principio, mientras bajaba con el ejército hacia el sur por un paisaje desconocido e incierto, alejándose del mundo en apariencia equilibrado que iba quedando atrás. Pero ya no es así. Instalado hace mucho en la certeza rutinaria y geométrica del espacio limitado que ahora habita, esa indiferencia hacia cuanto ocurre más allá de las 3.000 toesas de alcance resulta extremadamente útil. Casi cómoda. Lo exonera de melancolías y nostalgias.
Desfosseux dobla la carta y la devuelve al bolsillo. Después observa un momento los trabajos en la media luna del muelle y mira en dirección al Trocadero. Sigue preocupándolo no escuchar a Fanfán y sus hermanos. Por un momento se abisma en cálculos, trayectorias y parábolas, dejándose llevar como quien se adentra en vapores de opio. La torre Tavira, recuerda complacido, al fin casi dentro del radio fijo. Magnífica noticia. El centro de Cádiz al alcance de la mano. La última paloma mensajera que cruzó la bahía trajo un minúsculo plano de esa parte de la ciudad, con los puntos exactos de los impactos: dos en la calle de Recaño, uno en la del Vestuario. El teniente Bertoldi daba brincos de alegría. Como le ocurre a menudo, Desfosseux piensa en el agente que envía toda esa información: el individuo cuyo trabajo arriesgado ayuda a marcar con puntos triunfales el plano de la ciudad. Lo supone español de origen, o francés naturalizado hace tiempo. Desconoce su aspecto, su nombre y a qué se dedica. Ignora si es militar o civil, entusiasta abnegado o simple mercenario, traidor a su patria o héroe de una causa noble. Ni siquiera le paga él: de todo eso se ocupa el estado mayor. Su único vínculo directo son las palomas mensajeras y los viajes secretos que un contrabandista español, a quien llaman el Mulato, hace entre las dos orillas. Pero ese Mulato no cuenta más que lo imprescindible. Debe de tratarse, en cualquier caso, de un agente con razones poderosas. Muy valiente y templado, en vista de lo que hace. Vivir a la sombra del patíbulo destrozaría los nervios a cualquier ser común. Desfosseux sabe que él mismo sería incapaz de permanecer de ese modo, aislado en territorio hostil, sin poder confiar en nadie, temiendo a cada instante los pasos de soldados o policías en la escalera, expuesto siempre a la sospecha, la delación, la tortura y la muerte ignominiosa reservada a los espías.
Los cañones ya están instalados en sus cureñas y apuntan a la bahía por encima del parapeto. El capitán se incorpora, abandona la protección de la sombra y regresa al muelle para supervisar los ajustes finales. De camino escucha un estampido que viene de poniente. Se trata de un puum-ba poderoso, que conoce muy bien. Su oído adiestrado no lo engaña sobre la distancia: ha sonado a dos millas y media. Se detiene a mirar en esa dirección, más allá de la orilla cercana del Trocadero, y medio minuto después escucha otro estampido semejante, seguido por un tercero. De pie en la explanada del muelle, haciendo visera con una mano sobre los ojos, Desfosseux sonríe, complacido. Los disparos de los Villantroys-Ruty de 10 pulgadas son inconfundibles: perfectos, compactos, limpios en el estallido de su carga, rotundos en el eco subsiguiente. Puum-ba. Allá va otro, el cuarto. Buen chico, Maurizio Bertoldi. Sabe cumplir con su deber.
Puum-ba. El quinto estampido llena de orgullo al capitán, confirmándole un calorcillo grato, satisfecho. Es la primera vez que oye disparar desde lejos los obuses de la Cabezuela sin que él esté presente en la batería, atento a cada detalle. Pero todo suena como debe. Maravillosamente bien. El último disparo ha sido de Fanfán: se diferencia en cierto matiz en la fase inicial del estampido, más grave y seco que los otros. Reconocerlo desde tan lejos estremece a Simón Desfosseux con un impulso de extraña ternura. Como un padre que viera a su hijo caminar por primera vez.
—¿Que desapareció?... ¿Me toma el pelo?
—En absoluto, señor. Líbreme Dios.
Silencio tenso. Prolongado. Rogelio Tizón sostiene, imperturbable, la mirada furiosa del intendente general y juez del Crimen y Policía Eusebio García Pico.
—Ese hombre estaba preso, Tizón. Era su responsabilidad.
—Se fugó, como le digo. Son cosas que pasan.
Se encuentran en el despacho de García Pico, sentado éste tras su mesa reluciente —no hay un solo papel en ella—, junto a una ventana por la que se ve el patio de la Cárcel Real. Tizón está de pie, con un cartapacio de documentos en las manos. Deseando estar en cualquier otra parte.
—Fugado en extrañas circunstancias —murmura García Pico al fin, como para sí mismo.
—Así es, señor intendente. Lo estamos investigando bien.
—Hum... ¿Cómo de bien?
—Ya le digo. Bien.
Es una forma de resumirlo tan apropiada como cualquier otra. En realidad, el individuo al que se refieren —el que espiaba a las jóvenes costureras de la calle Juan de Andas— lleva una semana en el fondo del mar, envuelto en un trozo de lona con dos balas viejas de cañón y un anclote como lastre. Urgido por la necesidad de obtener una confesión preventiva, Tizón cometió el error de confiar la faena a su ayudante Cadalso y a un par de esbirros poco sutiles en materia de dimes y diretes. El detenido no debía de andar bien de salud, y a los interrogadores se les fue la mano.
—No es tan grave, señor. Nadie sabe nada... O saben poco.
García Pico lo invita a sentarse, con gesto malhumorado.
—Eso quisiera usted —dice mientras Tizón ocupa una silla y pone el cartapacio sobre la mesa—. El asesinato de la última muchacha no pasó inadvertido.
—En forma de rumor sin confirmar —precisa el comisario.
—Pero se pidieron explicaciones. Hasta un par de diputados de las Cortes se interesaron por el asunto.
Sólo durante unos días, objeta Tizón. Y como una muerte más, aislada. Después se olvidó todo. Hay demasiadas cosas revueltas en la ciudad. Otras desgracias, sin contar las bombas. Con tanto forastero y militar, no faltan incidentes. Ayer mismo hubo un marinero inglés apuñalado y un soldado que estranguló a una prostituta en el Boquete. Siete muertos por violencia en lo que va de mes, tres de ellos mujeres. Por suerte, casi nadie relaciona a la última muchacha con las anteriores.
—Hemos podido —concluye— tapar las bocas adecuadas.
García Pico mira el cartapacio como si estuviera repleto de responsabilidades ajenas.
—Maldito sea. Dijo que tenía un sospechoso. A punto de caramelo, fueron sus palabras exactas.
—Y así era —admite Tizón—. Pero se fugó, como digo. Andábamos soltándolo bajo vigilancia y deteniéndolo de nuevo, para no incumplir las nuevas leyes...
Alza el otro una mano, evasivo. Su mirada resbala sobre el comisario, hacia el infinito: un lugar indeterminado entre la puerta cerrada y el inevitable retrato donde Su Majestad Fernando VII —tierno mártir de la patria en el cautiverio francés— los observa con ojos abotargados y poco de fiar.
—Ahórreme detalles.
Tizón se encoge de hombros.
—Dos de mis hombres lo llevaron a practicar una diligencia en el escenario del último crimen, y se les escapó. Lamentablemente.
—En un descuido, ¿no? —el intendente sigue mirando a la nada, lo más lejos posible—. Se escapó en un descuido... Visto y no visto.
—Exacto, señor. Los agentes han sido sancionados.
—Con extrema dureza, imagino.
Tizón decide pasar por alto el sarcasmo.
—Todavía estamos buscándolo —apunta impasible—. Prioridad absoluta.
—¿Absoluta?... ¿Muy absoluta?
—O por ahí.
—De eso tampoco me cabe duda.
García Pico trae de regreso su mirada perdida y la posa perezosamente en el comisario. Ahora su gesto es de fatiga. Parece que todo lo abrumara mucho: Tizón, las circunstancias, el calor que sale hasta de las paredes, Cádiz, España. El estampido de la bomba que en este momento resuena en las inmediaciones de la Puerta de Tierra, haciéndoles volver un momento la cabeza en dirección a la ventana abierta.
—Déjeme que le lea algo.
Abre un cajón de la mesa, saca un documento impreso y lee en voz alta las primeras líneas:
«Queda abolido para siempre el tormento en todos los dominios de la Monarquía española y la práctica introducida de afligir y molestar a los reos por los que ilegal y abusivamente llamaron apremios, sin que ningún juez, tribunal ni juzgado pueda mandar ni imponer la tortura».
Al llegar a ese punto, se detiene, alza la vista y mira de nuevo a Tizón.
—¿Qué le parece?
Éste ni parpadea siquiera. A mí me vas a venir con lecturas de media tarde, murmura en los adentros. A Rogelio Tizón Peñasco, comisario de policía en una ciudad donde el pobre sale absuelto con ochenta reales, el artesano con doscientos y el rico con dos mil.
—Conozco la disposición, señor intendente. Se publicó hace cinco meses.
El otro ha dejado el papel sobre la mesa y lo estudia buscando algo que añadir a la lectura. Por fin parece pensarlo mejor y lo devuelve al cajón. Luego apunta a Tizón con el dedo índice de su mano derecha.
—Oiga. Si resbala otra vez, nos puede caer todo encima. Incluidos los periódicos, con el hábeas corpus y todo lo demás... Hay mucha sensibilidad sobre el asunto. Hasta los diputados más respetables y conservadores tragan con las nuevas ideas. O fingen que. Nadie se atreve a discrepar.
Es evidente que García Pico añora tiempos mejores. Más claros y contundentes. Tizón hace un cauto gesto afirmativo. También él los añora. A su manera.
—No creo que eso nos afecte mucho, señor. Fíjese en
El Jacobino Ilustrado...
defiende la actuación del Comisariado de Barrios. Impecable rigor humanista, decía la semana pasada. Policía moderna y demás. Ejemplo de las naciones.
—¿Está de broma?
—No.
El intendente mira en torno como si algo oliese mal. Al cabo fija la vista en Tizón. Gélido.
—No sé cómo se las arregla con ese gusano de Zafra, pero el
Jacobino
es basura. Me preocupan más los periódicos serios, el
Diario Mercantil y
los otros... Y el gobernador anda mirándonos con lupa.
—Me hago cargo, señor.
—¿Se lo hace?... ¿De veras?... Escuche lo que le digo. Si los periódicos exigen responsabilidades, lo echaré a usted a los perros.
Los periódicos tienen otros asuntos de que ocuparse, lo tranquiliza con flema el comisario. Los últimos casos de calenturas pútridas han alarmado a la población, que teme ver repetirse la epidemia de fiebre amarilla. Hasta en las Cortes se habla de un posible traslado fuera de la ciudad, que el hacinamiento de gente y los calores del verano hacen insalubre. También las noticias de la guerra distraen a la opinión pública. Entre el descalabro del general Blake en Niebla, la rendición de Tarragona, el miedo a la pérdida de todo Levante y la subida de precio del tabaco habano, en los cafés y corrillos de la calle Ancha hay materia de sobra para mantener ocupadas las lenguas. Además, está lo de la próxima expedición contra los franceses, bajo el mando del general Ballesteros.
—¿Cómo sabe eso? —García Pico casi ha dado un salto en la silla—. Es altísimo secreto militar.
El comisario mira a su jefe con genuina sorpresa. Por el respingo.
—Lo sabe usted, señor intendente. Lo sé yo. Es normal. Pero además lo sabe todo el mundo... Esto es Cádiz.
Se quedan callados, mirándose. García Pico no es un mal tipo, reflexiona ecuánime el comisario. O no peor que otros, incluido él mismo. El intendente sólo pretende seguir donde está y adaptarse a los nuevos tiempos. Sobrevivir a esos lechuguinos y filósofos visionarios de San Felipe Neri, que sin ningún sentido de lo posible pretenden poner el mundo patas arriba. Lo malo de esta guerra no es la guerra en sí. Es el desmadre.
—Dejando a esas pobres muchachas aparte —dice García Pico—, hay otra cosa que me preocupa. Demasiada gente yendo y viniendo entre Cádiz y la costa enemiga... Demasiado contrabando y de lo otro.
—¿Lo otro?